Capítulo 7
Boston
«Jenny apenas podía respirar.»
Casey volvió a leer aquella frase, después cogió el sobre y buscó más páginas en su interior. Al no encontrar nada, lo abrió por completo y miró en su interior. El sobre estaba vacío, en él no había ni una pista que le indicase qué era la historia que acababa de leer o de por qué estaba allí; no había nota alguna, tan solo la letra «ce» garabateada en el anverso. Una «ce» que podía ser de «Casey», «Cornelius» o la «ce» de un mediocre aprobado en un texto de inglés.
Casey, sin embargo, le habría puesto a ese texto un sobresaliente, una A. La sofisticación que quizá le faltara, quedaba compensada por el contenido. La lectura le había atrapado. En ese momento, sentada en el despacho, sintió una urgente necesidad de saber si el tipo de la motocicleta era bueno o malo, si iba a llevarse a Jenny lejos de allí antes de que su padre regresase o, de no ser así, qué iba a sucederle a Jenny… Y eso antes de empezar a elaborar una lista de preguntas acerca de Jenny y su padre. La terapeuta que llevaba dentro había sentido la desesperación. Se preguntó si Connie también la habría sentido… Tal vez Jenny fuera una de sus pacientes, lo que llevó a Casey a hacerse otro montón de preguntas. Por otra parte, deseaba saber quién había escrito aquellas páginas, qué estaban haciendo en el escritorio de Connie y si las habían dejado allí deliberadamente para que ella las encontrase.
Pero no obtuvo respuesta alguna. La habían dejado en ascuas.
Inquieta, volvió a sentarse y abrió al máximo el cajón central del escritorio. No había nada más en su interior, ni hojas sueltas ni blocs de notas. El cajón estaba vacío, a excepción de los lápices y los bolígrafos de la bandeja y del sobre que había descansado bajo la misma.
La «ce» era por Casey. Lo presentía.
O tal vez deseara que lo fuese.
No hizo caso a ese último pensamiento y empezó a buscar el resto de la historia. Rebuscó en el interior de todos los cajones del escritorio para asegurarse de que no se le había pasado por alto otro sobre la primera vez. Al no encontrar nada, se volvió y, de manera sistemática, buscó en los armarios que había bajo las estanterías a su espalda. Había dado por supuesto que estaban vacíos cuando, con ayuda de sus amigos, había llevado sus cosas al despacho. Se puso a examinar todos los cajones y todos los estantes.
No encontró nada, y se dedicó a los armarios que no habían tocado.
Estaban vacíos.
Revisó uno por uno los estantes buscando un sobre que pudiera estar entre los libros o debajo de ellos. Decepcionada, empezó a examinar otros lugares del despacho.
Involuntariamente miró hacia el jardín. Estaba iluminado por la luz de la mañana, un resplandor verde amarillento que anunciaba otro cálido día de junio. Sintió la necesidad de formar parte de algo así, por eso abrió las puertas; le asaltó de inmediato el perfume de los árboles. Estaba a punto de abrir la mosquitera cuando un movimiento al fondo del jardín la detuvo. La puerta se abrió y entró un hombre. Era alto y tenía unos hombros tan anchos que presentaba un aspecto casi ridículo… Casey no tardó en darse cuenta de que cargaba con algo. Caminaba en dirección al cobertizo cuando identificó ese «algo»: era una caja llena de flores.
El jardinero.
Casey no se movió.
El hombre se arrodilló junto al cobertizo y dejó la caja en el suelo. Se puso en pie de nuevo, descolgó la manguera que pendía de un lado del cobertizo y la conectó a un aspersor. Cuando una ligera cortina de agua empezó a rociar las más hermosas flores, regresó a la puerta. Vio retazos de sus movimientos a través de la puerta; conducía un jeep polvoriento. Reapareció con dos bolsas de turba al hombro y otra bajo el brazo. Las dejó apoyadas contra el cobertizo y entró en este.
El jardinero.
El maravilloso jardinero, añadió Casey para sí cuando aquel hombre emergió cargado de herramientas. Tenía el pelo oscuro, hombros anchos y piernas largas. Llevaba una camiseta negra con un desgarrón en la manga, vaqueros con estratégicas marcas de desgaste y manchado de tierra, y botas de trabajo atadas de cualquier manera en una presuntuosa muestra de negligencia. Vio sus antebrazos desnudos y musculosos, y sus fuertes manos. Calculó que debía de ser uno o dos años mayor que ella.
«Sal y preséntate -pensó Casey-. Eres la nueva propietaria y él es uno de tus empleados.»
Aun así, no se movió…, o al menos no creía haberlo hecho, pero algo llamó la atención del jardinero. La miró con los ojos muy abiertos, con expresión de alarma al principio, y de sorpresa al cabo de unos cuantos segundos. Casey tuvo tiempo de apreciar la oscura sombra de la barba antes de que la saludase asintiendo brevemente con la cabeza antes de reemprender su trabajo.
