Capítulo 6

Jenny estaba de muy buen humor mientras recorría los tres kilómetros que separaban su casa del salón VFW donde se celebraba el baile. No importaba que le doliesen los dedos de los pies metidos en aquellos pequeños zapatos de tacón de ante que su jefa le había prestado, o que ninguno de los coches que había pasado por su lado se hubiese detenido para llevarle a dar una vuelta. No la habían reconocido, ese era el motivo, de tan guapa que iba.

Y lo cierto es que estaba guapa. Lo había comprobado. Solo había tenido que retirar tres cosas de delante del espejo -el sobre de la invitación para la fiesta de compromiso de Lisa Pearsall, una pegatina para coche firmada, y el menú impreso del banquete de aniversario de las bodas de oro de Helen y Avery Phippen- a fin de tener espacio suficiente para verse la cara. El resto del cuerpo lo vio reflejado en el cristal esmerilado de la puerta principal. La imagen era oscura y algo borrosa, pero hermosa; más hermosa de lo que había estado en mucho tiempo.

Distinguió a lo lejos el salón VFW. El resplandor que salía de su interior atravesaba la oscuridad de la noche, esparciendo franjas amarillentas de luz por el aparcamiento, donde las risas y los saludos se oían por encima del sonido de las puertas de los coches al cerrarse.

Jenny aminoró la marcha para ver el flujo de personas subiendo las escaleras y cruzando el porche de entrada. Todos los que sabían hornear llevaban bandejas cubiertas con papel de plata. La propia Jenny había preparado pastas de limón, por las cuales era conocido el servicio de cátering de Miriam, Comida a su Medida. Notar su peso en la mano era una forma de compromiso. Significaba que no podía echarse atrás. En esta ocasión, no presenciaría el baile escondida tras un castaño. Esta vez asistiría a él.

Manteniendo cuidadosamente el equilibrio de su bandeja con una mano, se sacudió con la otra el polvo de los zapatos que le había prestado Miriam. Cuando se incorporó, se horrorizó al ver que también se le habían llenado de tierra los bajos del vestido. Los sacudió deprisa. Cuando retiró la mano, la sacudió contra la parte de atrás del vestido, donde nadie vería la mancha. Respiró hondo.

Entonces se puso a pensar en su pelo. Suspiró y se llevó una mano a la cabeza para comprobar si algún mechón había escapado al efecto de la espuma y la coleta. Todo estaba en su sitio. Respiró hondo para darse ánimos, pero se detuvo, en esta ocasión para llevarse los dedos al puente de la nariz; menos mal que lo hizo, porque encontró gotas de sudor. No sabía si se debía al haber caminado o a los nervios, pero tuvo mucho cuidado de enjugarlas sin estropear el maquillaje. El poco maquillaje que se había aplicado era crucial, especialmente el de la nariz. Las pecas rojas espantaban a los hombres.

Observó los rostros de quienes iban delante de ella, buscando alguno nuevo, pero todos le resultaban familiares.

Tenía el estómago hecho un manojo de nervios. Se llevó una mano al vientre, respiró hondo una vez más, y se obligó a seguir adelante. En cuestión de segundos, se uniría a los que ascendían por las escaleras. Para su alivio, nadie pareció percatarse de su presencia. Podría haber sido uno más de ellos.

Una vez dentro, echó un rápido vistazo alrededor. Miriam le había dicho que fuese directamente hacia la mesa de los refrescos, por lo que se apresuró, destapó la bandeja con las pastas y la dejó en un extremo de la mesa junto al resto de los dulces. Después de eso, se volvió hacia la pista de baile. No había demasiada actividad, y se sintió incómoda allí de pie, de modo que se volvió hacia la mesa y observó la comida. Había tres platos con pastelillos de chocolate y nueces y galletas de avena, dos platos con galletitas de mantequilla con nueces y con trocitos de chocolate, y todo un surtido de pasteles de zanahoria, minitartas de queso y pastelillos de jengibre. En medio de la mesa, más allá de los dulces, había patatas fritas, frutos secos y palomitas. Las bebidas estaban en el extremo opuesto.

