Capítulo 13

Casey no le habló a Brianna del diario. Temía que le dijese que era pura ficción y Casey no quería escuchar algo así. Quería que fuese real. Quería tener un miembro de su familia llamado Jenny que necesitase ayuda. Quería que la tal Jenny fuese un vínculo con la familia de Connie.

El problema, sin embargo, era dar con Jenny. Casey no había logrado localizar Little Falls. Necesitaba más información; para empezar, el nombre del pueblo en el que Connie había crecido.

Si alguien lo sabía, esa tenía que ser Ruth. Pero Casey no estaba preparada para buscarla, como no lo estaba para explorar el dormitorio de Connie. ¿Era una tontería? Tal vez. Pero se trataba de un asunto emocional, y los asuntos emocionales eran los que más resistencia oponían. Además, Casey no había pedido otras opiniones.

Una era la de Emmett Walsh, el psicoterapeuta que se había hecho cargo de los casos y del ordenador de Connie, de sus archivos y de su Rolodex. Casey encontró su número en la guía de teléfonos de Boston y lo llamó. Antes de oír el zumbido al otro lado de la línea, sin embargo, decidió que una entrevista tal vez resultase más productiva, y colgó el auricular. A toda prisa, antes de que cambiara de opinión, se hizo una cola de caballo, cogió la llave de la casa y salió por la puerta.

Sabía dónde vivía Emmett Walsh. Había asistido a un curso que él había impartido; una de las sesiones se celebró en su propia casa. Vivía en la ladera de la colina, a apenas cinco minutos de distancia.

A pesar de la agradable brisa procedente del océano, el aire seguía siendo húmedo. Leeds Court estaba llena de coches aparcados todavía mojados por la lluvia, y las baldosas del suelo estaban resbaladizas y brillantes. El sol lucía por entre un grupo de nubes, haciendo que brillasen las gotas de lluvia en los árboles, en las flores y en los porches, y su encanto la conmovió. Al descender por la calle abajo, iba sintiéndose, alternativamente, como una invitada a la que se le hubiese permitido visitar aquel lugar y como una impostora.

¿Pertenecía ella a aquel sitio? No tenía ni idea.

Recorrió el tramo más estrecho de la calle Court justo en el momento en que un vecino doblaba la esquina. Llevaba traje, portaba un maletín y sonrió en cuanto la vio.

- ¿Qué tal? -preguntó cuando pasaba por su lado.

Su nombre era Gregory Dunn. Él y su esposa vivían en el lado este de Court. Era un conocido abogado de la ciudad, cuya foto salía a menudo en los periódicos. Si le sorprendió ver una cara nueva por el barrio, no lo manifestó. Podría haber sido una invitada, eso es lo que habría pensado Casey de estar en su lugar. O una ladrona. O la hija de Connie Unger, que llegaba para hacerse cargo de la herencia. ¿La hija de Connie Unger? No sabía que Connie Unger tuviese una hija. Ella nunca apareció por aquí mientras él vivía. Me pregunto por qué.

Giró por West Cedar, caminó hacia Chestnut y esperó a que el semáforo se pusiese verde. La gente andaba a un ritmo tranquilo, disfrutando de las dos horas de luz solar de la semana del solsticio de verano. Cruzó Charles y continuó por Brimmer. La casa de Emmett Walsh era la única construida en madera de la manzana.

No había escalones en la entrada ni jardín delantero. Desde la calle nacía un estrecho sendero que conducía hasta la puerta. Hizo sonar el timbre, rogando que Emmett Walsh estuviese en casa.

Fue su mujer la que abrió la puerta. Trabajaba en los archivos de la universidad, y era lo bastante mayor y lo bastante seria para parecer parte de los mismos.

Casey sonrió.

- Espero no haber interrumpido su cena -dijo Casey con una sonrisa-. Soy Cassandra Ellis. Cornelius Unger era mi padre. ¿Está el doctor Walsh en casa?

La mujer la miró fijamente.

- No sabía que Connie tuviese una hija.

- Yo sí -dijo el hombre que apareció tras ella. Era alto y delgado, y vestía ropas holgadas-. El abogado me habló de usted cuando le pregunté qué sucedería con la casa. Veo que guarda un gran parecido con Connie: el mismo cabello, los mismos ojos, la misma intensidad.

Intensidad. Casey no habría escogido esa palabra para describirse a sí misma, pero en ese momento, pensó que tal vez fuese cierto.

- Pues no reconoció usted el parecido cuando acudía a sus clases -apuntó.

- ¿Fue alumna mía? -A todas luces, se sentía halagado-. No. No me di cuenta, pero entonces no pretendía apreciarlo.

Era una respuesta amable, Casey lo sabía. Con toda probabilidad, ni siquiera la recordaba. Había sido alumna suya hacía cerca de diez años, y aunque solo hubiesen pasado un par de años, él tenía centenares de alumnos cada semestre, y era profesor desde hacía más semestres de los que Casey llevaba en este mundo.

- Pero ahora sí puedo apreciarlo -insistió Emmett-. Conocí a Connie cuando tenía su edad, incluso desde antes. Fuimos juntos a la universidad. Apuesto a que usted lo sabía. -Se hizo a un lado para permitir a su mujer que se marchase, después prosiguió-: Y también nos doctoramos juntos. De hecho, todavía me sorprende que le pasase los casos a un viejales como yo. No es que tuviese muchos. Lo cierto es que ninguno de nosotros tenía ya tantos pacientes como en otros tiempos, y la mayoría son pacientes de larga duración, de los que pagan en metálico. Suponen una seguridad cuando te haces mayor. Debo decirle que eso hace que todo sea más sencillo cuando quieres bajar el ritmo. No tienes que deshacerte de pacientes. Dejas que el seguro médico lo haga por ti. Pero no ha venido usted aquí para que le dé una conferencia. ¿Quiere pasar?

