Epílogo

El verano en el jardín fue el momento de la maduración. Los abedules se espesaron, las cicutas ganaron altura, los arces y los robles se hicieron más frondosos y de un verde más intenso, los juníperos se tiñeron de un verde azulado. Menos animados que en la época del celo, los pájaros exhibían su juventud. A medida que pasaban las semanas, las crías iban con sus padres al comedero en busca de semillas. Las abejas rondaban por el rododendro, y cuando sus flores se marchitaron, por las gardenias, y cuando estas se marchitaron, por las hidrangeas. Las mariposas aparecían por el jardín de vez en cuando, eran una presencia hermosa que no tardaba en desaparecer.

La consulta de Casey prosperó; el número de pacientes parecía aumentar al ritmo de las balsaminas de Jordan. No sabía si se debía a su reputación, a los comentarios de compañeros como Emmett Walsh, o sencillamente al prestigio que suponía tener el despacho en Beacon Hill. Pero su agenda se llenó. Tras un mes en el despacho de Connie, sintió que iba a estar allí para siempre. Al parecer, también Angus lo pensaba. Una vez que se atrevió a salir del dormitorio principal, se convirtió en su sombra. Al principio era sigiloso, mantenía las distancias y se movía con silenciosa dignidad. Pero antes de que pasase mucho tiempo empezó a acurrucarse en su regazo en el transcurso de las sesiones. Si realmente se trataba del espíritu de Connie, Casey no podía quejarse.

Tampoco podía quejarse de Jordan. Estuvo a su lado en el entierro de Caroline, la consoló y no descuidó el jardín en ningún momento. A medida que el verano avanzaba, justo cuando los heléchos crecieron para reemplazar al trilium, las petunias ocuparon el lugar de las minutisas, las vincapervincas se abrieron y los lupinos florecieron altos y regios, la relación de Casey con Jordan se hizo más profunda. Ella no lo forzó. Tras ser impulsiva durante gran parte de su vida, Casey necesitaba tiempo. Su madre había muerto, y su padre antes que esta, y ahora era la adulta de la familia. El amor que sentía hacia Jordan había llegado repentinamente a su vida en un momento de precariedad. Quería que su vida se estabilizase y ver si el amor enraizaba.

Jordan no podría haber sido más acorde a sus necesidades. En la vida, como cuando hacían el amor, sus ritmos corrían parejos. Supo cuándo enseñarle sus obras, y cuándo presentársela a sus amigos. Supo cuándo había que plantar flores en la tumba de Caroline, cuándo proponer un viaje a Rockport para visitar a Ruth, y cuándo ir a Amherst a encontrarse con aquel niño de trece años de pelo rojo y brillante.

Joey Battle. Casey lo reconoció al instante. Vivía con un matrimonio, amigos de Jordan, y asistía a una pequeña escuela privada que se encargaba tanto del alma como de las mentes de sus alumnos. Jordan pagaba las facturas.

- Bueno, no podía dejarlo en Walker -argüyó, un tanto incómodo cuando Casey supo lo que había hecho-. No ayudé a Jenny cuando tenía que hacerlo, y no deseaba cometer el mismo error dos veces.

Casey lo quiso todavía más por ello. Llegó agosto y viajaron a Walker para ver a los padres de él. Su madre había estado en Boston varias veces antes de eso, y ella y Casey habían estrechado su relación, pero Jordan hacía mucho tiempo que no veía a su padre. Juró y perjuró que no tendría el valor de hacerlo si Casey no lo acompañaba, y ella casi le creyó. Su padre lo intimidaba, lo advirtió en cuanto estuvieron juntos.

Jordan era un hombre fuerte y seguro de sí, que sabía qué quería de la vida. Pero su padre tenía el poder de hacerle callar, evitar las preguntas y ponerse a la defensiva. Eso, ciertamente, no lo perjudicaba a ojos de Casey. Aun cuando no hubiese conocido, como profesional que era, semejante sentimiento, se habría identificado con él. Ella también lo había experimentado. De hecho, aún necesitaba la aprobación de sus padres, que se sintieran orgullosos de ella. Los padres tienen un gran poder sobre los hijos. No importa lo mayores que sean estos, o lo distantes que estén en sus vidas cotidianas. Desde el momento de nacer reciben mensajes de sus padres, algunos tan profundos como el color del pelo, los ojos y la estatura.

Jordan se sintió más cómodo a medida que fue avanzando la visita, en particular cuando llegaron sus hermanas y sus respectivas familias. Se mostraron encantados de verlo y de que llevase compañía. Para Casey, que no había conocido más familia que Caroline, fue un día muy emocionante.

Las emociones, sin embargo, no acabaron ahí. A la mañana siguiente al encuentro familiar, Jordan la llevó hacia el norte. Tras un viaje de una hora llegaron a un pueblo pequeño y tranquilo. Luego de atraversarlo, giraron en una estrecha carretera de tres carriles y se acercaron a una pequeña casa amarilla con las contraventanas verdes rodeada de cicutas, pinos, enebros, tejos y muchas de las flores que crecían en el jardín de Casey. Un sendero empedrado atravesaba aquellos lechos de flores. Conducía hasta unos escalones de madera y un porche. Había un par de mecedoras en este. Una mujer muy mayor se mecía en una de ellas.

