Capítulo 1
Boston
El funeral se celebró en una oscura iglesia de piedra en Marlboro Street, Boston, no muy lejos de donde Cornelius Unger había vivido y trabajado. Era un soleado miércoles de junio, tres semanas después de su muerte, según las instrucciones que él mismo había dejado. Todo cuanto ocurrió antes de ese momento fue de carácter privado y minoritario. Y nadie invitó a Casey Ellis a participar de ello.
Se sentó a cuatro filas del fondo de la iglesia, y allí se encontró con los más refinados asistentes que podría haber imaginado. No hubo sollozos ni suspiros, nada de gemidos o lamentos. No había lugar allí para la pena. Era una reunión profesional, con un montón de hombres y mujeres ataviados con ropas impersonales, de esas que indican que se trata de gente que prefiere ver a ser vista. Eran investigadores y psicoterapeutas, y habían hecho acto de presencia porque Connie Unger había sido una eminencia en su campo durante más de cuarenta años. La gran cantidad de asistentes ponía de manifiesto tanto su longevidad como su brillantez.
Casey habría apostado cualquier cosa a que era la única afectada emocionalmente entre el centenar de personas allí reunidas, e incluía entre estas a la mujer del difunto. Era de todos conocido que la esposa del afamado doctor Unger vivía en una adorable casita en la costa norte, donde podía hacer lo que le viniese en gana, en tanto que él vivía en Boston y solo la visitaba algún que otro fin de semana. A Connie le gustaba mantener la privacidad. Le desagradaban las reuniones sociales. No tenía amigos sino colegas, y si bien contaba con familia, en la forma de hermanas, hermanos, sobrinos, sobrinas y primos, nadie sabía nada de él. No había tenido hijos con su esposa.
Casey era su hija, pero constituía el fruto de la relación con una mujer con la que él nunca había contraído matrimonio, una mujer a la que apenas le había dedicado una docena de palabras después de la única noche que habían pasado juntos. Dado que nadie sabía nada de aquella noche ni de Casey, para los presentes esta no era sino otra cara entre la multitud.
Por otra parte, Casey conocía a algunas de aquellas personas, y no precisamente gracias a su padre. Él no la había reconocido como hija, nunca había acudido a ella, ni la había ayudado, ni le había abierto puerta alguna. Jamás le había ofrecido su apoyo en la infancia. La madre de Casey nunca se lo había pedido, y para cuando Casey conoció el nombre de su padre, era ya una terca adolescente que no se habría aproximado a aquel hombre ni aunque su vida hubiese dependido de ello.
Ciertos elementos de su terquedad habían perdurado. A Casey le agradaba la idea de sentarse casi al fondo de la iglesia, como cualquier otro colega en su hora de descanso para comer. Le gustaba pensar que su presencia allí era mucho más de lo que aquel hombre se merecía. Le gustaba pensar que saldría de la iglesia y no volvería la vista atrás nunca más.
Centrarse en esa clase de cuestiones resultaba más sencillo que ser consciente de la pérdida. No había conocido a Cornelius Unger de manera formal, pero mientras este vivía había conservado la esperanza de que algún día la buscase. Con su muerte, dicha esperanza se había esfumado.
«¿Has intentado alguna vez acercarte a él por tu cuenta? -le preguntó en una ocasión su amiga Brianna-. ¿Has intentado alguna vez enfrentarte a él? ¿Le has enviado una carta, un correo electrónico, un regalo?»
La respuesta a esas preguntas fue «no». El orgullo también desempeñaba un papel en todo aquello, así como la rabia, y, por descontado, la lealtad a su madre. Por otra parte, también estaba la cuestión de la veneración al héroe. Típico de las relaciones de amor-odio: Cornelius Unger no solo había sido su castigo sino su modelo casi desde que oyó su nombre por primera vez. A los dieciséis años, había sentido curiosidad, pero la curiosidad no tardó en transformarse en un impulso. Él estudió en Harvard; ella intentó matricularse pero la rechazaron. ¿Debería de haberse dirigido a él para decirle que no lo había conseguido?
Por esa causa ella estudió en Tufts y en el Boston College. En este último, cursó un máster en trabajo social… No era como el doctorado de Cornelius, pero también aconsejaba a sus clientes, como él, e incluso le habían propuesto dar clases. No estaba segura de aceptar o no, pero esa era otra cuestión. Le encantaba tener una consulta. Suponía que a su padre también, si la dedicación de este significaba algo. A lo largo de los años había leído todo lo que él había escrito, acudido a todas y cada una de sus conferencias, y coleccionado todas las reseñas sobre sus trabajos. Él entendía la psicoterapia como la búsqueda de un animal carroñero, con pistas escondidas en las diferentes «habitaciones» de la vida del paciente. Abogaba por una terapia hablada para sacar a la luz dichas pistas -lo que constituía una ironía, pues aquel hombre no podía mantener siquiera una corta conversación social-, y sabía cuáles eran las preguntas adecuadas.
