Capítulo 18
La comisaría estaba ubicada en el garaje de una pequeña casa en una calle paralela a Main Street. La casa era blanca con contraventanas azul claro. Tenía un pequeño porche, sin mecedora, pero había macizos de rosas en el jardín. Eran bastante bonitas, aunque un poco esmirriadas.
Aparcó junto al coche patrulla y recorrió el sendero que conducía hasta la puerta lateral del garaje. Una enredadera tapizaba allí las paredes -no era como la glicina que cubría la pérgola de su casa, pero era bonita y verde-; hiedra, supuso Casey
Abrió la mosquitera y entró. El lugar estaba tranquilo. Había mapas colgando de una de las paredes y carteles de personas en busca y captura en la otra. Había dos puertas, una de las cuales, como mínimo, se suponía que conectaba con alguna especie de recibidor o algo así. Tras el solitario escritorio, un hombre joven leía el periódico. Lo dejó sobre la mesa cuando ella entró, pero no dijo nada.
- Hola -dijo Casey con energía-. No creo que sea usted Edmund O'Keefe.
- No. Soy su ayudante. ¿Puedo ayudarla en algo?
Casey calculó que siete años antes, cuando había tenido lugar el supuesto ahogamiento, aquel joven no debía de ser lo bastante mayor siquiera para votar, y mucho menos para actuar como agente de policía.
- Creo que tengo que hablar con el jefe. Es algo personal -añadió Casey en un tono que podría haber pasado por conspirativo, porque la revisión de las consecuencias de un caso de suicidio eran cosas del jefe de policía.
- ¿Personal? -repitió el ayudante-. Bueno, ha ido a comer a su casa. Si es personal, puede ir allí. ¿Sabe dónde vive?
Casey se rascó la frente.
- Creo que lo recuerdo… ¿Qué calle es?
- Vuelva a Main Street, gire a la izquierda en el segundo cruce, y después a la derecha. Acaban de pintar la casa, así que tal vez no la reconozca. Ya no es azul, sino marrón. Dot todavía no está segura de si le gusta o no, así que dígale que queda muy bien.
- Lo haré -dijo Casey con una sonrisa, y se fue antes de que el ayudante pudiese hacerle alguna pregunta. De vuelta en Main Street, giró a la izquierda, recorrió dos manzanas y giró a la derecha. La casa recién pintada tenía las contraventanas color crema, y era la primera de la izquierda. Era de estilo Victoriano. Casey se dijo que tenía buena pinta.
Aparcó junto al bordillo, recorrió el sendero de entrada, ascendió los escalones de madera y cruzó el porche, donde había un balancín de dos plazas.
Echó un vistazo a través de la mosquitera y dijo:
- ¿Hola?
Tuvo que llamar de nuevo antes de que apareciese una mujer. Era atractiva, debía rondar los sesenta años, llevaba vaqueros y una blusa recién planchada, tenía el cabello oscuro, los ojos grandes y unas facciones agradables. Abrió la puerta y dijo con una sonrisa.
- Hola.
A Casey le gustó su aspecto y su falta de pretensiones.
- Hola. Mi nombre es Casey Ellis. Soy psicoterapeuta y estoy buscando información sobre MaryBeth Clyde, la hija. Tengo entendido que su marido llevó a cabo la investigación tras su muerte. Me preguntaba si a él le importaría hablar conmigo. He venido en mal momento, lo sé. Deben de estar comiendo. Pero acabo de llegar de Boston, y probablemente regrese en breve.
- ¿Boston? -dijo Dot, un poco más radiante-. Tenemos un hijo en Boston. -En voz más baja añadió-. Es artista. A mi marido no le gusta mucho la idea, pero yo me siento orgullosa.
A Casey le gustó todavía más aquella mujer.
- Siempre he admirado a los artistas -dijo-. Mi madre era algo parecido.
- ¿Sí? ¿A qué se dedicaba?
Casey podría haber respondido cualquier cosa para pasar a otro tema, pero comprobó que la mujer sentía un interés genuino.
- Tejía. Su especialidad era la lana de angora. Criaba los conejos, los esquilaba, hilaba la lana, la teñía y tejía.
- ¿La lana de angora proviene de conejos? Qué curioso, creía que provenía de cabras. O de ovejas.