- Me encantaría, pero no sé si es la hora adecuada…

El echó un vistazo a su reloj. Su rostro era alargado y tenía una cicatriz.

- Dispongo de unos cuantos minutos antes de cenar. La invitaría a cenar con nosotros, pero, a decir verdad, no se lo recomiendo. Tenemos restos de la comida del mediodía que, debo confesarlo, no resultan muy apetecibles. Le diré una cosa: hacerse viejo no tiene nada de divertido. Cuando hay que seguir una dieta para mantener a raya la diabetes, tienes la presión alta y colon irritable, comer es un asco. -Se hizo a un lado y le indicó con un gesto que pasase-. Entre. Hablaremos de Connie. Eso es lo que quiere, ¿verdad? El abogado me dijo más de lo que probablemente debía decirme, pero tengo una manera especial de hacer preguntas, así que, por supuesto, quise saber algo más acerca de la hija de mi colega. ¿Puedo tutearte? Bien, lo haré. ¿Conociste personalmente a Connie? ¿Os disteis la mano? ¿Os saludasteis? -La llevó hasta un salón y le indicó que se sentase.

Casey escogió un sillón con el asiento tapizado y respaldo de mimbre.

- Asistí a sus conferencias -dijo-. A veces, cuando acababan, me acercaba y le observaba mientras hablaba con otras personas. Él sabía que yo estaba allí, pero nunca me invitó y yo nunca fui. ¿Alguna vez le habló de mí?

- Nunca -respondió Emmett Walsh.

- ¿Cuál era su problema?

- ¿Problema?

- A nivel clínico. Usted lo conocía. Hágame un diagnóstico, por favor.

Emmett se retrepó en el diván.

- No puedo hacerlo -dijo-, y no por una cuestión de lealtad. Lo conocía, probablemente tan bien como cualquiera de nosotros, los psicólogos -añadió con tono de ironía-, pero eso no significa gran cosa. Era una persona tranquila. No hablaba de sí mismo. Observaba y escuchaba. Preguntaba. Era el amigo perfecto, especialmente para alguien como yo. Yo hablo por los codos, imagino que ya te habrás dado cuenta.

Era cierto. Emmett Walsh parecía haber dicho mucho más en dos minutos en la puerta de su casa de lo que Connie Unger habría dicho en cinco años en la suya.

- Connie y yo formábamos un buen equipo -prosiguió Emmett-. No competíamos por el micrófono, por decirlo de alguna manera. Nunca suponía un reto, una amenaza o una exigencia. Dejó claro desde el principio que prefería no hablar de sí mismo, de modo que nuestros amigos aceptaron los términos. Sin duda, era muy vergonzoso. Pero ¿se debía a una tendencia innata o era un comportamiento? No lo sé. -Esbozó una sonrisa-. Tal vez eso diga algo sobre mis habilidades como terapeuta, o sobre la falta de las mismas pero a veces tienes que saltarte algunas cosas. Connie era Connie; el porqué de su actitud estaba tan enterrado en su interior que nunca tuve oportunidad de saberlo. No creía que fuese asunto mío psicoanalizarlo, así que jamás le formulé preguntas explícitas, y después se hizo muy famoso y lo colocaron en un pedestal, y comprender sus procesos internos se convirtió en algo discutible. Puedo decirte una cosa: valoraba nuestra relación. A lo largo de todos estos años, si quería preguntarle algo y le dejaba un mensaje, él me llamaba al cabo de un par de horas. ¿Jugamos juntos al golf alguna vez? No. No era de los que juegan al golf. En un par de ocasiones me dieron entradas para ir a algún espectáculo y lo invité, pero no le gustaba el teatro. Tampoco le gustaba ir al cine.

Sin embargo, le gustaba ver películas. Casey había visto su colección.

- ¿Padecía agorafobia?

- Por supuesto que no. Estaba rodeado de gente muy a menudo.

- Pero se debía a cuestiones profesionales. Quizá fuese funcional en esas ocasiones y disfuncional en su casa. Diferentes estados emocionales en diferentes lugares.

Emmett sonrió. Inclinó la cabeza y dijo muy despacio:

- Eso está muy bien.

Casey no había ido allí a recibir cumplidos, pero le agradó el comentario.

- ¿Sabía usted que soy psicoterapeuta?

- Sí -repuso Emmett-. Winning me lo dijo. ¿Te dedicaste a esto por él?

- Claro -admitió ella-. Pero a mí me gusta la gente. Siempre me he encontrado bien entre los demás. Me fascina lo que los anima a seguir adelante.

- Por lo que respectaba a Connie, sin embargo -conjeturó Emmett-, no era solo curiosidad objetiva.

- No. Él era mi padre. No tengo ni idea de por qué se negó a conocerme. Realmente, me gustaría saberlo.

- Me temo que yo no tengo mucho que decir sobre el particular.

- ¿Sabe usted dónde creció?

Emmett asintió.

- En un pequeño pueblo de Maine.

- ¿Conoce el nombre?

Emmett sonrió.

- No es más que un pequeño pueblo de Maine. No habrás oído hablar de él.

Casey también sonrió.

- Probémoslo.

