Capítulo 4

Casey permaneció en silencio. Se limitó a aguantar la respiración y mirar a Brianna.

Pasó un buen rato antes de que Brianna dijese:

- No es que tú mires siempre a ambos lados de la calle, precisamente.

- De acuerdo -admitió Casey reflexionando en voz alta-. Se me ha ido un poco la mano, pero no es tan descabellado, ¿no crees? Tengo un despacho ahí dentro -dijo señalando la casa-, con sala de espera y entrada propia. Y no he de pagar alquiler.

- Acabas de decir que ibas a venderla.

- Eso fue antes de que John nos dejase tirados. Sin él, el grupo es inviable. -Al pronunciar aquellas palabras, la realidad la golpeó-. Tendríamos que encontrar otro psiquiatra, porque un grupo de terapeutas necesita uno como mínimo, lo que significaría empezar a buscar y entrevistar a los candidatos, pero antes de eso debo decidir si quiero quedarme con Marlene y Renée o no, por no mencionar el problema de encontrar otro local, porque no hay manera de afrontar la deuda del alquiler, sobre todo ahora que John acaba de lavarse las manos en este asunto. Tiene razón: todos hemos pagado nuestra parte del alquiler. Stuart firmó el contrato; Stuart se hacía cargo del dinero, y fue Stuart quien se largó con él. Si el propietario tiene que ir tras alguien, ese es Stuart. Así que debería preocuparme por si le ha ocurrido algo grave, pero él y yo nunca conectamos. Ahora entiendo el motivo. Ha abandonado a su esposa, es una auténtica víbora, de modo que ¿por qué iba a preocuparme por él? Se las ha pirado, llevándose consigo el dinero que tanto me costó ganar. Pues bien, tengo una consulta que mantener, y necesito un lugar en el que ver a mis pacientes. -Miró hacia el despacho-. ¿Te imaginas que visite ahí a mis pacientes, que miren hacia afuera y vean esto? Sería absolutamente terapéutico.

- Es de tu padre.

- Era. Está muerto. Tú misma lo dijiste.

- Cierto. Y cuando lo hice, dijiste que para ti seguía vivo.

Casey respiró hondo.

- Bueno, pues tendré que elaborar ese tema. Y ambas sabemos que la mejor manera de hacerlo es afrontándolo. Desafiar el león en su guarida. Y esta es su guarida.

- ¿Venderás el apartamento?

- No lo sé. No he llegado tan lejos. Quiero decir que no estamos hablando necesariamente de una decisión permanente. Quizá se trate de algo temporal.

- ¿Cómo de temporal? Providence no puede esperar eternamente.

- Las cosas suceden por una razón -dijo Casey al tiempo que cogía el teléfono-. Si hago el esfuerzo de instalarme aquí, llamar a mis pacientes y ponerlo todo en marcha aunque sea por poco tiempo, tal vez esté dando a entender que tengo que quedarme en Boston. Tal vez mi madre despierte. Tal vez el hombre perfecto viva aquí, en este barrio, y me vea si me cuelgo del tejado el tiempo suficiente. Tal vez me guste más la práctica terapéutica que la enseñanza. -Tecleó un número con el pulgar-. Si todo eso es cierto, tal vez la desaparición de Stuart y el plantón de John sean cosa del destino. -Miró a Brianna con expectación mientras esperaba que la amiga a la que había llamado contestase.

- Hola -dijo la voz del contestador-. Soy Joy. Me pillas en mal momento, así que deja tu mensaje y yo te llamaré.

Cuando sonó la señal, Casey dijo:

- Soy yo, y lamento que no estés disponible, pero el plan A era que estuvieses aquí, ahora mismo, con Bria y conmigo. Como no estás en casa, pasaremos al plan B. Voy a celebrar una especie de fiesta porque mañana por la mañana me cambio de despacho y te necesito allí. Estaremos empaquetando en Copley Square y después lo llevaremos todo a Beacon Hill. La recompensa final será un almuerzo en el Jardín del Edén, Así que te espero en mi despacho a las nueve de la mañana. Sé que es temprano, pero, confía en mí, lo pasaremos bien. Nos vemos. -Desconectó el teléfono con una sonrisa y pulsó otro número.

- ¿Almuerzo? -preguntó Brianna.

- Ajá -repuso Casey llevándose el teléfono al oído.

- ¿Tu criada?

Casey asintió.

- Tienes que probar sus tortillas. -Un movimiento en la puerta del despacho llamó su atención-. Ahí está. Mira.

Meg se acercó con otra bandeja. Su intención había sido impresionar a Brianna, y el momento había sido inmejorable.

- Hola, Darryl -dijo Casey cuando contestaron a la llamada-. Eres el hombre que necesito.

- ¿Es una propuesta romántica? -preguntó él.

