45. EN BUSCA DEL JAMÓN Y DEL TIEMPO PERDIDO
Los halcones no ven bien de noche. Eso nos explicaron en la exhibición. Es como Magda. Magda tampoco ve bien de noche. Se empeña en quitarse las gafas cuando salimos. Se ve más guapa. Pero una noche me confesó que la seguridad que le da sentirse guapa se le escapa por las dioptrías. «No sabes qué perdida te sientes cuando no ves…», me dijo.
Así estaría Lancelot en ese momento: como un miope sin gafas, perdido. En un bosque, a una hora de autobús de la cocina de mi casa, refugiado en la rama de un árbol, esperando a que lo buscaran, deseoso de ser encontrado. Sin ver…
A la luz del fluorescente de la cocina, yo sí veía. Un plato con más judías verdes y menos trozos de jamón de los que desearía. Eso, y a mi madre delante de su plato con cara de «hace muchos muchos años, en un reino muy lejano…».
–Claro que me acuerdo –dijo mi madre olisqueando sus judías–. Lo del padre de Unai fue un shock para todos. Un hombre tan joven… De mi edad –y después de un silencio, añadió–: De mi edad entonces.
Luego volvió a quedarse callada. Por cómo movió los dedos sobre el mantel de la mesa, diría que estaba calculando cuántos años mayor era ella hoy. Y por la cara que puso, diría que se sintió terriblemente vieja y MORTAL.
–Creo que es el funeral más multitudinario al que he ido en la vida.
«Mul-ti-tu-di-na-rio». Seis sílabas. Y el abuelo en casa de la abuela…
–Parece mentira. De la noche a la mañana.
Yo buscaba los trozos de jamón mientras mi madre buscaba las palabras. No sé quién lo tenía más difícil, la verdad.
–Lo conocíamos todos los padres. Siempre que no tenía guardia en el hospital, era él quien iba a buscar a Unai.
–¿Era médico, como el padre de Lucas?
Mi madre asintió.
–De hecho, creo que trabajaban en el mismo hospital. La madre de Lucas lloraba sin parar en el funeral.
Me quedé con el tenedor en la boca. ¿El padre de Unai y el de Lucas se conocían? Eso no me encajaba con la relación que tenían Lucas y Unai, que no se llevaban, o se llevaban más bien mal. La cosa no cambió ni durante el poco tiempo que Lucas salió conmigo, y eso que Unai era de mi misma pandilla.
–¿Eran amigos? –pregunté a mi madre.
–¿Quiénes?
–El padre de Lucas y el padre de Unai.
–Sí, mucho. De hecho, ahora que lo dices, me extrañó que el padre de Lucas no estuviera en el funeral, con lo amigos que eran.
Mi madre se quedó un momento en silencio. De pronto, se le alisó la arruga que le fruncía el ceño y dijo sonriendo:
–Era divertidísimo. Siempre acababa haciéndonos reír. Llamaba la atención, tan alto, tan grande, tan guapo… –siguió mi madre.
–Te refieres al padre de Lucas, ¿no? –supuse yo al oír «guapo».
–No, te hablo del padre de Unai –dijo mi madre–. Sí que era guapo, sí. El hermano de Unai se le parecía mucho.
–¿El hermano?
–Sí, es mayor que Unai. Ahora debe de ir ya a la universidad. Todo el mundo en el funeral lo miraba y decía llorando: «Es el vivo retrato de su padre». Parece que en los funerales la gente se siente a gusto repitiendo las mismas frases. Son como mantras.
Yo intenté volver a centrarla.
–¿Y el perro?
–¿Qué perro? –me preguntó extrañada.
–Nada, nada…
Nos quedamos un instante en silencio.
–Aún no me has dicho cómo murió –le reclamé.
Mi madre bebió agua y después dijo:
–Fue en un accidente de coche.
Yo debí de poner una cara como si mi madre hubiera dicho «boxeando contra un elefante asiático en calzoncillos rojos», y ella se vio obligada a explicar:
–Sí, su coche se salió de la carretera.
¿Ya está? ¿Eso era todo? ¿Eso merecía preguntar con cara solemne «sabes cómo murió de verdad mi padre»? ¿Eso merecía mil versiones peliculeras? Al menos eso explicaba por qué había olvidado la explicación verdadera de cómo murió. Era cualquier cosa –tonta, frecuente, «normal», como dijo Pinilla...–, cualquier cosa menos memorable.
–¿Por qué lo preguntas ahora, hija?
–¿Por qué no pones más jamón, mamá?