En eso consistía la terapia, según afirmaba en sus conferencias, en formular las preguntas adecuadas. Escuchar, y después formular las preguntas que le indicasen al paciente la dirección correcta a fin de encontrar la respuesta por sí mismo.
Casey era bastante buena en eso, a juzgar por lo mucho que había aumentado su clientela. Los que habían asistido al funeral, por lo tanto, eran también sus propios colegas. Había estudiado con ellos, había compartido despachos, habían acudido juntos a talleres, y habían pasado consulta con ella. La respetaban como psicoterapeuta lo suficiente para que sus referencias le hubiesen supuesto una significativa fuente de clientes. Esos colegas ignoraban que existiera alguna conexión entre ella y el fallecido.
Fuera, en las escaleras de la iglesia, se notaba el calor de junio. En el interior, los rayos del sol quedaban reducidos a amortiguados fragmentos de color debido a las vidrieras emplomadas en lo alto dela pared de piedra, y la atmósfera era confortablemente fresca, impregnada del aroma de la historia como una reliquia de la guerra de Secesión. Casey adoraba aquel aroma. Le proporcionaba un sentido de la historia del que su vida carecía.
Casey se acomodó para escuchar a los oradores, que uno tras otro se colocaban ante el altar, aunque ninguno dijo nada que ella no supiese. Profesionalmente, Connie Unger había sido muy querido. Su carácter taciturno se entendía como una forma de timidez o de ensimismamiento, y su negativa a asistir a fiestas del departamento, como una dulce forma de torpeza social. Llegado a un cierto punto de su carrera, la gente empezó a protegerlo. Casey se había preguntado a menudo si esa carencia de vida social ayudaba a que así fuese. Como Connie Unger no tenía amigos, sus colegas se sentían responsables de él.
El funeral acabó y la gente empezó a salir de la iglesia; al igual que Casey, regresaban al trabajo. Le sonrió a un amigo, le dio un golpecito en la mandíbula a otro, se detuvo un instante frente a las escaleras para hablar con el que había sido su director de tesis, y correspondió al abrazo de otro colega. Se detuvo una vez más, en esta ocasión porque se lo pidió uno de sus socios.
El grupo estaba formado por cinco socios. John Borella era el único psiquiatra. De los otros cuatro, dos eran doctores en psicología. Casey y el que quedaba tenían sendos másters en trabajo social.
- Hemos de vernos luego -dijo el psiquiatra.
A Casey no le afectó la urgencia en el tono de su voz. John era un alarmista crónico.
- Tengo una agenda muy apretada -le advirtió Casey.
- Stuart se ha ido.
Eso hizo que ella se detuviese. Stuart Bell era uno de los doctores en psicología, y más importante aún, el encargado de pagar las facturas del despacho.
- ¿Qué quieres decir con que se ha ido? -preguntó Casey con cautela.
- Se ha ido -repitió John, bajando la voz-. Su esposa me llamó hace un rato. Anoche llegó a casa desde el trabajo y se la encontró vacía… Vacíos los cajones, vacío el armario, vacías las estanterías. Miré en su despacho, y allí tampoco había nada.
- ¿Y sus archivos? -preguntó Casey, conmocionada.
- Se los ha llevado.
- ¿Y nuestra cuenta bancaria? -inquirió ella, cada vez más alarmada.
- Vacía.
Casey sintió una oleada de pánico.
- De acuerdo -dijo-. Hablaremos más tarde.
- Tenía el dinero del alquiler.
- Lo sé.
- Siete meses, por lo menos.
- Lo sé. -A primeros de cada uno de los siete meses Casey le había entregado a Stuart un cheque por su parte del alquiler. La semana anterior, descubrieron que durante ese tiempo no se había pagado. Cuando se lo dijeron a Stuart, este afirmó que había sido un descuido, que el pago del alquiler se había traspapelado entre las montañas de papeleo acumulado. Ellos aceptaron su explicación porque sabían cómo funcionaban esas cosas. Había prometido pagarlo de una sola vez.
- El plazo vence la semana que viene -le recordó John a Casey.
Tendrían que conseguir el dinero. La otra alternativa era el desahucio. Pero en ese momento Casey no podía hablar con John de desahucios. Ni siquiera podía pensar en ello con Cornelius Unger observando y escuchando.
- No es el momento ni el lugar, John. Hablemos más tarde.
- Perdone… -dijo un caballero delgado y de pelo cano, vestido con un traje azul marino, que había descendido por las escaleras de la iglesia mientras la multitud se dispersaba-. ¿Es usted la señorita Ellis?
John se apartó y Casey se volvió hacia el recién llegado, que se presentó.
- Mi nombre es Paul Winning -dijo-. Yo era el abogado del doctor Unger. Soy su albacea testamentario. ¿Podríamos hablar un minuto?
Casey sintió curiosidad por saber qué podía desear, pero a este le bastó con la mirada para explicárselo. Sí, sabía quién era ella.
