7. PECES
Mi amiga Pinilla está enamorada. Locamente. Desde que sale con Zaera, apenas le queda espacio en su cabeza para pensar en otra cosa que no sea él. Guarda un hueco del tamaño justo para sacar unas notas relativamente buenas, y otro hueco, para mi gusto un poco pequeño, dedicado a mí. Vamos, que no me hace tanto caso como quisiera. Pero se lo perdono: es mi amiga.
Desde su estado de la-chica-más-enamorada-del-mundo es difícil que me consuele. Sin embargo, algo hace. O lo intenta.
Pinilla iba conmigo al colegio, luego se cambió, y ahora volvemos a ir juntas. Además, vivimos en la misma urbanización y ha habido épocas en las que me costaba distinguir cuál era mi casa y cuál era su casa.
El otro día Pinilla, en su cuarto, o en mi cuarto, ya no lo sé, me pasaba la mano por los hombros y me dejaba llorar, y yo me desahogaba:
–Y encima, ahora mi madre está histérica porque se cree que me dedico a hacer pintadas. No veas la bronca que me echó por lo de los espráis. ¡Pero si no tengo ni idea de dónde han salido! La última pintura que me compré fue…
Me acordé del gloss. Pero no fui capaz de hablar de ello. No importa. Con Pinilla puedes dejar las frases a medias. Ella escucha igual. Le pasa como a mí: a veces escucha hasta lo que no se dice. Creo que es un poder que tienen los mentalistas y los amigos.
Pinilla me escuchaba mientras me iba pasando la mano por el pelo. Hasta para eso tiene una mariteoría. Ella cree que cuando acariciamos a alguien la cabeza mientras llora es para acompañar a las lágrimas, para que no se sientan tan solas. Y la manera («¡la manera física!», dice María) de acompañar a las lágrimas es deslizar la mano desde la cabeza, a la altura de los ojos, hacia abajo, en la misma dirección. Y a esto se le llama consolar, que es estar menos solo en la pena.
Sí, Pinilla me consuela. Pero también me dice que Lucas era imbécil, que es la manera pinillista de decir «ese tío es más tonto que Abundio». Y me lo dice así, en pasado: «Lucas ERA imbécil». No «Lucas es imbécil». Pero no es como si Lucas ya no fuera imbécil. Es como si Lucas ya no existiera, y no es eso lo que quiero oír. Lo único que quiero oír es: «No te preocupes, Luján. Lucas volverá contigo. ¿Dónde iba a encontrar una chica tan divertida, tan simpática, con tanto encanto como tú?». Y al oír ese «con tanto encanto» que debería decir Pinilla, yo sentiría que tengo el pelo más brillante y menos fosco; que mi nariz aguileña me da una personalidad que ya quisiera Natalia; que mis ojos, aunque marrones como los de… yo qué sé, ¿el 80% de los españoles?, pues que mis ojos marrones denotan una inteligencia superior y poseen una fuerza irresistible; que aunque no sea muy alta ni muy delgada, estoy tan bien proporcionada que da alegría verme. Y todo eso habría logrado Pinilla solo con decir esas palabras.
Pero no. Pinilla es mi amiga y escucha lo que no digo, pero no me dice siempre lo que quiero que me diga, y supongo que eso es lo que distingue a un buen amigo de un mentalista. Pinilla no me dijo que tengo «tanto encanto». Y dijo que Lucas es imbécil, peor, que «era» imbécil. Y que no estuviera triste (deberían prohibir decir esa frase a las personas tristes). Y también dijo: «Anda que no hay peces…», que es la frase de un cuento que leímos de pequeñas y que nos encantaba, de una pescadilla que se enamoraba de un besugo y se quedaba coladita por él, pero el besugo pasaba millas marítimas de ella y, al final, otro pez la convencía de que había más peces en el mar.
Pero yo no quiero saber nada de otros peces. Que los haya. Por mí como si los pescan a todos, por mí como si mueren asfixiados con una bolsa de plástico, por mí como si se envenenan. Como el padre de Unai. En la versión 26.1 y 26.2 de la muerte del padre de Unai.