Casey le dirigió a Jordan una mirada interrogativa, pero él no dijo una palabra. Lo que hizo fue rodear el jeep, cogerla de la mano y llevarla por el sendero.

La mujer del porche dejó de mecerse. Tenía el pelo blanco y una cara muy arrugada, llevaba un vestido de flores y un delantal blanco, y parecía tan sorprendida como Casey. Pero tenía un aire familiar, muy familiar.

A Casey se le aceleró el pulso.

La mujer no apartó los ojos de ella. Eran azules, según advirtió Casey cuando subió los escalones con Jordan; aclarados por la edad, pero igualmente azules. Ojos azules y un cabello blanco que debía de haber tenido una tonalidad rojiza en su juventud. También vio una sonrisa amable que habría resultado adorable si Casey hubiese sido dada a fantasear; lo cual, por descontado, era así.

La mujer tendió una mano temblorosa hacia Casey, al tiempo que Jordan decía con voz suave:

- Te presento a Mary Blinn Unger, tu abuela. Tiene noventa y seis años.

El otoño en el jardín fue glorioso como solo pueden serlo los otoños en Nueva Inglaterra. El arce se volvió anaranjado, los abedules amarillos y el roble rojo. Las Susan de ojos negros se multiplicaron, los ásteres se abrieron en una explosión de tonos rosados, y el viburno dio bayas. Las enredaderas que se extendían por la pérgola, por las paredes de ladrillo y contra los tiestos se trasformaron en un tapiz de naranjas, rojos y marrones.

Delgada con su deslumbrante vestido largo blanco, con una guirnalda de hiedra en el pelo, Casey salió de la casa, recorrió el sendero empedrado hasta llegar donde se encontraba Jordan junto al pastor. Brianna y Joy la habían precedido en tanto que damas de honor, al igual que Meg, que estaba bellísima ahora que llevaba el pelo de su color natural, peinado con especial gracia.

Casey caminó sola, pero no estaba sola en el sentido estricto de la palabra. Los amigos y su futura familia política la rodeaba. Sentía con tanta fuerza el espíritu de Caroline como si se encontrase allí, en primera fila. Al igual que el de Connie. Su despacho nunca habría estado lleno, su jardín florido, y su gato no habría adorado tanto a Casey si él no hubiera aprobado su relación.

Jordan esperaba, tan guapo que quitaba el aliento, tan concentrado en ella que la hizo llorar. En ocasiones, al igual que Jenny con su Pete, se preguntaba si Jordan era real. No necesitaba pellizcarse para estar segura, sin embargo. Todo lo que tenía que hacer era volver la cabeza, mirar alrededor, pronunciar su nombre… y allí estaba.

Nevó a finales de noviembre. La nieve cubrió las pocas hojas que colgaban de las ramas, blanqueó los árboles de hoja perenne y formó una alfombra en el sendero del jardín. Por mucho que a Casey le gustase pasar tiempo fuera, estaba preparada para el cambio. El invierno significaba permanecer dentro de la casa, junto a un crepitante fuego, una copa de ponche caliente de sidra y en compañía de Jordan. Era el momento de establecerse como marido y mujer, y observar los preciosos puntos que unían sus vidas.

Jordan vendió su apartamento, trasladó su oficina a una de las habitaciones vacías y su estudio a la cúpula, y animó a Casey para que criticase su obra. Casey vendió su apartamento, le dio a Meg todos los muebles que cabían en el de esta, vendió el resto y abrió su primera cuenta corriente con otra persona.

Cuando la nieve desapareció de la embarrada tierra y las flores del azafrán abrieron sus pétalos amarillos, púrpuras y rosas, era ya finales de marzo y Casey estaba embarazada.

Cuando llegó junio y florecieron las glicinas y el arce, el abedul y el roble se habían cubierto de hojas, tenía ya una barriga prominente.

Cuando dio a luz, a principios de agosto, el jardín era tan fértil y rico como ella se sentía en su interior.

Era lógico que la vida de Casey se adecuase al ritmo del jardín. Sus dos padres habían amado las flores y los árboles, al igual que su marido. ¿Y ella? El jardín le había enseñado a mantener la cabeza despejada y a discernir lo que era real de lo que no. Le había dado esperanza en momentos de preocupación, y calma en los momentos de estrés. Era un testimonio constante de la perenne naturaleza del nacimiento.

Cuando el agosto siguiente su hija celebró su primer cumpleaños, lo hizo entre flores, luciendo un delicado ramito de margaritas en su pelo suave y rubio. Comió pastel de chocolate, machacó el helado con una cuchara de madera y se cayó de bruces al corretear tras una mariposa.

Su padre la levantó del suelo y le sacudió el vestido mientras la llevaba con Casey, que la besó hasta que volvió a sonreír.

La vida era hermosa.

* * *

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