Capítulo 20

No debería haber estado oscuro a las seis y doce minutos de la tarde, pero las nubes habían estado condensándose a lo largo de la cálida tarde y eran ya tan espesas que la luz del sol poniente había desaparecido casi por completo. Lo que quedaba era un atenuado resplandor.

Jenny oyó el ruido del autobús antes de verlo, un retumbar proveniente de la loma. Casi pudo oler el gasóleo y el polvo antes de que el vehículo se materializase en el pueblo. Silbando y chirriando, el autobús se detuvo justo delante del Buick. Mientras Jenny observaba, se abrió la puerta.

Al principio no sucedió nada. Jenny no apartó los ojos de la puerta, ni siquiera pestañeó mientras se esforzaba por respirar. Todos los posibles fallos relativos al regreso de Darden cruzaron por su mente, todas las complicaciones imaginables que harían que él no bajase del autobús y por las que tanto había rezado. Por favor, Dios, déjalo en alguna otra parte. No le importaba dónde, siempre y cuando no fuese cerca de ella.

Entonces apareció, y Jenny sintió que el corazón le daba un vuelco. Llevaba puestos los pantalones y el suéter que ella le había llevado en la última visita, y cargaba con una pequeña bolsa de lona que contenía sus efectos personales. Bajó un escalón y luego otro, y pisó el suelo mirándola. No tenía muy buen aspecto, parecía mucho mayor de sus cincuenta y siete años. Jenny se preguntó si estaría enfermo o todavía impresionado por haber recuperado la libertad.

Sin duda, ella no se sentía conmovida por su libertad. Había tenido que aceptarla, sencillamente. Todo lo que tenía que hacer era sobrevivir a aquella mirada.

- Hola, papá. -Recorrió la pequeña distancia que los separaba, lo besó en la mejilla y cogió su bolsa-. ¿Qué tal el viaje?

Él siguió mirándola. A su espalda, la puerta se cerró y el autobús se marchó. A pesar de eso, Darden no se movió. Parecía aturdido.

- ¿Qué le ha ocurrido a tu pelo? -preguntó finalmente con voz ahogada.

Un accidente en el trabajo, podría haber respondido. Se le había quemado. Había tenido suerte de escapar con vida. En cambio, dijo:

- Me lo corté.

- Pero a mí me gusta largo. Quería verlo largo. Quería sentirlo largo. MaryBeth -se lamentó-, ¿por qué demonios te lo has cortado?

Se había hecho daño en un brazo, podría haber dicho. No habría sido capaz de lavar y peinar un pelo tan largo. Ahora su brazo estaba mejor. Gracias.

- Odiaba llevarlo largo -dijo-. Siempre… lo he odiado. -Su voz se apagó hacia el final, así de atemorizadora era la mirada de Darden.

- ¿Así que esta es mi bienvenida a casa? ¿Para esto me he pasado más de seis años en el talego? ¿Para esto me he pasado noche tras noche soñando con tu pelo? ¿Cómo has podido hacerme esto, cariño? Adoraba tu pelo.

La culpa, oh, la culpa. Manten la calma. Es mi padre. No importa. No puede hacerte nada que no quieras que haga. Lo intentará. Sabes que lo hará, pero ya no eres una niña.

- Solo es pelo, papá.

- Te lo has cortado justo antes de que llegase a casa, y sabías lo que yo sentía. Lo has hecho para herirme.

- No. -Pero tenía razón.

- Eh, Darden -dijo Dan O'Keefe saliendo de entre las sombras-, ¿qué tal?

Darden miró a Jenny durante un largo instante antes de dedicarle a Dan un gesto.

- No estoy mal.

Jenny miró a Dan suplicándole en silencio que no pronunciase una sola palabra acerca de su marcha o de Pete. Ella misma se lo diría a Darden cuando llegase el momento.

- Así que estás fuera -dijo Dan.

- Eso parece.

- MaryBeth ha hecho un gran trabajo manteniendo la casa para ti. Tendrías que estar orgulloso de ella, pues lo ha hecho sin ayuda de nadie. El otro día me llamó tu agente de la condicional. Me dijo que tenías pensado poner de nuevo en marcha tu negocio.

Darden se encogió de hombros.

- No sé cuánta gente quiere mudarse aquí -dijo-. No sé si la gente querrá contratar a un ex convicto para que les haga la mudanza. ¿Están las llaves puestas, MaryBeth? Ha empezado a chispear. -Caminó hacia la puerta del conductor del Buick.

