Capítulo 5

Little Falls

La niebla del viernes por la mañana era tan densa que Jenny Clyde no podía ver más que una mancha de maleza a su derecha, una ringlera de carretera a su izquierda y las marcas que iban dejando las punteras de goma de sus zapatillas de deporte mientras se dirigía hacia el pueblo. Al desplazarse hacia la izquierda vio menos hierbajos y más carretera. Siguió un poco más a la izquierda y la maleza desapareció por completo.

Se mantuvo en medio de la carretera, mirando al frente. A excepción del veteado gris del asfalto, todo lo demás quedaba oculto tras la bruma blanca. La niebla era un elemento esencial de finales del verano en Little Falls. Encajado en una hondonada entre dos altas montañas, el pueblo había quedado atrapado en la guerra que libraban los días cálidos y las noches frías. Jenny siempre había imaginado a las nubes atrapadas en esa misma guerra golpeando contra las laderas, ascendiendo hasta la cima y permaneciendo allí indefensas y olvidadas.

A ella no le molestaba la niebla. Le permitía fingir que el pueblo ofrecía protección, olvido y amabilidad. La protegía de las frías y duras embestidas de la vida.

Se acercaba un coche. Al principio solo era un murmullo apagado, pero después se transformó en un petardeo cada vez más audible a medida que se acercaba. Jenny no se apartó del medio de la carretera. El petardeo se convirtió en un fuerte chisporroteo. Ella siguió caminando. El ruido se aproximaba y se hacía más fuerte…, más cercano y más fuerte…, más cercano y más fuerte…, más cercano y más fuerte…

En el último segundo, evitó sufrir daño.

Se hundió la gorra sobre los ojos, bajó el mentón, metió las manos en los bolsillos e hizo todo lo posible por pasar inadvertida. Pero Merle Little la vio. La vio más o menos en el mismo lugar que la veía todos los días: mientras conducía camino de su casa tras tomar el café de media mañana con su esposa.

- ¡Sal de la carretera, MaryBeth Clyde! -gritó a través de la ventanilla de su coche, segundos antes de que la niebla lo engullese de nuevo.

Jenny alzó la cabeza. «Eh, señor Little -podría haber dicho si hubiese aminorado la velocidad-, ¿cómo está?» «Regular -habría contestado el viejo Merle de haber sido un hombre más compasivo-. ¿Y tú, Jenny? Hoy se te ve muy guapa.»

Ella tal vez hubiese sonreído con dulzura o se hubiera sonrojado. Tal vez le hubiera dado las gracias por el piropo y hubiera fingido que había sido sincero. Sin duda, le hubiera dicho adiós con la mano mientras se alejaba, porque ese es el gesto amistoso que se le dedica a alguien que conoces de toda la vida -alguien cuya familia fundó el pueblo-, alguien que vive en tu misma calle; aun cuando a esa persona le molestase que así fuera y desease que fuese de otro modo.

Siguió caminando. Los perros de los Booth ladraron, aunque no pudo verlos debido a la niebla. Tampoco vio las bisagras oxidadas de la puerta principal de los Johnson, o los macizos de flores del jardín de los Farina, pero sabía que todas esas cosas estaban ahí. Oyó a los primeros y olió las últimas.

«Chist -podría haber advertido a sus posibles hijos-. Hablad bajito. El viejo Farina tiene mal carácter. Mejor no hacerlo enfadar.» «Pero no puede perseguirnos, mamá -habría dicho uno de los niños-. No puede caminar.» «Sí que puede -habría argumentado otro de los niños-. Tiene bastones. A Joey Battle le pegó con uno de ellos, a pesar de que el agente Dan le dijo que no lo hiciese. ¿Por qué lo hizo, mamá, si el agente Dan le dijo que no lo hiciese?»

