Capítulo 10
Jenny se levantó con las marcas de la almohada en la cara y sabiendo que Pete se había marchado.
- Bueno, ¿qué esperabas? -le preguntó a su propio reflejo en el espejo con la boca llena de pasta dentífrica-. ¿Por qué iba a quedarse contigo pudiendo tener a quien le apetezca, una mujer, por ejemplo, diez veces más guapa, más lista y más limpia que tú? -Escupió en el lavabo-. ¡Tienes suerte de que se quedase tanto tiempo! -Se enjuagó la boca una vez, dos veces, e incluso tres veces, porque volvía a sentir el desagradable sabor del miedo.
Faltaban tres días. Haz algo, Jenny, se dijo. Pero ¿qué?
Fregó el baño, aunque estaba limpio. Fregó la cocina, aunque estaba limpia. Vació todo su armario, sacó toda su ropa y después volvió a meterla.
Finalmente, con su polo azul claro, sus pantalones cortos, calcetines altos y zapatillas de deporte, o sea, el uniforme de Comida a su Medida para las ocasiones informales, sacó las albóndigas de la nevera y las metió en la mochila hermética de Miriam. Se colgó la mochila del hombro y se encaminó hacia el pueblo.
La niebla era más ligera de lo habitual. No había andado mucho cuando el Pairlane de Merle Little pasó petardeando. Mantuvo la vista en un lado de la carretera para no tener que atender al siguiente saludo, pero los perros de los Booth la saludaron igualmente. Ya casi había llegado a la altura de la casa cuando salieron del porche y echaron a correr ladrando con todas sus fuerzas. No se mostró amistosa con ellos. Lo había intentado centenares de veces. Imaginaba que lo sabían todo sobre ella y que, al ser perros, sencillamente se mostraban menos comedidos que un ser humano a la hora de mostrar su desagrado.
- Oh, callaos -gruñó al pasar con la vista fija al frente. La puerta de los Johnson chirrió y tras ella creyó percibir que algo se movía. Cuando la niebla se disipó, pudo ver las flores del jardín de los Farina.
Jenny adoraba las flores. Los mejores días -los absolutamente mejores- eran cuando los floristas que trabajaban con la empresa de comidas a domicilio dejaban en la puerta algunas flores que habían desechado. A veces estaban marchitas. Pero otras veces, si no era muy tarde, Jenny podía llevarse un ramo a casa. Transformaban su cocina en un lugar de ensueño.
Las flores de los Farina eran hermosas, de innumerables colores y formas y tamaños que cambiaban con cada estación. Jenny no podía decir si prefería los colores rosas de la primavera, los rojos y azules del verano o los amarillos y púrpuras del otoño. En ese momento imperaban las maravillas y sus favoritas, las Susan de ojos negros.
Respiraba con dificultad y dio un respingo cuando uno de los abuelos Farina surgió de detrás de los macizos de ásteres.
- ¿Crees que tú lo harías mejor? -la retó-. Bueno, pues no podrías. El verano ha sido tan seco que todo se ha marchitado. -Llevaba un bastón-. O sea que no me mires por encima del hombro, señorita. No tenéis ni una pizca de color en todo ese terreno vuestro. Es una desgracia. Todo es una desgracia.
No hizo caso de él, miró los abedules que crecían al otro lado de la carretera y siguió caminando. Al menos, los abedules no podían responderle. Tampoco podían convertir sus sueños en realidad, aunque bien sabía el Señor que se lo había pedido. Había escrito un deseo tras otro en trozos de corteza de abedul y los había arrojado al fuego, pero ninguno de sus deseos se había convertido en realidad.
Aun así, adoraba los abedules. En días como ese, sus troncos parecían perlas.
O piel.
Entornó los ojos. ¿Una chaqueta? ¿Unas botas? ¿Qué era aquello? Observó las franjas de sombra entre los árboles, y también la carretera.
Nada.
¿Quién va a salvarte ahora, Jenny Clyde?, pensó.
No lo sabía. No lo sabía. No lo sabía.