- Si lo fuese, tu mujer me mataría. -Mientras se acercaba para echarle un vistazo a lo que Meg llevaba en la bandeja, Casey dijo-: Os necesito a los dos mañana por la mañana. De hecho, necesito vuestra furgoneta. -Le explicó lo de la mudanza mientras Meg colocaba las cosas sobre la mesa del patio y preparaba dos servicios-. Jenna estará encantada. Odiaba mi grupo desde el principio. -Jenna, la mujer de Darryl, había estado en la universidad con Casey, Brianna y Joy-. Así que estaría bien que se pasase por allí en algún momento. Al final, habrá una sorpresa: almuerzo en el jardín de Beacon Hill. -Los platos contenían ahora la ensalada de pollo de la que Meg había hablado. Tenía un aspecto espectacular-. Te va a encantar, Darryl. Bueno, tengo que dejarte. Será divertido. ¿Podrás hacerlo?

- No lo dudes -prometió Darryl.

Tras desconectar el teléfono, Casey contempló la mesa. La ensalada de pollo estaba servida sobre un lecho de lechuga con una guarnición de zanahoria, pasas y crujiente pan frito. Por si no fuese bastante, Meg había traído dos grandes jarras de porcelana.

- Dime que eso es limonada fresca -aventuró Casey.

Meg sonrió, radiante.

- Lo es -contestó-. Al doctor Unger le encantaba la limonada fresca.

Casey procuró no mostrarse sorprendida cuando Brianna comentó:

- Adoro la limonada.

A Casey también le gustaba. Y, curiosamente, estaba sedienta. Tras beber un buen trago, se volvió hacia Meg.

- Quería hacerte una pregunta. Si trajese aquí una docena de personas mañana entre las once y las doce, ¿podrías prepararnos el almuerzo?

Un brillo de entusiasmo infantil apareció en los ojos de Meg, que respondió:

- Por supuesto. Antes trabajaba con un chef. Preparábamos almuerzos constantemente. Cocinar para doce personas es tan sencillo como hacer una tarta. ¿Qué les gustaría?

Casey y Brianna intercambiaron miradas inquietas.

- Alguna tarta -propuso Brianna-, ¿qué tal quiche?

- Sé preparar quiche -respondió Meg.

- Y también tortilla, cruasanes y brioches -indicó Casey.

- Eso está hecho.

- Y mimosas, limonada, refrescos, café.

- Ya tengo la mayoría de esas cosas en casa.

- Y ensalada…, de pollo.

- Pero es lo que van a comer ahora -señaló Meg-. ¿Por qué no ensalada de jamón y de langosta?

- ¡Ensalada de langosta! -dijo Brianna con un suspiro.

- Es mi favorita -sentenció Casey alzando las manos-. Muy bien -le dijo a Meg.

Una vez decidido el menú, se sentó a la mesa como una dama, desplegó otra de aquellas deliciosas servilletas verdes y blancas y le hizo un gesto a Brianna de que se uniese a ella.

Acabaron siendo catorce en el almuerzo del domingo, de nuevo bajo un cálido sol y un cielo despejado. Meg había dispuesto una mesa en el jardín, cubierta con un mantel, y sobre este todos los platos de comida de los que habían hablado el día anterior. No habían dicho nada de los postres. Pero sirvió pastelitos italianos del North End. Los invitados de Casey, como era de prever, se mostraron encantados.

Todos comieron hasta hartarse; se lo merecían tras unas horas de frenética actividad embalando las cosas del despacho de Casey y trasladándolas a Beacon Hill. Como Casey no había tocado los cajones de Connie, las únicas cajas que abrieron fueron las que contenían archivos, que cabían exactamente en el espacio que había vaciado el colega de Connie con anterioridad. El resto de las cajas se quedaron en el hall. Una vez instaló el ordenador -con su agenda, las notas de los casos y la información de las facturas- en un lado del escritorio, y Evan, su amigo experto en informática, lo conectó a internet, ya lo tenía todo listo, o casi, y ahí finalizó el trabajo de sus amigos.

Sin embargo, tardaron en marcharse. Se sirvieron otro café helado, picaron alguna cosa más, se acomodaron en el jardín siguiendo la trayectoria del sol y se relajaron. Permanecieron allí tanto como pudieron, sin atender a las exigencias de sus propios quehaceres hasta el último minuto. Solo entonces, uno tras otro, y de mala gana, se fueron marchando.

A media tarde, reinaba la calma por fin. Ya no quedaban señales de la fiesta en el jardín. Meg se había ido. Casey estaba sentada en el banco de madera bajo el castaño, con Brianna a su izquierda y Joy a su derecha, y allí se quedaron hasta que, también ellas, tuvieron que irse. Sola ya en el jardín boscoso, Casey miró alrededor con una sensación de estupor que nada tenía que ver con lo que había bebido.

Ni en sus más descabellados sueños habría imaginado, poco menos de una semana antes, una escena semejante. Sí, aquella casa suponía una gran responsabilidad, y se la había endosado sin consultarla siquiera un hombre que en treinta y cuatro años no había podido dedicarle un solo minuto de su tiempo. Pero adoraba ese jardín. Con el amparo que proporcionaban los árboles, sus vibrantes flores y sus senderos sombreados, sus pájaros, sus ardillas y su fuente; era un verdadero oasis. Apreciaba el resto de la casa en un plano intelectual. Con el jardín sentía una conexión visceral.