- Conejos -confirmó Casey con una sonrisa, que se desvaneció al agregar-: Son muy dulces. Me llevó un tiempo, pero encontré un tejedor en el Medio Oeste que criaba otra clase de conejos de angora, y el deseo de mi madre era cuidarlos también.
- ¿Su madre murió repentinamente? -preguntó Dot con tono de preocupación.
- Sufrió un accidente hace tres años. Todavía vive, pero solo en parte. Está inconsciente.
- Lo lamento. Debe de ser terrible para usted.
Casey respiró hondo, tragó saliva y se obligó a sonreír.
- Es casi un alivio ocuparse en otras cosas, incluso en la desaparición de MaryBeth.
- Por aquí todos creen que se suicidó -dijo Dot-. Mi marido, sin duda, está convencido de ello. -Hizo un gesto-. Pase. Por favor. Ya habrá comido lo suficiente. ¿Y usted? ¿Quiere que le prepare un bocadillo de jamón?
Casey negó con la cabeza.
- Gracias, pero me he comido una tortilla en la cafetería no hace mucho. No tengo hambre, gracias. -Ya había entrado en el recibidor cuando se acercó un hombre procedente del fondo de la casa. Era alto, con el pelo blanco y la piel curtida por el sol. Llevaba pantalones color caqui y una camisa blanca de manga corta. Casey no vio ni placa ni revólver alguno.
- Ed, ella es Casey Ellis -dijo Dot-. Quiere…
- Sé lo que quiere -la interrumpió él con voz grave y profunda. Se colocó frente a ella con los pies ligeramente abiertos y las manos en jarras-. Quiere información acerca de MaryBeth, pero no hay mucho más de lo que estaba en el informe. Fue un suicidio. Fin del asunto.
Casey temía que la entrevista acabase antes de empezar, pero Dot la cogió del codo y la condujo hacia el salón pasando junto al jefe de policía. Era una bonita estancia, soleada y decorada al estilo de la mujer de la casa. Tenía un toque campestre: sencillo y franco, con encanto y muestras de una sutil inteligencia. En la mujer, esa inteligencia se expresaba con su sensibilidad. En el salón, se ponía de manifiesto en los cuadros que colgaban de las paredes, en los elegantes marcos de fotografías familiares, en los libros sobre las mesitas, y en las exquisitas sillas y cojines bordados.
Casey alzó uno de los cojines. Estaba artísticamente bordado.
- ¿Lo ha hecho usted?
- Así es. Mi hijo hizo el diseño para mí.
Casey observó un par de cuadros que colgaban sobre la chimenea. Era un díptico en el que se mostraba una granja durante una tormenta de nieve. Tenían el mismo toque que el cojín.
- ¿Los pintó él?
- Sí -respondió Dot en voz alta y clara, dirigiéndose sin duda a su marido, y añadió-: Tiene bastante éxito. Ha expuesto sus obras en galerías de Boston y Nueva York. Vive bastante bien, que es más de lo que la mayoría de artistas puede decir.
- No ha venido aquí a oír hablar de Dan -dijo Edmund al unirse a ellas.
- No -replicó Dot-, ha venido para saber de MaryBeth Clyde, pero Dan lo lamentó mucho por la chica, así que es perfectamente adecuado hablar de él.
Casey se sintió confusa.
- ¿Dan es el artista? Supuse que tenían otro hijo.
- No tenemos más hijos -dijo Dot-. Dos hijas, pero solo un chico, Dan.
Casey observó las fotos familiares. Incluso desde esa distancia advirtió que también había nietos.
- Cinco nietos de mis hijas -dijo Dot-. Dan todavía tiene que encontrar a la mujer de sus sueños.
- Es un sensiblero -espetó Edmund-. Demasiado compasivo para ser policía. A veces hay que tomar decisiones desagradables.
Eso devolvió a Casey a la cuestión que la había llevado hasta allí.
- ¿Como el hecho de poner fin a una investigación?
- ¿Por qué me da la impresión -dijo el jefe de policía con cautela- de que no está usted de acuerdo con mis conclusiones? ¿Sabe una cosa?, no fui el único que lo dijo. Otras personas estaban involucradas…, incluso mi hijo, el sensiblero. Estuvo acertado reconociendo que había sido un suicidio, así de sencillo.
