Capítulo 19
Little Falls
Con la cabeza bien alta, Jenny parecía flotar por la acera. La niebla que había cubierto el pueblo durante toda la noche se había disipado con el sol, ofreciéndole una diáfana visión de todos los sitios por los que iba pasando, y ella sacó partido de ello. Buscaba con la mirada a todas aquellas personas que, por lo general, solía evitar. Topó con Angie Booth y sus perros mestizos, y los tres la contemplaron en silencio. Al igual que Hester Johnson y su hermana, que se quedaron de piedra mientras recogían el correo del buzón junto a su herrumbrosa puerta de entrada. Nick Farina la miró sin pronunciar palabra, lo cual contrarió a Jenny, pero solo hasta que pensó en Pete. Entonces, también le sonrió a Nick.
Incluso se puso a canturrear. Era una de las canciones que ella y Pete habían bailado en Giro's. Caminaba al ritmo de la música.
Merle Little se le aproximó de frente al volante de su pequeño coche, pasó por su lado y aminoró la velocidad. Jenny imaginó que Merle se habría quedado atónito ante su sonrisa burlona, pero no volvió la vista atrás. En lugar de eso, le sonrió a Essie Bunch, que se apoyó en su porche para verla pasar, y aunque Jenny no podía ver a los Webster, los Clegg o a Myra Ellenbogen, sonrió hacia los sonidos de la tele que provenían de sus diferentes hogares y le fascinó lo sorprendentes que eran.
Dobló en Main Street, donde las mismas personas habían aparcado los mismos coches del mismo modo que siempre lo hacían. Caminó bajo aquellos toldos verde oscuro con grandes letras blancas, y dejó atrás a la misma gente sentada una vez más en los mismos bancos de madera.
Las viejas costumbres no desaparecían fácilmente. Todos la miraron de aquel modo que tanto la incomodaba. Pero esa mañana no bajó la cabeza, y se negó a mirar hacia la lejanía. Tras recordar a la mujer que gracias a la ayuda de Pete había encontrado en su interior, les miró a los ojos y sonrió.
Siguió adelante hasta el extremo de la calle, giró a la derecha y entró en el local de Comida a su Medida. Miriam estaba en la gran cocina rellenando cannolis con una manga de pastelero. Alzó la vista, permaneció quieta por un instante, apagó la radio con el codo y, mientras dejaba la manga en la mesa, dijo:
- Jenny, vuelves a parecer diferente, y no se trata del peinado. Hoy regresa a casa Darden, ¿no? Se te ve tranquila. Incluso… feliz.
Y lo estaba. Oh, sí lo estaba. Lo que había temido durante tanto tiempo ya estaba a punto de ocurrir, pero las cosas no parecían ni mucho menos tan tétricas como había creído. Posibilidades. Ahí estaba la clave. Ahora tenía posibilidades.
- Quiero decírtelo antes de que lo oigas en boca de alguien. Me voy de Little Falls.
- No me lo creo…
- Me voy -repitió Jenny con una sonrisa-. Con Pete. ¿Recuerdas que te hablé de él?
- Sí, el chico de la chaqueta de cuero y las botas. El motorista. Jenny…, ¿qué sabes de él?
Jenny dibujó un pequeño corazón en el azúcar glas que había caído sobre la mesa.
- Lo bastante. Y no es un motorista, al menos en el sentido que tú crees. Tiene una moto, pero no es de ninguna banda. Es la mejor persona que he conocido en mi vida. Me regala cosas y me lleva a sitios. Me llevó al Giro's el domingo por la noche.
- Eh, yo también fui. ¿A qué hora estuviste?
- Tarde. Alrededor de la medianoche.
- No te creo. Yo estuve allí desde las once a la una. Te habría visto.
- Bueno, tal vez fuese la una y media. No lo recuerdo, hicimos muchas cosas esa noche. -Al pensar en ello se ruborizó.
Miriam miró hacia la ventana.
- ¿Está fuera?
- No. Está en casa, preparándose.
- Quiero conocerlo.
Jenny no le iba a dar oportunidad. Pete era su salvador. Era su orgullo y su disfrute, el deseo de su corazón. No iba a dejar que nadie lo conociese y le encontrase algún defecto, porque era suyo.
Así que, con mucho tacto, dijo:
- No hay tiempo para eso. Nos vamos esta noche.
- ¿Esta noche? ¡Vaya! -Muy cautelosamente, Miriam añadió-: ¿Lo sabe tu padre?
