31. LANCELOT 7 - CLARA 0
Siete personas, un equipo de telemetría y dos todoterrenos, dedicados a buscar a Lancelot.
NADIE vino detrás de mí.
No es que yo saliera corriendo para que vinieran a buscarme. Hace tiempo que no hago esas cosas. Pero, no sé, un poquito de interés, ¿no?
Cuando salí corriendo, después de que Lancelot chocara conmigo, solo pensaba en eso: correr, correr, correr. Forrest Gump. Cómo entendí al tío ese de la película. Un pie y otro pie, un pie y otro pie. ¿En qué piensas cuando piensas en correr? ¡En NADA! Y eso era lo que yo necesitaba: no pensar en nada, vaciar mi cabeza.
Así que corrí, corrí, corrí, y en cada zancada iba soltando algo, no una miguita para que me encontraran, no, más bien un trozo de agujero negro para no perderme dentro. Y de pronto me vi, sudorosa bajo el plumas, jadeante y algo más ligera, en un prado verde rodeada de árboles. Creo que había pasado por una especie de bosque, pero no me preguntes porque yo solo miraba mis pies, el suelo y mis pies, las hojas en el suelo y mis pies, las piedras del camino y mis pies, el barro y mis pies. Igual volar es lo mismo. Igual mientras yo corría y pensaba en mis pies, Lancelot volaba y solo pensaba en sus alas. El cielo y las alas, el cielo y las alas. Me gusta pensar que Lancelot y yo estuvimos siguiendo caminos paralelos, él en el aire y yo en tierra. Tal vez él, todo ojos, en un momento dado me vio desde el aire. El cielo, las alas y la presa. Puede que se lanzara sobre mí en picado y solo a última hora, cuando ya estuviera casi rozando mi pelo, se diera cuenta de que yo no era un delicioso ratón sino la loca contra la que había chocado, y puede que entonces Lancelot rectificara la trayectoria y pensara que yo era peligrosa, y saliera huyendo DE MÍ.
No sé. No tengo ni idea de lo que pasa por la cabeza de los halcones, si es que pasa algo por su diminuto minúsculo casi inexistente cerebro. Y además, como te he dicho, yo no miré al cielo. Yo solo miraba mis pies.
Pero cuando llegué a ese prado, entonces sí, me dejé caer sobre la hierba húmeda y fría, toda larga con los brazos extendidos, y miré al cielo.
El cielo.
No vi a Lancelot. Solo un cielo azul azul invadido por una hilera de nubes blancas que el viento barría a toda velocidad.
Es extraño que las nubes no se tuerzan. Eso es lo que pensé en ese momento. Parece que se muevan sobre unos raíles, que las pinten sobre unos renglones dibujados con regla.
Por un instante, ese pensamiento me tranquilizó. Lucas no me quería; Natalia llevaba mi pulsera; Pinilla estaba ausente en el planeta Zaera; Unai tenía un perro, un hermano, un padre muerto, y quería que matara a Lucas; mi abuela ya no nos hacía croquetas; mi abuelo pedía perdón por decir tacos, escuchaba canciones que hacían llorar y puede que hiciera pintadas; mi madre decía al abuelo «vete a la mierda»; un halcón había chocado contra mí… Pero las nubes se movían como siempre lo han hecho desde que el mundo es mundo, perfectamente paralelas al horizonte, y no tenían ninguna pinta de torcerse y colisionar con la Tierra. Al menos había algo que se mantenía en orden.
Y entonces, al pensar en el orden del universo, me dije: «Ahora vendrán a buscarme».