Dejó atrás la casa de Essie Bunch, los sonidos de la televisión, el ruido del cortacésped. Una casa más allá de la cocina de Comida a su Medida, Dan O'Keefe se acercó a ella.
- Me ha llamado John Mills. Es el agente de la condicional de Darden. Quería saber de ti.
A Jenny se le encogió el estómago. Se inclinó y dejó la mochila en la acera, se acuclilló a su lado y se entretuvo con la cremallera.
- ¿Qué quería saber?
- Si trabajabas y, de ser así, si ibas a dejarlo cuando Darden regresase.
- ¿Por qué iba a dejarlo?
- Para ayudar a que Darden volviese a poner en marcha su negocio. Darden debió de decirle que lo harías.
Jenny recordó lo que Dudley Wright le había dicho.
- Tal vez no vaya tan deprisa -dijo.
- Entonces, ¿seguirás con Miriam?
Tenía que hacerlo. No quería trabajar con Darden. No quería ver a Darden, ni oírlo, ni olerlo. No quería estar cerca de Darden.
- Voy a ofrecerle trabajar más horas. Para mantenerme ocupada, ¿sabes?
Era prácticamente su última esperanza, su última esperanza de que alguien como Pete la llevase a un lugar al que Darden no pudiese llegar. El regreso de Darden era su condena. Él había cumplido la suya, ahora le tocaba a ella.
Antes de que Dan pudiese empezar otra vez a decirle cosas que ella ya sabía pero que no podía cambiar, se puso en pie, cogió la mochila y se marchó.
- Oh, ojalá pudiese -le dijo Miriam cuando, finalmente, Jenny reunió el valor para pedirle más trabajo. Habían pasado cuarenta de los cincuenta minutos que duraba el trayecto a casa desde el lugar del almuerzo. El resto del equipo, otras tres personas, iban en el coche. Ella y Miriam iban solas en la furgoneta. El viaje había transcurrido en silencio hasta ese momento-. Pero supongo que es bueno que me hables de esto ahora. No sabía cómo sacar el tema.
A Jenny no le gustaba el modo en que Miriam la miraba.
- He decidido acabar con Comida a su Medida.
Jenny pensó que debía de haber oído mal. Permaneció inmóvil, deseando que aquellas palabras no fueran realidad.
- No voy a aceptar encargos después de final de mes -prosiguió Miriam-. Voy a cerrar.
El mensaje era el mismo, pero resultaba inimaginable.
- No puedes cerrar.
- Es lo que he estado diciéndome a mí misma. Soy feliz aquí, tengo buenos encargos y estoy haciendo dinero… Así que me di un mes más, y después otro mes, pero estoy en un punto en que o aumento la apuesta o lo dejo estar.
- ¿Qué es lo que pasa?
- ¿Conoces a mi hermano, el que tiene un restaurante en Seattle? Ha estado pidiéndome que me vaya con él y me encargue de la cocina. Le he dicho que no podía irme de aquí, pero tendrá que cerrar si no hace algo drástico, y yo soy la única salida drástica que tiene, ¿entiendes?
Jenny no lo entendía. Lo único que entendía era que trabajaba para Comida a su Medida, y que si el negocio cerraba se quedaría sin trabajo. Y Darden estaba a punto de regresar.
Se sintió enferma. Tragó saliva una vez, y luego otra.
Miriam la miró, nerviosa.
- Nadie en el pueblo lo sabe todavía -dijo-. Iba a contártelo la semana que viene. Eso te daría algo de tiempo para encontrar otro empleo. Sé que no es un buen momento para ti, Jenny, pero no tengo alternativa.
Jenny quería encontrar alguna otra razón.
- ¿Mis albóndigas no son lo bastante buenas?
- Tus albóndigas son estupendas. No tiene nada que ver contigo.
- ¿Ha sido por el plato con la salsa de menta? -Se le había escurrido entre las manos.
- El plato con la salsa de menta… El vaso con los palillos… Hoy has tenido un mal día. Y creo que sé por qué.