Jenny volvió a trazar un dibujo en el azúcar, esta vez una flecha que atravesaba el corazón.
- Aún no. Pero le veremos antes de irnos. -Las plumas de la flecha no le salieron bien, y lo borró todo. Daba igual. No necesitaba dibujitos. Tenía el auténtico sentimiento fijado en su interior-. Por eso he venido, para decirte que ya no trabajaré más para ti.
- Está bien. Como ya te dije, estoy bajando el ritmo muy rápido.
- Quería darte las gracias. Has sido buena conmigo.
Miriam hizo un mohín. Se limpió las manos en el delantal y le dio a Jenny un fuerte abrazo intentando no mancharla de harina. Después la soltó y preguntó:
- ¿Dónde vais a ir?
- Al rancho de su familia, en Wyoming. Si pasas alguna vez por allí, tal vez te apetezca venir a vernos.
- ¿Cómo se llama el rancho?
- Bifurcación Sur. -Al ver que Miriam la miraba con escepticismo, se explicó-: Está en una bifurcación de la carretera, justo al sur de Montana.
- Suena bien. Buena suerte, y si quieres que te escriba una recomendación, lo haré. Diré lo buena trabajadora que has sido.
- Oh, no trabajaré. Pete tiene dinero y, además, estaré ocupada en el rancho.
Miriam le tendió la mano manchada de harina.
- Me alegro por ti. Me parece bien que te marches. Necesitas empezar de nuevo. Espero que todo vaya bien con Pete.
- ¿Pete? -preguntó Dan O'Keefe. Tenía una mano apoyada en la mosquitera de su garaje, donde funcionaba la comisaría de policía. La pared del frente estaba cubierta de hiedra, lo que daba al lugar un toque más agradable-. ¿El mismo de quien me habló el reverendo Putty ayer?
Jenny pasó por delante de Dan camino del escritorio, de las estanterías, los armarios con archivos y el equipo electrónico. No permitió que su tono de escepticismo afectase su buen humor.
- Va a llevarme a Wyoming con él -dijo-. Solo nos quedaremos hasta que llegue Darden.
- ¿Vendrá en autobús?
- Sí.
- ¿El de las seis y doce? -Dan abrió aún más la puerta-. Hablemos de ello.
Jenny sintió que su ánimo flaqueaba. El agente de policía tenía recuerdos que ella no quería rememorar. No había planeado revivir ciertas cosas. Ya era lo bastante malo estar en aquel lugar rodeado de hiedra. Pero Dan siempre la había tratado mejor que los demás. Quería que viese que estaba tranquila, que sabía lo que iba a hacer y que no tenía miedo. Quería que viese que era feliz.
Él sacudió el polvo de la silla de madera que había al otro lado del escritorio, y se sentó en un extremo de este.
Ella permaneció de pie tras la silla, con las manos apoyadas en el respaldo.
- ¿No quieres sentarte? -dijo él.
Jenny negó con la cabeza, se encogió de hombros y sonrió a modo de disculpa.
- Fuimos duros contigo, ¿verdad? -añadió Dan-. Parecías tener más de dieciocho años por aquel entonces. Es difícil recordar que no eras mayor. ¿Sabe Darden que vas a irte?-Todavía no.
- ¿Sabe de la existencia de Pete?
- Todavía no.
- No le alegrará.
Jenny sintió la conocida punzada de pánico. Pero este surgía de la confusión y la culpa, así como del miedo. Pete la había ayudado a superar el miedo, y a pesar de que seguía sintiéndose culpable, la confusión se había desvanecido. No iba a quedarse con Darden. Las cosas no iban a ir de ese modo. Pete le había ofrecido una posibilidad. Jenny sabía qué era lo que tenía que hacer.
La punzada desapareció. Siguió erguida, respiró hondo y dijo con una sonrisa:
- Le dije que estaría aquí cuando regresase, así que aquí estaré. Pero después me iré. Ha pasado seis años en la cárcel. Bueno, pues yo también. Él va a salir, y yo también. Él quiere regresar, yo quiero irme. Tengo veinticuatro años y derecho a decidir qué es lo que quiero hacer el resto de mi vida.
- A mí no tienes que convencerme -dijo Dan-. Soy yo quien insistía en que te fueses. Pero me habría gustado que lo hicieses antes… de que él regresase.
Jenny no estaba preocupada.
- No me encontrará.