Ese pensamiento provocó en ella un sentimiento de culpabilidad.

Casey dedicó después algo de tiempo para ir a ver a su madre. Beacon Hill estaba a un tiro de piedra de Fenway, pero tuvo que enfrentarse al tráfico y a una breve parada en su apartamento de Back Bay para cambiarse de ropa. En los cuarenta y cinco minutos que duró el proceso, no dejó de darle vueltas al tema de Providence.

Había hecho el trayecto de ida y vuelta entre Providence y Boston innumerables veces. Desde los trece años, ella y sus amigos iban en tren. Daban una vuelta por Common, comían en Copley Place y miraban escaparates en Newbury Street. Casey se perforó las orejas en una tienda de Boylston cuando tenía quince años, y cuando cumplió los dieciséis y descubrió que su padre biológico vivía en Boston, conoció Beacon Hill.

Por aquel entonces, ya se había sacado el carnet de conducir, y de ese modo dieron comienzo los viajes que en ese instante recreaba mentalmente, y que solo variaban cuando Caroline se mudaba de casa. Los primeros recuerdos de Casey eran de una casa de ladrillo de estilo federal en el acomodado barrio de Blackstone. Caroline prácticamente se había arruinado al comprar aquella casa, pero, en tanto que madre soltera que necesitaba dinero al tiempo que un horario flexible, había entrado a trabajar en el mundo inmobiliario, y un bonito hogar formaba parte de la imagen que debía dar. Batalló durante doce años, con la casa y con su carrera profesional. Acabó por tirar la toalla, compró una casa estilo Victoriano con cuarenta hectáreas de terreno en las afueras de la ciudad, y dedicó todo su talento artístico al tejido. La solitaria mesa en que tejía se convirtió en cuatro mesas. Después se sumó un gran telar vertical, y más tarde, cuando contrató a una ayudante para la confección de las telas que diseñaba, otro. El garaje se convirtió en taller, pero no tardó en quedarse pequeño. Además, a esas alturas, las miras de Caroline se habían ampliado. Compró una granja de ovejas algo más alejada de la ciudad y se las apañó para esquilar, hilar y teñir la lana que tejía.

En el momento del accidente seguía conservando unas pocas ovejas. Su máximo interés por aquel entonces, sin embargo, eran los conejos de angora. Los tenía encerrados en unos cuartos especiales que había construido en la parte trasera de la casa, con calefacción y aire acondicionado. Limpiaba sus jaulas cada dos días, los cepillaba cada cuatro, y limitaba sus encuentros sexuales a uno cada siete días. Los alimentaba con una dieta rica en proteínas a base de heno y agua fresca. A cambio, sus conejos producían lana fina y aromática cuatro veces al año. Tenía mucha demanda, tanto hilada como sin hilar.

Sumida en el tráfico de Boston, Casey recorrió mentalmente la curva de la carretera rural por delante de los buzones pintados a mano que flanqueaban el camino de acceso a la casa de Caroline. Las ovejas pastaban en campos lisos y abiertos; la hierba estaría totalmente verde en esa época del año, y los árboles cubiertos con nuevas hojas primaverales. Al aproximarse a la granja, todo era hermoso y tenía un aspecto bucólico; de eso no había duda.

Casey no pudo evitar las comparaciones. La conexión visceral que sentía con el jardín de Beacon Hill… Nunca había experimentado nada parecido en la granja de su madre. Aquel lugar era tan natural como Caroline, e igual de franco, honesto y directo. Todo estaba presidido por la sinceridad. Lo que se veía era lo que había.

Pero a Casey le gustaba la complejidad. La terapeuta que había en ella solía levantar la piel que cubría personalidades, lugares y acontecimientos. La granja de su madre siempre le había resultado encantadora para ir de visita, pero al cabo de poco tiempo dejaba de resultarle interesante.

Agobiada por la culpabilidad, Casey estacionó su pequeño Miata rojo en una plaza de aparcamiento unos cuantos edificios más allá de la entrada de enfermeras. Llevaba una blusa blanca, pantalones negros y sandalias de tacón alto, y el cabello recogido con un ancho pasador. Con el bolso de cuero al hombro, subió las escaleras y entró en la residencia.

Había otras visitas en esos momentos. Los conocía a todos de vista y sabía sus nombres, así que les saludó. Subió hasta la planta en que estaba su madre, saludó con la mano a la enfermera del domingo, sentada tras el mostrador, y enfiló el pasillo.

Era uno de esos días. Nunca sabía qué era lo que los provocaba, si el modo en que la luz del sol entraba por la ventana, el ángulo en que la enfermera había colocado la cabeza de Caroline, o algo que procedía del interior de aquella cáscara que los médicos aseguraban que no contenía sustancia alguna, pero la crueldad del destino, que se había cebado en su madre, hacía que Casey se detuviera ante la puerta durante un minuto.

Caroline era hermosa. Uno sesenta y cinco de estatura, con una larga cabellera que el paso de los años había teñido de un llamativo tono plateado; aunque el color del pelo no la hacía parecer mayor. Su piel era suave y pálida. Sonreía a menudo.