Dan cogió la bolsa de lona de manos de Jenny y la lanzó al asiento trasero, después cerró la puerta una vez que ella estuvo dentro. Ella no tuvo que mirarlo para adivinar que pensaba: «Llámame si tienes problemas. Llámame en cualquier momento, y haré todo lo que pueda».

Pero no podía ayudarla. Con Darden de vuelta, nadie podría.

Darden puso en marcha el motor, giró en redondo y atravesaron el pueblo. Cuando llegaron a casa, las cuatro gotas se habían transformado en lluvia. Metió el coche en el garaje, se apeó y cogió la mano a Jenny cuando esta se disponía a correr hacia la casa.

- Ven aquí, cariño -dijo atrayéndola hacia sí-. Dale un abrazo a papá.

Jenny intentó fingir que se trataba de un gesto inocente, el tipo de abrazo que los padres suelen dar a las hijas. Lo rodeó con los brazos y apretó, ignorando el roce de la boca en su cuello y cómo se curvaba su cuerpo para adaptarse al de ella, pero no logró resistirlo más de un segundo; sencillamente no lo soportaba, así que respiró hondo y dijo en voz alta:

- ¡Oh, Dios mío! -Intentó apartarse-. El estofado se quemará. Deja que me vaya.

Él no la soltó.

- Necesito esto más que comer.

- Pero me he esforzado mucho, papá. -Jenny intentó zafarse-. Sé que odias mi pelo, así que he intentado prepararte una buena cena. Por favor, no lo estropees. Por favor.

La soltó. Ella se esforzó por sonreír, pero la sonrisa desapareció en cuanto notó las gotas de lluvia. Corrió hacia la casa y, sin tener en cuenta la ropa húmeda, se puso manos a la obra.

Pete estaba en el desván, guardando sus últimas cosas. Lo imaginó allí, esperando tal como habían acordado, para que ella pudiese hablar con Darden por última vez. Y sabía también que estaría pendiente de las voces que procedían de la planta inferior. Bajaría, en cualquier caso, cuando llegase el momento.

Se aferró a ese pensamiento.

Darden dejó la bolsa de lona en el suelo. Cogió el trapo para secar los platos que colgaba del tirador del horno y se enjugó la cara y el cuello. Jenny le cambió el trapo por una cerveza.

- Tu favorita. Bienvenido a casa.

Él se llevó la botella a la boca y echó la cabeza hacia atrás. La cerveza hizo que su nuez de Adán subiese y bajase una y otra vez. Para cuando enderezó la cabeza, la botella estaba vacía. Abrió la nevera y sacó otra.

- Vaya día de perros -dijo-. Primero el autobús y después tu pelo, por no mencionar a Dan O'Keefe, observándome. Me han observado más en estos últimos seis años que en todos los anteriores juntos. -Deslizó una mano por la cintura de Jenny y le susurró al oído-: La única que quiero que me observe a partir de ahora eres tú, ¿qué te parece, MaryBeth?

Ella intentó tomar aire, pues sentía que se ahogaba, y empezó a toser. Tardó un rato en dejar de hacerlo. Se limpió la nariz y los ojos.

- No me encuentro muy bien -dijo en voz baja.

- Eso es porque tu vestido está mojado. Ve a cambiarte. Seguro que tienes alguna otra cosa bonita.

Jenny tenía el vestido que había comprado en Miss Jane's. Subió corriendo las escaleras en dirección a su habitación, se quitó aquel despreciable vestido floreado, lo arrojó de mala manera dentro del armario y sacó el otro.

- ¿Pete? -susurró hacia el desván-. ¿Estás ahí?

- Sí, claro. -Tenía la portezuela abierta y no parecía muy contento-. Esto no me gusta, Jenny. Aquí arriba no hago nada. Voy a bajar.

- No.

- Puedes presentarme, le diremos que nos vamos, y después nos marcharemos. Se las puede apañar solo con el estofado.

- ¡No! Se lo debo. Por favor. Solo la cena.

- ¿Con quién estás hablando, cariño? -preguntó Darden.

Jenny se volvió a toda prisa, apretando el vestido de Miss Jane's contra el pecho.

- No estoy hablando. Respiro hondo. Eso es todo.

Darden entró en la habitación.

- Podríamos tumbarnos un rato, tú y yo.

- No, estoy bien. La cena ya está lista.

Él tendió la mano y cogió el vestido.

Ella conocía aquella mirada y apretó la prenda con más fuerza.

- Venga, MaryBeth.