Jenny colocó la palma de la mano sobre el estómago.
- Estoy un poco nerviosa.
- No tienes por qué estarlo. Es tu padre. No te pondrá la mano encima. Además, no es como si lo fueras a ver por primera vez.
Cierto. Jenny lo visitaba una vez al mes. Era un largo, sofocante y desagradable viaje en autocar, que ella habría realizado alegremente el resto de su vida con tal de que Darden se quedase allí.
Se volvió hacia Miriam con expresión suplicante.
- Su vuelta no cambiará nada. Estaré tan disponible como siempre. Te lo prometo. Lo que necesito es más trabajo.
- ¿Y él? ¿Acaso no va a trabajar?
- No es por el dinero. Es por mantenerme ocupada. -Comida a su Medida era una de las pocas cosas buenas en su vida-. Dame más trabajo, Miriam. Trabajaré más duro. No tendrás que pagarme las horas extra.
Miriam esbozó una sonrisa de compromiso.
- Jenny, esto no tiene nada que ver contigo -repitió.
- Entonces, con Darden. Tiene que ver con él, ¿no es cierto? Temes lo que pueda pasar cuando vuelva. Pero él no te hará nada. No es un asesino.
- Jenny. -Miriam soltó un suspiro, con los ojos fijos en la carretera-. Por favor. No hagas esto más difícil de lo que es. Encontrarás otro trabajo.
- ¿Dónde?
- ¿Por qué no en el motel de Tabor?
Jenny meneó la cabeza. Un trabajo como ese estaba a años luz de lo que ella hacía para Miriam. Miriam la dejaba casi siempre en un segundo plano, e incluso cuando tenía que servir comida, era diferente. El menú era fijo. No había pedidos individuales. Rara vez tenía que hablar con los clientes.
Pero trabajar de camarera en un restaurante significaba atender a un millón de comidas distintas para un millón de personas distintas que tenían un millón de maneras distintas de decirte que apestabas. Trabajar de camarera significaba mirar a la gente a los ojos. Significaba estar expuesta, indefensa.
- No hay autocares basta Tabor -dijo.
- Tu padre podría llevarte.
Oh, claro que podría. Le encantaría la intimidad que supondría el viaje en coche de ida y vuelta, le encantaría involucrarse en su vida de ese modo. También le encantaría atemorizar a cualquier amigo que ella pudiese tener, como había hecho antaño. Se volvería loca.
Miriam debió de sentir su aversión, porque dijo:
- Entonces, inténtalo en la panadería del pueblo. Annie está embarazada, y Mark necesitará a alguien para sustituirla.
Jenny miró por la ventanilla. Mark Atkins no la contrataría, y menos cuando Darden hubiese regresado.
- ¿Jenny? -dijo Miriam mirándole el brazo-. ¿Qué es esa marca roja? No te habrás quemado a propósito, ¿verdad?
Jenny se frotó la marca que tenía en la parte interior del codo. No podía decirle que se debía a sus propios pellizcos, pues habría pensado que estaba loca. Así pues, respondió:
- Debo de haberme golpeado con algo.
- ¿Hoy? ¿Mientras trabajabas?
- No. Anoche.
- Uf. Estaba preocupada. Las lesiones laborales son lo último que necesito ahora que voy a cerrar el negocio. Hoy en día, los empleados pueden denunciarte por las cosas más absurdas. No es que tú fueses a hacerlo. -Aminoró la velocidad cuando llegaron al centro de Little Falls, y luego giró a la izquierda. Después de aparcar bajo el toldo de Comida a su Medida, se volvió hacia Jenny-. Bueno. ¿Mañana, a las tres de la tarde? Nada de comida. Solo tú. Ponte la misma ropa, pero lávala. ¿De acuerdo?
Durante el trayecto a casa, Jenny intentó relajarse. Se concentró: pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, pie derecho. Caminaba de forma regular: pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, pie derecho. Apartó las preocupaciones de su mente, y volvió a hacerlo cuando quisieron regresar. Hizo absolutamente todo lo que la revista indicaba para calmarse: pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, pie derecho. Aun así, sentía el estómago revuelto cuando subió los escalones y entró en la casa.