O solía hacerlo, se corrigió Casey, porque ahora no mostraba expresión alguna. Los rasgos de Caroline transmitían la misma neutralidad desde hacía tres años. Antes tenía los ojos completamente abiertos, en lugar de entornados, y el color avellana de los mismos destilaba calidez. Hablaba y los labios se le humedecían. Se quedaba absorta en las conversaciones, podía sentarse inclinada hacia delante con la barbilla apoyada en la mano y una mirada de embeleso.

Cuando concibió a Casey, Caroline tenía veinte años, estaba en el último curso de la universidad y asistía a unas sesiones de psicología avanzada que impartía Connie. Casey imaginaba que este había quedado prendado de su madre; aunque, a decir verdad, no tenía ni idea de quién había seducido a quién ni cómo. Caroline nunca le había hablado de ello, y Casey, a pesar de su terquedad, nunca había tenido el valor de preguntárselo. Su nacimiento cambió la vida de Caroline para siempre. De no haber sido por aquel asunto de una sola noche, ¿quién sabía adonde habría llegado Caroline? Tal vez hubiese seguido estudiando y se hubiese doctorado. Tal vez hubiera dispuesto de la libertad para dejarse llevar por su amor al arte y dedicarse a enseñar o escribir. Tal vez se hubiera convertido en una famosa artista textil y hubiese viajado por todo el mundo. Liberada del peso de sacar adelante a una hija, quizá se hubiera casado y formado una familia numerosa con un hombre que pagase las facturas sin que ella tuviera que preocuparse.

Una cosa estaba clara: no tenía por qué estar en la cama de aquel hospital. A Caroline la había atropellado un coche al cruzar una calle de Boston cuando iba a ver a Casey. El impacto dañó su cerebro y la dejó sin oxígeno el tiempo suficiente para multiplicar los efectos. A pesar de respirar sin asistencia mecánica, de seguir el ciclo circadiano habitual de sueño y vigilia, y de realizar ciertos movimientos reflejos ocasionales, no mostraba signo alguno de actividad cerebral. Dependía de la alimentación y la hidratación asistida para seguir con vida.

Si Casey no hubiese existido, Caroline no habría realizado ese viaje y estaría sana y bien.

Negándose a creer que nunca más volvería a ser la que fue, Casey abrió la puerta y entró en la habitación.

- Hola, mamá.

La besó, le tomó la mano y se acomodó, como de costumbre, en un lado de la cama.

Hola, cariño -dijo Caroline con evidente placer, tan acogedora como siempre.

Si hubiese estado en Providence, sin duda habría ido descalza, habría llevado una camiseta muy holgada por fuera del pantalón y unos gastados vaqueros que evidenciarían su delgadez. Si hubiese acabado de salir de la ducha, habría dejado tras de sí aquel fresco perfume a eucalipto, se habría recogido el cabello en lo alto de la cabeza con una aguja de bambú.

Sí, también hacía punto. No solo criaba a los conejos de angora, los esquilaba, cardaba la lana, la hilaba y la tejía, también hacía jerséis. Y guantes y bufandas. Se moría de ganas por hacerle algo a su nieto. Se lo comentaba a menudo a Casey.

Me alegra que hayas venido -le dijo-. Hoy voy a preparar estofado de cordero.

Casey se sintió fatal.

Oh, no. ¿Se trata de Rambo?

Caroline lo alzó.

Murió tranquilamente. Estuve con él. Ha vivido una larga vida.

Estaba racionalizando. Rambo había sido la favorita entre sus ovejas. Casey sabía que iba a echarla de menos.

Lo siento, mamá.

Caroline se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz.

- Bueno, ya no está con nosotros. En algún lugar, ahí arriba, es feliz. Quiero celebrarlo.

Casey no quería celebraciones. Ya había pasado por eso, años antes, con otras ovejas.

Lo sé. -Caroline se adelantó a su respuesta-. No entiendes en absoluto cómo puedo comerme algo que he amado, pero así es como funciona la naturaleza, cariño. Para un animal como Rambo es todo un honor no solo producir lana durante su vida, sino producir comida cuando su vida se acaba. Me encantaría que compartieses la comida conmigo.

Lo haría cualquier otro día -dijo Casey-, pero ando un poco justa de tiempo.

Haré chuletas, entonces. Es más rápido.

Solo quería contarte algo.

Caroline abrió mucho los ojos.

¿Buenas noticias?

«Buenas noticias», según el idioma de Caroline, significaba «un hombre». Caroline quería un yerno casi tanto como deseaba un nieto.

Casey frotó los dedos de Caroline manteniéndolos abiertos y después los entrelazó con los suyos.

Creo que son buenas noticias. Dejo el consultorio.

Caroline dio un respingo, sorprendida.

Vaya. ¿Por qué?

Problemas de dinero y conflictos de personalidad, y no por mi culpa. El grupo se ha deshecho. Todos hemos hecho planes por nuestra cuenta.

¿Justo cuando empezabas a establecerte?