Casey nunca había sido vergonzosa en lo que a hombres se refería. Abrió la mosquitera y echó a andar por el sendero del jardín -atravesó el primer nivel, subió el escalón de la viga de madera, y atravesó la mitad del menos trabajado nivel intermedio- antes de detenerse a pensar si estaba obrando de la manera adecuada. Descalza y desnuda bajo el albornoz, parecía recién salida de la cama. No era la mejor manera de presentarse ante un extraño, y mucho menos si aquel hombre de pinta desaliñada era uno de sus empleados.
Pero no podía dar media vuelta. La estaba observando. Y, por otra parte, le encantaban los hombres desaliñados.
- Hola -dijo mientras cruzaba el tercer y último nivel-. Soy Casey Ellis. Usted tiene que ser Jordan.
Él resultaba incluso más irresistible de cerca. Sus ojos eran de un profundo color castaño, su pelo lo bastante corto para dejar a la vista unas orejas planas, y lo bastante largo -y tupido- para dar la impresión de estar también recién levantado. Su piel era morena y tenía un deje entre rojizo y bronceado en la nariz y las mejillas. Unas leves arruguitas partían de las comisuras de sus ojos.
Dichas arruguitas hicieron que Casey reconsiderase la edad que le había echado. Si ella tenía treinta y cuatro, él debía de rondar la cuarentena, pero no se trataba solo de las patas de gallo. Sus ojos reflejaban sabiduría. Destilaban profundidad y una radiante clarividencia. Fijos en los de Casey, como lo estaban en ese momento, resultaban acariciadores.
- Soy la hija del doctor Unger -anunció ella.
Él asintió.
- He heredado la casa -añadió Casey
- Me lo contó el abogado -dijo él con voz profunda-. No esperaba el parecido.
- ¿Lo aprecia usted?
El volvió a asentir. Examinó el rostro de Casey por un minuto, después su mirada descendió por el albornoz hasta sus pies desnudos.
- No sabía que se había instalado aquí.
- No lo he hecho. Anoche me quedé dormida aquí y no me fui a casa. Tendré que ir ahora para cambiarme de ropa. Me espera un paciente a las once. -Miró las flores que él estaba a punto de plantar. Algunas eran rosadas, otras rojas, algunas blancas. Todas eran pequeñas-. ¿Son begonias?
- Balsaminas.
- Parecen un poco…
- ¿Pequeñas? No lo serán dentro de un par de semanas. Las balsaminas crecen muy rápido.
- Ah. Eso explica lo mucho que sé de plantas. ¿Son las que hay en el jardín de delante?
- Minutisas las de las jardineras. Arrayanes las del suelo. Y los árboles son plátanos.
Ella sonrió, recordando sus suposiciones.
- No está mal. Dos de tres. Las balsaminas no las conocía.
- ¿Entonces no le molesta que las plante?
¿Molestarle? Podría plantarlas en el fregadero de la cocina, siempre que le permitiese ver cómo lo hacía.
- Plántelas donde crezcan mejor.
Él señaló hacia la paleta que yacía en mitad del nivel intermedio.
- A las balsaminas les gusta la sombra. Por lo general, las plantábamos debajo de los árboles.
- ¿Las plantábamos?
- El doctor Unger y yo.
- ¿Se ocupaba él del jardín? -inquirió. Al darse cuenta de lo absurda que podía parecer la pregunta, Casey se explicó-: No le conocía. -A la ligera, agregó-: Fui el fruto de una sola noche de pasión.
El jardinero la miró fijamente. Sus ojos eran masculinos y demostraban atención.
- Totalmente irrelevante -se vio forzada a añadir-, pero eso no elimina el resto de preguntas. Y yo tengo una para usted: ¿cada cuánto viene a ocuparse del jardín?
Él no parpadeó. Tal vez se produjo un levísimo movimiento en la comisura de su boca. Antes de que ella pudiese reaccionar -no quiso entender en ello una doble intención, costaba tiempo encontrar las palabras, aunque mucho menos que recuperarse de lo que decían sus ojos- dijo fríamente:
- Lunes, miércoles y viernes.
Ella asintió y se esforzó por pensar cómo proseguir.
- ¿Siempre a esta hora? -preguntó por fin.
- A veces más pronto y a veces más tarde.
Sabía lo temprano que era.
- ¿Qué significa más tarde?
- A las cinco o las seis de la tarde. Es mejor regar cuando se está poniendo el sol. Cuando tengo que plantar, como hoy, necesito tres horas. Cuando no tengo que plantar, basta con una hora o dos. En invierno, con una hora, dos veces a la semana, es suficiente.