Emmett sofocó una carcajada.

- Eso es todo lo que sé. Estaba citando a Connie textualmente: «Un pequeño pueblo de Maine. No habrás oído hablar de él».

- ¿Y usted nunca insistió?

- No -respondió Emmett sin que sonase a disculpa-. Estaba claro que no quería decirlo, y no había razón por la que yo tuviese que saberlo.

Casey lo intentó desde otro enfoque.

- ¿Dijo alguna vez si tenía hermanos?

- No. Ni una palabra al respecto. Cuando estábamos en la universidad, solía hablar de su madre, pero yo suponía que había muerto hacía tiempo.

- ¿Nunca la conoció usted? ¿En la graduación, quizá?

- No. No vino. De hecho, él tampoco asistió. Antes no se montaban grandes ceremonias como hoy en día. Una gran parte de los graduados recibían su diploma en el despacho del decano, y eso era todo.

- ¿Le habló alguna vez de un pueblo llamado Little Falls?

Emmett apretó los labios y reflexionó durante un minuto.

- No.

- ¿Le habló alguna vez de un hombre llamado Darden Clyde?

Emmett recapacitó otra vez, y negó de nuevo con la cabeza.

- ¿Y de Jenny Clyde?

- No.

- ¿Y de MaryBeth Clyde?

- No.

- ¿Alguno de esos nombres podría estar en los ficheros?

- Es fácil de comprobar -dijo Emmett poniéndose de pie-. Quédate aquí. Vuelvo enseguida. -Se marchó, y al cabo de menos de un minuto, regresó con un álbum bajo el brazo y el Rodolex de Connie en la mano-. Clyde, ce, ele. -Empezó a pasar las tarjetas-. Cardozo. Chapman. Cole. Curry. Lo siento, no hay ningún Clyde.

- ¿Y si los hubiese archivado por el nombre?

- ¿Por qué iba a hacer algo así?

- Porque quizá fuesen miembros de su familia.

Emmett se encogió de hombros y sacudió la cabeza, pero de nuevo se puso a pasar fichas.

- Ningún Darden -dijo-. Ninguna Jenny. -Y, finalmente-: Ninguna MaryBeth.

Casey lo intentó de nuevo.

- ¿Ha encontrado algo en su archivo que esté relacionado con un diario denominado Soñando con Pete?

- ¿Un diario?

- Diario, memorias, libro…

- ¿Soñando con Pete? No. ¿Quién es Pete?

- No lo sé -repuso Casey con un tono de desesperación que solo a medias era fingido.

- ¿Emmett? -se oyó una voz procedente de otra habitación.

- Sí -respondió Emmett-. Siéntate aquí -dijo luego, dirigiéndose a Casey. Enarcó las tupidas cejas y susurró en tono conspirativo-: Tengo fotos.

Casey sintió que le daba un vuelco el corazón.

- ¿Fotos de Connie?

- En la universidad. ¿Quieres verlas?

- Por supuesto. -Casey se sentó junto a Emmett y esperó con ansiedad mientras él pasaba las páginas. Imaginó instantáneas de sonrientes amigos, rostros atrapados por las lentes de la cámara, imágenes de fiestas, quizá alguna foto embarazosa. Cuando Emmett llegó a la página y señaló una gastada foto en blanco y negro, después una segunda y una tercera, observó que esa colección era un poco diferente de las suyas. Los rostros estaban serios, las poses rígidas, los cuerpos cubiertos. La mayor parte de ellas eran fotos de grupos de hombres jóvenes sentados alrededor de una mesa o reunidos frente a una ventana. Lo más cercano a una fiesta que pudo apreciar fueron las cervezas que sostenían en la mano.

Emmett empezó a cantar con voz temblorosa:

- «Oh, llena las jarras por la vieja y querida Maine, hasta que la vigas crujan, ponte en pie y brinda otra vez, como cantan todos los hombres leales de Maine.» -Advirtió que Casey lo miraba con expresión interrogativa-. La canción de las jarras de Maine. Es de la Universidad de Maine. Connie solía cantárnosla cuando habíamos bebido una o dos copas de más. Fue lo más cerca que estuvo de compartir una parte de su pasado.

Casey estaba fascinada con los años universitarios de su padre. Había sido muy guapo, con el cabello claro, una agradable sonrisa y sus finas gafas de montura metálica. Aunque era menos corpulento que los demás, vestía como ellos. Estaba en el extremo de la derecha del grupo.

De hecho, en todas las instantáneas era igual, como comprobó al pasar la página y examinar las otras dos. Nunca estaba en el medio, siempre en un extremo. Parecía vergonzoso. Pero había algo más, una manera de mirar que era al mismo tiempo tímida y esperanzada, como si quisiese estar con sus amigos pero no dejase que se acercasen demasiado para no tener que pedirles que se alejaran.

Casey se preguntó si se sentiría como un impostor también y, de ser así, por qué motivo.

- Él no estudió en la Universidad de Maine -señaló.

- Su padre sí -dijo Emmett-. Bueno, eso no es del todo cierto. Su padre trabajó allí. Era uno de los conserjes.

- ¿Conserje? -preguntó Casey, sorprendida-. ¿Y Connie estudió en Harvard? Su padre debía de estar muy orgulloso de él.

- Murió antes de que Connie fuese aceptado. No creo que estuviesen muy unidos.

- ¿Emmett? -volvió a oírse.