Mis pacientes se vendrán conmigo.

¿Adónde?

Tengo un nuevo despacho.

Se produjo una pausa, y por fin Caroline dijo:

Te refieres a la casa de Connie, ¿verdad?

Es un sitio estupendo, mamá. Tres plantas, más una cúpula, un jardín y un garaje.

No le hablaría de la criada ni del jardinero. Dado que Caroline hacía todas esas labores por muy cansada que estuviese, habría sido como echar sal en una herida.

¿Tres plantas, con cúpula, jardín y garaje en Beacon Hill? -preguntó Caroline con su tono de agente inmobiliaria-. Eso debe de andar por los dos millones.

El abogado me habló de tres.

¿La has hecho tasar?

Todavía no. Esa casa será mi despacho. No puedo ponerla a la venta hasta que encuentre otro sitio para atender a mis pacientes.

¿Cuánto tiempo tardarás?

No lo sé.

No esperes mucho, Casey. El mercado está muy fuerte ahora, pero no hay garantías de que lo esté el mes que viene o el año próximo. Mantener una casa así tiene que costar un riñon. ¿A cuánto asciende la hipoteca?

No tiene hipoteca.

Caroline se echó hacia atrás.

Bueno, eso es algo, supongo. -Se incorporó rápidamente-. Pero esa es la principal razón para ponerla en venta. Si inviertes todo ese dinero tendrás un nidito increíble. Sin duda, yo no podría darte algo así. Mi granja no vale más que una fracción de eso. Si vendes la casa e inviertes el dinero, estarás en disposición de alquilar un despacho para ti sola.

Casey lo sabía.

¿Lo harás? -preguntó Caroline.

Casey nunca había sido buena a la hora de mentir.

Es posible.

¿Pronto?-insistió Caroline.

¿Y qué pasaría si decidiese quedarme la casa durante un tiempo?

Caroline se mordió el labio inferior. Miró a Casey, después bajó la vista. Cuando volvió a alzarla, sus ojos reflejaban angustia.

No me gustaría.

A Casey se le encogió el corazón. Caroline había sido sincera, y le estaba agradecida por ello, pero eso no la libró del sentimiento de culpa.

De acuerdo, mamá. Se trata de una analogía. ¿Recuerdas lo que me dijiste de Rambo?

Amaba a Rambo -dijo Caroline, que sabía muy bien cuál era la intención de Casey-. No dejó de dar durante toda su vida.

Pero ya no está, y tienes el estofado en la nevera… Tienes razón, en la más primitiva de las situaciones, Rambo nació para que se lo comiesen. ¿Y por qué no? Bueno, pues con Connie es igual. Del mismo modo que el cuerpo de Rambo es tuyo, la casa de Connie es mía. Puedo hacer lo que quiera con ella, ya sea cubrir las paredes de grafitos, comportarme mal con los vecinos, o montar fiestas que hagan que se retuerza en su tumba. -Suavizó el tono-. Pero también hay cosas positivas. Puedo utilizar la casa para mi propio beneficio. Necesito un despacho, y ahora me he instalado allí…

¿Ya te has instalado? -preguntó Caroline, alarmada-. ¿Vives allí?

- No.

¿Tienes pensado hacerlo?

No lo sé. Pero la casa es preciosa, mamá. ¿Por qué no vienes a verla conmigo?

Caroline respiró hondo.

No creo que pudiese hacerlo.

¿Por qué? Él ya no está.

No es eso, cariño. Es por mí. Estoy cansada.

Ya lo sé -dijo Casey-. Estás cansada de esta habitación, de esta cama. Este encierro es una señal, mamá. Te dicen cosas que curan por dentro. Pronto despertarás.

Caroline contuvo la respiración por un instante y después preguntó con mucha calma:

¿Y si no es así?

Lo será -insistió Casey-. Debes despertar. Tenemos cosas que hacer, tú y yo… Cosas de madres e hijas.

Cassandra -repuso Caroline-, nunca te han interesado esas cosas.

Antes tal vez no, pero ahora sí. Eres parte de mi vida. Por eso necesito que vayas conmigo a ver la casa.

Lo siento, cariño. Tengo mi orgullo.

No se trata de orgullo sino de ser práctico. Necesito un despacho, y la casa cuenta con uno.

Caroline se llevó las puntas de los dedos a la boca. No necesitaba hablar. Sus ojos expresaban una profunda tristeza. Finalmente, dejó caer la mano y suspiró.

Si todo consiste en ser práctica, pon la casa en venta, coge el dinero y corre. Lo cierto es que siempre has estado obsesionada con él.

Obsesionada, no.

Entonces, fascinada. Trabajas en lo mismo que él. Ibas a comprar a la ciudad en la que vivía. Tu apartamento está a diez minutos de su casa. ¿Te envió alguna vez un cliente? ¿Te invitó alguna vez a su casa? Te preparaste para el fracaso, y eso es lo que obtuviste. Fracasaste a la hora de llamar su atención.

Pero sí me tuvo en cuenta -dijo Casey-. Me ha dejado su casa.