- Todo está dispuesto de un modo muy práctico -dijo dirigiéndose a las mujeres que estaban al otro lado de la mesa, pero ninguna de ellas pareció escucharla. Volvió a observar la comida y dijo más alto-: Quienquiera que ordenase la mesa lo hizo de un modo excelente. Miriam y yo preparamos las mesas de bufé exactamente igual.

En esta ocasión, dos de las mujeres la miraron.

- Está muy bien -dijo con una sonrisa.

Parecían incómodas. No, incómodas no, se dijo Jenny: confusas.

De modo que les echó una mano.

- Soy MaryBeth Clyde. Sé que tengo un aspecto diferente. Es el vestido. -Para ponérselo aún más fácil, se volvió.

La banda tocaba algo ligero, pero la gente no bailaba. Iban de un sitio para otro, había más pares de piernas de los que Jenny podía contar. Vio pantalones vaqueros y chinos. Vio piernas desnudas. Pero las que más le gustaron fueron las que estaban cubiertas con medias negras como las suyas. Las llevaban mujeres con estilo. Eran un buen augurio.

- Cuánta gente -dijo volviéndose hacia las mujeres de la mesa. Y añadió-: ¿Necesitan ayuda?

- No, gracias -respondió una.

- Lo llevamos bien -apuntó otra.

Jenny asintió y caminó hasta la pared para apoyarse en la misma en el espacio que había entre dos sillas. Desde allí tenía una buena vista, de la que sacaría partido. La gente seguía entrando por la puerta. Les echaba un rápido vistazo y después, cuando ya estaban dentro, los observaba con detenimiento. El pueblo al completo parecía haberse decidido a celebrar el final del verano.

Recordó que así había sido también hacía unos cuantos años. Ella tenía doce por aquel entonces, y había ido con sus padres, pero no habían sido un trío feliz, pues su padre estaba furioso con su madre por no haberle comprado a Jenny un vestido nuevo, y su madre furiosa con Jenny por necesitarlo.

Ahora tenía un vestido nuevo, y era precioso. Sonrió y dirigió la mirada al escenario. La canción había acabado. El líder de la banda -el reverendo George Putty, de la comunidad cristiana-, marcaba el tiempo con los dedos índices. Jenny dio un salto cuando sonaron de golpe los címbalos y la batería a modo de fanfarria. Su corazón apenas había recuperado el ritmo cuando el reverendo Putty empezó a seguir el compás de la música dando golpecitos en el suelo con las puntas de los pies. Segundos después, la banda empezó a tocar algo más rápido, a mayor volumen. Jenny estaba convencida de que era del todo diferente de lo que podía escucharse en el interior de los fríos muros de la iglesia del reverendo.

La gente se animó y empezó a moverse al son de la melodía.

Jenny llevaba el ritmo con el pie. Al finalizar la canción, aplaudió durante un minuto. Se cruzó de brazos, pero al recordar un artículo sobre lenguaje corporal aparecido en la revista Cosmopolitan, los descruzó y los dejó caer a los lados del cuerpo.

Atrapada por la animación de la gente, estaba sonriendo cuando su mirada se cruzó con la de Dan O'Keefe, que la observaba desde el otro extremo del salón. Él se llevó un dedo a la visera de la gorra. Ella asintió y miró hacia otro lado, en busca de un hombre distinto, un desconocido que se fijaría en ella, mirándola como nadie de por allí lo había hecho jamás. Hablaría con ella. Le pediría que bailase con él. Y todo el pueblo sería testigo.

Sería muy bonito.

Recorrió el perímetro del salón con la vista antes de centrarse en la puerta. Deseaba que apareciese ese hombre. Sí, estaba impaciente, pero tenía derecho a estarlo. Le había costado un gran esfuerzo llegar hasta allí, semanas de cambios de opinión, de darle vueltas y más vueltas, hasta darse cuenta de que no tenía opción. Era ahora o nunca. Una vez que su padre estuviese en casa, no habría bailes para ella, ni hombres, ni esperanza.

Y esa noche estaba hermosa, realmente hermosa.

Se le cortó la respiración. Había alguien entre las sombras, justo al otro lado de la puerta. Se quedó allí…, sin entrar…, mirando quizá alrededor, estudiándolo todo. Jenny se estiró un poco, se humedeció los labios y esperó, esperó, esperó a que diese un paso hacia la luz.