- ¡Ya voy! -gritó Emmett a modo de respuesta, menos paciente en esta ocasión. Con mucho cuidado, sacó una de las fotografías del álbum y se la ofreció a Casey-. Esta es la mejor, creo. -Connie era uno de los tres hombres que aparecía en ella-. Yo soy el del medio. El de la izquierda es Bill Reinhertz. Murió hace ya algún tiempo.

Casey cogió la fotografía. Se trataba, sin duda, de la mejor: era un encuadre más corto, mostraba un rostro joven, con el pelo cayendole descuidadamente sobre la frente y las gafas algo bajas sobre el puente de la nariz. Connie parecía simpático en esa foto. Ella siempre había deseado que lo fuese.

Emmett cerró el álbum.

- ¿Vas a quedarte con la casa?

Casey tardó unos segundos en asimilar la pregunta, después levantó la mirada de la fotografía.

- ¿La casa? No lo sé.

- Si quieres venderla, tengo un comprador. Pagará lo que vale. Adora esa casa desde hace años.

- ¿Usted?

- Oh, no. Se trata de mi agente de bolsa. Yo no podría permitirme algo así.

- ¿Y cómo podía hacerlo Connie? -preguntó Casey. Sabía que el precio de la casa tenía que haber sido mucho más bajo cuando su padre la había comprado, treinta años atrás. Pero todo era relativo.

- Los libros de texto, querida mía -repuso Emmett-. La Introducción a la psicología de Unger ha sido lectura obligatoria durante veinte años. ¿Sabes las regalías que produce algo así? Supongo que tú recibirás algo de esas regalías. ¿No te lo comentó el abogado?

Casey negó con la cabeza.

- Bueno, quién sabe -dijo Emmett-. Tal vez le dejó el dinero de las regalías a Ruth. Ya la habrás conocido, supongo.

- No.

- Es toda una pintora.

Casey estaba de acuerdo con él, aunque a regañadientes. Veía los cuadros cuando subía o bajaba las escaleras. Tenían diferentes capas de pintura, hábilmente aplicadas para crear distintos estados del mar. Pero no era el talento de Ruth como pintora lo que la intrigaba.

- ¿Cómo era su matrimonio?

- Creo que bastante normal, salvo por el hecho de que vivían en casas separadas, pero puedo entender el motivo, sabiendo lo reservado que era Connie. Ruth es mucho más sociable. Le gusta recibir invitados. Vive en Rockport, que es un lugar delicioso para pasar un domingo por la tarde. A menudo he pensado que Connie se casó con ella para que lo ayudase a tratar con la gente, pero que comprendieron que era una tarea demasiado ardua.

- Emmett…

Emmett miró irritado hacia la puerta.

- Te diré una cosa -masculló entre dientes-: en ciertas ocasiones creo que Connie tuvo una gran idea.

Casey caminó durante un rato. Era totalmente consciente de que llevaba la fotografía de Connie en el bolsillo. De vez en cuando, la sacaba y la contemplaba. Se sentó en un banco de los jardines públicos y lo hizo de nuevo. En esta ocasión, cuando volvió a meterla en el bolsillo, sacó el teléfono móvil. Marcó el número del puesto de enfermeras de la planta en que estaba su madre y, al instante, contestó Ann Holmes.

- ¿Cómo está?

- Más o menos igual -respondió Ann tranquilamente-. No ha sufrido más ataques. Tuvo un breve problema con los espasmos en el cuello…

- Espasmos en el cuello. -Eso era nuevo. Casey inclinó la cabeza y presionó la frente con los dedos.

- No es infrecuente -le explicó la enfermera-, pero tal vez haya sido mejor que no estuvieses aquí. El ruido que hace es muy desagradable. Su respiración fue dificultosa durante un rato, pero ahora ha vuelto a la normalidad.

Eso sonaba más tranquilizador. Caroline no se recuperaría si sufría constantes complicaciones físicas.

- Espasmos en el cuello -repitió Casey-. ¿Qué los provoca?

- Son como los espasmos en cualquier otro músculo. Pueden deberse a un montón de causas. Muy probablemente esté relacionado con la circulación. Cuando se ralentiza el ritmo, ocurren este tipo de cosas.

Ralentización. Eso no tenía buena pinta.

- ¿Pudo tratarse de un movimiento deliberado?

- Me gustaría decir que parece más consciente, Casey, pero no sería cierto. Al menos en este aspecto.

Casey cerró con fuerza los ojos durante unos segundos. Después dejó escapar un suspiro.

- De acuerdo. Pasaré mañana. ¿Me llamarán si se produce algún cambio?

- Sabes que sí.

Con el corazón destrozado, Casey cortó la comunicación. El vacío en su interior se manifestaba al tiempo que ella introducía el teléfono móvil en el bolsillo junto a la foto de Connie. Apoyó la espalda en el banco, cruzó las piernas y observó a la gente pasar. Algunos iban en pareja, otros caminaban absortos. Otros iban en grupo, aunque igualmente preocupados. Los que caminaban solos lo hacían más rápido, y sin duda se dirigían a algún lugar.

Durante un minuto, al observar aquella corriente de personas de las que nada sabía, Casey se sintió invisible. Pensó en Connie sentado en su sillón del desván, observando a los ocupantes de las terrazas mientras se reunían, cocinaban y se divertían. Casey tenía muchos amigos en el mundo, pero en ese instante estaba completamente sola.

Entonces vio a Jordan, apoyado en una barandilla de hierro, unos diez metros más allá. El también estaba solo, y la miraba.