- ¿Qué es lo que hay que hacer en invierno?
- No mucho -respondió él-, pero hay que atender las plantas de interior.
Ella volvió a asentir y sonrió. Sin ser consciente de lo que hacía, cogió las solapas del cuello del albornoz y las unió.
- Están preciosas. Debían de gustarle mucho las plantas.
- Sí.
- Las hay en todas las habitaciones.
- Excepto en el despacho. No quería arriesgarse a encontrarme allí cuando estuviese con un paciente.
Casey tampoco. Perdería por completo la concentración.
- Así pues, dígame cuándo no debo entrar en la casa -añadió Jordan.
- Oh, eso no es un problema. Puedo trabajar aunque esté presente.
- Entonces ¿no va a ver aquí a sus pacientes?
- Sí -respondió Casey. Al parecer, él sabía sobre ella algo más que el mero hecho de que había heredado la casa de Connie-. ¿Le contó el abogado que soy psicoterapeuta?
De nuevo, él la miró fijamente sin pestañear.
- Su padre lo mencionó en una ocasión.
- ¿En serio? -Eso era muy interesante-. ¿Dijo algo más?
- No. ¿Debería de haberlo hecho?
Ella sonrió.
- Por supuesto que no. -No dijo nada más acerca de Connie. Habría sido inapropiado involucrar al jardinero en cuestiones personales. Aunque no parecía un jardinero, sus ojos transmitían sabiduría, y tampoco tenía el acento de la zona. A pesar de la rudeza de su aspecto, no se parecía en nada a los trabajadores que su madre contrataba para la granja.
Se meció sobre sus talones y señaló con el mentón hacia la alfombra de hojas verdes que se extendía bajo el castaño.
- ¿Qué son esas plantas?
- Paquisandras.
- ¿Y las que suben por la pared del cobertizo?
- Clemátides. Florecerán dentro de un par de semanas. Dan flores de color rosa.
- Ah. -Casey dirigió la mirada hasta los arbustos que crecían cerca de la cicuta.
- Los más anchos son enebros -explicó él-. Los más altos, tejos.
Al descender un nivel, ella se fijó en unas hermosas flores blancas que se arracimaban entre hojas verdes bajo el roble.
- ¿Y esas?
- Trilium. Son bulbos de floración primaveral. Crecen bien bajo los árboles de hoja caduca.
Casey apretó los labios, asintió y miró hacia la casa. Segundos después, volvió a mirar a Jordan, que se había detenido y la miraba.
- ¿Tiene hora? -preguntó con amabilidad.
Él le echó un vistazo a su reloj. Era un reloj deportivo con una desgastada pulsera de color negro.
- Las siete y treinta y cinco.
Estaba impresionada. Jordan había cogido las balsaminas, así como otras cuantas cosas, y ya se había puesto manos a la obra.
- Se levanta usted muy temprano -comentó ella.
- Nada me retiene en la cama. -La miró durante unos pocos segundos antes de concentrarse de nuevo en las flores.
No se perdió gran cosa por el hecho de que ella no encontrase una respuesta a sus palabras, así que Casey se limitó a seguir el sendero de regreso a la casa. Notó las piedras frías bajo sus pies desnudos. Aceleró a medida que se acercaba, y los últimos pasos los dio a la carrera. Una vez dentro del despacho, cerró la mosquitera.
No volvió a mirar al jardinero. Con la intención de tomar algo más de café y vestirse, cruzó el despacho. Ya en la puerta, sin embargo, un pensamiento la hizo regresar junto al escritorio. Si el jardinero tenía libre acceso a la casa -lo cual no dejaba de constituir una idea atractiva-, un poco de prudencia no estaría de más. Cogió las hojas mecanografiadas del diario, volvió a colocarles el clip y se disponía a meterlas de nuevo en el sobre cuando algo la detuvo. Volvió a sacarlas y las dejó sobre el escritorio, vueltas del revés en esta ocasión para ver lo que había llamado su atención. En el reverso de la última página, escrito con lápiz, de tal modo que casi no se veía, había una nota garabateada de Connie. Era breve pero significativa: «¿Cómo ayudarla? Es de la familia».
Eso lo cambiaba todo. Si Jenny era «de la familia», no importaba si la «ce» correspondía a «Connie» o «Casey». Quienquiera que fuese de la familia para Connie lo era para Casey.
Sí, eso lo cambiaba absolutamente todo.
Se apartó del escritorio y se volvió hacia las estanterías otra vez. Sin duda, el diario continuaba. Tenía que continuar. Pero ¿dónde estaba?
Recorrió estante tras estante, libro tras libro, sin dar con nada ni remotamente parecido al sobre del escritorio. Meg había limpiado el polvo, pero si hubiese encontrado algo, con toda probabilidad lo habría dejado en su lugar. Casey no creía que fuese tan atrevida para quedarse con los papeles que encontraba.
