37. ENCIÉRRATE CONMIGO
Me encantaría que el capítulo anterior estuviera escrito en gris. Pero no, aquello no fue una fantasía. Aquello sucedió. No «sucedió»; lo hice yo.
Y ahora necesito que te encierres en ese baño conmigo. No queda papel. Huele mal. El agua que borbotea continuamente por el reborde del váter ha dejado una marca amarillenta contra la que el Pato WC ya nada puede hacer. Sobre las baldosas, agua gris y huellas de zapatillas. A la derecha del váter, un contenedor azul pocho con un asidero metálico. En la puerta, doscientos nombres escritos a rotulador. Y ahí, de pie, encerrada en ese cuartucho de dos por dos, pisando el charco de agua gris con sus zapatillas llenas de barro, mirando fijamente esa agua que poco a poco se tiñe de marrón tierra, dejando que su nivel interior de lágrimas vuelva a llenarse poco a poco, al ritmo del gotear del váter, una chica con un trozo de hoja seca en el pelo que siente un silencio mortal entre sus costillas y que espera que, de un momento a otro, un hilo de sangre se cuele por debajo de la puerta y se mezcle con el agua, con el barro, con las huellas de zapatillas.
Porque la madre de esa chica siempre ha presumido de «fomentar su creatividad y estimular su imaginación», y lo que ha conseguido es que ahora esa chica imagine a una compañera con fractura de base de cráneo, sangrando por el oído, y a un compañero grande, gordo, peludo y vestido de negro diciéndole: «Ella no, ella no…», y a Lucas Falcón sin el menor rastro de su sonrisa desarmante.
Y a María Pinilla hablando de ella, de esa asesina que acaba de matar accidentalmente a una compañera de clase, diciendo: «La conocía muy bien, era mi mejor amiga, jamás mataría a nadie. Era muy BUENA PERSONA».
ERA.