«Porque algunas personas son malas», podría haber respondido Jenny si hubiese tenido hijos y, mientras tanto, llevaría a cuestas sobre la cadera a la más pequeña: una dulce niñita de pelo sedoso, tan cariñosa y cuidadosa con el amor y el afecto por el que Jenny suplicaba que difícilmente volvería a sentirse mal más allá de lo que dura un sueñecito. «A algunas personas no les importa qué permite la ley y qué no. Algunas personas no escuchan ni una palabra de lo que dice el agente Dan».

La niebla se dispersó unos segundos para proporcionar una visión de las verdes hojas de septiembre de los abedules y de las blancas cortezas de sus troncos. En un par de semanas, esas hojas se volverían amarillas. Para entonces, reflexionó Jenny, tal vez ella ya se hubiese marchado de allí.

Cuando la niebla volvió a espesarse, imaginó que más allá se encontraba un pueblo diferente. Imaginó algo parecido a Nueva York, con altos edificios, largas avenidas y donde nadie supiese de su procedencia, quién había sido o qué había hecho. Y si no Nueva York, algún lugar de Wyoming, con grandes espacios abiertos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Allí también podría perderse. Pero, en primer lugar, tenía que huir de Little Falls.

Volvió a desplazarse hacia la izquierda de nuevo y cerró los ojos, notando cómo las pisadas de sus zapatillas deportivas sobre el asfalto se trasformaban en el ruido que haría el trapo de Eddie Bunch al golpear contra la barandilla del porche más allá de la niebla. Se desplazó todavía más hacia la izquierda, hasta que supuso que se encontraba en medio de la carretera. Mentalmente contó las antenas parabólicas, oyó la voz de Sally Jessy Raphael procedente de la ventana abierta de los Webster, el sonido del televisor de los Clegg, y el QVC desde la de Myra Ellenbogen. Cuanto más se acercaba a la ciudad, más próximas estaban unas casas de otras. Oyó voces amortiguadas, el chasquido de una bandera al flamear en su asta, el ruido de una sierra cortando leña para las frías noches de septiembre que se avecinaban.

Los sonidos eran reales, pero cuando abrió los ojos, los remolinos de la niebla parecían algo de otro mundo; como Pearly Gates, que había sido un sueño como no había otro igual. Jenny Clyde no iría al cielo, eso seguro.

Otro coche se materializó en las profundidades de la niebla. El sonido de su motor era más suave, nuevo, más concreto. El ruido que producían los neumáticos sobre el pavimento agrietado indicaba que iba más despacio. Conocía aquel sonido. El coche pertenecía a Dan O'Keefe.

Jenny permaneció en el medio de la carretera un poco más…, un poco más…, un poco más…, un poco más…

Se echó a un lado segundos antes de que el jeep emergiese de la niebla. Como era de prever, llegó a su altura y se detuvo.

- Jenny Clyde -le regañó el agente-. Te he visto.

Ella se encogió de hombros y miró hacia la parte trasera del coche. La niebla jugueteaba a su alrededor como pequeños diablillos blancos, primero en el guardabarros, después en la ventanilla y finalmente en el techo.

- Te la estás jugando al hacer eso -prosiguió él con un tono de voz que evidenciaba una preocupación genuina que ella demasiado a menudo no tenía en cuenta. No había heredado ese tono de voz de su padre. Edmund O'Keefe era duro. Tal vez lo exigía el que fuese jefe de policía. Pero Dan era diferente-. Un día, alguien no te verá -añadió.

- Me aparto a tiempo.

- Sin duda, porque sabes quién conduce cada coche y la velocidad a la que va, pero un día aparecerá un coche que no tendrás previsto. Si esperas demasiado te lanzará por los aires y solo Dios sabe dónde irás a caer. Escucha, Jenny Clyde. Estás jugando a la ruleta rusa.

- No -dijo Jenny con convencimiento-. Si estuviese jugando a la ruleta rusa me taparía los oídos.

- Dios del cielo, ni siquiera se te ocurra hacer algo así -la increpó él. Se frotó el hombro-. Esta es la semana, ¿no?