Se desplazó hasta los estantes laterales y los examinó con el mismo cuidado. Al no encontrar nada, se fue al estudio. También había estanterías allí. De nuevo, se colocó frente a cada una de ellas, alzó los ojos hasta lo más alto, desplazándose de un estante a otro. Comprendió que tenía que sacar los libros y dejarlos a un lado para averiguar si había algo detrás, de modo que miró alrededor en busca de una silla sobre la que subirse, pero todo era demasiado grande y pesado para moverlo.
En el despacho era diferente. La silla del escritorio tenía ruedas.
Regresó por ella cuando le llamó la atención algo que había visto con anterioridad. Le llevó un minuto, de pie con las manos en jarras frente a una de las estanterías laterales, encontrar lo que quería. Sin el saliente de los armarios para apoyarse, colocó la silla y se subió con cuidado. Se agarró de uno de los estantes a fin de no perder el equilibrio, se estiró todo lo que pudo y cogió varios libros. Permitió que la silla se desplazase un poquito y estaba bajándose de ella con los libros en las manos cuando de pronto se abrió la puerta.
- Se va a caer -le advirtió Jordan.
Casey lo oyó acercarse.
- No. No me toque -dijo-. Estoy bien.
Segundos después, se las apañó para colocar una mano en el brazo de la silla y sentarse de mala manera. No fue un movimiento particularmente grácil, ni muy propio de una dama, pero lo hizo igualmente. Era importante para ella.
Con cuidado, cogió los libros con una mano y mantuvo cerrado el albornoz con la otra, sacó los pies de debajo de su trasero, los bajó al suelo y se puso en pie. Jordan era más alto que ella, tanto que tenía que inclinar la cabeza para mirarla a los ojos. Su sonrisa era lo bastante amplia -triunfante, se diría- para compensar la diferencia de altura.
- Ya está -dijo-. No ha estado tan mal. -Alzó los libros-. Y tengo lo que andaba buscando. Hoy debe de ser mi día. -Echó mano de toda la dignidad que pudo reunir dadas las circunstancias, y pasó junto al jardinero camino de las escaleras.
Little Falls aparecía en el mapa: había uno en Minnesota, otro en Nueva York y otro en Nueva Jersey.
Se sentó a la mesa de la cocina, donde Jordan no podía verla, y localizó cada uno de ellos. Descartó de inmediato el de Nueva Jersey, pues estaba demasiado cerca de zonas metropolitanas para ser tan rural como el Little Falls de Jenny Clyde. Tanto el de Minnesota como en el de Nueva York eran posibilidades reales, aunque remotas. Supuso que habría otros pueblos con ese nombre, lugares tan pequeños que no aparecerían en el mapa, más aldeas que pueblos. Little Falls quizá perteneciese a South Hadley Fall en Massachusetts, River Falls en Wisconsin, o Idaho Falls en Idaho. Podía ser una prolongación de Great Falls, ya fuese el de Montana o el de Carolina del Sur. O incluso podía tratarse de un nombre inventado por el autor del diario para conservar el anonimato.
Las publicaciones del Sierra Club que había sacado junto con el atlas se centraban en Nueva Inglaterra, pero buscó en el índice de todos modos. Al no encontrar nada, volvió a llenar su taza de café y se acercó a la ventana.
Jordan seguía allí, visible entre las ramas de los árboles, plantando flores. Estaba trabajando entre los tallos y un saco de turba, a ratos se inclinaba y a ratos se acuclillaba. A pesar de ser un hombre alto, parecía gustarle estar muy cerca del suelo, entre sus plantas.
Ella admiraba oficios como el de jardinero o carpintero, que obligaban a trabajar al aire libre… Valoraba a la gente que era capaz de usar su cuerpo de ese modo. No tenían que correr ni hacer ejercicio para combatir el estrés. Les envidiaba por la simplicidad de sus vidas.
Él miró hacia donde ella se encontraba. Casey debería de haberse echado hacia atrás para que no la descubriese. En lugar de eso, alzó la taza a modo de saludo, y después debió un sorbo de café. Podía dejarse ver si quería. Era la jefa.
Todavía observaba a Jordan cuando se abrió la puerta del jardín y entró Meg. Habló con él durante un minuto, miró sorprendida hacia la casa y se dirigió hacia esta, pero no entró por el despacho, sino que Casey la vio desaparecer por una esquina del jardín. Poco después, oyó cerrarse una puerta y pasos escaleras arriba.
Casey esperó hasta que Meg se presentó.
- ¿Cómo has entrado en la casa? -le preguntó.