Al menos, ella creyó que era Jordan. Tenía el mismo cabello oscuro, los mismos ojos pardos, el mismo cuerpo delgado, pero, aparte de aquel pecaminoso buen aspecto, no parecía ni remotamente desaliñado. Iba bien afeitado y perfectamente peinado. Vestía unos pantalones cortos color beige y un cárdigan azul marino de tres botones, en ese momento abiertos. Sus piernas eran largas y bien torneadas.

¿Se trataba de Jordan? Por supuesto que sí. De lo contrario no habría sentido un nudo en el estómago. Sentada en un banco del parque, con la gente pasando por su lado, una fotografía en el bolsillo del padre que había muerto sin dirigirle jamás la palabra y una madre a menos de diez minutos andando pero al mismo tiempo tan lejos que le rompía el corazón el mero hecho de pensarlo, Casey estaba desesperada por conectar con alguien de algún modo especial.

Miró a la lejanía, después volvió a mirar hacia donde estaba Jordan. Seguía allí. Sin duda, era él.

Con un mínimo gesto de la cabeza lo invitó a acercarse.

Él se apartó de la barandilla y avanzó hacia ella sin dejar de mirarla a los ojos. Ella tuvo que alzar la cabeza cuando estuvo cerca, pero no habría podido desviar la mirada aunque hubiese querido. Creyó percibir cierta timidez en él. Eso le infundió el suficiente valor para sonreír y decir:

- No sabía si eras tú. Este banco está vacío. ¿Quieres sentarte?

Jordan lo hizo, dejando un espacio entre ellos. Luego se inclinó, apoyó los codos sobre las rodillas y dejó que las muñecas se balanceasen en medio… Resultaba muy difícil no fijarse en aquellas muñecas. Eran delgadas pero fuertes y estaban bronceadas. No llevaba el reloj con aquella raída correa. En su lugar, un Tag Heuer, que no era un Rolex precisamente, pero que era bonito, muy moderno y nada barato.

Al cabo de un minuto él volvió la cabeza hacia ella y dijo:

- Pareces triste.

Era una afirmación sencilla. Casey no tenía por qué responder. Pero él estaba allí, y ella recordaba la plenitud que había sentido aquella misma mañana, y decidió que era preferible hablar a sentir aquella soledad, así que dijo:

- Mi madre está enferma. La atropello un coche hace tres años. No ha recuperado… la conciencia en todo este tiempo. Está en una clínica en Fenway. -Dio unas palmadas en el bolsillo donde guardaba el teléfono móvil-. Acabo de hablar con la enfermera. Mi madre ha tenido algunos problemas últimamente. Intento no perder la esperanza -añadió con una breve y valiente sonrisa que se esfumó al instante-. Lo que quiero decir es que tiene que despertar. Solo tiene cincuenta y cinco años, es demasiado joven para morir, y la necesito. Es la única familia que tengo. Pero algo está cambiando. Y temo que… ella… se rinda.

- ¿Qué dicen los médicos?

- Que se está rindiendo. Y quizá lo esté haciendo, si no hay esperanza.

- ¿Y no hay ninguna esperanza?

Casey se esforzó por encontrar una respuesta. Había intentado de muchas maneras conservar un mínimo resquicio de esperanza. Sentada en aquel banco junto a Jordan, sin embargo, ya no sabía a qué atenerse.

- Todo el mundo se muestra esperanzado al principio, justo despues del accidente. Después pasan tres meses sin que se despierte, y eso no es nada bueno. Seis meses, nueve meses, un año. El primer aniversario del accidente es algo horrible. Ahora hemos dejado atrás el tercer aniversario, y en ocasiones siento como si mantuviese la bandera de la esperanza yo sola.

- Lo lamento.

Ella miró alrededor.

- Hasta ahora había sido capaz de sobrellevarlo. Pero esta semana. .., no sé…, está resultando más duro.

- ¿Es porque has heredado la casa?

- No. -Podía ser sincera… con él, consigo misma-. Algo está cambiando. Las enfermeras lo han sentido -añadió con tranquilidad-. Y yo también. Quiero creer que se debe a que está a punto de despertar, pero todo apunta a lo contrario.

- ¿Estabais muy unidas?

- Más o menos como la mayoría de madres e hijas.

- ¿Y eso qué significa?

- A veces más y a veces menos. Quiero creer que íbamos a estarlo más a medida que creciésemos. Realmente, quiero creerlo. -Le miró y se esforzó por sonreír-. He ahí… la razón de mi cara triste.

- Es una cara hermosa.

Aquel comentario podría haber sonado inocente si lo que había sucedido aquella mañana no se hubiese producido. La expresión de su rostro indicaba que Jordan lo recordaba todo con tanta claridad como ella.

- Me preocupaba que se tratase de alguna otra cosa -dijo él-. Me preocupaba que te hubieses arrepentido.

Casey sintió de nuevo la oleada de calor, apretó los labios y negó con la cabeza.

Él pareció aliviado. Respiró hondo y se echó hacia atrás en el banco.

Casey dejó que aquella oleada calentase su cuerpo. Llenaba su vacío como lo había hecho esa mañana. Apartó de su mente los pensamientos sobre Caroline y observó al mundo pasar. Aunque solo fue durante un rato, se sintió satisfecha.

Tras unos minutos, preguntó:

- ¿Por qué no te has casado?

Él no pudo evitar reír.

Ella lo miró de medio lado.

- Es una pregunta adecuada.

- Pero muy directa, por el modo en que la has formulado.