Sorprendida y repentinamente intranquila, Casey logró decir:
- Oh, por supuesto. Cuando quiera.
- Ahora estaría bien.
- ¿Ahora? -Le echó una mirada a su reloj y experimentó una punzada de irritación. No sabía si su padre había hecho esperar alguna vez a sus clientes. Ella nunca lo había hecho-. Tengo una cita en treinta minutos.
- Esto solo nos llevará cinco -dijo el abogado. La tomó suavemente del codo y, con amabilidad, la guió hacia el estrecho sendero que rodeaba la iglesia.
A Casey le latía con fuerza el corazón. Antes incluso de que pudiese empezar a preguntarse qué iba a decirle, o qué sucedería si no le dijese nada en absoluto, el sendero desembocó en un pequeño patio apartado de la vista de la calle. Tras soltarle el codo, el abogado señaló hacia un banco de hierro. Cuando ambos se sentaron, dijo:
- El doctor Unger dejó instrucciones para que nos pusiésemos en contacto con usted en cuanto acabase el funeral.
- No entiendo por qué -señaló Casey, recuperando en parte la compostura-. No tenía ningún interés en mí.
- Me temo que se equivoca -replicó el abogado. Sacó un sobre del bolsillo de su americana. Era un sobre pequeño, del tamaño de un tarjeta personal, con un cierre en la parte superior.
Casey observó el sobre.
El abogado lo tendió hacia ella para mostrarle lo que había escrito en él.
- Este es su nombre.
Casey leyó «Cassandra Ellis», escrito con los mismos garabatos temblorosos que había visto docenas de veces en las notas en los márgenes de las diapositivas que Connie Unger proyectaba durante sus conferencias.
Cassandra Ellis. Su nombre, escrito por su padre. Era un principio.
Casey volvió a mirar al abogado. Inquieta, sin saber bien qué era lo que quería encontrar dentro de aquel sobre, pero sabiendo que, fuese lo que fuese, allí estaba, lo cogió con dedos vacilantes.
- Hay una llave dentro -explicó Paul Winning-. El doctor Unger le ha dejado su casa de la ciudad.
Casey frunció el ceño, apretó los dientes y miró con suspicacia al abogado. Al ver que asentía, bajó los ojos hacia el sobre. Con mucho cuidado, abrió el cierre, alzó la lengüeta y miró dentro. Sacó la llave y después extrajo un pedazo de papel doblado varias veces. Durante los segundos que le llevó desdoblarlo -unos cuantos segundos más de lo que le habría llevado si las manos no le hubiesen temblado-, su fantasía se desbocó. En ese breve lapso imaginó una agradable nota. No tenía por qué ser larga. Podía ser tan sencilla como «Eres mi hija, Casey. Te he estado observando todos estos años. Has hecho que me sienta orgulloso».
Había algo escrito en el papel, pero el mensaje era mucho más sucinto. Leyó la dirección de la casa, también el código de la alarma, así como una corta lista de nombres acompañados de términos como «fontanero», «pintor» y «electricista». Junto a los nombres del jardinero y de la criada había un asterisco.
- El doctor Unger quería que el jardinero y la criada conservasen su puesto de trabajo -explicó el abogado-. Por supuesto, la elección final es suya, señorita Ellis, pero él creía que los dos eran buenos y que querían la casa tanto como él mismo.
Casey estaba aturdida. No advirtió el mínimo carácter personal en aquel papel.
- ¿Él quería la casa? -preguntó dolida, y se encontró con la mirada del abogado-. Una casa es una cosa. ¿Quiso a alguien alguna vez?
- A su manera -respondió Paul Winning con una triste sonrisa.
- ¿Y qué manera era esa?
- En silencio. A distancia.
- ¿De forma ausente? -inquirió Casey, desgarrada en ese instante, mientras hacía una bola con el papel y la dejaba a un lado. Sentía rabia por el hecho de que su padre no le hubiese dicho nada en toda su vida, rabia porque en aquella nota no figuraba nada de lo que había ansiado leer.
- ¿Qué pasaría si no aceptase esa casa?
- En tal caso, véndala. Su precio ronda los tres millones de dólares. Esa es su herencia, señorita Ellis.
Casey no ponía en duda el valor de la casa. Estaba situada en una selecta zona de Leeds Court, a su vez una zona muy selecta de Beacon Hill. Había pasado por allí muchas veces. En ninguna de esas ocasiones, sin embargo, se le había pasado por la cabeza, pensar que algún día sería la dueña de una de aquellas casas.
- ¿Ha estado en ella alguna vez? -preguntó el abogado.
- No.
- Es un hermoso lugar.
- Ya tengo mi propia casa.
- Podría venderla.
- ¿Y hacerme cargo de una hipoteca mayor?
- No hay ninguna hipoteca. El doctor Unger la había pagado por completo.
No era posible, pensó Casey. Tenía que tratarse de una trampa.
- El mantenimiento, entonces… La calefacción, el aire acondicionado, y los impuestos… Los impuestos de propiedad seguramente ascienden al doble de lo que yo pago al año de hipoteca.