Finalmente lo hizo. Pero solo se trataba de Bart Gillis. Rondaba la cincuentena, tenía la tripa hinchada, estaba casado, tenía cinco hijos y estaba en el paro.

Suspiró. La noche era joven. Aún tenía tiempo.

Con el paso de los minutos, Little Falls bailaba una canción tras otra. Las parejas ocupaban la pista de baile, jóvenes y viejos, del mismo sexo, de sexos diferentes, hermanos y hermanas, padres e hijos. Si los bailarines lo hacían bien, estupendo. Si no tenían ni idea de lo que estaban haciendo, también. Y respecto a Jenny, no estaba haciendo el tonto. Cambiaba el peso de un pie a otro para aligerar la presión de sus pies, esperando la canción adecuada.

Y por fin llegó. La banda se puso a tocar una melodía country y se formó una fila. Jenny sabía cómo se bailaba aquello. Había practicado delante del televisor y podía hacerlo tan bien como cualquiera. Y lo más importante, no se necesitaba pareja.

Cuando se encaminó hacia la pista, vio a amigos emparejándose con amigos, amantes con amantes, hermanas con tías, y hasta los más pequeños mostraban sus habilidades moviendo los codos y el trasero. Era algo digno de ver… Pero, sin saber cómo, antes de que Jenny dejase de observar y se uniese al baile, la canción se acabó.

Regresó a su puesto de observación junto a la pared y se prometió ser más rápida la siguiente vez.

Cuando la banda empezó a tocar Blue Moon, todos los que habían dado saltos de un lado a otro tomaron a sus parejas y bailaron muy despacio, de manera romántica, mejilla contra mejilla, tal como Jenny había hecho en casa tantas veces con una almohada a modo de compañero. Bajó la vista para ver cómo se deslizaban los pies y el íntimo roce de las piernas, sintiéndose más sola y fuera de lugar con cada minuto que pasaba.

De pronto vio un rostro pequeño y familiar. Su piel era del color del alabastro, cubierta de llamativas pecas rojas que hacían juego con una melena pelirroja. La tomó de la mano, como siempre hacía cuando la veía. Eran colegas.

Su nombre era Joey Battle, y a pesar de que su familia lo negaba, Jenny estaba convencida de que, de algún modo, en algún punto del árbol genealógico, eran parientes. Entre las personas que conocía, solo tres de ellas tenían un color de pelo tan parecido: su madre, ella misma y Joey. Si el niño hubiese sido mayor, Jenny podría haber pensado que era su hermano biológico. Pero Joey tenía apenas cinco años, y para cuando nació la madre de Jenny llevaba dos años muerta.

Apretándola de la mano, el niño se deslizó en el estrecho espacio que quedaba entre ella y la silla. Jenny se acuclilló a su lado y le preguntó:

- Eh, Joey, ¿qué pasa?

- Mamá me está buscando -susurró él.

- ¿Has hecho algo malo?

- Dice que solo puedo quedarme hasta las nueve. Pero nadie más se va. No entiendo por qué tengo que irme el primero a la cama.

Para que tu madre pueda recibir los favores del hermano de tu papá, pensó Jenny. Había oído rumores. Era difícil no enterarse si uno pasaba por alguna caja registradora del pueblo. No es que le sorprendiese. Había ido al colegio con Selena Battle. Había visto a aquella chica en acción. Selena tenía tres hijos de tres hombres diferentes y al parecer esperaba un cuarto. No tenía intención de permitir que Joey fuese por el mismo camino.

- Tal vez tu mamá piensa que necesitas dormir, porque por la mañana tienes que ir a la guardería.

- Pero si no voy a ir hasta dentro de tres días, entonces ¿por qué tengo que irme a la cama añora?

- Joey Battle, ¿dónde te habías metido? -Su madre lo cogió de la camiseta y lo sacó de un tirón de su escondrijo. Miró nerviosa a Jenny-. Hola, MaryBeth. ¿Te ha estado molestando? -Dirigiéndose al niño, espetó-: ¿Qué estabas haciendo aquí? Ella tiene mejores cosas que hacer que cuidar de ti.

- Yo no quería… -balbuceó Joey, pero Selena ya tiraba de él hacia fuera; el enorme reloj que colgaba sobre el escenario señalaba las nueve.