- ¿Por qué no te has casado? -insistió-. Conozco a algunos hombres que a tu edad ya lo han hecho tres veces.

- Yo también. Por eso espero. Cuando encuentre a la mujer adecuada, me casaré.

- ¿Tus padres siguen casados?

- Sí. -Jordan apoyó los codos en el respaldo del banco y estiró las piernas-. Llevan cuarenta años.

Casey sintió envidia.

- ¿Tu padre también es jardinero? -Casey imaginó una familia muy unida, en la que padre e hijo compartían su amor por la tierra.

Jordan borró esa imagen de forma tajante.

- Dios, no. Él cree que la jardinería es cosa de mujeres. Es policía.

- Vaya. El extremo opuesto. ¿No querías seguir sus pasos?

- No. Nunca quise ser policía.

- Querías ser jardinero.

- Es una vida agradable. Cuando encuentras una mala hierba, la arrancas. Eso no se puede hacer con los humanos. Incluso los peores tienen derechos.

- Puede decirse que la jardinería es más limpia en ese sentido.

- En ese sentido, sí -reconoció él con una sonrisa.

Casey aguantó la respiración. Era la primera vez que lo veía sonreír de verdad. Se le había iluminado el rostro, transformando su belleza en algo sobrecogedor.

- ¿Qué ocurre? -preguntó Jordan, aún sonriendo, pero de forma distraída ahora.

Ella se llevó una mano al pecho, sacudió la cabeza, y miró al otro lado del jardín, hacia el lago con los cisnes. Segundos después, preguntó:

- ¿Has estado ahí alguna vez?

- No.

- Yo sí. Me trajo mi madre. Es mi primer recuerdo de Boston. Le he estado diciendo a mi madre que tiene que seguir con vida para que algún día ella, yo y mi hija vengamos aquí. Si alguna vez tengo una hija. -Aunque, por descontado, tener una hija no era un plan a corto plazo. Que Caroline se mantuviese con vida era lo principal en esos momentos.

Casey sintió una punzada en su interior, y se mordió el labio inferior. No sabía por qué, pero su preocupación era ahora mayor: más persistente, e iba en aumento.

- ¿Has cenado? -le preguntó Jordan.

- Meg dejó preparados unos bocadillos -dijo Casey-. Me comí la mitad de uno. Está bien. Creo que ahora no podría comer nada.

- ¿Estás demasiado preocupada?

- Así es. -Casey se puso en pie-. Tengo que irme. -Echó a andar con las manos en los bolsillos, apretando el teléfono con una de ellas, rozando la foto de Connie.

Jordan se colocó a su lado al instante. Cuando vio que aún estaba junto a ella al cruzar Beacon, bajar por Charles y doblar por Chestnut, Casey comprendió que estaba acompañándola a casa.

- No tienes por qué hacerlo -dijo.

Él siguió caminando, y ella guardó silencio. La seguridad no constituía un problema. Como no lo era la independencia. Se sentía satisfecha en ambos campos. Lo que le preocupaba era la atracción. Cuanto más se acercaban a Leeds Court, más la sentía. Cuanto más cerca estaban, más deseaba a Jordan.

Cuando enfilaron Court, Jordan se detuvo. Ella también lo hizo y lo miró. Sus ojos se encontraron bajo la tenue luz.

Casey desanduvo aquellos pocos pasos y se acercó mucho a él.

- No tienes por qué hacerlo -repitió, con un tono de voz más suave en esta ocasión y una significación diferente.

- Quiero hacerlo -dijo él, también suavemente, y cuando tomó aire con nerviosismo ya no hubo duda alguna.

Jordan la miró a los ojos. Casey se sentía deseada. Es más, sentía la necesidad de él. Dada la sólida apariencia de aquel hombre, resultó muy excitante.

Enfilaron la calle Court. Ninguno de los dos demostró ningún tipo de urgencia, pero cuando ella llegó a la puerta principal e intentó introducir la llave en la cerradura, la mano le tembló. El cogió la llave de su mano, abrió, dejó que ella pasara y después entró y cerró la puerta.

Entonces se abrazaron, y en el instante en que sus bocas se unieron, todas las sensaciones que Casey había experimentado por la mañana regresaron, y fue algo mutuo. Exploraron mutuamente sus bocas con la lengua y se acariciaron mientras se recostaban contra las escaleras. Pero Casey quería que todo fuese más despacio en esta ocasión. Deseaba prolongar el momento, porque no imaginaba mejor modo de pasar la noche.

Así que lo llevó hasta la habitación que empezaba a considerar suya, y en la que estaba su cama. Se besaron, se tocaron, se saborearon. Jordan se quitó la camisa y luego Casey hizo lo propio, y el roce de sus pechos aún sensibles contra el pecho de Jordan le produjo una sensación maravillosa. Prenda a prenda, el resto de la ropa cayó al suelo, y a pesar de que Casey estaba tan excitada como Jordan, no se dieron prisa. Por el contrario, se exploraron el uno al otro con una paciencia que no habían tenido por la mañana, y la temperatura subió todavía más. Cuando, finalmente, él la penetró, ella estaba tan cerca de alcanzar el climax que lo hubiese experimentado de todos modos. El tenerlo dentro, intentando alcanzar su propio éxtasis mientras ella todavía jadeaba, lo hizo aún más intenso.

Y ese no fue el final. Ni siquiera salió de su interior, sino que permaneció allí acariciándole la oreja, el cuello, los pechos, después un pezón… y no tardó en excitarse de nuevo. Oh, eso estaba muy bien. Pero sabía cómo contenerse, y solo aquella dureza y los sonidos apenas audibles de su respiración demostraban lo excitado que estaba.