El suicidio no era una cosa tan sencilla. Gracias a su profesión Casey lo sabía muy bien. También disponía de la suficiente experiencia profesional para saber que una mujer tan desesperada como Jenny Clyde podía quitarse la vida.
Pero también Casey estaba desesperada. Su padre le había pedido que ayudase a Jenny. No podía hacerlo si esta había muerto. Sin duda, no había leído el final de Soñando con Pete, y ni siquiera sabía si había más páginas.
Ed O'Keefe no se movió.
- ¿Qué le hace creer que no está muerta?
- Nada -respondió Casey-. Solo pensaba en que no se encontró el cadáver. Sé lo del río, y sé lo de la criatura de la cantera, pero ¿no cabe la posibilidad de que MaryBeth saliese del agua y se marchase?
- ¿Dónde habría ido? -preguntó el jefe de policía-. No tenía amigos. No tenía dinero. No tenía ninguna experiencia más allá de Walker.
- ¿No podría haberse ido con Miriam Goodman?
Él se cruzó de brazos.
- En primer lugar -dijo-, Miriam estaba aquí cuando MaryBeth desapareció. No se mudó hasta unas cuantas semanas después. Sé lo que piensa. Piensa que se fue a algún lugar y que se reunió después con Miriam. -Negó con la cabeza-. Lo comprobé. Darden me obligó a hacerlo. Pensaba igual que usted. Pobre tonto. -Esa última frase la pronunció entre dientes.
Casey lo intentó desde otro enfoque.
- Supongamos, solo por suponer, que sigue viva, ¿en qué otro lugar tenía parientes con los que ir a vivir?
- No tenía.
- ¿Nadie con quien pudiese haberse puesto en contacto desde su desaparición?
- No.
- ¿Ni un novio?
- No.
- ¿Ningún conocido?
- Solo tenía a Miriam. Ya se lo he dicho. Y lo hice solo porque Darden insistió. ¿Por qué le interesa el tema? ¿Está escribiendo un libro?
Si Dot O'Keefe no hubiese estado allí, le habría dado la misma respuesta que al tipo del periódico. Pero no podía mentirle a Dot.
- No -repuso-. No estoy escribiendo un libro. Se trata de un caso de estudio. Eso es todo.
Se arrepintió de haberlo dicho cuando el jefe de policía dejó caer los brazos.
- ¿Qué caso?
- Tal vez no sea un caso de estudio. Es una especie de diario. También podría tratarse de una obra de ficción. -Desanimada, echó un vistazo al díptico que colgaba encima de la chimenea. A pesar de la nieve, se trataba de un cuadro positivo, porque la granja era de un atrayente color rojo, y llamaba la atención en mitad de la tormenta-. Seguramente sea ficción -murmuró aproximándose a la chimenea.
Su mirada se posó en los más pequeños marcos de las fotos familiares que estaban sobre la repisa, debajo del díptico. Una mostraba a una de las hijas con su marido y dos niños. Otra era de la otra hija con su marido y tres niños. Había una foto de todos ellos junto con Dot y Edmund, además de lo que quizá fuesen otros familiares. Y había otra con las dos hijas, Dot y Ed, y un hombre que Casey supuso que era el hijo de estos, Dan.
- Oh, Dios mío -musitó llevándose una mano al pecho-. ¡Oh, Dios mío!
Dot se acercó a ella.
- ¿Qué sucede?
Era Jordan. Su jardinero. El hombre que había trabajado para Connie durante siete años, que a menudo parecía demasiado inteligente para ser solo un jardinero. Que todavía no había encontrado a la mujer de sus sueños. Cuyo padre era policía. Cuyo apellido no aparecía en la lista de Connie, y de quien solo sabía que trabajaba en Daisy's Mum.
- Oh, Dios mío -repitió, involuntariamente en esta ocasión, porque había pensado en algo más, y su mente funcionaba a toda prisa, intentando conectar los hilos, intentando unir las ramificaciones.
- ¿Pasa algo? -preguntó Dot.
- No -repuso Casey en voz baja-. No pasa nada. Es que se parece a alguien a quien conozco.
La orgullosa madre sonrió mirando la fotografía.
- Un chico guapo, ¿eh?