Jenny miró el reloj e intentó no preocuparse. Hacía un buen rato que no llegaba nadie nuevo, aunque eso no significaba nada, se dijo. Su hombre se retrasaba, eso era todo. Imaginó que a causa del trabajo, o del tráfico de la interestatal. Imaginó que, a última hora, se había dado cuenta de que no tenía ninguna camisa limpia, y casi pudo verlo corriendo de la lavadora a la secadora, y después planchando…, o intentando planchar, porque no debía de ser muy bueno con la plancha. No, sin duda necesitaba a alguien como Jenny para que le planchase las camisas.

Ella era una experta planchadora de camisas.

Supuso que tardaría un poco más, y se permitió sonreír y relajarse. A su alrededor, la gente hacía más o menos lo mismo. Anita Silva se había dejado caer en una silla a la derecha de Jenny y estaba hablando con Bethany Carr. Todo lo que Jenny pudo ver de Johnny Watts, que charlaba con su esposa, a su izquierda, fueron sus anchos hombros y su espalda.

Jenny se apoyó en la pared. Adelantó un pie y luego el otro, e hizo todo lo posible para dar la impresión de que estaba agotada de tanto bailar y agradecida por el descanso, como todos los demás.

- Elijan a sus parejas, señoras -dijo el reverendo Putty, y de inmediato las mujeres buscaron por todo el salón a sus hombres y regresaron a la pista de baile.

Elige a alguien, se dijo Jenny, y miró con inquietud alrededor. A cualquiera, se dijo, pero no vio a nadie con quien quisiera bailar. Ciertamente no había nadie a mano, a excepción de uno que aceptaría si se lo pidiese. Un minuto después, se sintió tonta por haber considerado siquiera semejante posibilidad.

Así pues, se tocó la garganta para dar a entender que tenía sed y rodeó la pista de baile en dirección a la mesa de los refrescos. Había una larga cola. Cada vez que le llegaba el turno de pedir, alguien más sediento la hacía a un lado y se ponía delante, pero ella no quería hacer una escena. Cuando finalmente consiguió que le sirvieran un vaso de sidra, se buscó un nuevo rincón en el lado opuesto del salón. Bebió. Alternativamente, daba con el pie en el suelo, se golpeaba el costado con la mano o seguía el ritmo de la música con la cabeza.

Casi había acabado su bebida cuando se formaron varias filas para bailar el Electric Slide. Con rapidez, antes de perder los nervios, cruzó la pista y se colocó junto a los otros, y si su corazón latía el doble de rápido, aunque nadie se dio cuenta, era porque el Electric Slide era su baile. Su cuerpo conocía cada movimiento. No tuvo que pensárselo dos veces. Antes de que pudiese ver quién la estaba mirando y quién no y con qué grado de desconfianza, ya se estaba moviendo por la pista en perfecta sincronía al resto de bailarines.

Se sentía relajada por primera vez en muchos días, y su cuerpo se entregó al ritmo de la música. Brazos, piernas, cintura… Se movía con comodidad, ¡y qué divertido resultaba! No pensó en su pelo ni en sus pecas ni en su padre. Le dirigió alguna mirada al reverendo Putty y a la gente que tenía a los lados. Aunque pareciese increíble, también la miraban. En esos momentos, era todo lo que nunca había sido en Little Falls: hermosa, feliz y parte del grupo.

Bailó hasta que dejó de sonar la última nota, después lanzó vítores como el resto. Las filas se rompieron demasiado deprisa y se convirtieron en pequeños grupos que se dispersaron. Aferrada a ese instante, alzó las manos y aplaudió a la banda. Pero su aplauso sonó aislado. Todos se habían ido.

Se sentía acalorada, por lo que se encaminó hacia la puerta. Una ráfaga de aire fresco fue a su encuentro en cuanto salió al porche. Se abanicó con la mano, consideró las opciones y, finalmente, encontró un sitio libre en la vieja barandilla de madera y se apoyó en ella.

- Eh, MaryBeth.

Miró alrededor. Dudley Wright III se encontraba a un par de metros de distancia. Era alto, delgado y su aspecto seguía siendo el de un adolescente, aunque calculó que debía tener unos veintiséis años, pues iba dos cursos por delante de ella en el instituto.

En cualquier caso, no era el hombre de sus sueños.

