72. CUENTAS
Le habían estafado. Los del banco, los que se supone que te guardan los ahorros mejor que un colchón, los que los hacen crecer. A mi abuelo, que es listo como un zorro.
–Pero es que yo soy un zorro bueno –me respondió cuando se lo dije.
Había perdido todos los ahorros que tenía con la abuela. El dinero que les dieron hacía poco, cuando vendieron la casa del pueblo para pasarse la vida de viaje… Todo. «Inviértanlo aquí», les dijo el del banco. «Una inversión de alto rendimiento». Y el abuelo se fio.
–No puede uno fiarse de nadie, moñaca, ni de uno mismo. Yo una vez me tiré un pedo y me cagué.
–Abuelo… –empecé a decir.
–¡No me seas ñoña! –me respondió.
Pero yo no quería reñirle por aquella marranada. Yo solo quería decirle que si le habían engañado a él, eran capaces de engañar a cualquiera, también a mamá, también podrían haberle engañado a ella... Pero él siguió.
–Todo pasó poco antes de que muriera la abuela. Cuando lo supo, se llevó un disgusto morrocotudo.
–¿Quién? ¿Mi madre?
–No, tu abuela. A tu madre no se lo he contado hasta hace poco. No he tenido más remedio. Le he tenido que pedir dinero. Está que trina.
Oyendo al abuelo, no sabía si reír o llorar. Me recordaba tanto a mí cuando me quejaba con Pinilla de las broncas que me echaba mi madre… No era tanto lo que decía, que también. ¡Pedir dinero a mamá! Era sobre todo esa mirada entre enfadada y culpable, esa postura entre enfurruñada y penosa. Parecía un niño pillado en falta. ¿Cómo era posible? Mi abuelo, tan punky, tan pasota; mi abuelo, que es el padre de mi madre, que se toma las normas como vallas de salto… ¿Pero qué timo era ese? Yo que soñaba con ser mayor para hacer lo que me diera la gana. «Cuando seas padre, comerás huevos». Se lo había oído decir a mi abuelo cientos de veces. Pero por lo visto era mentira. Ahora mi abuelo, el padre de mi madre, sufría por lo que pensaba de él su hija, sentía que tenía que rendirle cuentas. ¿Es que toda la vida íbamos a tener que estar rindiendo cuentas a alguien?
–Tu madre dice que el disgusto mató a tu abuela –murmuró el abuelo.
Se me pusieron los ojos como platos.
–¡Pero la abuela estaba muy enferma!
–Lo sé, lo sé. ¡Menos mal que lo sé! –dijo el abuelo–. Y quiero creer que en el fondo tu madre también lo sabe. Pero está cabreada.
–¿Contigo?
El abuelo suspiró y se quedó pensativo.
–Bueno –volvió a suspirar–, supongo que es más fácil cabrearse conmigo que con la vida.
–Ya –asentí–. Igual es que también necesita reciclar la cólera.
El abuelo me miró y sonrió mientras movía la cabeza como si fuera la pata de un gato de la suerte. No sé si quería decir que sí o si estaba recordando la canción y seguía el ritmo por dentro.
–Puede que tengas razón, moñaca. En cualquier caso, no la culpo. Casi me ayuda a no echar tanto de menos a tu abuela. Si estuviera aquí, ella seguiría riñéndome cada día, como hace ahora tu madre.
Y siguió moviendo la cabeza como un Maneki-neko.
Entonces lo vi claro. Vi que sí, que es un horror tener que rendir cuentas a alguien, pero al mismo tiempo ¿no es eso lo que da sentido a estar en la Tierra, el hecho de que haya alguien en ella que nos importe tanto como para querer ser bueno ante sus ojos?
Y cuando, después de la confesión del abuelo, volví a mi cuarto y vi que tenía un mensaje de Unai, me di cuenta de algo terrible, algo que no había llegado a comprender del todo hasta ese momento: que Unai tenía una persona menos ante la que ser bueno.
Quizá por eso mismo, podría ser malo.