15. EL RUIDO Y LA FURIA

 

Al día siguiente me levanté de madrugada, sin exagerar, para asombro de mi madre. No podía ser tan difícil hablar con Lucas. Se lo iba a decir, estuviera solo o acompañado.

–¿Pero dónde vas a estas horas? –me preguntó con los ojos pegoteados de sueño.

–Avisa a Pinilla. Dile que no me espere. ¡Adiós!

–¡Espera! –exclamó, repentinamente despierta. Taladró mi mochila con su mirada de rayos X, luego decidió que los rayos X no eran suficientes, arrastró las zapatillas de andar por casa hasta la mochila, la palpó, la cogió en el aire para disimular, abrió la cremallera y dijo:

–No sé cómo puedes llevar tanto peso.

–Ya ves. Son los libros, que pesan aún más que los espráis –respondí a mala idea.

Pero mamá tenía demasiado sueño como para empeñarse en reñirme y se limitó a levantar la mano a modo de despedida mientras entrecerraba los ojos. Y me fui.

Edgar todavía no estaba en la garita. Las aceras no estaban puestas. Los hombrecitos rojos de los semáforos aún no se habían levantado. Corrí por las calles, salté por las aceras, volé. No tuve tiempo ni de sentir frío por el camino. Y cuando llegué al colegio, desenrollaron el patio como una alfombra, solo para mí. Bueno, para mí y para el Contreras, el único profesor que se atrevió a aparecer a esas horas. El Contreras entró en el pabellón y me quedé sola. Estaba sola, pero no me sentía sola. Esperaba, y mi cerebro caracol de cada mañana se había transformado en un cerebro guepardo.

Está claro. Los caracoles no esperan nada en la vida. Por eso van como van. Pero los guepardos... Esos sí que esperan, sí: COMIDA.

Ahí estaba yo, elástica y hambrienta, dando vueltas alrededor del aparcamiento para motos como un animal enjaulado, acechando la llegada de Lucas, sin ojos para otra cosa que no fuera ese trozo de calzada que conducía hasta el colegio, sin oídos para las voces que iban llegando, solo para los motores. COMIDA. Ahora entendía por qué era tan importante el oído para cazar. Si escuchaba atentamente, era capaz de adivinar lo que iba a pasar –quién iba a pasar– antes de verlo. Oía el motor de un autobús y, a los pocos segundos, los faros de la ruta 4 rompían la niebla. Oía una respiración ahogada y, al momento, veía a Unai que llegaba resoplando. Primero oía y luego veía. El trueno y el relámpago.

–¿Qué haces aquí? –me preguntó Unai al pasar delante de mí.

Normal que preguntara. Como ver a un nepalí en Mozambique o un neozelandés en Dinamarca. Por todo el colegio hay una demarcación invisible de fronteras, territorios conquistados a fuerza de pipas, chicles y palique; vaya, nada de sangre, sudor y lágrimas: SALIVA. Ahora mismo podría hacerte un mapa señalando donde está Lucaslandia, Pinillikistán o la República Nataliana; perdón, el reino. No se puede ser más princesa que Natalia, más rubia, más cursi, más pava. En cualquier caso, el aparcamiento de motos está bastante lejos de nuestro territorio.

A la pregunta de Unai, mi cerebro guepardo respondió sin darme tiempo a callarlo:

–El imbécil. Hago el imbécil.

Unai me miró fijamente. Sentí que no se detenía en esa otra frontera que es la piel, sino que penetraba el límite derma-no-sé-qué que sale en los anuncios de cremas, así, sin permiso, sin pasar por aduanas, y me miraba por dentro. Por un momento temí que me absorbiera al agujero negro de su camiseta negra, ese que asomaba bajo su cazadora abierta.

–Que disfrutes –me dijo muy serio, como quien dice «te acompaño en el sentimiento». Y se fue hacia Pinillikistán.

Yo seguí allí, en territorio extranjero. Por un momento, dejé de mirar la entrada del aparcamiento para seguir con la mirada el bulto andante de Unai. Había algo… algo… Pero no tenía tiempo de pensar en ello. Debía estar al acecho. Y así seguí, a tres vuelcos de estómago por minuto, viendo desfilar animales de todo tipo. Y mi gacela sin aparecer.

Cuando llegó la hora de entrar en clase, tuvo que venir Pinilla a buscarme.

–¿Pero qué haces, Luján?

«El imbécil», dije mentalmente.

–Me ha dicho Unai que estabas aquí.

–¿Unai?

–Anda, vamos, que llegarás tarde.

Yo me dejé arrastrar por Pinilla hacia clase. Le habría contado lo del pan, lo de mi plan, lo de que necesitaba volver con Lucas, pero «Lucas ERA imbécil» y no quería volverlo a escuchar.

–Tengo hambre –le dije.

Antes de desaparecer camino de clase, volví por última vez la vista hacia el aparcamiento. Primero la oí: el silencio de una moto parada. Luego la vi: el hueco de la moto de Lucas. Y después la imaginé: el trozo de carne desnudo sin la pulsera que le regalé. La ausencia en estado puro.

Croquetas y wasaps
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