Casey se dirigió a su coche. Después de hurgar durante un minuto en su bolso, sacó la tarjeta que había cogido el día anterior cuando había estado en Daisy's Mum. En ese momento, había admirado el logotipo pero apenas había reparado en lo demás. Ahora, mientras se alejaba de la casa marrón de estilo Victoriano con sus bonitas contraventanas color crema, cogida al volante y sujetando la tarjeta con los dedos, la observó con mayor detenimiento. En el extremo inferior había un número de teléfono y un nombre: D. O'Keefe. Había montones de entradas con el nombre O'Keefe en la guía telefónica de Boston. Casey había supuesto que la «de» era de «Daisy». Menuda equivocación.
Había supuesto asimismo que Dan era de «Daniel». También se había equivocado. ¿En qué otra cosa habría dado por hecho algo equivocado?
Docenas de posibilidades acudieron a su mente mientras conducía hacia el sur, y la lentitud obligatoria del primer sector de carretera no la ayudó en absoluto. Escuchó más mensajes de amigos en el buzón de voz y llamó a la clínica. Su impaciencia iba en aumento, se sentía demasiado inquieta para ir tranquilamente detrás de los despreocupados conductores de fin de semana, por eso se arriesgó a adelantar un par de coches en aquella carretera de dos carriles, y después unos cuantos más hasta llegar a la autopista. Quería llegar a Boston cuanto antes.
Cuatro horas y media después de salir de la casa de los O'Keefe, cruzaba el puente Tobin y entraba en Boston. Era última hora de la tarde. El tráfico era un poco denso, pero no tardó en llegar a Beacon Hill, y no iba precisamente a su casa. Se dirigió directamente a Daisy's Mum, aparcó el Miata y cruzó la calle.
La floristería se encontraba cerrada, tal como ella había supuesto. Estaba mucho más interesada en las puertas de la casa contigua. En una podía leerse «Owens» en una placa, así que fue hasta la otra.
La placa rezaba «O'Keefe». Furiosa a esas alturas, tocó el timbre, esperó con las manos en jarras, la cabeza gacha y los labios apretados.
- ¿Sí? -dijo una voz por el interfono. No se trataba de una voz cualquiera, sino de su voz.
- Soy yo -dijo-. Déjame subir.
Se produjo un breve silencio, que sin embargo fue lo suficientemente largo para darle a entender que la había reconocido. A los pocos segundos, Casey ascendió por un tramo de escalones desgastados en el centro.
Él la esperaba en el hueco de la puerta abierta de la primera planta. A contraluz parecía más corpulento e imponente que nunca. Cuanto más se acercaba, más podía Casey apreciar los detalles. Vestía camiseta y pantalones cortos. Tenía una sombra de barba, estaba despeinado e iba descalzo.
Casey se detuvo un escalón por debajo del rellano, conmovida por su belleza. Su madre tenía razón en eso. No es que Casey no lo hubiese pensado ya. Guapo, sexy, experto en jardinería, experto amante… Ese era Jordan. Él también parecía intranquilo. Casey se preguntó por qué, si era a ella a quien habían tomado el pelo.
Espoleada por ese pensamiento, subió el último escalón y caminó hacia él.
- He pasado una día fascinante en un pueblo llamado Walker -dijo-. Di una vuelta, disfruté del paisaje, y me comí una deliciosa tortilla en la cafetería. Y la visita a tus padres fue incluso mejor.
- Lo sé -dijo él-. Me han llamado.
Negándose a sentirse intimidada, Casey prosiguió.
- Me hablaron un buen rato de su hijo Dan, pero yo no até cabos hasta que vi una foto encima de la chimenea. Dejaste que creyese que eras jardinero.
- Lo soy.
- Sin duda lo pareces, así desaliñado, con tu barbita, los vaqueros gastados y las botas. No me dijiste que eras policía.
- No soy policía.
- Lo fuiste -replicó ella-. Te pregunté, y lo negaste.
- Tú me preguntaste si alguna vez había querido serlo -la corrigió-. Respondí que no, y es cierto. Odié cada minuto que lo fui. ¿Por qué estuviste en Walker?
- Aclaremos las cosas -dijo ella-. Según tu padre, eres un «sensiblero». Demasiado blando. Así que intentaste ayudar a Jenny Clyde. La animaste a dejar el pueblo antes de que su padre saliese de la cárcel, pero ella no tuvo el valor suficiente. Se quedó, y ocurrió algo desagradable.
