11. ALUBIAS A LA MARINERA

 

–Otra vez he tenido que apagar la luz del pasillo. ¿Es que soy la única en esta casa que sabe apretar los interruptores? –se quejó mi madre en la mesa.

El abuelo no respondió, cosa rara.

–A mí ponme poquísimo, mamá, por favor.

–No sé lo que te pasa últimamente, hija. No comes nada.

Mi abuelo, con la cuchara a la altura de la boca, me miró a mí, miró a mi madre y supe que estaba a punto de decir algo sobre lo gorda que está mamá. Pero a última hora se limitó a soplar sobre las alubias y no dijo nada.

Algo estaba pasando. Mi abuelo jamás habría perdido una oportunidad como esta.

Es más, después de tragar la primera cucharada, el abuelo dijo:

–Cojonn… –y él solito se paró, antes de que yo tuviera tiempo de levantar la ceja, antes de que mamá le lanzara una de sus miradas de la patrulla antitacos, ¡y dijo!–: Riquísimas, hija. Te han quedado riquísimas.

Llega a decir «deliciosas» y voy a por el termómetro.

–Y baratas –dijo mamá mirando al abuelo muy seria.

No entendí a qué venía eso, pero me parece que él sí. Y debía de ser algo chungo, porque el abuelo bajó la cabeza y luego, como para cambiar de tema, me miró y dijo:

–¿No comes, moñaca?

No sabía en qué habría pillado mamá al abuelo, pero tenía que ser algo gordo.

–Come –insistió.

Pero yo no tenía hambre. No me entraba NADA en el estómago. Lo último que entró en mi boca fue ese «no ee e…». Y desde entonces no podía comer, no podía casi ser, no podía pensar en otra cosa que en Lucas.

Mi madre empezó a comer en silencio con la mirada clavada en el cuadro rojo de Masoliver. Pero al poco rato se puso otra vez a tiro del abuelo. Se ve que no puede evitarlo. En el fondo, es una yonqui de las pullas de su padre. Necesita su dosis diaria. Si no, le entra el mono. Y me dijo:

–A este paso te vas a quedar en los huesos, hija.

Miré al abuelo esperando a que dijera algo sobre los no-huesos de mamá, pero él lo único que hizo fue levantarse un momento de la mesa, quitarse la chaqueta y dejarla en la silla sobre el dibujo de los pájaros de la abuela, como abrigándolos.

–Menos calefacción y más alubias –sentenció–. Eso es lo que necesita este planeta.

Entonces me fijé en su camiseta. En la de ese día ponía: «ODIO LAS CAMISETAS NEGRAS». Era negra.

Ja. Si no fuera porque seguía enfadada con Unai por lo que había dicho de Lucas, le habría hecho una foto con el móvil y se la habría mandado. Porque es la camiseta perfecta para Unai, que no lleva otra cosa desde hace años. Lo increíble es que su madre le dejara desde tan pequeño. Supongo que es más fácil ser permisiva con un hijo triste. El caso es que ahora podría parecer casi normal que un chico vaya de negro, pero en Primaria no lo era. Incluso el día de la primera comunión llevó una camisa negra. Es el niño que todos los parientes señalan cuando ven la foto de grupo. Yo prefiero mirar al niño de la otra punta: Lucas, con su traje de marinero. Sale tan guapo… Lucas de marinero… Se te ve tan apuesto junto al timón, o el mástil, o la orza, o la botavara, o lo que quiera que sea eso. Ahí, en la cubierta del barco, todo tieso, mirando al horizonte, por donde ahora mismo se pone el sol y salta un delfín… Anda, marinero, deja de mirar al horizonte y mira al suelo, que ahí, a tus pies como una colillita, hecha un lío en una red, estoy yo, está tu pescadilla boqueando. Y date prisa, que necesito que me desenredes rápido porque yo sola no sé salir de este lío rasposo de cuerdas y... Me estoy quedando sin aire.

–Clara, hija, ¿se puede saber en qué piensas? ¿Quieres hacer el favor de comer?

Mi madre siempre ha presumido de «fomentar mi creatividad y estimular mi imaginación». En parte, creo que lo hace para fastidiar a mi padre, que siempre la ha acusado de tener demasiados pájaros en la cabeza. Pero por más imaginación que yo tenga, no hay forma de encajar una madre en una fantasía marítima al atardecer.

En esta casa no hay quien sueñe.

–Come.

Croquetas y wasaps
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