47. CABOS SUELTOS
Lucas siempre escribía mensajes mínimos. Cortos y seguidos. Pero esta vez llevaba más rato escribiendo que nunca, y yo me estaba poniendo de los nervios.
Cuando por fin entró su mensaje, fue aún peor de lo que me temía.
A ver si tu madre puede hacer algo contigo, aunque lo dudo. Estás loca. De qué vas. Cómo tienes la cara de escribir como si nada después de lo que me has hecho.
No me podía creer que me hablara así. Le respondí:
¿Qué te he hecho yo a ti, eh, Lucas?
Y desde el teléfono de Lucas me llegó un mensaje que decía:
No soy Lucas. Soy Natalia.
Estaban juntos, Lucas y Natalia, en ese mismo momento. Y Lucas le había dejado su teléfono para que me respondiera.
No tendría que haberme sorprendido. Debería acostumbrarme. Pero no podía. ¿Se acostumbra uno a una herida? ¿Se acostumbra uno al dolor?
Busqué la canción del abuelo, la de nemequitepá. La escuché siete veces seguidas. Luego cerré el ordenador. Apagué el teléfono.
–Mamá, me acuesto ya. Me duele la cabeza –avisé.
–¿Tan pronto? ¿Estás bien, hija?
–Que sí, mamá.
Esa noche, en mi cabeza, monté a Natalia y Lucas en los asientos de atrás del coche que conducía el padre de Unai. A Unai lo coloqué en el asiento del copiloto. Así su megacuerpo no se desparramaría sobre el cuerpo de nadie más.
Estaba dispuesta a matarlos a todos en mis sueños. Adiós, Lucas. Adiós, Natalia. Adiós, U…
Pero a última hora, antes de caer profundamente dormida, antes de que aquella sombra de un hombre tan alto, tan grande, tan guapo hiciera sonar el motor de aquel coche, abrí la puerta del copiloto y saqué a Unai de ahí. No porque lo apreciara, no porque me diera pena. Lo saqué porque había algo que no me encajaba. Algo que aún tenía que averiguar. No puedo dejar un enigma sin resolver, no puedo con una adivinanza sin respuesta.
No puedo con los cabos sueltos. Desde pequeña.
La curiosidad mató al gato, dicen. Pero salvó a Unai. Al menos en mi sueño.