Vio las flores. Estaban encima de la mesa de la cocina, en una botella de plástico que ella había sacado de un bidón de basura en el Bicentennial Bash. Había tres Susan de ojos negros. Adoraba aquellas flores.
Miró alrededor, de la cocina al recibidor, de ahí al salón y al recibidor y la cocina, pero no parecía haber nadie.
Fue entonces cuando oyó el sonido de la motocicleta. Corrió a la puerta con la esperanza de verlo subir los escalones, pero él no se apeó. Solo se quitó el casco.
- He estado yendo y viniendo, yendo y viniendo -dijo en tono vacilante-. Por si tiene alguna importancia, tendría que estar cruzando otro estado a estas horas. -La miró a los ojos-. Pero no he pasado del pueblo siguiente.
«Pregúntale por qué», se dijo Jenny, pero cambió de opinión porque ni siquiera quería pensar en ello; creía que él tenía que irse.
Sin embargo, necesitaba que se quedase.
«Pregúntale cómo se encuentra. Pregúntale cómo pasó la noche. Pregúntale si encontró mucho tráfico o dónde ha parado a comer o si tiene hambre. Pídele que entre, por amor de Dios.»
- Te traje flores -dijo él-. Pensé en rosas o lilas, pero las Susan de ojos negros son las mejores. Tal vez se deba al chico de campo que hay en mí.
«Son preciosas», pensó ella, pero le asustó expresarlo en voz alta, le asustó decir cualquier cosa en voz alta por si provocaba que volviera a irse.
Pete se mordió el labio inferior.
- He estado pensando en ti -dijo-. Eres diferentes de las mujeres que he conocido. Eso te hace interesante. Empezando por tu pelo. Nunca había visto un pelo como el tuyo. O las pecas.
- Son horribles.
- Son preciosas.
- No.
- Sí. Y te diré más. Desde que me fui de casa, y de eso hace una eternidad, no conocí a una mujer que arriesgase su vida por subir a un tejado sencillamente por el placer de disfrutar de las vistas.
- La gente de por aquí cree que estoy loca.
- Si estar loco significa pensar por uno mismo, entonces yo estoy como una cabra. He conocido a un montón de personas que hacían únicamente lo que se esperaba de ellas, y eran mortalmente aburridas. Tú eres independiente. Te buscas la vida en lugar de tumbarte y esperar a que otro lo haga por ti. Por eso odio la idea de volver a casa.
Jenny quería que siguiese hablando.
- ¿Por qué la odias?
Él sonrió y meneó la cabeza.
- Primero tú. ¿Por qué vives sola?
Jenny respiró hondo.
- ¿Con quién debería de vivir? -dijo.
- Con un marido.
- No hay ningún marido. -Nunca lo habría mientras Darden viviese. Él lo había jurado. Había jurado que lo único que le mantenía con vida en la prisión era pensar en volver a casa con ella. Había dicho que Jenny se lo debía, y quizá tuviese razón. Pero era algo asqueroso, asqueroso, asqueroso.
- ¿Dónde está tu padre?
- En el Norte.
- ¿La camioneta que hay detrás del garaje es suya? -Al oír que ella asentía, preguntó-. ¿Y el Buick que hay dentro del garaje? -Ella volvió a asentir-. ¿Por qué no lo conduces?
- No tengo carnet.
- ¿Por qué?
- He estado muy ocupada, y supongo que se me olvidó sacármelo. Pero está bien. Puedo ir andando a cualquier lugar del pueblo, y hay autobuses para la mayoría de sitios. Así pues, ¿qué es lo que odias de tu casa?
- ¿Cómo murió tu madre?
Jenny no podía responder.
- ¿Qué es lo que odias de tu casa?
Él lo soltó al fin.
- La gente que se rinde -dijo.
