92. A MESA PUESTA

 

Lo notamos nada más entrar por la puerta. Llegaba un olor especial. Eran las velas. El abuelo había encendido dos, blancas.

Lo había preparado todo. Había puesto una música suave, una cantante que le gusta: Billie Holiday. Había centrado la mesa, que suele estar ladeada para ver mejor la tele. Había puesto el mantel blanco de hilo de la abuela, el que usa mi madre cuando hay celebraciones, las copas buenas, la vajilla de las fiestas, las velas aquellas…

Los ojillos del abuelo también eran dos velas encendidas cuando nos vio entrar a mi madre y a mí.

–Traes buena cara, moñaca –me dijo–. Espero que también traigas hambre.

Me guiñó un ojo y yo le devolví el guiño. Me habría encantado contarle lo de Unai. Al fin y al cabo, creo que el abuelo ya había espiado la mitad de la historia. Pero aún quería guardarme un poco la otra mitad. Además, estaba mi madre, y aquella mesa…

A mi madre no se le quitaba la cara de ver marcianos. Al revés, parecía que en ese momento acababa de descubrir uno más, y puede que fuera así. Puede que ese hombrecillo que teníamos delante no fuera mi abuelo sino un marciano que le había abducido, porque ¿desde cuándo mi abuelo iba con traje y camisa blanca?

–Sentaos –dijo él. Sonaba como una mezcla de cura, camarero y maestro.

–¿Qué se celebra? –preguntó mi madre saliendo por fin de su empanamiento.

–Ya lo verás –contestó misterioso el abuelo.

–¿Tengo que ponerme el traje largo?

–No estaría mal –dijo el abuelo–. Pero estás bien así, y no quiero que la comida se enfríe.

Mi madre miró la enorme fuente de ensalada que había sobre la mesa. Tomate, lechuga, cebolla y atún. Y aceitunas. Aceitunas negras.

–Oh, sí –comentó mi madre con sorna–. Sería un drama que se enfriara la lechuga iceberg.

Mi abuelo entonces miró la mesa, dio un saltito y salió corriendo a la cocina mientras nos insistía:

–¡Sentaos, sentaos! ¡Y no entréis en la cocina!

Creo que a mi madre casi le da un colapso cuando vio que el abuelo había colgado, entre dos de los cuadros de Masoliver, la lámina de la abuela que habíamos terminado, excepto por aquel polluelo.

–No lo quites, mamá –le susurré, adivinando sus intenciones.

Se oyó un CLING, y un BANG, y un GONG. Mi madre puso cara de horror.

–A saber cómo me estará dejando la cocina –dijo llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.

–¡Ahora voy! –gritó el abuelo desde allí.

Al sentarme, fui a coger la servilleta para ponérmela sobre las rodillas y me di cuenta de que el abuelo, en vez de servilletas, había puesto trozos de papel de cocina.

Se lo enseñé a mi madre con cara de guasa. Ella puso los ojos en blanco y levantó el culo del asiento, dispuesta a coger las servilletas de tela que guardaba en el segundo cajón de la cómoda y que seguramente el abuelo no había sabido encontrar.

Pero antes de terminar de levantarse, cambió de idea. Volvió a sentarse, sonrió y, con mucho teatro, se colocó el trozo de papel en el regazo.

Entonces entró el abuelo. Llevaba una fuente tapada con una de esas tapaderas metálicas redondeadas que salen siempre relucientes en las pelis.

–Perdón por la espera –dijo el abuelo.

–Seguro que habrá merecido la pena –le respondió mi madre, que aún no acababa de creerse que aquel hombre con traje fuera su padre.

–No lo sabes tú bien –contestó el abuelo.

Y destapó la fuente.

Croquetas y wasaps
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