- Existe un fondo fiduciario para los impuestos, así como para los gastos de la casa. También tiene aparcamiento, dos plazas en la parte de atrás con acceso privado, dos en la entrada principal, todo pagado. Y respecto a la calefacción y el resto, él confiaba en que pudiese usted hacerse cargo de ello.
A decir verdad, podía hacerlo…, o podría hacerlo en el caso de que Stuart Bell no se hubiese llevado el dinero de los siete meses de alquiler.
- ¿Por qué? -dijo.
- ¿A qué se refiere?
- ¿Por qué hizo algo así? ¿Por qué semejante regalo después de no haber recibido nada de él durante todos estos años?
- No conozco la respuesta a eso.
- ¿Está su esposa al corriente de que él me ha dejado la casa?
- Sí.
- ¿Y ella no ha puesto ningún inconveniente?
- No. Nunca ha tenido ninguna relación con esa casa. La última voluntad del doctor la ha dejado en muy buena posición.
- ¿Desde cuándo sabía ella de mi existencia?
- Hacía tiempo.
Casey sintió un arrebato de amargura.
- ¿Y no podría haberme llamado ella misma para comunicarme su muerte? Tuve que enterarme por el periódico. No me parece bien.
- Lo lamento.
- ¿Le ordenó mi padre a ella que no se pusiese en contacto conmigo?
El abogado suspiró, parecía un tanto cansado.
- No lo sé -respondió-. Su padre era un hombre complicado. No creo que ninguno de nosotros supiese qué era lo que le pasaba por dentro. Ruth, su esposa, era la persona que estaba más cerca de él, y ya sabe cómo vivían.
Casey lo sabía. Lo que no sabía era si se sentía peor por su madre, que había perdido a Connie Unger antes de tenerlo, o por la esposa de Connie, que lo había tenido y lo había perdido.
- Me da la impresión -declaró Casey- que ese hombre no sabía tratar a los demás.
- Tal vez no -repuso el abogado poniéndose en pie-. En cualquier caso, la casa es de usted. Todo está ahora a su nombre, señorita Ellis. Le enviaré a un mensajero mañana con todos los papeles. Le aconsejo que los guarde en la caja fuerte.
Casey permaneció sentada.
- No tengo caja fuerte.
- Yo sí. ¿Le gustaría que los guardase yo?
- Por favor.
Winning sacó una tarjeta del bolsillo.
- Esta es mi dirección.
Casey cogió la tarjeta.
- ¿Y qué hay de… sus cosas? ¿Están todas en la casa?
- Los objetos personales, sí. Le pidió a Emmett Walsh que se hiciera cargo de las cosas relacionadas con el trabajo, así que se llevó el ordenador, los archivos de sus clientes y el Rodolex.
Una lejana burbuja estalló.
De vez en cuando, Casey había tenido un sueño. En él, Connie llegaba a manifestar su respeto por ella como profesional, y lo hacía enviándole clientes. Incluso la convertía en su protegida, y hasta la invitaba a compartir sus sesiones, a formar un equipo entre ambos.
El desengaño no duró mucho. El sueño, después de todo, nunca había tenido viso alguno de convertirse en realidad.
- Bien -musitó sin levantarse.
- Está pálida -dijo el abogado-. ¿Se encuentra bien?
Ella asintió.
- Solo un poco sorprendida.
Él sonrió.
- Pásese por allí y échele un vistazo a la casa. Tiene cierto encanto.
Casey no podía ir ese mismo día. Debía atender varios pacientes hasta las ocho, así que dejó el tema de la casa de su padre aparcado en un rincón de su mente y se reunió con sus socios en la sala de conferencias. Cornelius Unger, el epítome del decoro, se habría retorcido de vergüenza ante la escena que siguió. El ánimo no fue el adecuado desde el principio. Ocasionalmente el grupo había mostrado diferencias internas, pero estas se habían magnificado debido a la crisis.
- ¿Dónde está Stuart?
- ¿Cómo demonios voy a saberlo? He hecho una docena de llamadas.
- Tenemos que avisar a la policía.
- ¿La policía? Este es un asunto privado. Se trata de nuestro amigo.
- Di mejor tu amigo. Eso hay que dejarlo claro.
- ¿En qué estábamos pensando cuando permitimos que se hiciese cargo de los fondos?
- Lo hizo porque ninguno de nosotros quiso encargarse de esa tarea.
- Siempre se comportó de un modo racional, lo cual es mucho más de lo que puedo decir de algunos terapeutas -remarcó Renée, que había estudiado con Casey.
- Perdona -dijo John en tono de enfado-, pero me ofendes al decir eso.
- Ha sido una broma.
- No lo creo. Tú y Casey no siempre entendéis que sin nosotros no estaríais en condiciones de ejercer.
Casey se sintió ofendida.
- Sí lo estaríamos.
- Y el ambiente de trabajo sería más agradable -replicó Renée.