- Por la entrada de servicio -respondió Meg mientras se acercaba a ella-. Está a un lado. Lo siento. No sabía que se quedaría aquí. Habría venido más temprano. He traído pan recién hecho. ¿Quiere que le prepare algo para desayunar?
Casey negó con la cabeza. Al ver que Meg bajaba la mirada, asintió.
- Me encantaría un huevo frito con muy poco aceite, una rebanada de pan tostado y un poco más de café. ¿Qué te parece?
Meg sonrió.
- Eso está hecho -dijo poniéndose manos a la obra.
Casey fue al dormitorio a vestirse. Tenía pensado ducharse cuando llegase a su apartamento, pero aquel cuarto de baño era demasiado tentador: todo era nuevo, limpio, esperando a ser estrenado. Encontró jabón. Encontró champú. Encontró crema hidratante. Incluso disponía de cepillo de dientes y pasta dentífrica, pues la había traído en su neceser.
Veinte minutos después, recién duchada, aunque con la ropa del día anterior, salió del dormitorio. Se disponía a bajar las escaleras cuando oyó un murmullo procedente del dormitorio de Connie. Se detuvo y aguzó el oído. Se aproximó a la puerta pero el murmullo cesó.
Al instante, Meg apareció sonriente.
- Siempre limpio un poco por la mañana -dijo-. Está usted preciosa. Tengo preparado el desayuno. ¿Prefiere tomarlo en la cocina o en el patio? El doctor Unger siempre desayunaba fuera si hacía buen tiempo. A Jordan no le importará. Seguirá trabajando. Puede sentarse allí y leer el periódico. Está fuera.
- Se me ocurre una idea mejor -dijo Casey-. Tengo que mirar unas cosas en internet. ¿Podrías traérmelo al despacho?
Mientras comía, Casey buscó información de Little Falls. Encontró referencias a lo que ya había descubierto, pero ninguna de ellas le parecio adecuada. Connie era de Maine; afirmaba que Jenny Clyde era de la familia. Buscó información referente a Maine, pero no encontró nada relativo a Little Falls. Encontró Island Falls, Lisbon Falls, Kezar Falls y Livermore Falls. En teoría, Little Falls podía ser una población de cualquiera de esas localidades. Intentó una segunda manera de búsqueda, y después una tercera, pero no extrajo ninguna conclusión definitiva y, además, se le estaba haciendo tarde.
Una vez en su apartamento, se maquilló, se recogió el pelo en una coleta y se puso unos pantalones de lino y una blusa de seda. Estaba a punto de salir, pero regresó sobre sus pasos. Se le había ocurrido meter el neceser del maquillaje y una muda de ropa en una bolsa de gimnasio. Tras eso, se encaminó al coche.
El jeep de Jordan ya no estaba cuando ella recorrió el estrecho callejón y dejó el coche junto a la puerta trasera del jardín. Sin embargo, no tuvo tiempo de sentirse decepcionada, porque en cuanto cruzó el jardín y entró en la casa, llegó el primer paciente.
Dejó de pensar en Little Falls. Tampoco quiso pensar en lo extraño que resultaba recibir a sus pacientes en la que había sido la consulta de su padre. Algún destello de esa clase de pensamientos se colaba en su mente de vez en cuando -la imagen de una jovencita jugando a ser mayor sentada detrás de un gran escritorio-, pero ella atendía a sus pacientes en la zona donde estaban los sillones, lo que resultaba mucho más relajado.
Tuvo sesiones a las once, a las doce y a la una, dedicando cincuenta minutos a cada uno de ellos y diez más para tomar notas. Entre las dos y las dos y media, comió un bocadillo mientras llamaba por teléfono. Después se presentaron cuatro pacientes más.
El primero de ellos fue Joyce Lewellen. A Casey siempre le había gustado Joyce. Era una mujer precisa, y a pesar de vestir siempre elegantes trajes chaqueta y de disfrutar de una vida muy ordenada, estaba al borde de la obsesión compulsiva. Se expresaba bien y se conocía a sí misma lo bastante para identificar un problema con facilidad. Casey siempre había sospechado que Joyce utilizaba sus sesiones para airear sus pensamientos ante alguien imparcial.
Joyce tenía poco más de cuarenta años. Su marido había muerto dieciocho meses atrás debido a las complicaciones que habían surgido en lo que debería de haber sido una operación sencilla. Incapaz de aceptar su muerte, y mucho menos de explicarle lo sucedido a sus hijas, Joyce tuvo que encontrar un culpable. Decidió que había sido un error médico. Su caso no era sólido, pues tuvo que hablar con tres abogados diferentes antes de que aceptasen representarla.
Casey la había visto semanalmente durante meses. El mayor problema de Joyce era la furia. Le impedía dormir por las noches, la distraía durante el día, y la había convertido en una mujer con una fijación. La terapia se había concentrado en tratar que esa furia desapareciese.
