81. A GOLPES
–¿Qué ves? –pregunté a mi padre mientras me ovillaba a su lado en el sofá como un gato mimoso.
Nunca lo hacía, o al menos nunca desde hacía unos cuantos años. Pero ningún Día del Padre había conseguido hacerme sentir tan afortunada por tener un padre soso, aburrido y vivo esperándome en el sofá.
Estaba puesto uno de esos canales que te fríen a reportajes sobre arte, historia o tribus perdidas donde aún no han abierto un McDonald’s. A mi padre le encantan, los reportajes esos, no los McDonald’s.
–Es sobre Miguel Ángel, el escultor.
–Mmh –ronroneé.
En la tele no dejaban de salir esculturas y pinturas de tíos desnudos, y me imaginé los comentarios graciosillos que habría hecho el abuelo de estar ahí. Pero estaba con mi padre.
–Miguel Ángel es el que pintó la Capilla Sixtina. Lo sabías, ¿no?
–Entonces era pintor, ¿o qué? –respondí yo.
–Sobre todo era escultor, pero hizo de todo. También fue arquitecto. Hasta escribió poesía.
La poesía y mi padre eran mundos paralelos, tanto que hasta me resultó gracioso oír la palabra «poesía» en su voz. Era como si hubiera dicho «longboard» o «lo flipas».
Ver un reportaje sobre Miguel Ángel con mi padre me pareció un plan increíble y perfectamente aburrido, justo lo que necesitaba en ese momento.
Contaban que Miguel Ángel veía las esculturas en los pedazos de mármol. Miguel Ángel decía que estaban ahí dentro, dentro de esos enormes pedruscos, que él lo único que hacía era quitar los trozos que sobraban. Era como si liberara de una jaula de piedra a esos tíos guapos y cachas o a esas vírgenes que sufrían con cara de no sufrir o a esos ángeles de alas perfectas. Todo a base de golpes.
Y fue escuchar la palabra «golpes», ver una imagen de unas alas y unas manos martilleando un trozo de mármol con un escoplo o un cincel o no sé qué, oír el tic contra la piedra y pensar en el pam de cuando Lancelot chocó contra mí y en cómo me dije a mí misma que la vida era un golpe detrás de otro. Y a continuación pensé en el pobre Unai, aunque al mismo tiempo me odié a mí misma por pensar en él como «el pobre Unai», que había recibido aquel PAM, y no me refiero al golpe del partido de béisbol, sino a aquel otro golpe con mayúsculas que recibió cuando era mucho más minúsculo de lo que es ahora.
En el reportaje dijeron que Miguel Ángel sacaba la belleza a golpes. Ojalá no fuera el único. Igual los golpes eran oportunidades para encontrar algo, un ángel, una persona…, oportunidades para sacar belleza, como hacía Miguel Ángel. Y no digo que todas las personas golpeadas por la vida sean automáticamente más bellas, porque ahí tienes, sin ir más lejos, a Blanca, que de pequeña se pegó un año en el hospital y que no deja de ser perfectamente imbécil; pero… supongo que tampoco Miguel Ángel encontró siempre algo bello dentro de cada piedra.
Y ya no sé qué más pensé porque me quedé roque. Lo supe la mañana siguiente, cuando me desperté en mi cama. No recuerdo cómo llegué hasta allí. Es probable que mi padre intentara espabilarme lo suficiente para que arrastrara los pies hasta mi cuarto más dormida que despierta. Pero he decidido creer que aquella noche mi padre me cogió en brazos como cuando era pequeña y llegaba dormida de un viaje en coche, y que me llevó hasta la cama y me arropó y me dio un beso en la frente y me dijo: «Buenas noches, Clarita», y que cuando fue a cerrarme la persiana, porque la persiana estaba cerrada por la mañana cuando me desperté, vio aquella luna gigantesca y se sintió bien.