Casey adoraba aquellos sonidos, y adoraba también el modo en que tomaba aire y lo soltaba mientras su lengua trazaba un arco bajo su ombligo. El placer que le proporcionaban aquellos sonidos era totalmente consciente. Podía sentirse orgullosa al excitarlo como lo hacía, pero no era eso lo que sentía. No se trataba de una sensación de poder. Lo que más satisfacción le procuraba era saber que él estaba sintiendo placer.

Él alcanzó primero el climax, y a continuación la llevó a ella hasta él ayudándose con la mano; de nuevo, permaneció en su interior todo el tiempo, algo que Casey nunca había experimentado. Tampoco había experimentado nunca el hacer el amor dos veces tan seguidas; después llegó una tercera, esta más sosegada, una eternidad de dulzura que fue, al mismo tiempo, firme, rápida e intensa. Carey le preguntó cómo lo había conseguido él. El límite fue otro orgasmo, más profundo y satisfactorio que los anteriores, porque lo que ella sentía respecto a él había pasado de lo físico a lo emocional. Jordan le había hecho el amor como si se tratase de algo extremadamente valioso.

Al igual que el orgasmo, también su satisfacción fue más profunda. Finalmente exhaustos, se tumbaron en la cama con sus cuerpos entrelazados, y Casey se sintió en paz. Al pensar en ello, al escuchar el sonido de su profunda respiración al dormir, imaginó que había aterrizado en un lugar sólido en el que echar raíces. Ignoraba si iba a permanecer allí mucho tiempo, pero por el momento se sentía muy bien.

Ella también se durmió o sencillamente se dejó arrastrar por esa sensación de serenidad. Cuando abrió nuevamente los ojos y volvió la cabeza, el rostro de Jordan estaba a pocos centímetros del suyo. Tenía los ojos cerrados, y su expresión transmitía serenidad. Lo estudió y sintió de nuevo la firmeza y la posibilidad de echar raíces; eso era inspirador.

Con cuidado de no despertarlo, salió de la cama, se puso el albornoz y fue de puntillas hasta el distribuidor. El trayecto era corto hasta el extremo opuesto. Una vez allí, abrió la puerta lo bastante para colarse dentro. La habitación estaba a oscuras. Se pasó un minuto palpando la pared hasta dar con el interruptor. Encendió una lámpara que estaba sobre una mesa junto al viejo sofá de piel y el gastado sillón.

Bajo aquella tenue luz, la habitación resultaba menos imponente. Olía a cuero y a madera, y era bastante acogedora. Buscó en primer lugar a Angus, mirando debajo de todos los muebles, incluso le echó un rápido vistazo al cuarto de baño, pero a excepción de un tazón de agua, un tazón medio lleno de comida y su cajón con arena, no había signo alguno del gato. Así que se puso a explorar. Abrió un armario y lo encontró lleno de los pantalones, camisas y americanas que Connie vestía con mayor frecuencia, así como unos cuantos trajes y un esmoquin. Abrió el segundo armario y encontró la ropa opuesta: chaquetas y pantalones de sport, jerséis de lana y de cuello de cisne, y camisetas. Casey jamás habría imaginado a Connie con algo así. La mayor parte de esas prendas parecían sin estrenar. Algunas todavía tenían la etiqueta de la tienda.

Recordó los folletos que había encontrado junto a los cheques cancelados, solicitudes de viajes que habían sido rellenadas pero nunca enviadas. Le conmovió pensar que Connie tal vez también tuviera sus propios sueños, y que al menos algunos de ellos nunca se habían visto cumplidos. Se preguntó si alguna vez habría soñado que se relacionaba con ella. Dado que no había folletos ni solicitudes sin enviar, seguramente nunca lo sabría.

Cerró la puerta izquierda del armario atrapada por la tristeza de ese pensamiento, y abrió la de la derecha. Allí también había cajones. Se sintió indecisa durante unos segundos, consciente de que, con toda probabilidad, aquel era el espacio más personal y preguntándose si de verdad quería profanarlo. Pero si no lo hacía en ese momento, ¿cuándo? Por otra parte, no buscaba objetos íntimos, sino un sobre grande que contenía las páginas del diario. Si se encontraba allí, incluso oculto bajo los calcetines, daría con él.

Empezó a abrir cajones. Había en ellos calcetines y calzoncillos, camisetas y pañuelos. Encontró pijamas, bufandas de lana y camisas de franela, ordenadamente doblados. Abrió un cajón lleno de alfileres de corbata, alzacuellos y gemelos. No encontró nada parecido a un sobre.

Cerró la puerta del armario y se acercó a la mesa donde estaba la lámpara. Junto a esta última había una pila de agendas y libros. Les echó un vistazo y reconoció la mayoría de ellos, y se dijo que después los hojearía. La mesa tenía un anaquel, pero tampoco había allí ningún sobre. Entró en el cuarto de baño y rebuscó en la repisa que había junto a la bañera. Ahí se encontraban las mejores pruebas de la vida cotidiana: la revista People, así como Field and Stream, Outdoors y Adventure.

Lo único que le quedaba por investigar era la mesita de noche. Con la intención de hacerlo, salió del baño… y se topó con Angus. Había surgido de la nada para sentarse frente a la cama y mirarla. Casey se preguntó si habría estado rondando por la casa o si habría estado en la habitación todo el tiempo, observando sus movimientos. Parecía tan elusivo como el cariño de Connie.