- Adelante, entonces -dijo John, desafiante-. Así tendremos que alquilar menos espacio.
- ¿Qué propietario os alquilaría un local?
- Eh, nosotros no hemos estafado a nadie -argüyó la especialista en adolescentes, Marlene Quinn, necesitada de excusas por tratarse de la persona más cercana al ladrón-. Stuart firmó el contrato. El suyo era el único nombre que figuraba. Él es el único que ha estafado.
- Tiene nuestro dinero.
- ¿Cómo vamos a recuperarlo?
- Yo no quiero mudarme.
- ¿Cómo arreglaremos lo del dinero?
- ¿Desde cuándo te preocupa el dinero, Casey? -se burló John-. Eres una ingenua, tú tratas a algunos de tus pacientes gratis.
- Lo que yo haga -se defendió Casey- no tiene nada que ver con ser ingenua y sí con el hecho de poner fin al tratamiento, estén de acuerdo las aseguradoras o no. ¿Acaso me he retrasado en mi parte del alquiler?
- No -intervino Renée-, y yo tampoco. No podemos pensar en el desahucio. Tengo pacientes a los que tratar.
- Clientes -corrigió John-. Yo tengo pacientes. Tú, clientes.
- Ninguno de nosotros tratará a nadie si nos echan de aquí -señaló Casey-. Y el casero ya ha echado a otros inquilinos. ¿Recordáis lo que les hizo a los abogados de la tercera planta?
- Pero encontraron un alquiler mucho mejor en otro edificio -dijo Marlene.
- ¿Por qué no nos vamos a Copley Square? Solo con trasladarnos a cuatro manzanas de aquí encontraríamos un alquiler más barato.
- No voy a trabajar en el South End.
- ¿Cómo pudo Stuart sacar el dinero de la cuenta? -preguntó Casey con suspicacia.
- Estaba autorizado a hacerlo. El banco no tenía motivo alguno para negárselo.
- Pero ¿por qué? ¿Tenía deudas? ¿Era jugador? ¿Su matrimonio estaba en crisis?
- ¿Y ninguno de nosotros lo vio venir? -dijo Renée, tomando el testigo de Casey-. Nuestro trabajo consiste en conocer el interior de las personas.
- Pero no en leer la mente -argumentó Marlene-. No podemos conocer el interior de nadie hasta que no trabajamos con el cliente lo bastante como para echar abajo el muro de la desconfianza y la negación.
Casey no captó la analogía con Stuart.
- Eso no es así.
- Sí que lo es.
- No -insistió ella, y echó mano de la vieja teoría del sentido común-. Somos humanos. Stuart cumplía con su trabajo, así que vimos lo que queríamos ver.
- Bien, pero eso no nos lleva a ninguna parte -dijo Renée-. Necesitamos dinero, y rápido. ¿Cómo vamos a conseguirlo?
La reunión acabó sin que lleguen a ninguna decisión. Agotada, Casey salió del despacho y se encaminó hacia Copley Square a grandes zancadas, practicando la respiración abdominal, según las técnicas del yoga, mientras recorría la calle Boylston en dirección a la avenida Massachusetts. Giró a la izquierda y después a la derecha, tomó calles laterales hasta llegar a Fenway, con sus hileras de edificios de piedra roja sobre una franja de agua y árboles.
La respiración abdominal no le fue de gran ayuda. Hacía ya un rato que había agotado las lágrimas, pero como cada vez que pasaba por allí, no pudo evitarlo. No era en ese lugar donde ella deseaba estar, en camino de visitar a su madre. Si pudiese cambiar una sola cosa de su vida, sería eso.
Tras ascender cinco escalones, entró. Saludó con la mano al portero, ascendió dos tramos más de escaleras, llegó a la tercera planta y saludó a la enfermera de turno.
- Hola, Ann. ¿Qué tal está?
El estilo maternal y la calma que transmitía Ann Holmes daba a entender que llevaba tiempo encargándose de personas con problemas mentales. Caroline Ellis estaba en tratamiento desde hacía tres años.
- No ha tenido un buen día -respondió Ann-. Ha sufrido un par de ataques esta mañana. El doctor Jinsji te llamó, ¿verdad?
- Sí, pero en su mensaje decía que el Valium causó efecto. -El mensaje también decía que el doctor estaba preocupado por el aumento de la frecuencia de los ataques, pero a Casey eso la animaba más de lo que le preocupaba. Quería creer que tras muchos meses de permanecer en estado vegetativo, los ataques constituían un signo de que Caroline empezaba a despertar.
- Se le pasó -dijo la enfermera-. Ahora está dormida.
- Tendré cuidado entonces -susurró Casey.
