93. CROQUETAS
–¡CROQUETAS! –exclamé, y me lancé a comer una.
Me encantan las croquetas, las buenas croquetas. Mi abuela hacía unas croquetas deliciosas. Lo malo es que mi madre no heredó esa habilidad, y creía que mi abuelo tampoco. Sin embargo, aquellas croquetas estaban de muerte.
–He aprovechado que hay aceite nuevo en la freidora –dijo el abuelo, como si necesitara una excusa para hacer las croquetas.
Mi madre seguía mirándolo como si en cualquier momento fuera a arrancarse la piel como una careta y debajo fuera a aparecer un simpático ser verde procedente de Marte.
Sin dejar de mirar al abuelo, alargó la mano, cogió una croqueta y le dio un mordisco.
Masticaba lentamente, cada vez más lentamente. Y entonces cerró los ojos y se quedó así un buen rato, con los ojos cerrados y aquel trozo de croqueta en la boca. De repente, sin hacer ni un gesto de más, le brotaron las lágrimas de los ojos. Era como ver nacer una flor. Las lágrimas recién nacidas se le escurrieron lentamente por las mejillas.
–¿Qué te pasa, mamá? –pregunté asustada.
A mamá seguían naciéndole lágrimas.
–Son suyas, ¿no? –preguntó al abuelo abriendo los ojos.
Yo alcancé mi segunda croqueta.
El abuelo dijo que sí con la cabeza.
Mamá se levantó de la mesa y fue hacia el abuelo, que también se levantó, y se abrazaron llorando y masticando croquetas.
Yo no entendía nada. No podía parar de comer.
Cogí la tercera croqueta.
–¿Se puede saber qué pasa? –pregunté con la boca llena.
Entonces el abuelo, con mi madre aún colgada de su cuello, me lo explicó.
Aquellas croquetas eran de la abuela. No hechas según su receta. Hechas POR la abuela. Las hizo antes de morir. Estaban en casa de la abuela, en el congelador, ese invento imposible que pretende detener el tiempo.
Yo dejé de mover la mandíbula. Sentí en el paladar esa bola cremosa de bechamel, esa textura perfecta con tropezones de sabrosísimo jamón y del ingrediente secreto del que siempre presumía la abuela: el cariño. Tenía el cariño de la abuela dentro. Sonaba una trompeta.
–Me resistía a freírlas. Era lo último que me quedaba de la abuela –dijo el abuelo–. Pero también hay que saber decir adiós.
«Hay que saber decir adiós»… Era la segunda despedida que vivía de cerca, y estaba sucediendo el mismo día que la primera. La primera era la despedida de Unai de su padre, y ahora nuestra despedida de la abuela. ¿Quién dijo que las despedidas tenían que ser tristes?
Billie Holiday cantó They Can’t Take That Away From Me. Tuve la tentación de traducírselo al abuelo. Puede que ese día acabáramos esas croquetas, pero había tantas cosas de la abuela que iban a quedarse con nosotros para siempre, tantas cosas de ella que nadie, ni la muerte, nos podría quitar… Estábamos mamá y yo, que también éramos como croquetas de la abuela, y tantas otras cosas que mantendríamos en ese congelador nuestro que llamamos memoria.
–¡El champán! –exclamó de repente el abuelo.
Salió pitando a la cocina y mamá volvió a sentarse con los ojos brillantes de lágrimas a la luz de las velas y la sonrisa de quien acaba de firmar la paz mundial. «¡Mierda!», se oyó jurar al abuelo desde la cocina. Y el PAM de la puerta del congelador y más CLING, BANG, GONG. Mamá me miró con aquella sonrisa.
–¿Te acordabas? –me preguntó.
–¿De sus croquetas? –le dije–. Claro. Son las mejores croquetas del universo.
–Sin exagerar –añadió mi madre sin dejar de sonreír.
El abuelo volvió con la botella de champán metida en el cubo rojo de la fregona entre un montón de hielos.
–¡Papá! –exclamó mi madre mirando el cubo.
–Lo siento. Olvidé poner la botella en la nevera. Aún no está frío.
Mi madre hizo otro amago de levantarse de la silla, supongo que para coger la cubitera, pero finalmente se rindió.
–Esperaremos –dijo llevándose otra croqueta a esos labios que, como los míos, no podían dejar de sonreír, pasara lo que pasara.
Comimos las croquetas lentamente, saboreando cada miligramo de su relleno, cada minúscula porción de su crujiente cobertura, con la pena de no ser vacas y tener cuatro estómagos y ocho horas para digerirlas, intercalando las croquetas con picoteos a la ensalada, sacando del congelador de la memoria a la conversación el recuerdo de otras tantas croquetas y anécdotas de la abuela.
De repente, el abuelo señaló con el cuchillo hacia la fuente.
Quedaba una última croqueta.
El abuelo, mamá y yo la miramos y luego nos miramos los tres en silencio.