- Rendirse es un lujo. Y, a veces, es bueno.
- A veces, pero no siempre. Hay que hacer cosas en la vida. -Pete respiró hondo-. Aunque yo no soy quién para hablar de ello.
- ¿Por qué no?
- Bueno, mírame, de aquí para allá, a medio camino de ninguna parte, sin arrestos para hacer lo que tendría que hacer.
- ¿Y qué es lo que tendrías que hacer?
- Volver a casa. -Pete le dedicó una luminosa sonrisa-. Qué raro. Por lo general no le hablo a la gente de mis defectos, pero tú consigues que lo haga.
Ella se sintió asustada.
- No era mi intención. No importa, de verdad. Olvidaré lo que has dicho, y ya no tienes que decir nada más. No pretendía ser entrometida, pero estás aquí y eres interesante, también, y hacía muchísimo tiempo que nadie me hablaba de ese modo… -Guardó silencio, incapaz de creer lo que acababa de decir. Ahora él sabría lo sola y desesperada que estaba.
Pero estaba sonriendo.
- ¿Hacemos un trato?
Jenny tenía confiarse.
- ¿De qué tipo?
- Otra de esas comidas caseras a cambio de lo que desees.
- No creo que debieras ofrecer algo así.
- ¿Por qué no?
- Porque podría aceptarlo.
Él recapacitó. Estudió su casco durante unos segundos. Desmontó de la moto, dejó el casco sobre el asiento y le dio la espalda durante otro minuto. Después se volvió y caminó hacia Jenny.
Ella tenía la mano apoyada en la mosquitera. Cuando él alargó la mano hacia ella, Jenny sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Él acercó un nudillo a la palma de su mano y la rozó ligeramente. Al observar el leve movimiento de su cuerpo, dijo:
- Mantengo la oferta. No hay nada que me pidas que no pueda darte, al menos hoy. No sé cómo será mañana, o pasado mañana. No soy bueno con las promesas a largo plazo. Eres tú la que tendría que pensárselo dos veces. Ya te lo he dicho. Tengo la mala costumbre de desaparecer cuando las cosas se ponen feas. La gente me odia por eso.
- Entonces, ahora tienes una oportunidad de redimirte -dijo ella, pero se quedó sin habla cuando él la miró a los ojos. Era una mirada cálida e invitadora como ella jamás había visto, y le produjo una oleada de calor que descendió por su rostro, pasó por su garganta, llegó a su pecho, donde le acarició el corazón, y aterrizó en su vientre.
Él miró su boca.
- Peligroso -susurró-. ¿Sabes qué es lo que yo quiero?
Él quería sexo. Hacer el amor con un hombre como Pete tenía que ser estremecedoramente hermoso.
Jenny abrió la mosquitera por completo. Él pasó y caminó delante de ella. Era tan alto que Jenny tenía que alzar la vista, tan ancho que se sentía como ante una muralla. Ella sentía calor en su interior, calor y temblores, tal como afirmaban las revistas que debía sentir una mujer ante el hombre adecuado.
Iba a besarla. Lo sabía. Y, de repente, le asustaba esa posibilidad, pues temía que desapareciesen las sensaciones agradables. Porque ella le necesitaba. Era todo lo que le quedaba. Era su única, su última esperanza de escapar.
Los labios de Pete rozaron su boca. Se preparó para la decepción, pero no llegó. Nada de decepción, ni de malestar, ni de terror. Solo dulzura, algo totalmente nuevo, y quería más.
Pero él estaba inclinado, susurrando; besar, lamer, mordisquear, todo entre susurros. Él no le había pedido nada a cambio, lo que era fantástico. Jenny no habría podido hacer nada aunque su vida dependiese de ello. Se sentía demasiado sobrecogida por la novedad de lo que sentía como para hacer nada aparte de estar allí, rendida, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y los labios entreabiertos.
Estaba preguntándose qué otras cosas de las que contaban aquellas revistas serían ciertas, cuando él la apartó y tomó aire. Se estiró cuan largo era. Echó la cabeza hacia atrás y volvió a tomar aire.