Recorrió el pasillo en dirección a la habitación de su madre y entró. La estancia apenas se hallaba iluminada por las luces que llegaban de la calle. Aparte de los aparatos médicos necesarios para la alimentación y la respiración asistida, la habitación era lo bastante grande para albergar otra cama, un par de sillas y un tocador, y como había sido Casey quien había llevado y colocado aquellos muebles, sabía exactamente dónde estaban por lo que la semipenumbra no suponía un problema. Había visitado a Caroline Ellis varias veces a la semana durante los tres años transcurridos desde el accidente. Había pasado tantas horas allí, caminando de un lado a otro, observando las paredes, tocando los muebles, que conocía cada centímetro del lugar.
Caminó en línea recta hacia la cama y besó a su madre en la frente. Caroline olía a limpio. Siempre era así, y esa era una de las razones por las que Casey la había llevado a ese centro. Más allá de las flores frescas colocadas sobre el tocador cada semana, los cuidados tenían en cuenta aspectos de calidad de vida como la higiene, aunque eso -incluidas las flores- estaba pensado más bien para los familiares de los pacientes que para estos. Y era particularmente cierto en el caso de Casey. La Caroline que ella había conocido siempre estaba limpiando los establos de sus animales, así que el único olor que Casey asociaba a ella era el fresco perfume de la crema de eucalipto que utilizaba. Casey había dejado en el centro una buena provisión de la misma, y las enfermeras se la aplicaban a Caroline con generosidad. No podía decirse que eso ayudase en algo a esta, pero al menos calmaba a Casey.
Se sentó junto a Caroline, la tomó de la rígida mano, destensó su muñeca, le estiró los dedos y los colocó sobre su propia garganta. Caroline tenía los ojos cerrados. Aunque no era consciente de ello, su cuerpo seguía el ciclo circadiano de sueño y vigilia.
- Hola, mamá. Es tarde. Sé que estás dormida, pero tengo que despertarte.
- ¿Has tenido un mal día? -preguntó Caroline.
- No sé si ha sido malo. Extraño, más bien. Connie me ha legado su casa de la ciudad.
- ¿Cómo dices?
- Me ha dejado su casa de la ciudad.
- ¿La casa de Beacon Hill?
La pregunta despertó un recuerdo. De repente, Casey volvió a tener dieciséis años, y estaban en Boston por la tarde temprano. «¿Beacon Hill?», había repetido Caroline cuando, en un amago de rebeldía, había soltado aquellas palabras. Beacon Hill era una zona que podía significar muchas cosas, pero aludir a ella en casa de los Ellis solo hacía pensar en una: Connie Unger. «¿Has ido a verlo?», le preguntó Caroline. Casey lo negó, pero su madre se sintió herida. «Él nunca ha venido a verte, Casey. No ha venido a vernos a ninguna de las dos, y nos las hemos arreglado bastante bien.»
En aquellos tiempos, aún había rabia y dolor. Lo que Casey imaginaba que podía sentir Caroline en la actualidad era más bien perplejidad.
- ¿Por qué te habrá dejado la casa?
- Tal vez no sabía qué hacer con ella.
Caroline no respondió de inmediato. Casey supo que estaba pensando en la mejor manera de tratar la situación. Finalmente, con mucho tacto, preguntó:
- ¿Cómo te hace sentir?
- No lo sé. Me he enterado esta tarde.
Casey no mencionó el funeral. No estaba segura de que Caroline fuese a entender por qué había acudido, y no quería que pensase que andaba buscando algo de Connie. Caroline había sido la madre perfecta, segura en todo a excepción de lo relacionado con el padre de su hija. Dada su situación actual, y considerando que sus ahorros se habían invertido en el tratamiento médico, podía sentirse amenazada por semejante legado procedente de Connie.
Deseosa de cambiar de tema, Casey abrió la boca para explicarle a Caroline el problema que tenían en el despacho. Antes de pronunciar una sola palabra, sin embargo, pensó dos cosas. Las crisis iban y venían. No tenía por qué agobiar a su madre con sus problemas. Caroline necesitaba dedicar toda su energía a recuperarse.
De modo que permaneció en silencio durante un rato, acariciando aquellos rígidos dedos y dándoles calor al apoyarlos en su cuello. Mientras Caroline dormía confortablemente, ella dejó la mano con mucho cuidado bajo la sábana y besó a su madre en la mejilla.
- La casa no significa nada. Tú sí me importas. Eres la única familia que tengo, mamá. ¿Te pondrás bien por mí?
En la oscuridad, estudió el rostro de su madre. Un minuto después, salió silenciosamente de la habitación.
Dejó atrás Fenway con un profundo dolor en su interior. Caminó hacia el río durante diez minutos en dirección al pequeño apartamento de un solo dormitorio, en Back Bay, que había comprado dos años atrás y que todavía se preguntaba si podría costeárselo. La cuestión quedaría solucionada si se trasladaba a Providence para dar clase, pero no se hallaba en condiciones de encontrar una respuesta esa misma noche. Tras mirar el correo y calentarse la cena, se sintió exhausta. Tenía un paciente a las ocho de la mañana, de manera que se fue a dormir.