- La cena -dijo ella en tono suplicante.

- Déjame ver. Solo un minuto.

Jenny se resistió. Fue entonces cuando él pronunció su nombre en un tono enérgico que significaba que haría lo que quería hacer aunque tuviese que tirarla al suelo, que cuanto más luchase, más excitante le resultaría, que «ver» sería lo menos duro por lo que tendría que pasar si no cedía.

Jenny soltó el vestido, agachó la cabeza y, como en los viejos tiempos, dejó que sus pensamientos volasen a aquel lugar especial al que el dolor y la vergüenza no podían llegar. Pero su mente no quiso quedarse allí en esa ocasión. Volvió al dormitorio y a Darden con una desesperación que le revolvió el estómago. Un grito esperaba en lo más profundo de su garganta, amenazando con romper el silencio de la noche. «Manten la calma», se dijo. Escuchó el repiquetear de la lluvia en el tejado de pizarra. «Manten la calma. Ya has hecho tu elección.»

- Necesito mi vestido -dijo.

Él se lo entregó.

- No sé qué te pasa -dijo-. Te quiero, cariño. Me encanta verte y tocarte. De acuerdo, ha pasado algún tiempo, pero a ti te gustaba.

- Nunca me gustó -replicó ella con voz casi inaudible contra el dobladillo del vestido. Pasó deprisa junto a Darden y bajó corriendo las escaleras.

Le temblaban las manos cuando sacó del fuego el estofado y lo sirvió en un plato. Intentó animarse pensando en Pete, en Wyoming, en la libertad, en el amor. Pero era difícil hacerlo con Darden tan cerca de ella. Él tenía un modo especial de llevarse lo bueno y dejar solo lo malo. Ni siquiera su vestido -tanto tiempo deseado, tan especial, lo primero que Pete le había visto puesto- se había librado de él. Nunca más volvería a ponérselo.

- ¿Por qué no comes? -preguntó Darden. Iba por su tercera cerveza y empezaba a sudar.

Jenny no habría podido tragar la comida aunque su vida hubiese dependido de ello.

- Tengo un poco revuelto el estómago. ¿Está bueno el estofado?

- Está bien. Siempre has sido buena cocinera, MaryBeth, mil veces mejor que tu madre, siempre lo he dicho.

- Fue ella quien me enseñó.

- Ella nunca preparó nada como esto.

- Pues yo recuerdo que sí.

- ¿Y yo no? Créeme, sé lo que esa mujer podía o no podía hacer. No podía cocinar, no podía pensar en nadie más que en ella misma, y no podía preparar unas jodidas judías decentes. Tú sí puedes hacer todas esas cosas, cariño.

Jenny apartó su silla de la mesa y fue hasta los fogones. Removió con saña el estofado y llevó la cazuela a la mesa para volver a llenar el plato de Darden. Dejó la cestita con los bollos a su alcance. Aparte de eso, había preparado pudín de tapioca, que todavía estaba caliente, y unas cuantas tortas cuadradas de Krispies de arroz.

De pronto, dijo:

- Me voy, papá.

Darden alzó la vista y la miró a los ojos.

- Te vas. ¿De dónde?

- De aquí.

Él suspiró.

- Algunas cosas nunca cambian -dijo-. Unas diez veces a la semana, cuando eras pequeña, anunciabas que te marchabas. Que huías, decías entonces. Vamos, cariño, vamos. Es hora de que crezcas.

- Ya he crecido. Por eso me voy.

Él se echó hacia atrás en la silla y la miró.

En una ocasión, Jenny había sucumbido a aquella forma de mirarla, pero en ese instante pensó en sus posibilidades y le sostuvo la mirada.

Darden se llevó una mano al pelo. Había empezado a caérsele mientras estaba entre rejas.

- MaryBeth, cariño, no me hagas esto ahora. Tú has sido el motivo por el que he seguido con vida en la cárcel. No empieces a amenazarme.

- Me voy.

- Cállate, MaryBeth.

- Me voy esta noche.

Él volvió a suspirar.

- De acuerdo. ¿Adónde vas a ir esta vez?

A Jenny ya le daba igual que la tratase como a una niña.

- No importa dónde. Sólo quiero que lo sepas.

- Tienes razón, no importa dónde. Te encontraré allí donde vayas. Iré en tu busca y te traeré de vuelta.

- No lo harás.

Darden frunció el entrecejo.

- ¿Qué te pasa?

- No puedo hacerlo -dijo ella-. No puedo acceder a eso nunca más.