- Es bastante tiempo -le dijo Casey. Joyce estaba sentada en el sofá, y Casey frente a ella en una silla.
- Cuatro meses -reconoció Joyce. En apariencia, era una mujer muy serena; la única señal de tensión eran sus manos, que tenía cruzadas sobre el regazo, crispadas-. Estaré bien. Y las niñas también. Volverán a hacer lo de siempre: jugar a fútbol, ir de excursión, ballet. El campamento de verano empezará dentro de una semana.
- ¿Y tú? ¿Estás trabajando?
Joyce había sido escaparatista antes de casarse. Había hecho algún trabajo esporádico después de que las niñas empezasen a ir al colegio, pero dejó de hacerlos cuando Norman murió. Casey y ella habían hablado de la conveniencia de que volviese a trabajar, no solo por el dinero, que no le iría mal, sino por el valor terapéutico.
Joyce arqueó la nariz.
- No. Quiero estar disponible por si el abogado me necesitase. Lo sé, lo sé. Tú opinas que eso solo sirve para mantener viva la furia, pero no puedo evitarlo. Tengo que hacerlo por Norman. Pero lo llevo bien, en serio. El abogado está trabajando. Mi furia está bajo control.
- ¿Has vuelto a salir con tus amigos?
- Bueno, a comer. Por la noche, nunca.
- Sigues vistiendo de negro.
- Me parecía lo más apropiado mientras duraba el pleito. El mes pasado, hubo una vista previa al juicio. Ambas partes presentaron declaraciones juradas e informes legales. La otra parte exigía un juicio sumario, pues afirmaban que no podríamos probar el caso ante un jurado. El juez tomará una decisión a finales de semana.
- Y tú ¿cómo te sientes?
- Como un cubo de basura -respondió Joyce-. Por eso estoy aquí. Sí, necesito el dinero, pero es más que eso. Es una cuestión de principios. Norman no tendría que haber muerto. Sus dos hijas pequeñas lo echan de menos, y yo. También dependía de él. Se suponía que envejeceríamos juntos. Ahora no podremos hacerlo. Alguien tiene que pagar por eso.
La furia no había remitido. Cuando empezaron, hablaron de que a la gente buena también le ocurrían cosas malas. Joyce no lo había aceptado más entonces de lo que lo aceptaba ahora.
- Nuestras posibilidades de ganar son escasas -prosiguió Joyce-. Mi abogado me lo dijo en cuanto lo contraté, y me lo repitió después de la vista. Algunas de las cosas que hizo el juez y ciertas preguntas que formuló no pintan bien para la causa. ¿Y yo qué voy a hacer? ¿Qué pasará si el fallo nos perjudica? Lo que quiero decir es que esto no tiene por qué ser el fin. Podemos llevar el caso a un tribunal de apelación. Pero mi abogado no quiere hacerlo. Dice que debemos estar dispuestos a aceptar la decisión del juez, y quizá tenga razón. Hay veces en que todo esto me hace sentir tan mal que tengo ganas de dejarlo correr. Pero entonces me recupero y deseo ganar; y voy a hacerlo.
- ¿Y si ganas, qué?
- Habré probado algo. Estaré en disposición de dejar todo esto atrás y seguir adelante.
- ¿Y si no ganas?
Joyce tardó algo más en responder.
- No lo sé. Eso es lo que me inquieta. Tú y yo hemos hablado de la furia que siento, pero ¿qué haré con ella si no tengo a nadie a quien culpar?
Tres pacientes después, Casey seguía dándole vueltas a las palabras de Joyce. Le había resultado fácil controlar su furia mientras Connie estaba vivo, pues podría haberla llamado por teléfono, enviarle un e-mail o escribirle una nota, incluso mandarle un mensaje a través de alguien. Pero ahora estaba muerto, y todas las vías de contacto habían desaparecido. ¿Y qué pasaba con su furia?
Mientras caminaba hacia el jardín, le resultaba imposible sentirse furiosa. Lo intentó. Pensó trasladar la mesa del patio y las sillas a otro lugar, sencillamente para hacer lo que le viniese en gana. Tras dar tres pasos bajo la pérgola, sin embargo, no pudo imaginar un mejor lugar para la mesa que justo donde se encontraba.
El jardín era un agujero negro en lo que a pensamientos negativos se trataba: los engullía y los hacía desaparecer.
El cielo estaba encapotado, el ambiente era más húmedo, pero aquel lugar no sufría por la ausencia del sol. Es más, la luz difusa le aportaba una especie de suavidad. Los árboles se diferenciaban unos de otros por el color más que por la textura de sus ramas. Las flores eran silenciosas, las piedras más suaves.