Jenny se recostó contra la pared con la cabeza gacha y esperó a que él dijese algo desagradable. Al ver que no decía nada, lo miró. Sonreía.
- ¿Lo ves? -dijo Pete-. Eso ha sido interesante. Y todavía estamos vestidos.
Ella tragó saliva. Era encantador. Tenía que conseguir que se quedase.
- No tenemos por qué estarlo.
- Nos sobra el tiempo -dijo él con una sonrisa.
Jenny sintió cómo se le derretía el corazón. Pete era todo lo que siempre había soñado que un hombre fuera. Pensó en pellizcarse de nuevo para estar segura de que todo aquello era real, pero ¿cómo no iba a serlo semejante presencia física? Lo miró, y al sentir la caricia de su sonrisa, supo por primera vez qué significaba estar enamorada de un hombre y desear dárselo todo. Por desgracia, sus posesiones eran escasas.
- ¿Te gustan las fajitas de pollo?
[1] -preguntó.
- Me encantan las fajitas de pollo.
- Las preparé para una fiesta, pero hice demasiadas, así que tengo un montón en la nevera. Te freiré unas cuantas, a menos que prefieras algo de…
- Fajitas de pollo está muy bien.
Ella sonrió.
- Buena elección -dijo.
- Vuelve a hacerlo, ríete otra vez.
- ¿Que me ría?
- Sí. Hace que resplandezcas.
- Hace que mis pecas exploten, querrás decir.
- Hace que parezcas feliz.
Jenny, en efecto, se sentía feliz.
Entonces sonó el teléfono y se le heló la sangre. Las llamadas telefónicas nunca anunciaban nada bueno. Nunca.
Quería dejarlo sonar, pero si era Darden, no dejaría de hacerle preguntas sobre dónde había estado y qué había estado haciendo, por qué no había respondido al teléfono.
- ¿Diga?
- Soy Dan. Tengo un pequeño problema, MaryBeth. El viejo Nick Farina se ha puesto hecho una furia. Dice que le has robado unas flores. Sé que, sin duda, hay una explicación, pero él no quiere oírme. No deja de insistir en que tengo que ir a tu casa y arrestarte. Asegura que le has robado unas Susan de ojos negros del jardín. ¿Lo has hecho?
- ¿Por qué iba a hacer yo algo así?
- Eso mismo le he dicho. Las Susan de ojos negros crecen por todas partes. Jura que te ha visto arrancar tres de ellas de su jardín.
- Yo estaba en la carretera. No tengo más remedio que pasar por delante de su casa al volver del trabajo.
- También se lo he dicho. -Dan suspiró-. Le diré que he hablado contigo, pero prepárate. Es capaz de tirarte algo cuando pases mañana por ahí.
Jenny le dio las gracias por el aviso y colgó el auricular. Se volvió conteniendo la respiración y le dedicó una amplia sonrisa a Pete, porque seguía allí. Eso la hizo sentir feliz de nuevo.
- ¿Quieres una cerveza mientras preparo la comida?
- Cómo no.
Jenny sacó una Sam Adams de la nevera -otra botella de la que debería dar cuenta- y se la pasó. Después abrió la nevera. Al cabo de un instante las fajitas estaban friéndose en una sartén pequeña y las tortillas tostándose en el horno, y no tiró nada al suelo, pues no estaba nerviosa. Pete no se parecía a nadie que ella hubiese conocido. Mientras ella cocinaba, él se sentó tranquilamente a observarla, como si el mero hecho de hacerlo le supusiese ya un placer. No hizo que se sintiera avergonzada. No le preguntó nada que ella no quisiese responder, no juró ni la amenazó con vengarse. Se ofreció para ayudarla a cocinar, ella volvió a negarse, y ambos rieron, ¡Cuan maravilloso era reírse! De repente, Jenny comprendió que se sentía relajada, lo que constituía una sensación nueva para ella.