- ¿Acceder a qué? Amor mío, soy tu padre. La mayoría de las chicas darían el brazo derecho por que las amasen como yo te amo a ti.

Jenny no lo creía.

Darden se acercó a ella.

- iQuieta! Harás o accederás a lo que yo te diga. Eres mía, mía, MaryBeth. Me he sacrificado por ti. No vas a dejarme tirado ahora.

De repente, Pete apareció por la puerta detrás de Darden, y le hizo un gesto a Jenny de que se le acercase. Pero ella no podía irse todavía. Tenía que conseguir que su padre comprendiese, tenía que darle una última oportunidad. Se lo debía, y también se lo debía a sí misma.

- No puedo quedarme, papá. Lo que nosotros hacemos no está bien. Es asqueroso.

- ¿Es asqueroso que te quiera? ¿Es asqueroso que viva para ti? ¿Es asqueroso que les dijese que había sido yo el que golpeó a tu madre cuando fuiste tú quien lo hizo?

Jenny soltó un grito ahogado. Aquellas palabras eran como cuchillos. La desgarraban por dentro y la hacían sangrar por cada una de sus viejas heridas.

- ¡Fue en defensa propia! jMe habría matado si no la hubiese detenido!

- Golpearla una vez habría bastado. Una sola vez, y ella habría caído con conmoción cerebral. Pero la golpeaste cinco veces.

- No sabía… -dijo Jenny entre sollozos-, no sabía lo que hacía, tenía miedo. -Estaba abatida. Ni una montaña de pensamientos positivos habría alcanzado para cambiar la verdad de los hechos-. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, y no dejaba de pegarme, como hacía día tras día, así que la golpeé hasta que dejó de moverse.

- La mataste, MaryBeth.

Jenny se llevó las manos a la cabeza.

- Lo sé. ¿Acaso crees que no lo sé?

- ¿Quieres que hablemos de ello con el jefe de policía? -dijo Darden-. ¿O con Dan? ¿Quieres que lo hagamos, MaryBeth?

Jenny irguió la cabeza.

- Quise decírselo cuando pasó, ¡pero no me dejaste! Me obligaste a sentarme aquí y a contarles historias, y me sentí culpable porque fuiste a la cárcel, y sentí rabia porque tú estabas en la cárcel y era yo la que quería estar allí, porque no sabía que fuese capaz de hacer algo como matar a una persona, y no sabía qué otra cosa hacer, y eso me asustaba tanto que no podía pensar, y todavía sigues sin dejarme confesar.

Darden se acercó un poco más a ella.

- ¡Intento mantener a salvo tu secreto! -exclamó-. Nunca habrías salido adelante en la cárcel. Te habrían violado centenares de veces y te habrían dejado hecha un asco y te habrían contagiado alguna enfermedad. Joder, no habría soportado la idea de tocarte. Así que te evité eso y fui yo quien cumplió los seis malditos años, y ahora tú… ¿vas a irte?

Jenny supuso que Pete estaba pensando en encararse con Darden, pues parecía furioso; pero entonces la miró a los ojos y su furia disminuyó. Señaló hacia la puerta con el mentón.

Ella retrocedió de espaldas hacia la puerta.

- Me voy -le dijo a Darden otra vez. Ella jamás podría vivir del modo que él deseaba.

Aun así, Darden afirmó:

- Me autoinculpé. Me castigaron por un delito que no había cometido.

- ¡Sí que cometiste un delito! -replicó Jenny-. ¡Lo cometiste montones de veces!

- Y me castigaron por eso. ¿No tendrían que castigarte a ti también?

- Ya he sido castigada, durante años, de maneras que tú ni siquiera puedes imaginar. Pero estoy cansada, papá. -Siguió retrocediendo.

- ¡Me lo debes!

Jenny negó con la cabeza y dio otro paso atrás.

- He cuidado de la casa. He cuidado del coche. He esperado a que volvieses y he preparado tu cena favorita. He estado diciéndome a mí misma que te lo debía, pero no es cierto, no te debo más que esto. Si no me hubieses tocado, ella no me habría pegado, y si ella no lo hubiese hecho, no habría muerto. Era mi madre. ¡Hiciste que me odiase!

- ¡Era una zorra celosa!

- ¡Era tu esposa! Se suponía que tenías que hacer esas cosas con ella, no conmigo. ¿Por qué no podías amarla un poco? Era todo lo que ella deseaba.

- Ella quería a Ethan.

- Te necesitaba.