No fue a Beacon Hill el jueves, pues entre paciente y paciente se reunió con Renée, Marlene y John para intentar aclarar el tema de Stuart. La esposa de este afirmaba no tener ni idea de dónde se encontraba, y el banco aseguraba que jamás había habido en la cuenta corriente de la sociedad el importe de siete meses de alquiler. Ninguna de las discusiones que mantuvieron en la sala de conferencias resultó productiva. No hicieron más que intercambiar puntos de vista.
- ¿Nunca miraste los extractos bancarios? -le preguntó Marlene a John.
- ¿Yo? ¿Por qué iba a hacerlo? Era cosa de Stuart.
- Pero tú eres el psiquiatra. Eres el mayor. Fuiste tú quien quería este despacho.
- ¿Cómo dices? Yo quería estar en Government Center, no en Copley Square.
- ¿Cómo haremos para conseguir otros veintiocho mil dólares? -preguntó Casey.
- Dirás más bien treinta y ocho. El casero nos cobrará intereses, y seguro que querrá los siguientes dos meses por adelantado.
- Podemos pedir un préstamo.
- No estoy en condiciones de asumir otro crédito.
- Bien, entonces ¿qué propones?
- Mudarnos a un sitio más pequeño.
- ¿Cómo? Seguimos necesitando cuatro despachos, una sala de conferencias y un lugar para el contable.
- El contable puede trabajar en su casa.
- Lo cual es una invitación a que también nos robe…
Casey se marchó a las seis, tan maltrecha que se fue directa al Y. Necesitaba hacer yoga mucho más que acudir a Beacon Hill, y cuando acabó la clase estaba demasiado relajada para pensar en Connie Unger. Se sentía tan necesitada de trato amable que fue a cenar con dos amigos de clase, y después de reír un buen rato gracias a una botella de Merlot, era ya demasiado tarde para ir a cualquier sitio excepto a la cama, y aun así no sería por mucho tiempo. A las seis de la mañana del viernes ya se había levantado, pues tenía que acudir a un taller en Amherst.
Cuando emprendió el regreso ya había anochecido. Mientras conducía escuchó los mensajes grabados en el contestador. Los correspondientes a sus socios expresaban las mismas cansinas objeciones, y de repente se sintió cansada del tema. Trasladarse a Rhode Island para dar clases suponía una vía de escape para aquel embrollo.
No contestó a sus llamadas. La mezquindad la incomodaba, más incluso que pensar en lo que habría dicho Cornelius Unger sobre un grupo tan discordante de colegas. Había vuelto a fracasar, habría dicho Connie. A él nunca le habría robado uno de sus socios.
Él, por descontado, siempre había pasado consulta en solitario. Y Casey también podría hacerlo. Si aceptaba la propuesta de dar clases, solo vería a sus pacientes unas pocas horas a la semana, y lo haría en la propia universidad. No se veía a sí misma dedicándose exclusivamente a la terapia. Le encantaba el trabajo clínico.
Trasladarse a Providence, sin embargo, suponía otro problema. No tenía claro si quería estar tan lejos de su madre, lo cual era una ironía de primer orden. Casey había crecido en Providence; Caroline había vivido allí hasta sufrir el accidente. Durante el tiempo transcurrido hasta entonces, Casey había deseado con todas sus fuerzas poner tierra de por medio. Caroline constituía el máximo exponente del hogar y el corazón, todo lo que Casey no era. Cuanto más cerca vivían la una de la otra, más evidente se hacía la diferencia. A pesar de la profesión de Casey, seguir la evolución de Caroline era difícil.
Para demostrarlo, al llegar a casa Casey no se puso a limpiar la nevera, ordenar la creciente pila de correo que se amontonaba sobre la encimera de la cocina, o leer un libro, sino que se sentó en el sofá a ver una reposición de Buffy, cazavampiros hasta que el sueño la venció. Se despertó a medianoche y se fue a la cama, pero no durmió bien. Si la desagradable palabra «preocupación», que el doctor había vuelto a utilizar ese día no se hubiera grabado en su mente, habría pensado en la opción de dar clases, pues necesitaban que les diera una respuesta inmediata, o en la situación del despacho, pues el asunto olía cada vez peor, o en el hecho de que tenía treinta y cuatro años y aún no había encontrado su lugar en el mundo. Pero comenzó a pensar en la casa de Beacon Hill, que había heredado de manera inesperada, y se impuso un fastidioso silencio.
Hasta entonces había evitado pasar por allí. No necesitaba la opinión de colega alguno para saberlo. Estaba haciendo una declaración de principios frente a su padre muerto; venía a decirle que le dolía que hubiese reconocido su existencia una vez muerto y que no necesitaba su casa de tres millones de dólares. Le estaba haciendo esperar. Así de simple, y de infantil, era el asunto.