En cuanto se quitó el ancho pasador que había ceñido su coleta, el cabello se le empezó a rizar y ondular. Se pasó los dedos para acelerar el proceso. Cerró los ojos, solo para abrirlos segundos después al oír que se abría la mosquitera y unos pasos se acercaban. Era Meg. Llevaba consigo una botella de vino y un plato con pequeñas brochetas de ternera y verdura. Casey se estaba preguntando cómo iba a acabar con todo aquello cuando llegó la compañía que la ayudaría a conseguirlo.
- He pasado para ver si estabas -explicó Brianna alegremente mientras daba el primer bocado-. No me costaría acostumbrarme a esto.
Casey pensaba que a ella tampoco le costaría.
- ¿Qué tal es eso de ver a tus pacientes donde veía él a los suyos? -preguntó Brianna.
Casey dejó una de las brochetas a un lado, se sentó en una de las sillas del patio con su copa de vino e intentó analizar sus sensaciones.
- Muy, muy raro. Pensaba: «¿Qué estás haciendo aquí, Casey? El escribía en este escritorio. Él hablaba por este teléfono. Las ideas que nacieron en este despacho han dado la vuelta al mundo. Y ahora todo lo que queda eres tú».
- ¿Y qué hay de malo en ello?
- No puedo empezar a hacer lo que él hizo. Me he identificado con mi paciente de la una. Es una inversora muy brillante y de mucho éxito, posee tres restaurantes que van de maravilla, pero sufre un serio complejo de impostura.
- ¿Y de dónde le viene eso?
- Su padre tenía una charcutería. Su madre se encargaba de la casa. Ellos creían que estaba malgastando su vida en la escuela de cocina. Se opusieron a que comprase el primer restaurante, dijeron que se arruinaría, y entonces abrió el segundo, y cuando abrió el tercero, la desheredaron.
- ¿Por qué?
- Dijeron que no estaba en sus cabales y que no querían que derrochase los ahorros que tan duramente habían reunido. Y así están las cosas, instalada en el lado oscuro, haciéndolo mejor cada año y, aun así, sintiendo que sus restaurantes son un castillo de naipes a punto de venirse abajo. Sus padres la ven de ese modo. Y ella lo ha interiorizado.
- Pero esa no es tu historia. Connie nunca te dijo que no fueses buena.
- No con palabras -dijo Casey, rozando con sus labios el borde de la copa de vino.
- ¿Te habría dejado esta casa, sabiendo que pasarías consulta aquí, si pensase que eres una mala terapeuta?
Casey se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo que Connie pensaba de ella, ya fuese bueno o malo.
- Tienes una buena consulta, Casey. Joy y yo tomamos el camino fácil. -Joy trabajaba para el Estado, Brianna en un centro de rehabilitación.
- Yo no diría que lo que tú haces sea fácil.
- Pero no hemos de preocuparnos de tener pacientes. Siempre están ahí. Tú sí debes preocuparte, y mira la consulta que has montado. Hazme un resumen de la lista de hoy.
Casey podía contar con que Brianna la animara.
- Dos fobias, dos bajas autoestimas, tres desórdenes de adaptación y un ataque de pánico.
- ¿Tuyo o de ella?
- De ella. No podía encontrar la casa. Siente pánico cuando algo no está exactamente en su sitio, y empieza a imaginar toda clase de cosas.
- ¿Como qué?
- La voz de su marido. Ha abusado de ella verbalmente durante tantos años, que ella lo oye gritar en cualquier situación. Eso la pone muy nerviosa.
- ¿Ha llegado al nivel de saber que no lo oye realmente? -preguntó Brianna.
- Intelectualmente, sí. Emocionalmente, no. A veces, se queda paralizada.
- Debería dejarlo, ¿no?
- Sí…, si la cuestión radicase únicamente en su desarrollo personal. Pero es un poco más complicado. Tienen cuatro hijos, y el único trabajo que conoce es el de ama de casa. Considera a su marido como su jefe. Si le deja, ¿dónde irá, qué hará y qué le pasará a los niños? No, no puede dejarlo. Lo que yo puedo hacer es ayudarla a adquirir perspectiva, a dar un paso atrás y evaluar qué es lo que hace bien, enseñarle a relacionarse con lo que él dice.
Brianna guardó un suspicaz silencio. Le dio un trago a su copa de vino, con aspecto pensativo. Después, con tranquilidad, le preguntó:
- ¿Cómo está tu madre?
Casey la miró de reojo.
- Hablando de oír voces…
- ¿Sigues oyéndola?
- A mi manera.
- Casey… -la regañó Brianna suavemente.
- Lo sé. Si es cierto lo que los médicos afirman respecto a su estado vegetativo persistente, ella no puede oír nada, ni pensar, ni saber. Pero siento que está ahí, Brianna. Te lo juro. Sé lo que piensa.