Trabajaba de reportero en el semanario local fundado por su abuelo y dirigido en la actualidad por su padre. Todo el mundo sabía que Dudley III quería ser el editor jefe cuando alcanzase la treintena, pero el ascenso dependía de que fuese capaz de demostrar la tenacidad, imaginación y habilidad en la escritura que su abuelo, el viejo Dudley -que, aunque jubilado, aún controlaba el negocio-, entendía necesaria para proseguir la tradición familiar.

En una ocasión, Jenny intentó hacerse cargo de la presión bajo la que vivía el pobre Dudley. Pero no era el caso en ese momento. Dado que los Wright se aproximaban a los Clyde única y exclusivamente por una razón, se puso en guardia.

Él se acercó un poco más.

- Te he visto bailar. Parecías feliz. ¿De qué se trataba, del baile o de que te alegra que Darden vaya a salir?

Jenny se llevó la mano a la nuca y descubrió algunos mechones sueltos. Volvió a remeterlos en la coleta.

- Hace mucho calor ahí dentro.

- El martes es el gran día, ¿verdad?

Jenny no quería pensar en ello. No esa noche.

- ¿Cómo te sientes? ¿Cuánto tiempo ha pasado…, cinco años?

Supuso que él sabía que habían sido seis años, no cinco. Supuso que había estado hablando con su padre al respecto. Su padre había escrito sobre el caso desde el arresto al juicio y la encarcelación. Supuso que habían decidido que había llegado el turno de Dudley III.

Ella buscó su castaño en la oscuridad de la noche, lo encontró y deseó estar bajo sus ramas.

- Saldrá pronto -insistió Dudley.

- Le han reducido algo de pena por buena conducta.

- Aun así, es convicto por asesinato.

- Homicidio involuntario -lo corrigió.

- Me pregunto qué se sentirá sabiendo que has acabado con una vida humana.

- Podrías preguntárselo a él -dijo ella, a pesar de que sabía muy bien que si Dudley Wright III se acercase a casa, Darden le cerraría la puerta en las narices. Darden era un hombre reservado. Afirmaba que, después de verse acosado por la prensa, la prisión había supuesto un alivio.

- ¿Y qué hará cuando vuelva? -preguntó Dudley-. Tendrá que trabajar, ¿no es cierto? ¿No es una de las condiciones de la libertad condicional?

- Tiene una empresa de mudanzas.

- Tenía -puntualizó Dudley-. Después de todo este tiempo, habrá perdido sus contactos, por no hablar del camión. ¿Todavía funciona?

Jenny no quería hablar de eso. Se imaginó apoyada contra su árbol en la oscuridad de la noche, hablando con alguien que quisiese cuidar de ella. El hombre que ella esperaba tendría más capacidad de cuidarla en su dedo meñique que Dudley Wright III en todo su abultado cuerpo.

- Debo decirte una cosa -le advirtió él como si le estuviese haciendo un favor-, la gente está preocupada. No están seguros de cómo serán las cosas con un ex convicto en el pueblo. ¿No te preocupa que no llegue a adaptarse?

- Nunca se ha adaptado -respondió ella distraídamente. Casi podría jurar que había advertido movimiento bajo su árbol. Allí había alguien.

- Ser independiente es una cosa -argumentó Dudley-, y ser rechazado es otra. ¿Cómo se tomaría tu padre algo así? ¿Ha pensado en ello?

Un coche salió del aparcamiento. Al girar, iluminó con sus faros a un hombre bajo el castaño. ¿Sería alguien del pueblo tomándose un descanso? Jenny no lo creía. En el pueblo, no había hombres tan altos. Ninguno de ellos llevaba chaqueta de cuero y botas lo bastante relucientes para reflejar las luces del coche. Ninguno de ellos llevaba consigo un casco de motorista.

- ¿Ha pensado en lo que supone regresar a un lugar en el que todo el mundo sabe dónde has estado y por qué motivo? -preguntó Dudley.

Inquieta, Jenny estaba intentando decidir si quedarse donde estaba y dejar que el extraño se aproximase o acercarse a él, cuando Dudley la sacó de su ensimismamiento de manera cortante.

- ¿MaryBeth?

- Perdona.

- Te preguntaba si Darden está al corriente de las consecuencias de su regreso a la escena del crimen.