- Pues ahora no me necesita -dijo Darden-, pero yo sí te necesito a ti, MaryBeth. Estás aquí, y estás viva. -Hizo una pausa y añadió sonriendo-: Tienes lo mejor de ella, ya lo sabes, incluso con el pelo corto.

Jenny supo en ese instante que no habría respiro posible. Por mucho que hablase, él no escucharía lo que dijese; ni una sola palabra.

- Me voy -repitió con toda la calma de que fue capaz.

Él empezó a rodear la mesa.

- ¿Crees que no seré capaz de encontrarte? No te engañes. Te seguiré hasta el infierno y te traeré de vuelta. -Señaló hacia la silla-. O sea que siéntate ahí y acabemos con esto.

Ella se echó a llorar de nuevo; eran lágrimas que sabían a culpa, porque todo era tan patéticamente sencillo…

- ¿Por qué no me dejas en paz? -suplicó Jenny-. Es lo único que quiero. Déjame en paz.

- ¿Qué harás si no lo hago? ¿Me matarás como a tu madre? Ni hablar, cariño. Puedo protegerme. Pero amenázame otra vez y lo comprobarás. Porque Dios sabe que lo haré. Si te vas, dejarás de importarme. No descansaré hasta que te encierren.

- No me importa.

- Te importará cuando te peguen y te desnuden y te golpeen dentro de la celda.

- No lo harán. Me voy. Ahora tengo a Pete. Va a llevarme lejos de aquí.

- ¿Pete? -dijo Darden con desprecio-. ¿Quién demonios es Pete? No vas a ir a ninguna parte con nadie llamado Pete.

- En eso te equivocas -dijo Pete con voz grave.

Darden pareció no oírlo.

- No vas a ir a ninguna parte con ningún hombre que no sea yo. Eres mía. Mía. Además, ¿qué hombre iría contigo? Tienes las marcas de tu padre por todas partes, cariño. ¿Qué hombre querrá ir contigo cuando sepa todo lo que has hecho?

- Voy a llevármela conmigo -gritó Pete mientras cruzaba la cocina. Abrió la puerta y dijo tranquilamente, con amabilidad-: Vamos, Jenny. No se merece que llores por él.

Jenny salió.

- ¡Vuelve aquí! -gruñó Darden, pero ella ya corría bajo la lluvia hacia el garaje. En cuanto llegó, vio la motocicleta. Se sentó en la parte de atrás del sillín y abrazó a Pete mientras este arrancaba el motor. Las ruedas derraparon sobre las piedras húmedas, y a continuación salieron disparados hacia delante justo cuando Darden se interponía en su camino.

Se produjo un golpe y se oyó un sonido espantoso -un grito o una maldición, Jenny no supo identificarlo-, y casi la hizo salirse de la carretera, pero Pete no podía detenerse ni mirar atrás. Jenny ya había hecho su elección. No cabía la más mínima esperanza de que cambiase, no había vuelta atrás. Se había comprometido.

La enormidad de lo que estaba sucediendo la dejó sin respiración. Pero la oscuridad de la noche le proporcionaba la paz necesaria, así como la lluvia, que limpiaba, y además estaba Pete, sobre todo Pete, que había oído lo peor y seguía a su lado. De vez en cuando él apartaba una mano del manillar y le acariciaba los dedos a Jenny, tocaba su brazo o echaba la mano hacia atrás para atraerla un poco más hacia sí.

La lluvia empezó a remitir en el momento en que cruzaban el pueblo. Para cuando llegaron al otro lado, la lluvia se había llevado las lágrimas de Jenny y se había convertido en poco más que una tibia neblina. Jenny sonrió al reconocer el camino que tomó Pete, y se sintió encantada, pues le recordaba su sueño.

Pete dejó la moto en su viejo lugar secreto y la ayudó a bajar. La cogió de la mano y la llevó por entre los pinos, cicutas y píceas hasta el punto más alto de la cantera. Desde allí, sobre la plataforma limpia por la lluvia reciente, miraron hacia el estanque.

Estaban solos. Si durante el día habían pasado seres humanos por allí, no había quedado señal de ellos. El aire olía a tierra y a hojas húmedas. Los árboles canturreaban suavemente con las gotas de lluvia que caían desde las ramas al lecho musgoso. La superficie del estanque estaba lisa como un cristal, a excepción de los círculos que formaban las gotas de lluvia aquí y allí.

Pete entrelazó los dedos con los de Jenny.

