85. ATERRIZAJE FORZOSO AL INTERIOR DEL DOLOR

 

No fui capaz de decirle que eso, la luna, era justo lo que quería que viera cuando dejamos la conversación el día anterior. No podía hablarle de eso, no podía acariciarle la cabeza, no fuera de mi habitación, no sin mi pijama, no así como así.

El manto de humedad que apenas noté al salir del Maracaná me iba envolviendo poco a poco. Sentí el frío en los huesos y la necesidad urgente de aterrizar la conversación. No sabía Unai, pero lo que es yo, necesitaba mi tiempo. Tenía que bajar la conversación de la luna a la tierra y me agarré al primer tema que se me ocurrió: la música.

La canción que acababa de ver bailar a Unai, que si esta canción sí, que si cómo te puede gustar esta otra, que si has oído aquella, que si has escuchado aquella otra, que si esta me pone de buen humor, que si aquella no la soporto… Un rato después, yo misma, sin darme cuenta, escarbé un poquito bajo tierra cuando confesé a Unai que durante unos días no había podido parar de escuchar aquel nemequitepá.

–Es una canción tristísima que me enseñó mi abuelo. Para llorar.

Entonces Unai aprovechó que yo había escarbado con una cucharilla de café en la tierra para dar una palada gigantesca y cavar un hoyo del tamaño de una tumba.

Me habló de las canciones que escuchó su madre durante tanto tiempo, canciones para llorar. Y volvimos al punto donde nos habíamos quedado.

Estábamos sentados uno al lado del otro, muslo contra muslo, como en el autobús, pero esta vez mis piernas no buscaban escapatoria. Unai miraba la luna. Yo miraba su perfil y el movimiento lento de sus labios mientras hablaba. Me estaba hablando de cómo todo encajaba con la teoría del suicidio de su padre, pero yo no podía concentrarme en sus palabras. Estaba mirando sus pestañas apretadas y la curva de su frente y no prestaba atención a lo que decía. Cuando me di cuenta, me habría dado una bofetada a mí misma. Estaba fatal. Ya me lo decía Pinilla. ¿Cómo podía volver a atontarme así? Estaba a un paso de creer que Unai tenía un parpadeo desarmante.

Me puse a mirar la luna y me esforcé en escuchar lo que contaba Unai, en actuar como una persona y no como una pava. Unai estaba hablando de cómo la ausencia de su padre llegó a ocupar todo el espacio.

–No creo que puedas entenderlo –me dijo, y entonces noté que se volvía a mirarme, no tanto por la mariteoría de la percepción extrasensorial de las miradas, sino porque tenía su cara muy cerca de mí y sentí su aliento cálido en mi mejilla. Dejé de mirar la luna y me volví hacia él. La luz de la farola se reflejaba en su pupila derecha. Al mismo tiempo, se abrió la puerta del Maracaná y por un momento salió el rumor de una canción.

Y yo en ese momento me acordé de cuando esperaba a Lucas en el aparcamiento de motos, y de lo que yo había vivido como la ausencia en estado puro: el silencio del motor, el hueco en el aparcamiento, la muñeca de Lucas que imaginaba desnuda… Y entonces, estúpida de mí, le dije a Unai:

–Creo que puedo entenderte.

Y le hablé de todo eso a Unai, de la ausencia de Lucas, de cómo sentía que me había arrugado el corazón, y que aquellos pliegues no habría forma de borrarlos. Era mi humilde conocimiento de la ausencia, ese desde el que podía imaginar la gran ausencia de Unai. La ausencia según Garza como método para entender la ausencia Garzón.

Conforme iba hablándole, las pupilas de Unai se agrandaban, y cuando me callé, demasiado tarde, mi oído especial para las cosas que no se dicen escuchó su incrédulo «no me compares».

–Ya sé que no es lo mismo… –me adelanté a decir. Pero para entonces me encontré con un muro de mármol y silencio y unos ojos impenetrables como esos de las esculturas de Miguel Ángel.

Me habría encantado que Unai tuviera la misma capacidad que yo, porque así habría oído lo que no llegué a decir, mi excusa para hacer eso que ha podido parecerte una barbaridad: comparar esos dolores, el dolor de Unai, o el dolor que podía estar sintiendo mi abuelo o mi madre, o yo misma, por la muerte de mi abuela, con mi dolor por que Lucas no me quisiera; era como comparar una herida mortal con una raspadura que no merece ni una tirita. Pero prueba a estar dentro del dolor, prueba a quitar importancia a un dolor cuando estás dentro de él. Prueba a medir el sufrimiento. ¿En qué unidad de medida? ¿En número de punzadas? ¿En litros de lágrimas? ¿En metros de clínex usados?

Cuando fui a París con mi padre, se empeñó en visitar un museo aburridísimo, el Museo de Pesas y Medidas. Allí tienen el metro, el kilogramo y todas las medidas que te puedas imaginar. Pues ni ahí encontrarías con qué medir el sufrimiento. No hay lugar más alejado del Museo de Pesas y Medidas de París que el interior de un dolor.

Croquetas y wasaps
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