Ella frunció el ceño.

- ¿Qué?

- Algunos creen que debería empezar de nuevo en otro lugar.

Jenny había pensado lo mismo, pero sabía que eso no sucedería. Darden lo había dejado muy claro la última vez que había ido a verlo. Little Falls era su hogar, le dijo. Tenía derecho a volver, añadió, y le importaba muy poco lo que opinase la gente. «Dejemos que alguna vez las cosas no sean como les gusta, para variar», dijo.

- Le pasaron cosas malas aquí -prosiguió Dudley-. Tal vez no debería regresar.

- ¿Es eso lo que dice la gente?

- Algunos. Bueno, muchos.

- ¿Tú también?

- Soy periodista. No puedo tomar partido.

Jenny no soportaba a los cobardes. Así que decidió que no merecía un solo segundo más de su tiempo, y se volvió hacia el árbol. Pero intuyó, por algún motivo, que el motorista había desaparecido. Se colocó la mano a modo de visera para evitar la luz de la farola. Tampoco así consiguió verlo.

Había sido culpa de Dudley. La había visto con Dudley y había pensado que estaba con él.

- ¿Te asusta Darden? -preguntó Dudley.

Jenny lo miró con rabia.

- ¿Por qué tendría que asustarme? ¿Por qué me preguntas todas esas cosas? ¿Qué quieres de mí?

- Una entrevista. La gente desea saber cómo te sientes ahora que Darden saldrá de la cárcel y regresará al pueblo. Quieren saber qué tiene pensado hacer. Quieren saber qué vas a hacer tú cuando regrese. Sienten curiosidad, y están preocupados, y tú eres la única que puede darles algo de información. Esta es la historia más significativa por estos pagos desde el día en que el primo de Merle dijo que se había casado con una bailarina de strip-tease. Es un tema de portada.

Jenny sacudió con fuerza la cabeza. La curiosidad de la gente del pueblo no era asunto suyo. Ya tenía suficientes problemas para añadir uno más. ¿Una entrevista? Dios del cielo, eso era lo último que quería. Darden la mataría.

- Vete, por favor -dijo Jenny, porque se le ocurrió que tal vez no fuese demasiado tarde. El hombre del castaño quizá se hubiese adentrado en el bosque. Si veía alejarse a Dudley, tal vez volviese a aparecer.

- Podrías ayudarles a entender cómo van a ser las cosas -insistió Dudley.

- Nadie puede entender -espetó ella, aun cuando sabía que era una pérdida de tiempo intentar razonar con Dudley. Nada de lo que este pudiese decir, hacer o escribir cambiaría un ápice de su vida.

Jenny se deslizó por la barandilla.

- ¿Quieres decir que las cosas irán mal? -preguntó Dudley.

Ella se volvió y echó a andar por el porche.

- Te pagaré, MaryBeth.

No supo si escupirle a la cara o rogar para que la tierra se abriese y la engullese. Todas las personas que había en el porche la estaban mirando.

- Se lo debes al pueblo -añadió él.

Con la cabeza bien alta, retó a quienes la miraban a hablar mientras bajaba las escaleras. Cruzó el césped y se dirigió directamente hacia su árbol. La parte de atrás era familiar y oscura. Se apoyó en él y su rabia desapareció lentamente, pues la rabia no era su único problema. También se sentía incómoda. No tendría que haber huido, decidió, no delante de toda aquella gente. Eso hacía que regresar resultase más difícil.

Pero tenía que hacerlo. No habría otra noche como esa cuando Darden regresase. Era su última oportunidad. Tenía que volver al salón.

Se apartó del árbol y miró hacia el porche. La música había cambiado varias veces, algunos de los asistentes se habían marchado y otros habían llegado. Dudley no estaba a la vista.

Con los labios apretados, se llevó una mano al pelo. Se palpó la nariz. Se alisó el vestido. Respiró hondo, recordó sus sueños, y regresó al baile.

Pasaron dos horas. Jenny estuvo observando las idas y venidas de la gente a la izquierda del salón, a la derecha del salón, frente a la mesa de los refrescos, en las escaleras cercanas al escenario. Sonrió. Siguió el ritmo de la música con la cabeza. Intentaba parecer accesible.