Él se puso tenso.
- Has leído el manuscrito.
- Lo he leído -reconoció Casey-. No estaba segura de si eran hechos reales, pero tenía que averiguarlo, porque mi padre me había pedido que ayudase a Jenny, y quería hacerlo. Era la primera vez qué me pedía algo. Algo. Sin embargo, el relato era incompleto, así que seguí buscando. Little Falls ya no sale en los mapas. Me costó encontrarlo. ¿Es que no podrías habérmelo dicho?
- No me lo preguntaste -dijo él.
- Eras el jardinero -gritó Casey, que por encima de todo se sentía traicionada-. Nada indicaba que tuviese que interrogarte acerca de Jenny Clyde. Di por supuesto que las páginas que había leído eran confidenciales.
- Entonces, ¿por qué fuiste a Walker a hacer averiguaciones?
- No les dije lo que había leído. Quería localizarla, eso es todo.
- ¿A quién preguntaste?
- ¿Acaso importa?
- Claro. Tengo que saber a quién viste y qué les dijiste.
Su voz sonó como la de un policía; pero ya no lo era, y Casey necesitaba obtener primero sus propias respuestas.
- ¿Jenny está muerta?
- ¿Has ido por ahí haciendo esa pregunta?
- Todos creen que murió -dijo Casey a modo de respuesta.
Jordan respiró hondo, y movió el hombro como si le doliese. Cuando dejó escapar el aire, su inquietud parecía haberse disipado. Se pasó la mano por el pelo y la dejó en la nuca.
- Oh, Casey -dijo con cierto deje de desesperación-. ¿Tenías que ir hasta allí?
- Sí -dijo ella, a la defensiva-. No sabía quién más podía darme respuestas.
Él se frotó el hombro.
- Pero no las obtuviste. Solo removiste el lodo.
- No, no fue así -matizó ella-. Hice algunas preguntas y después me fui.
- Sin duda, nunca has vivido en un pueblo pequeño -dijo él con una sonrisa desalentadora-. La llamada que he recibido era de mi padre, y no fue solo para decirme que habías estado en casa. Las palabras corren como la pólvora. Apostaría cualquier cosa a que mañana por la mañana todo el mundo en Walker sabrá que estuviste allí y por qué.
- Solo hice preguntas.
- Has sembrado la duda. Cualquier muerte violenta en la que no se encuentra el cadáver hace dudar. La muerte de Jenny había pasado a la historia. Ahora ha resucitado.
Si él se hubiese puesto furioso, tal vez ella podría haber argumentado alguna otra cosa, pero resultaba difícil contrarrestar el tono tranquilo de su voz. Con mucha cautela, preguntó:
- ¿Y qué problema supone eso?
Jordan la estudió durante un minuto. Después señaló con la cabeza hacia el interior del apartamento y dijo con resignación:
- Ven. Podrás leerlo por tu cuenta.
Ella entró. En cuanto cerró la puerta a su espalda, Jordan se encaminó a otra habitación. Esta era grande y austera, aunque bonita y ordenada. No vio cuadros, ni en la pared ni en caballete alguno. Aparte de los libros de arte apilados sobre una sencilla mesa de madera, no había pruebas que indicasen que Jordan estaba interesado en la pintura, y mucho menos que hubiese pintado los cuadros que ella había visto en casa de sus padres.
Casey tragó saliva. No tendría que haber llegado a saber que aquel apartamento era suyo, ni que era el dueño de la floristería que había debajo. En su terreno, irradiaba capacidad de mando. Ella no pudo por menos que reconocer que su jardinero, aquel chico malo, era un hombre mucho más hábil e inteligente de lo que había creído en un principio.
¿Y le había sorprendido que Connie estuviese relacionado con él?
¡Menuda ironía! Aunque la ironía tenía que ver con ella. A Connie no le habría sorprendido. Ni mucho menos. ¿Acaso no le había pedido, mediante su abogado, que no despidiera al jardinero? Tal vez tuviera una buena excusa para hacerlo.
Aquel pensamiento le resultó humillante. Aunque no insistió en él, porque Jordan regresó al salón con un gran sobre de papel manila. Se lo entregó y dijo:
- Creo que esto es lo que andabas buscando.