Ella se encogió de hombros, pero uno de estos se negó a moverse con la despreocupación que intentaba expresar.

- ¿Te preocupa? -preguntó él.

Ella clavó la mirada en el suelo y sonrió.

- ¿Por qué debería preocuparme? Es mi padre.

- ¿Por qué eso no hace que me sienta mejor?

Jenny intentó pensar de forma positiva.

- He estado preparándome para verlo. He mantenido la casa, tal como él quería, así que todo está igual que cuando se fue. O sea, he hecho algunas cosas, como comprar un horno cuando me dijeron que el viejo no tenía arreglo y reconstruir el tejado en la parte sobre la que cayó el roble, pero eran cambios inevitables y, en cualquier caso, me dio permiso, así que no se enfadará. -Cuando Darden Clyde se enfadaba se convertía en una auténtica pesadilla. Jenny lo sabía muy bien.

- Hace seis años -señaló Dan.

Seis años, dos meses y catorce días, pensó Jenny.

- ¿Y te parece bien que vuelva?

- Sí. -¿Qué otra cosa podía decir?

- ¿Estás segura?

Jenny no estaba en absoluto segura, pero no tenía muchas posibilidades. Cuando se permitía pensar en ello, se le revolvía el estómago y su mente se debatía entre sensaciones contrapuestas -vete, quédate, vete, quédate-, hasta que le dolía todo el cuerpo. De modo que no pensaba muy a menudo en sus posibilidades. Resultaba más sencillo mirar hacia la niebla y pensar en cosas más alegres.

- Esta noche voy a ir al bañe -anunció.

- ¿En serio? Es una buena idea -dijo el agente-. No has asistido al baile del pueblo desde hace años.

- Me compraré un vestido nuevo.

- Otra buena idea.

- En Miss Jane. Algo bonito. Sé bailar.

- Apuesto a que sí, Jenny.

Ella dio un paso hacia el jeep, se mordió el labio superior y entonces se fijó en la prominente vena del interior del antebrazo del agente, que estaba apoyado en la ventanilla abierta, y murmuró:

- No sabe que he estado utilizando el nombre de Jenny. No creo que le guste. Quiero decir que es mi segundo nombre, pero a él le gusta MaryBeth, que era como se llamaba mi madre… -Por eso, precisamente, lo odiaba ella, porque el sonido de aquellas palabras era como un golpe en el estómago. Pero un golpe era mejor que sufrir las iras de Darden-. Así que lo mejor será que de ahora en adelante vuelvas a llamarme MaryBeth, por si acaso.

Al advertir que Dan no respondía, lo miró a la cara. Lo que vio no la tranquilizó en absoluto. Él sabía muchas más cosas que la mayoría acerca de lo que había llevado a Darden a pasar lejos de casa seis años, dos meses y catorce días, y lo que no sabía se lo imaginaba.

Ella meneó la cabeza en un segundo intento, después apartó la mirada.

- Jenny va más contigo -dijo él.

Su amabilidad le produjo ganas de llorar. En lugar de eso, se limitó a encoger los hombros; los dos, en esta ocasión.

- Jenny… MaryBeth, deberías marcharte del pueblo antes de que regrese.

Ella introdujo el costado de su zapatilla en una grieta del asfalto.

- Adoptar un nuevo nombre y empezar una nueva vida en algún lugar lejos de aquí -prosiguió él-. Entiendo por qué no lo hiciste antes, porque solo tenías dieciocho años y nada a tu favor, pero ya has cumplido los veinticuatro. Tienes experiencia laboral. Hay restaurantes por todas partes a los que les encantaría contratar a una camarera competente como tú. Él no podrá encontrarte. Debes irte. Es un hombre malo, Jenny.

Dan no dijo nada que Jenny no se hubiese dicho a sí misma centenares de veces, miles de veces. La seguridad que experimentó cuando su padre se hubo marchado se había visto reducida a polvo en las últimas semanas. Si se detenía a pensarlo, sentía pánico.