- Aquí todo es nuevo. Es un principio. ¿Estás conmigo, Jenny, amor mío?

Ella sentía un nudo en la garganta, pero sonrió y asintió.

- ¿Sabes que te quiero? -le preguntó Pete.

Jenny volvió a asentir.

- Este es el motivo por el que he venido hasta aquí, ya lo sabes -añadió él-. Para encontrarte y llevarte a casa. -La besó con suavidad.

Jenny apoyó la cara en su hombro para que no viese que estaba llorando otra vez. Pero él lo sabía. Le acarició la espalda y la atrajo hacia sí mientras le susurraba palabras de cariño, al tiempo que ella se desprendía de los restos de su pasado. Finalmente, tras respirar hondo y emitir un gemido sonrió. Cuando alzó la mirada, fue para ver la cara de Pete y saber que había tomado la decisión correcta.

Él miró hacia el estanque. Ella también lo hizo, a tiempo para ver que las nubes se reflejaban en el agua y después se abrían para mostrar una dulce luna creciente.

«Nademos con la luna», pensó, y miró a Pete. «¿Podemos hacerlo?»

Él sonrió.

«No sé por qué no. Es tu sueño», respondió en silencio.

Se quitaron la ropa, que ya estaba húmeda. Jenny formó una ordenada pila con la suya y habría hecho lo mismo con la de Pete si este no la hubiese cogido de la mano y la hubiese detenido. Enredó sus dedos en el cabello de Jenny hasta que las palmas de sus manos enmarcaron sus mejillas.

«Eres la mujer más dulce, pura y hermosa, Jenny Clyde», dijo sin palabras. «Ven a nadar con la luna y conmigo.»

Ella acarició su cuerpo con las manos. De puntillas, enmarcó su cara como él lo hacía con la suya. Con los ojos preñados de ilusión, asintió.

Él se colocó en el límite de la plataforma, formando una imagen preciosa en la mente de Jenny. Su cuerpo parecía esculpido, su pelo era oscuro y su piel tersa. Todo un hombre. La luz de la luna brilló en sus ojos y en su pelo, e iluminó el diminuto diamante que se había puesto en la oreja para ella; como sin duda había colocado la luna creciente por encima de sus cabezas.

Permaneció unos segundos con los dedos de los pies curvados en el vacío y los brazos a los lados para mantener el equilibrio.

Entonces, con un movimiento tan grácil como la respiración de Jenny, se elevó y después descendió. Entró en el agua sin salpicar apenas, y apareció en la superficie segundos después para hacerle un gesto a Jenny.

Ella se colocó en el justo límite de la caída con los dedos de los pies curvados en el vacío y los brazos a los lados del cuerpo para conservar el equilibrio. Entonces se detuvo. No podía copiar su gracilidad, pero no era el momento de preocuparse por su aspecto, el punto donde iba a caer y el dolor que quizá sintiese. Había ido demasiado lejos; no había vuelta atrás.

Abajo, Pete la esperaba, sonriendo, con los brazos abiertos, en medio de un halo de luz.

Tomó aire, dobló las rodillas para saltar y dejó la plataforma mientras recitaba una oración. Por increíble que resultase, la oración obtuvo respuesta. Su cuerpo se alzó formando un arco perfecto, descendió trazando una impecable línea plateada y entró en el agua limpiamente, a escasa distancia de Pete.

Salió a la superficie junto a él, recibió su aplauso y su abrazo, y guiada por su mano volvió a sumergirse. La llevó a las profundidades, rodeados por bloques de granito iluminados por la luna que brillaba en la superficie, muy por encima de sus cabezas. Persiguieron sus propias sombras y las del otro, y encontraron en el monstruo de la cantera un dulce compañero de juegos. Después regresaron a la superficie con un estallido de aire y risas, y se cubrieron de besos.

«La próxima inmersión es la definitiva», pensó Pete, jadeando. Sus ojos reflejaban expectación, su sonrisa era divina. «¿Estás preparada?», le preguntó en silencio.

Su cara era como la visión de una vidriera de colores en la noche: nuevos lugares, nueva gente, nuevo amor… Jenny lo vio todo allí. Además de cariño y amabilidad. Y amistad y justicia. Y esperanza.

¿Estaba preparada?

Echó un último vistazo a la cantera, elevó sus ojos en una silenciosa despedida a las ramas más altas de los árboles y a la dulce sonrisa de la luna, y a continuación atesorando todo aquello en su corazón como lo mejor que había tenido en su vida, miró a Pete y asintió.

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