El sábado por la mañana se levantó envalentonada. Quería pensar como una persona adulta, aunque temía pedir demasiado. No hizo caso del saber popular que indicaba que, en caso de acudir a una zona acomodada de Boston, uno debía vestirse del modo adecuado, siquiera como muestra de respeto a su padre. No se maquilló, sino que se puso unos pantalones cortos de deporte y una vieja camiseta sin mangas, y se recogió la rubia cabellera en una cola de caballo que sacó por el hueco trasero de su raída gorra. Tras atarse sus gastadas zapatillas y colocarse sus más oscuras y modernas gafas de sol, salió camino de Beacon Hill. Apenas había recorrido dos manzanas cuando, desilusionada, dio media vuelta corriendo y regresó a casa en busca de la llave que había olvidado. Metió la llave, el teléfono móvil y una botella de agua dentro de una riñonera y volvió a salir.
Era una preciosa mañana. A las nueve, había en la calle tantos coches como corredores. A un ritmo cómodo, recorrió la avenida Commonwealth bajo la sombra de los añosos arces y robles que dominaban el paseo central. Tras detenerse, sin dejar de trotar en el sitio, ante un semáforo en rojo en la calle Arlington, entró en los Jardines Públicos. Sin motivo aparente, rodeó el lago, dejando atrás las barquitas que empezaban a cobrar vida en esos momentos, los padres que empujaban los cochecitos de sus hijos, y a otros niños que corrían a arrojar piedras al agua. Cada piedra atraía a una multitud de patos que se dispersaban en cuanto comprendían que no se trataba de cacahuetes.
Cuando completó el círculo, continuó hacia la intersección de Beacon y Charles. Dejándose llevar por un capricho -un capricho un tanto insolente, un último intento de meter las narices en el espíritu de Connie-, se tomó tiempo para recorrer al completo la calle Charles. Al llegar al final torció a la derecha y ascendió por la calle Cambridge; después, resoplando, por la calle Joy, y giró hacia Pinckney para descender al trote.
Siempre le había gustado la calle Pinckney. Tenía las mismas casas de ladrillo rojo que el barrio de Hill, con alguna que otra de madera para añadir algo de encanto. Las aceras eran igualmente largas y estrechas, con el suelo embaldosado, el mismo tipo de ventanas con flores, y la misma clase de hierros forjados en puertas y ventanas.
Cuando había recorrido más de la mitad del camino, sin embargo, sus piernas dijeron que ya habían tenido bastante. Desde Pinckney giró a la izquierda hacia West Cedar, y después de nuevo a la izquierda por Leeds Court.
Se trataba de una calle adoquinada y muy estrecha que se dividía formando en el centro una isla ovalada donde crecían cicutas y pinos.
Sin aliento y sudorosa, Casey pasó junto a los coches aparcados y dirigió una rápida mirada, casi furtiva, a la casa que acababa de heredar. Encajonada entre otras dos casas, estaba encarada al oeste desde lo más profundo de la calle Court. Con sus muros de ladrillos de color vino cubiertos ahora de hiedra, se alzaba a una altura de tres pisos. La planta baja y el primer piso tenían altas ventanas y gruesas cortinas negras; las ventanas de la segunda planta eran de dos hojas; la tercera planta era más baja, en forma de cúpula.
A Casey siempre le había intrigado esa tercera planta, como una guinda colocada sobre las dos aguas del tejado. Siempre había imaginado que debía de haber sido un escondite encantador… y debía de seguir siéndolo. Pero en ese momento no reparó en ello. Había muchas otras cosas que ver.
Los marcos de las ventanas de la planta baja y el primer piso estaban plagados de flores rosas. Una valla de hierro rodeaba el pequeño jardín delantero, a los lados del cual crecían pequeñas flores azules en torno a un árbol con flores blancas. Ignoraba de qué especie sería. Lo suyo no eran los árboles ni las flores, en cualquier caso. La experta en esas cuestiones, siempre había sido su madre. Como no había querido competir con ella, Casey había dejado de lado el mundo de las flores y las plantas. Lo poco que sabía de ellas lo había asimilado por osmosis.
A primera vista, podía decir que las flores que había en las ventanas eran minutisas, aunque no estaba segura de cómo había acudido el nombre a su mente. Fuera como fuese, eran hermosas. Estaban bien cuidadas y sin duda dejaban en ridículo los geranios de las ventanas de la casa de la izquierda y los pensamientos que adornaban las ventanas de la casa de la derecha. Supuso que el jardinero de Connie, que al parecer amaba aquella casa, era el responsable de las mismas, por lo que se permitió admirar su trabajo durante más rato del que les habría dedicado si las hubiese plantado el propio Connie.
Era la parte final de su táctica de acercamiento retardado. Pero el tiempo pasaba. No quería pasarse allí todo el día. Tenía otras cosas que hacer.
Sacó la botella de agua de la riñonera, bebió un buen trago, cerró la botella y volvió a guardarla. Al hacerlo, encontró un viejo chicle de sabor a fruta. Sin importarle el tiempo que llevara allí, le quitó el envoltorio y se lo introdujo en la boca.
Sin dejar de mascar con aire desafiante, echó los hombros hacia atrás, abrió la puerta de hierro y caminó hacia la casa.