El único que la miró fue Dan O'Keefe, con su aire de vigilante, y la única que se acercó a ella fue Miriam, que pasó por su lado varias veces mientras bailaba.

- ¿Les ocurre algo a tus pies? -le preguntó Miriam una de las veces. Y en otra le dijo-: ¿Por qué no bailas? -En la última-: ¿Quedamos mañana por la mañana a las diez? -La fila la arrastró antes de que Jenny pudiese responder.

A medida que fue haciéndose de noche, empezaron a imperar las canciones lentas. Con cada familia, cada grupo de amigos y cada pareja, que se marchaba, Jenny se sentía más atemorizada. Se suponía que esa iba a ser su noche. Se le estaba acabando el tiempo.

Se quedó allí hasta la última canción, hasta que el reverendo Putty dio unas cuantas palmadas dirigidas a la banda y dijo:

- Gracias, buenas noches y que Dios os bendiga a todos.

Hasta que el último de los bailarines salió por la puerta, y los encargados metieron la basura en bolsas, vaciaron las mesas y doblaron las sillas. Solo entonces se marchó.

No quedaba nadie en el porche. Solo unos pocos coches permanecían en el aparcamiento. Bajó las escaleras y se detuvo durante un minuto en el camino de acceso, mirando con tristeza hacia el castaño. Entonces miró hacia la carretera.

Era una noche sin luna, oscura como boca de lobo. La niebla notaba sobre las copas de los árboles igual que un pesado telón que espera para poner fin a la función. Hazlo de una vez, se dijo Jenny. De camino a casa, pensó que el fracaso de esa noche no era el fin del mundo. Pero su corazón no aceptó su justificación; lo sentía pesado como el plomo.

Tanto esfuerzo dedicado al vestido nuevo. Tanto esfuerzo dedicado al maquillaje y el peinado. Tanto esfuerzo para pedirle prestados los zapatos a Miriam y aguantar de pie durante horas con los pies doloridos…

Se detuvo, se quitó los zapatos y reemprendió la marcha descalza. Se sintió tan liberada que, al poco, se detuvo otra vez y se quitó las medias. Las arrojó entre los árboles y siguió andando. Segundos después, deshizo la coleta.

Sus pasos se hicieron más largos y desafiantes. Gratificó a sus pies caminando por la fresca hierba durante un rato, después se apartó de la hierba y volvió al centro de la carretera, y allí se quedó. No tenía nada que perder, nada en absoluto.

Apareció un coche a su espalda e hizo sonar el claxon. Ella se tomó un tiempo para apartarse, y aun así apenas se movió. El coche pasó de largo por el arcén y el conductor le dedicó unos cuantos insultos. Segundos después, la espesa niebla lo engulló.

Dan O'Keefe ni hizo sonar el claxon ni la insultó. Se colocó a su altura y esperó hasta que lo miró.

- Sube.

Jenny se fijó en el modo en que los faros del jeep cortaban la niebla, y pensó en la espada láser de Luke Skywalker.

- Estoy bien.

- Además de la niebla, empezará a refrescar. Te pondrás enferma y tendré que dar cuenta de ello a Darden. Vamos, Jenny. Te llevaré a casa.

Pero Jenny no estaba preparada para ir a casa todavía. Una vez allí, la desilusión que le había causado la noche caería sobre ella como una losa. No estaba preparada para eso.

- ¿Estás segura? -preguntó el agente.

- Sí.

Él suspiró, se encogió de hombros y esperó. Al ver que ella no se movía, dijo:

- Bueno, yo te lo he ofrecido. -Pisó el acelerador y se fue.

Jenny vio las luces traseras desaparecer en la niebla. Entonces se sentó en medio de la carretera y esperó a que llegase otro coche.

Pero no apareció ninguno. Sentada allí, desnuda a excepción del vestido -que no era muy grueso-, sintió la humedad y el frío. Se puso de pie, encontró un pedazo de tierra más suave y cálido a un lado de la carretera, y echó a andar.

No había llegado muy lejos cuando una motocicleta atravesó la niebla, la adelantó y aminoró la marcha. Se detuvo justo en el límite de un arco algodonoso de luz. El motorista apoyó un pie en el suelo y miró hacia atrás. Segundos después, se quitó el casco.

Jenny apenas podía respirar.

ñ