Susurró su nombre y se acercó a él. Se acuclilló a escasa distancia y le tendió la mano. A pesar de que husmeó, sus ojos no se apartaron de los de Casey.

- ¿Es esta tu cama? -preguntó ella tras mirar el saco de dormir perfectamente doblado junto a uno de los armarios. Presentaba una concavidad en el centro-. Apuesto a que es confortable y cálida.

Angus no reaccionó.

- He visto tus cosas en el baño. Meg hace un buen trabajo con las basuras. Y, al parecer, hay un montón de comida en tu cuenco. Y también agua.

Angus siguió mirándola.

Ella suspiró.

- De acuerdo. Vamos allá. Tal vez sepas dónde puedo encontrar la siguiente entrega de Soñando con Pete.

El gato parpadeó. Casey recordó que los gatos de su madre parpadeaban como señal de confianza. Aquello la animó.

Estiró la mano para acariciar la cabeza de Angus, pero este retrocedió. Ese mensaje no tenía segunda lectura posible.

- Quiero que seamos amigos, Angus -dijo ella en voz muy baja-. Puedo entender que eches de menos a Connie, y yo no voy a arreglar eso. Y no sé qué va a pasar la semana que viene, o la otra. Pero no voy a dejarte solo. Te lo prometo. Connie te quería, y yo también te querré.

Angus volvió a parpadear. Tardó un poco en hacerlo, pero fue una buena recompensa por el rato que ella le había dedicado. Casey se puso de pie muy despacio. El gato se sentó directamente frente a la mesita de noche. Como pretendía que no se espantase, Casey estiró el brazo hacia el cajón de la mesita y lo abrió. Dentro había un tesoro formado por todo tipo de cosas: unas gafas, bolígrafos Bic de varios colores, tacos de notas autoadhesivas, y algunas libretas pequeñas de espiral. Vio un paquete de pañuelos de papel y una barra de cacao para los labios. También un crucigrama, arrancado de una revista y a medio hacer. Y una grabadora de mano.

Sacó la grabadora y la observó durante un minuto, totalmente consciente de que la última persona que la había tocado había sido Connie. Había encontrado una como aquella en el escritorio, pero no tenía nada grabado. Intentó no hacerse muchas esperanzas, apretó el botón PLAY y no oyó nada. Apretó STOP, rebobinó la cinta y después la puso en marcha. En esta ocasión sí oyó su voz. Le resultaba familiar, pues la había oído en innumerables ocasiones. Como siempre, era suave; Connie Unger tenía un modo de explicar las cosas que no requería que alzase la voz. Pero en esta ocasión sonaba incluso más baja. Más íntima. Introspectiva.

No esperaba encontrar un mensaje personal. Después de todo, no le había dejado ninguno en ninguna otra parte. Aun así, algo la conmovió cuando lo oyó. Hablaba fragmentadamente, acerca de lo cambiante que era el mundo y de la necesidad de los psicólogos de mantener el ritmo. Tras unas cuantas frases. Casey se percató de que estaba preparando un discurso.

Escuchó hasta que se hizo el silencio. Entonces rebobinó hasta el principio. Lo primero que oyó cuando apretó el botón PLAY fue: «Llamar a Ruth». Después recitó el número de teléfono, y a continuación, a toda prisa, las palabras introductorias de su discurso, empezando por los agradecimientos a sus anfitriones. Casey lo escuchó al completo, detuvo la cinta donde Connie se había detenido, y devolvió la grabadora al cajón.

Angus maulló.

- Oh, Dios mío -dijo Casey, poniéndose en cuclillas-. Tú también has reconocido su voz.

Angus soltó otro maullido, más quejumbroso.

- Lo sé -susurró ella. El gato no se retiró en esta ocasión cuando alargó la mano. Le tocó la cabeza, vacilante al principio, con mayor convicción después, acariciando el sedoso pelo, y le rascó las orejas. Él no dejó de mirarla en todo el rato, parecía confuso.

Aprovechó el momento para recorrer su lomo con los dedos y, cuando él se arqueó, también le acarició la cola. Era una cola peluda, bastante larga. Al alzarla, llegaba casi hasta la altura del cajón de la mesita. Cuando empezó a bajarla, sin embargo, señaló directamente hacia el tirador metálico que abría las puertas que había debajo del cajón.

Casey acarició a Angus durante un minuto. Después lo rodeó y abrió las puertecitas. Había ejemplares de National Geographic, en posición vertical, con el lomo hacia fuera. Lo único que rompía la norma de color amarillo era un largo sobre que había sido colocado entre las revistas.

Lo sacó. En el anverso vio la familiar «ce». Con el pulso acelerado lo abrió y buscó en el interior las hojas mecanografiadas. Un breve vistazo a la primera página le dijo lo que necesitaba saber.

Se sentó en el suelo junto a Angus y leyó las páginas apoyándolas en el sobre. Cuando acabó, permaneció allí un rato pensando en lo que acababa de leer. Finalmente, volvió a meter las páginas en el sobre, lo abrazó contra su pecho junto a los libros que había cogido. Se inclinó para besar a Angus en la cabeza, pero, al parecer, eso era ir demasiado lejos. El gato se alejó, preparado para bufar.

De modo que ella sonrió y susurró:

- Hasta luego, grandullón. -Se dirigió lentamente a la puerta. Tras volverse para echar un último vistazo al gato, apagó la luz, salió de la habitación y se topó con una corpulenta figura humana.

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