Es cierto. No te preguntó si la querías, no te preguntó qué ibas a hacer con ella, sencillamente te la echó encima. No tuvo tiempo para ti mientras estuvo vivo, pero ahora que ha muerto, quiere que le limpies los armarios.

Casey no había pensado en los armarios.

Deberías ver el jardín, mamá.

Ya tengo un jardín. -Era cierto, y no se trataba de un mero pedazo de tierra, sino que crecían lechugas en él, y también judías verdes, zucchini y brécol. Y tomates.

Este es diferente -insistió Casey.

Oh, cariño. Siempre lo es. Pero eso no basta. Te mereces más.

Yo creo -insistió Casey- que una casa de tres millones de dólares es algo.

¿Te dará estabilidad?

Casey inclinó la cabeza. Era una discusión que ya habían mantenido con anterioridad. Suspiró y volvió a alzar la cabeza.

Quieres que me case y tenga hijos, y yo también, pero no es esa la cuestión en este momento. Yo no pedí la casa, mamá. Estaba preparada para enterrar a Connie y olvidarme de él, pero me ha dejado la casa, y eso abre todo un mundo de nuevas posibilidades… y problemas.

Eso es cierto -confirmó Caroline.

Quiero que me ayudes.

Mi consejo es que la vendas. Eso es todo lo que puedo decirte.

Quiero que la conozcas.

Caroline la miró fijamente y negó muy despacio con la cabeza.

Es solo una casa, mamá: ladrillos y cemento. ¿Por qué te asusta tanto?

Caroline alzó una mano y miró a Casey con expresión admonitoria, como diciendo: «No me psicoanalices».

Casey se echó hacia atrás, pero solo consiguió tener más aspecto de terapeuta.

Esto no tiene nada que ver con el amor -dijo-. Te quiero. Tú me criaste. Te sacrificaste por mí. Pero nunca supe nada de él. No quisiste hablar...

No puedo -la interrumpió Caroline-. No tengo nada que decir. Ese hombre no se abrió a nadie.

Tuvo que decirte algo… antes…, o después… Quiero decir, tú y él…

¿Nos acostamos juntos? Apenas habló. -Caroline le dedicó una dura mirada-. ¿Nunca te han atraído los hombres oscuros y silenciosos? Connie no era oscuro, pero te aseguro que era silencioso. El silencio entraña misterio y resulta atractivo. Todas las mujeres creen que serán ellas las que lo consigan. Bueno, pues yo no lo hice. Fracasé.

No me vale.

Ya sabes a qué me refiero.

Y tú también sabes a qué me refiero yo -insistió Casey, porque quería desesperadamente que su madre la entendiese-. Tú no lo conseguiste. Otras personas tampoco. Ahora se me presenta una oportunidad.

Está muerto.

Pero su casa no. Tal vez tenga historias que contar. Míralo de ese modo. Cuando tenga hijos, llevarán la mitad de mis genes, que son tus genes y los suyos. Te conocerán a ti y te querrán, y lo que no vean con sus propios ojos, habré de explicárselo. No será agradable no tener nada que decirles de él.

Caroline reflexionó durante unos segundos en lo que acababa de decir Casey. Después de eso, apareció la madre que quería algo más para su hija de lo que había tenido ella, y sonrió.

¿Me prometes que primero encontrarás un marido?

Sentada en el coche aparcado junto al Fenway, con los sentimientos que había despertado su madre aún frescos, Casey llamó al agente inmobiliario que le había encontrado el apartamento. Oyó una señal al otro lado de la línea, después sonó una voz grabada que la invitó a dejar un mensaje. Respiró hondo para poder hacerlo, nerviosa, y desconectó el móvil. ¿Cómo iba a explicar que, de repente, era dueña de una casa en Beacon Hill y quería venderla? Uno no prefería un apartamento minúsculo a una casa en Beacon Hill. El agente inmobiliario pensaría que había perdido la cabeza. Hablar personalmente con él en lugar de dejarle un mensaje. Lo intentaría en otra ocasión. Caroline estaba en lo cierto. Lo mejor era vender la casa, invertir el dinero y olvidarse de Connie. Él no se merecía otra cosa.

Sin embargo, antes quería explorar la casa, aprender cuanto pudiese sobre Connie, aclarar de una vez por todas que no había nada en él que resultase interesante. Antes de eso, sin embargo, tenía que avisar a sus pacientes del cambio de consulta.

Con esas ideas en mente, condujo hasta la casa. Aparcó delante, abrió la puerta y entró. La asaltó un pensamiento mientras bajaba a la carrera las escaleras: si se quedaba allí durante un tiempo, tendría que quitar los cuadros de Ruth Unger. Volvió a concentrarse, entró en el despacho, abrió el archivo de sus pacientes en el ordenador y empezó a hacer llamadas. Cuando abrió las puertas que daban al jardín, se dijo que era para dejar entrar el aire de la tarde. Cuando salió a dar una vuelta entre llamada y llamada, se dijo que era para estirar las piernas. En cuanto dejó los mensajes para los pacientes del lunes y el martes, sin embargo, apagó el ordenador, dejó el teléfono a un lado, y se rindió a la evidencia.