- ¿Ha habido alguna mejora?
- Hoy ha tenido otro ataque. El doctor dice que empeora por momentos.
- Y tú ¿cómo te sientes?
- Debería sentirme aliviada. Lo que ella está viviendo no puede considerarse vida.
- Entonces, ¿cómo te sientes?
- Si está empeorando, sé que eso es lo mejor. No lloraré más. Después de tres años, ya he llorado todo lo que tenía que llorar. Sencillamente me he acostumbrado a verla de ese modo.
- Así pues, ¿cómo te sientes? -insistió Brianna.
- Hecha polvo -respondió Casey llevándose una mano al pecho.
A lo largo de tres dolorosos años, Casey había aprendido que la mejor manera de tratar con la devastación era mantener la mente ocupada con otros asuntos. Se encontraba bien cuando estaba con sus pacientes, cuando era su trabajo lo que ocupaba su mente. Se encontraba bien cuando practicaba yoga, cuando corría o estaba con sus amigos.
Aquella tarde, sin embargo, después de que Brianna se fuese, solo disponía de los pensamientos relativos a Connie y a Soñando con Pete para ocupar su mente. Si el manuscrito formaba parte de la búsqueda, se trataba de algo más que un juego.
Examinó el estudio centímetro a centímetro. No encontró nada ni remotamente relacionado con el diario, pero sí los archivos personales de Connie: extractos de cuentas bancarias, cheques cancelados, facturas devueltas. Estaban metidos en carpetas de plástico en los armarios inferiores, ordenados con etiquetas y perfectamente clasificados. Observó que escribía a mano los cheques, que pagaba sus facturas de inmediato, que apoyaba económicamente a la radio y la televisión públicas, y que el año anterior había donado una gran cantidad de dinero a causas ecologistas de Maine.
Había nacido en Maine. Seguía sintiendo algo por ese lugar. Casey habría apostado a que Little Falls estaba allí, fuera ficticio o no.
Buscó en los recibos relativos a Maine en busca de alguna referencia al pueblo. Encontró folletos de excursiones a pie, viajes en canoa, expediciones de observación de pájaros y aventuras de escalada. Algunos parecían intactos, como si nunca hubiesen sido enviados; unos cuantos incluso tenían todavía las etiquetas de envío enganchadas. Otros sí habían sido enviados, porque tenían las notas de confirmación de recepción. Los ojeó todos. En ninguno encontró referencia alguna a Little Falls.
Para cuando lo había devuelto todo a su sitio, estaba demasiado cansada para regresar a su apartamento. Debía ver a un paciente a las ocho de la mañana siguiente, por lo que no tenía demasiado sentido.
En esta ocasión, se fue directamente a la habitación de invitados.
Connie seguía estando al otro lado del distribuidor, pero después de repasar sus facturas y de comprender la responsabilidad que había depositado en sus manos, se sentía con más fuerzas. Al fin y al cabo, razonó, dado que era ella -no un fantasma- la que ahora tendría que pagar todas esas facturas, estaba en su derecho a dormir donde le diese la gana.
Se quedó dormida pensando en cosas seguras, prácticas y físicas como la calefacción, el aire acondicionado, el tejado que había que reparar, los pintores y los exterminadores de plagas… Pero despertó a medianoche sobresaltada, convencida de que había oído un ruido. Se incorporó en la cama y miró a su alrededor. La habitación estaba iluminada por la luz de las farolas que llegaba de la calle. Podía ver con bastante claridad.
No vio nada.
Contuvo la respiración y aguzó el oído. La ciudad dormía, ronroneando suavemente al otro lado de la ventana. No oyó nada dentro de la habitación. No oyó nada fuera, en el distribuidor.
Se dijo que había sido cosa de su imaginación, volvió a tumbarse y cerró los ojos. Segundos después, sin embargo, despertó otra vez, y en esta ocasión salió de la cama. Se puso el albornoz y se acercó a la puerta. La había dejado entreabierta y entreabierta estaba.
Por descontado, eso no significaba nada, pues los fantasmas podían atravesar las puertas.
Pero ella no creía en fantasmas.
Salió al distribuidor con mucho sigilo. Oyó una especie de zumbido procedente de las profundidades de la casa, pero se trataba de un sonido mecánico, nada extraño o inquietante. Se aproximó de puntillas a la puerta del dormitorio de Connie. Percibió entonces un sonido muy suave. No podía definirlo.
Como siempre, la puerta estaba entreabierta. Se metió dentro, pero no consiguió ver gran cosa.
No se adentró. No era tan valiente. Se dijo que sin duda existía una explicación perfectamente racional para el ruido que estaba oyendo y que Meg se la daría por la mañana. Entonces, al volverse, vio los ojos.