Acabaron de cenar y permanecieron sentados el uno frente al otro, y fue entonces cuando ella empezó a sentirse avergonzada por la elección que tenía que hacer. ¿Qué era lo que deseaba a cambio de la comida? No podía escoger.
De modo que le preguntó:
- ¿Por qué dijiste que eres egoísta? -Al ver que Pete fruncía el ceño, añadió-: Anoche, cuando te invité a entrar, dijiste que eras egoísta, ya fueses solitario o no.
Pasó un minuto antas de que respondiese.
- No me comporté bien.
- ¿Con tu familia?
Parecía apesadumbrado.
- Yo era el hermano mayor. A medida que crecía iba teniendo más responsabilidad. Mi padre me presionaba diciéndome que tenía que ser un ejemplo para los más pequeños. Yo odiaba eso. Así que cuando tuve la oportunidad de ir a la universidad, la aproveché y me fui lo más lejos posible. Suponía que los demás aprenderían a hacer el trabajo, igual que había aprendido yo. Y así fue. Pero tuvieron algunos problemas y yo no los ayudé. Soy muy bueno cuando se trata de no responder a las llamadas.
- ¿Por qué? -preguntó Jenny, no podía apartar sus ojos de él. Le gustaba el modo en que movía las manos, con energía pero sin suponer una amenaza. Y lo mismo podía decirse del antebrazo que aparecía bajo la camisa remangada: era fuerte pero para nada amenazador. Incluso el modo en que enarcaba las cejas indicaba sabiduría.
- Durante un tiempo me sentí furioso, sencillamente -repuso él-. Estaba convencido de que me había ganado el derecho a un poco de libertad. No quería ni oír hablar de sus preocupaciones y verme atrapado en ellas. No quería tener que decir que no y sentirme culpable por ello. No quería tener que explicarles mis motivos. Ahora, no tengo motivo alguno, y me siento paralizado.
- Como si quisieras volver pero no te permitieses hacerlo.
- Eso es.
- Como si supieses lo que debes hacer. Tienes toda una lista de razones, y otra gente también, pero aun así no puedes irte.
- ¡Sí!
- Como si de todas las posibilidades que se te presentan solo una tuviese sentido, pero escoger esa posibilidad fuese demasiado duro.
Pete parecía totalmente sorprendido.
- Tú lo entiendes.
Oh, claro que sí. Jenny sabía muy bien lo que era la parálisis, y también conocía el engaño y la culpa.
- ¿Cómo murió tu madre? -preguntó él.
- Fue un accidente.
- ¿Estabais muy unidas?
Jenny negó con la cabeza.
- Yo no fui el niño que ella deseaba. Tuvo uno antes de mí, pero murió cuando era muy pequeño. Se suponía que yo tenía que reemplazarlo, pero nací niña. Nunca le gusté.
- No lo creo.
- Es cierto, y no solo por ese motivo.
- ¿Qué otros motivos?
Jenny, sin embargo, ya había hablado demasiado. Se miró las manos.
- No tengo nada que darte.
Pete se echó a reír, obligándola a levantar la vista.
- Preparas una fajitas estupendas -dijo. Apoyó los codos en la mesa y le dedicó una endiablada sonrisa que la derritió-. ¿Qué otra cosa tendrías que darme? ¿Qué es lo que quieres tú?
Que te quedes aquí, pensó Jenny. Para poder ver el reflejo de tu cara entre todas las invitaciones que robé y que cuelgan del espejo. Para congelar este momento y disponer de él cuando…, cuando…
- Una vuelta en moto -dijo en cambio-. Hay una carretera con muchas curvas que asciende por la montaña. Nebanonic Trail se llama. Te quita el aliento cuando conduces rápido.
- ¿Lo has hecho antes?
- No -respondió Jenny. Darden no había querido llevarla cuando era pequeña, y nadie se lo había propuesto después. Pero había oído lo que decían los chicos del pueblo, y había soñado con hacerlo muchas veces.
Dio una palmada sobre la mesa y se puso en pie.
- Vamos -dijo.