El atardecer en el jardín era sugerente. Las lámparas con forma de champiñón iluminaban el sendero; los aspersores escondidos tras los setos lanzaban una fina cortina de agua sobre los árboles. No había pájaros ni ardillas en ese momento, pero el agua de la fuente continuaba con su rumor. Hasta ella llegaron los sonidos atenuados procedentes de las ventanas de las casas vecinas. Alguien estaba haciendo una barbacoa.

Se estiró sobre el banco de madera bajo el castaño y miró hacía arriba. Se veían más estrellas de las que habitualmente se apreciaban en la ciudad. Se preguntó si se debería a la claridad de la noche o al poder de la sugestión. Ese jardín era un lugar mágico. Cerró los ojos y experimentó un placer profundo. Sumida en los olores de los árboles y las flores cuyos nombres no conocía pero cuyos perfumes adoraba, de la tierra y de la carne asada, y el arrullo de la brisa del anochecer a través de las ramas de los árboles, se sintió plenamente satisfecha.

De nuevo, comprendió que se trataba de aquella conexión visceral. Si hubiese creído en la reencarnación, habría pensado que en alguna vida anterior había sido una ninfa de los bosques. En ese jardín se sentía como en casa.

Se despertó hecha un ovillo. Eran las dos de la mañana y tenía frío. Espantada por el hecho de haberse quedado dormida en el banco -durante tanto tiempo-, entró en la casa, apagó las luces y conectó la alarma. Las escaleras estaban lo bastante oscuras para no tener que enfrentarse a los cuadros de Ruth, pero cuando llegó a la cocina, tuvo una extraña sensación. Se dijo que debía de ser la fatiga.

Siguió hasta la habitación de invitados, se desvistió, se lavó y se puso el albornoz azul claro que colgaba del perchero, con su cinturón perfectamente colocado. Estaba sin estrenar, nadie se lo había puesto nunca. En su soñoliento estado, quiso creer que lo habían comprado pensando en ella y que la había esperado todo ese tiempo. Se trataba, sin lugar a dudas, de su color favorito.

Regresó al dormitorio y fue a cerrar la puerta porque, después de todo, la habitación de Connie se hallaba justo al otro lado del distribuidor. Sí, Connie estaba muerto, lo sabía, pero algo de él persistía en aquella estancia. ¿Angus, el fantasma? No lo creía. Bromas aparte, no creía en fantasmas. Pero había allí alguna clase de presencia.

Decidida a no dormir en aquella planta, bajó hasta el estudio. Sí, Connie estaba presente allí, pero también era un lugar acogedor. Se acurrucó en el sofá, se cubrió los pies con el tapete afgano, colocó un cojín bajo su cabeza y volvió a dormirse.

Despertó antes de las cinco, con las primeras luces del alba, completamente desorientada. Cuando comprendió dónde se hallaba, ni siquiera intentó volver a dormirse. Se levantó y permaneció durante un minuto en mitad de la habitación intentando decidir dónde ir, qué hacer y descifrar cómo se sentía. Levantarse por la mañana en casa de su padre era algo completamente nuevo para ella, anormal.

Necesitaba normalidad. El café era normal.

Así pues, se dirigió a la cocina y preparó una cafetera. Mientras esperaba, miró por la ventana que daba al jardín, pero aún estaba demasiado oscuro. A pesar de que el cielo clareaba por minutos hacia el este, el sol no había ascendido lo suficiente para superar la colina.

Se sirvió café en una taza verde oscuro y regresó al despacho. Allí estaba su ordenador. Su Rodolex también se encontraba allí. Normalmente, un lunes por la mañana, a una hora razonable, trabajaba con ambas cosas y el teléfono, si no estaba discutiendo con una compañía aseguradora acerca del comportamiento de uno de sus pacientes, después repasaba las facturas; por eso los lunes no quedaba con sus pacientes antes de las diez. Su primera cita de ese día era a las once, de modo que tenía que ir a su apartamento a buscar ropa y regresar. Pero solo eran las cinco. Tenía muchísimo tiempo.

El café le proporcionó calor, por lo que miró alrededor en busca de señales de su padre. Las únicas cosas que llevaban su nombre eran un par de diplomas que colgaban de la pared, pero no le dijeron nada que no supiese. Había unos cuantos grabados originales, enmarcados de un modo sencillo; pero, aparte de ser bonitos, lo único que señalaban de Connie era la habilidad de este para encontrarlos.

Buscaba menciones o premios. Alguien que visitase aquel despacho nunca llegaría a saber que el hombre que había vivido y trabajado allí era una autoridad en su campo, que había recibido innumerables distinciones a lo largo de su carrera, o que había publicado en numerosas ocasiones. Hizo un repaso de las estanterías, pero no encontró ninguno de sus libros, y los habría reconocido a simple vista. Los tenía todos.