Así que no lo hacía. En lugar de eso, retomó la marcha a través de la niebla camino del pueblo pensando en el vestido que iba a comprarse. Había estado expuesto en el escaparate de Miss Jane gran parte del verano, mirándola directamente a ella como si le dijese: «Me han hecho para ti, Jenny Clyde». Tenía diminutas florecillas sobre un fondo color vino, las mangas cortas, cuello de barco y cintura entallada. Al maniquí le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla. Si a Jenny le estaba igual de largo, le cubriría las cicatrices de las piernas. De no ser así, podría llevar medias oscuras.Quizá las llevase de todos modos. Meg Ryan llevaba medias oscuras con un vestido casi idéntico al suyo en una película que Jenny había visto. No es que Jenny se pareciese a Meg Ryan, ni tuviese su sonrisa o sus agallas. No es que Jenny pudiese soportar que la gente la mirase, como miraba a Meg Ryan. Jenny era la persona más reservada del mundo.

Esa noche, sin embargo, las cosas iban a cambiar. Esa noche, iba a conocer al hombre más guapo del planeta. Estaría de paso en el pueblo camino de un lugar donde tendría un buen trabajo y una bonita casa, y se iba a enamorar tan perdidamente de Jenny que antes de que finalizase la semana le suplicaría que se fuese con él, y ella lo haría. No se lo pensaría dos veces. Llevaba mucho tiempo esperándolo.

Cuando volvió la esquina para enfilar Main Street, la niebla se disipó revelando los toldos que, en nombre de la renovación urbana, los votantes del pueblo habían decidido que se instalasen el último mes de marzo. Eran de un verde muy oscuro, con grandes letras blancas indicando, por orden, la ferretería, la droguería, la redacción del periódico, la tienda de baratillo y la panadería, a un lado de la calle, y el supermercado, la floristería, la cafetería, la heladería y la tienda de ropa, en el otro.

Jenny no sabía nada de renovación urbanística. Ignoraba qué efecto podían causar los toldos si todo lo demás seguía igual. Los coches aparcados en batería eran los mismos que aparcaban en los mismos lugares a la misma hora cada mañana. La misma gente seguía comprando en las mismas tiendas. La misma gente se sentaba en los mismos bancos de madera. La misma gente la miraba cuando pasaba.

Ella no podía evitar que la mirasen, pero no tenía por qué ver cómo lo hacían. Bajó la cabeza lo suficiente para que la visera de la gorra le cubriese la cara, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar. No esperaba que nadie la saludase, y ella tampoco saludaría a nadie. Cuando llegó a Miss Jane, miró con ilusión su vestido y entró en la tienda.

La señorita Jane era una mujer menuda de voz potente. Fueran cuales fuesen las dificultades a las que se estuviese enfrentando al plegar y desplegar las largas hojas de papel con la intención de envolver lo que parecía una compra considerable por parte de Blanche Dunlap, lo hacía a voz en grito.

- … Así que se fue hasta Concord y compró esos platos por su precio real. Podría entender que lo hiciese por un vestido -dijo-, pero ¿por unos platos? En los platos se sirve estofado, bistecs sanguinolentos, hígado, por el amor de Dios, y después de eso, las sobras, y sobras tienen para dar y vender, porque la chica no sabe cocinar nada decente. Me preocupa, te lo aseguro. -En ese momento, se percató de la presencia de Jenny. No movió un solo músculo. Después asintió-. MaryBeth.

- Hola -dijo Jenny con lo que esperaba que fuese una mirada amable. Se quedó junto a la puerta, mirando alternativamente a las mujeres y la puerta, hasta que la señorita Jane y Blanche Dunlap volvieron hacia el paquete. Mientras oía el frufrú del papel, intentó pensar en algo que decir, pero lo único que se le ocurrió fue que muy pocas personas en el pueblo la llamaban Jenny. Habría que cambiar menos cosas. Lo cual resultaba más seguro.