Vio algunas de las obras de referencia que también ella poseía. Eran los libros de rigor en la consulta de un terapeuta; la clase de libros que, precisamente, un padre le entregaría a un hijo o una hija que ejerciese su misma profesión. Dejó la taza sobre el escritorio, sacó uno de los libros y lo abrió; esperaba encontrar algún tipo de dedicatoria: «A Casey, de su padre, con todo mi cariño y mis mejores deseos de que tengas una brillante carrera». Se habría sentido satisfecha aunque solo hubiese sido con la mención al cariño. Pero no encontró nada.

Lo intentó con otro libro, también sin éxito. Y lo mismo ocurrió con el tercero.

Desilusionada, estudió el resto de los libros. Los que estaban al alcance de la mano eran de psicoanálisis. Con una punzada de resentimiento, sacó los que estaban más arriba y los llevó a los estantes más alejados. Hizo lo mismo con el resto hasta que los dos estantes principales quedaron vacíos. Buscó entonces en las cajas que había dejado en el hall hasta encontrar sus libros favoritos. Muy pronto estuvieron colocados en el lugar de honor, pulcramente ordenados.

La reorganización hizo que los estantes pareciesen más acogedores, pensó. Animada, centró su atención en el escritorio. Era una enorme mesa de caoba con tres cajones a cada lado y otro, poco profundo, para lápices en el medio. La silla también era grande, estaba tapizada en cuero, y tenía un respaldo muy alto. Se sentó, para probarla, y se movió hacia atrás y hacia delante y de derecha a izquierda. Giró otra vez hacia la izquierda, abrió el primer cajón de ese lado y encontró un taco de hojas de papel rayado de color amarillo. El segundo cajón contenía una grapadora y grapas, cajas de lápices de grafito y lápices rojos, cajas de clips de metal, un magnetófono de mano y un paquete de casetes.

Cogió el magnetófono, tal como su padre debería haber hecho, y lo puso en marcha con la esperanza de escuchar su voz, pero la cinta estaba en blanco.

Lo devolvió a su lugar, cerró el cajón y abrió el tercero. Los soportes metálicos indicaban que había servido como archivador. Estaba vacío, pero no por mucho tiempo. Al cabo de poco rato, ella ya lo había llenado con sus propios archivos. Hizo lo mismo con el tercer cajón del lado derecho. El segundo cajón guardaba los artículos de escritorio de Connie, dos pilas de hojas con el membrete de Harvard, del que disponía como miembro de la facultad, y sus propias hojas. Estas últimas eran de color marfil y tenían grabadas, con letras mayúsculas negras, las palabras: Cornelius B. Unger.

Casey no tenía ni idea de qué significaba la be. Le había preguntado a unas cuantas personas a lo largo de los años, pero nadie había sabido darle una respuesta.

Aquellas hojas le ofrecían una oportunidad de oro. Si ella hubiese estado en el lugar de Connie, legándole su casa y sus pertenencias a un hijo al que no conocía, le habría dejado una nota en ese lugar.

Ambas pilas estaban muy bien ordenadas, pero ninguna de las primeras páginas tenía la más mínima inscripción.

Desanimada, cerró ese cajón, abrió el primero y encontró media docena de pequeñas cajas. Una contenía gomas elásticas, otra gomas de borrar y la tercera blocs de notas autoadhesivas. El resto del cajón estaba lleno de dulces de mantequilla Callard y Bowser.

Los dulces le proporcionaron a Casey algo por donde empezar. Le encantaban esos dulces; había sido una devoradora compulsiva en su adolescencia, hasta el punto de fastidiarse unas cuantas muelas por su costumbre de morderlos en lugar de chuparlos. No era un buen ejemplo como comedora de dulces, pero Connie no había tenido modo de conocer ese detalle. Podría haber imaginado que había llenado el cajón pensando en ella, pero no parecía muy probable.

Tendió la mano en busca de uno, o mejor dos, pero la retiró.

Cerró el cajón y abrió el menos profundo del medio. Media docena de bolígrafos Bic reposaban sobre una bandeja. Odiaba los bolígrafos Bic, y jamás había usado uno. Utilizaba una pluma Mont Blanc; regalo de su madre.

Sintiéndose redimida al pensar que habría frustrado a Connie en eso, al menos, abrió un poco más el cajón. Bajo la bandeja para bolígrafos había una regla de madera y, debajo de esta, un sobre grande de papel manila.

Cuando lo sacó, el pulso se le aceleró. Tenía una C garabateada en la parte anterior, de su puño y letra. Era la «ce» de «Cornelius», pero no sabía por qué había escrito su propia inicial. Por otra parte, la C también podía corresponder a «Casey».

El corazón le latía con fuerza. Abrió el sobre y sacó un fajo de hojas mecanografiadas sujetas por un clip. Soñando con Pete, leyó en la primera página, y debajo, con letras más pequeñas: «Un diario».

Soñando con Pete. Un diario.

Casey pasó las páginas. Estaban mecanografiadas a doble espacio, a página completa, numeradas. Volvió a la primera.

Soñando con Pete. Un diario.

La «ce» era por Casey. Algo la había llevado hasta allí.

Dejó las hojas sobre el escritorio, volvió la primera y empezó a leer.

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