Y todavía tuvo menos que decir cuando se abrió la cortina del probador y salió del mismo la hija de Blanche, Maura.

- Necesito ayuda, mamá -dijo Maura, intentando sujetar el portabebés que le colgaba por delante.

Jenny había ido al colegio con Maura. A pesar de que nunca habían sido buenas amigas, Jenny le dedicó una sonrisa.

- Hola, Maura.

Maura la miró sorprendida. Luego miró a su madre, y después a la señorita Jane. Se acercó a su madre y dijo:

- Hola MaryBeth. Dios, no te veía desde hacía un siglo. ¿Qué tal te ha ido?

- Bien. ¿Es tu hijo?

- Ajá.

El bebé era poco más que un bulto. Jenny dio un paso adelante -lo máximo que se atrevió a hacer- y alargó el cuello. No consiguió ver gran cosa.

- ¿Niño o niña?

- Niño. ¿Ya está envuelto mi vestido? Es tarde.

La señorita Jane seguía afanándose con el paquete. Blanche aseguró las cintas del portábebés. Maura cubrió la calva cabeza de su pequeño con un gorro.

Jenny sintió un doloroso vacío en su interior. Tras toda una vida de recibir miradas recelosas, de nerviosas carrerillas por las aceras, y de ser evitada deliberadamente, debería haberse acostumbrado. Pero nunca había perdido la esperanza de que las cosas cambiasen. Seguía soñando con el día en que la gente del pueblo la saludaría con la misma calidez que se mostraban los unos con los otros.

El sueño no tardó en convertirse en una súplica. Darden Clyde iba a regresar. Necesitaba ayuda.

Blanche hizo un gesto para indicar que había acabado con la cinta. Maura cogió los paquetes, al tiempo que ella y su madre le daban las gracias a la señorita Jane y sonreían de forma condescendiente. Las sonrisas desaparecieron cuando se volvieron hacia Jenny. Ella se hizo a un lado para dejarlas pasar.

- Tengo mucha prisa -dijo Maura-. Cuídate, MaryBeth.

Jenny apenas había alzado una mano para despedirse cuando la puerta se cerró. Cruzó los dedos de las manos y esperó un minuto a que el doloroso vacío desapareciese.

- ¿Puedo ayudarte en algo, MaryBeth? -preguntó la señorita Jane amablemente.

Jenny se volvió hacia el vestido del escaparate.

- Me gustaría comprarlo.

- ¿El qué?

Jenny señaló con el mentón hacia el vestido.

- Me he pasado el verano mirándolo. Me gustaría llevarlo en el baile de esta noche.

- ¿Esta noche? ¿Ese vestido? Oh querida, me temo que será imposible. Ya lo he vendido.

A Jenny se le cayó el alma a los pies.

- ¿Y por qué sigue en el escaparate si lo ha vendido?

- Bueno, ese de ahí no lo he vendido, pero dudo que sea de tu talla. El que debía ser de tu talla es el que he vendido.

Al observar el vestido por detrás, Jenny vio dónde había sido recogido para que se ciñese al maniquí. Pero el maniquí representaba a una mujer muy delgada. Jenny no lo era tanto. Sin embargo, tal vez le fuese bien.

- ¿Podría probármelo?

- Podrías, para ver cómo te sienta el color y el modelo, pero sería una pérdida de tiempo. No tendría uno de tu talla a tiempo para el baile. De hecho, dudo que pudiese conseguirlo. Este vestido forma parte de la colección de verano. Todo lo que está llegando es ya de otoño e invierno.

Jenny había pensado en el baile durante semanas. En todo momento se había imaginado con ese vestido. Se acercó al escaparate y tocó la tela. Era más suave de lo que creía.

- Usted hace arreglos, ¿verdad?

- Arreglos, sí, pero no reformas. Este vestido te quedaría ridículamente grande, MaryBeth.

- Me llamo Jenny -puntualizó Jenny en tono suave pero desafiante, porque algo en su interior le dijo que la señorita Jane la llamaría MaryBeth hasta el día de su muerte y no supondría una amenaza para cuando su padre regresase-. ¿Podría probármelo, por favor?

Tras una mirada a su reflejo en el panel de tres espejos que había al fondo del probador, a Jenny casi le dio un ataque de nervios. Pero quería aquel vestido. De modo que se volvió, se quitó las zapatillas de deporte y la gorra y, aún de espaldas al espejo, volvió a colocarse la goma elástica que le sujetaba el pelo. Intentaba volver a colocar los mechones sueltos en la cola cuando, de mala gana, la señorita Jane le trajo el vestido.

Jenny tendió las manos. Pero en lugar de pasárselo o colgarlo de una percha, la señorita Jane deslizó las manos por dentro del mismo, desde el dobladillo al escote, y esperó.

Jenny no había esperado tener público. Nadie la había visto sin ropa desde hacía más de seis años, dos meses y catorce días. Que la señorita Jane la viese era casi tan malo como verse a sí misma en el espejo. Pero no había modo de evitarlo. Sabía que la señorita Jane no le entregaría el vestido sin pelear, y Jenny tenía un objetivo.

Así pues, se quitó deprisa los vaqueros y la camiseta y se refugió en el interior del vestido antes de que pudiese ver demasiado. Mientras ella se lo ajustaba por delante, la señorita Jane abrochó los botones de la espalda, tiró de los hombros y alisó las mangas.

- Bueno -admitió la mujer con un suspiro-, no te va tan grande como creía, pero sigo sin creer que sea tu talla. La cintura te queda muy arriba.

Jenny bajó la vista.

- ¿No se supone que es donde tiene que quedar?

- Bueno, sí. Tal vez el problema sean las mangas. No parece que te resulten cómodas.

Jenny movió los brazos.

- Están bien.

La señorita Jane se puso una mano en la cadera y meneó la cabeza.

- El escote está mal. Alguien con pecas como tú necesita un escote más alto. Y además está la cuestión del color. Para serte franca, no le va a tu pelo.

- Para serle franca -dijo Jenny-, nada le va bien a mi pelo, pero sigo necesitando un vestido para el baile.

- Tal vez podrías probarte uno de los otros.

Jenny tocó los pliegues que tan buena caída tenían desde la cintura, a pesar de que la señorita Jane había dicho que le quedaba muy arriba.

- Me gusta este.

- Ya sabes, querida, que la gente viene a mi tienda porque respeta mi opinión. Confían en que si se prueban un vestido y no les sienta bien, yo se lo diga. Todo el mundo en el pueblo ha visto este vestido en el escaparate. Sabrán dónde te lo has comprado. Pensarán que no he hecho lo correcto contigo. Y eso no me gustaría.

Jenny recorrió el escote, justo por debajo de sus pecas, con las puntas de los dedos.

- Yo les diré que lo compré sin atender a sus recomendaciones. Les diré que insistí.

- Mírate en el espejo, MaryBeth -dijo la señorita Jane exasperada-. No va contigo.

Jenny imaginó que llevaba puestas medias oscuras y zapatos de tacón. Imaginó que acababa de darse un baño y olía bien, que se había cepillado el pelo y se había aplicado color en las mejillas y rímel negro. Con todo eso en mente, lista para superponerlo a su imagen, se volvió hacia el espejo y, muy despacio, alzó la vista.

Se quedó sin aliento. El vestido era precioso. Era del largo justo, lo bastante ceñido, y el color era el adecuado. Jamás había llevado nada tan elegante, y le quedaba bien.

La señorita Jane tal vez estuviese en lo cierto: quizá el vestido no fuera con ella. Pero iba con la persona que quería ser, lo cual, dadas las esperanzas que había depositado en esa noche, era suficiente.

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