- Bueno, no está autorizado a salir del estado sin permiso. Es una de las normas de la libertad condicional. -Dan movió el hombro como si le doliese-. Obviamente, podría hacerlo de todos modos, pero si lo hace, irán a buscarlo. ¿Podrías darme una pista de dónde vais a ir para que pueda alertar a las autoridades si surge algún problema?
Ella negó con la cabeza.
- Eres el primero al que Darden preguntará.
- Nunca se lo diría. Sabes que estoy de tu parte. -Dan enarcó las cejas-. ¿Crees que me torturará para hacerme hablar? -Soltó una carcajada-. Soy más alto y más fuerte que él. Además, represento a la ley. No puede hacerme daño.
- Las personas comenten insensateces cuando están desesperadas.
- Darden no está tan loco.
- Es un hombre malo. Tú mismo lo has dicho. En cualquier caso -dijo Jenny con renovado entusiasmo-, correremos por ahí durante un tiempo, Pete y yo. Quizá pasen semanas antes de que lleguemos a su casa.
- Tal vez debería conocer a ese tal Pete. Así podría responder por él si Darden empieza a decir que te llevó contra tu voluntad. ¿Está por aquí?
Eran las once y media. Pete debía de estar durmiendo. O dándose una ducha. O lavando su ropa. Jenny se había ofrecido a hacerlo por él, pero se había negado, con el argumento de que ya era lujo suficiente disponer de una lavadora y una secadora después de pasar tantos días en la carretera, y que no quería que fuese su esclava. Incluso había cogido algunas de las prendas de Jenny para lavarlas con las suyas. La última vez que alguien le había lavado la ropa, ella tenía nueve años.
- ¿Conduce una motocicleta? -preguntó Dan con una sonrisa burlona-. Si no recuerdo mal, hubo un tiempo no muy lejano en que tú querías una. Hace tres o cuatro años que el nieto de Nick Farina apareció por el pueblo con una, ¿verdad? El viejo Nick tuvo que contenerse. Odiaba el ruido, odiaba sus pintas. Tú, tú babeabas cada vez que lo veías. El viejo Nick odiaba eso, y casi le dio un ataque al corazón cuando su nieto se planteó el venderte la moto. Creo que Nick se habría mudado antes de ver y oír aquella máquina todos los días. Es raro que no se haya quejado de la moto de Pete.
Jenny sonrió.
- Cuando vas lo bastante rápido, nadie te ve ni te oye -dijo.
- Nunca había oído eso, Jenny Clyde. -Dan la estudió del modo en que lo hacía cuando quería expresar que sabía mucho sobre todas las cosas; y por un segundo, un solo segundo, ella quiso abrazarlo por ser el más amable de todos. Pero no sabía cómo se lo tomaría, y después la necesidad pasó.
Él se frotó de nuevo el hombro, con el entrecejo fruncido.
- Me preocupas -dijo-. El reverendo Putty dice que vas por ahí en camisón todo el día.
La sonrisa de Jenny se hizo esquiva.
- El reverendo Putty se equivoca -replicó Jenny con una sonrisa esquiva-. Solo llevo puesto el camisón cuando él viene a mi casa. -Permaneció tras la silla el tiempo necesario para comprobar que Dan había captado su broma, después se dirigió a la puerta-. Tengo que irme. Solo quería decirte adiós. Si el que me marche te da más trabajo, lo lamento.
- ¿A mí?
- Me refiero a Darden.
- Sabré manejarlo.
Ella asintió y le dedicó una última sonrisa, después se fue.
Para cuando llegó a la escuela, eran las doce menos diez y hacía calor. Se sacó el jersey y lo ató alrededor de su cintura, después se sentó en un extremo del muro de piedra que rodeaba el patio y sonrió durante los diez minutos que dedicó a rememorar su primera infancia. No importaba que la mitad de los recuerdos fuesen reales y la otra mitad inventados. La gente necesita recuerdos felices, tal como necesita adorar a sus abuelas y a sus tías.
A las doce en punto sonó el timbre. Joey Battle fue uno de los últimos niños en salir. Bajó las escaleras discutiendo acaloradamente con otro niño, que le propinó un fuerte empujón y echó a correr. Joey recorrió el patio a trompicones, con aspecto fiero y dispuesto a darle caza, cuando vio a Jenny. En cuando se encaminó hacia ella, su expresión de furia se suavizó hasta expresar el dolor que sentía.
Ella se acuclilló a su lado, le echó la gorra hacia atrás para poder verle los ojos y preguntó:
- ¿Qué ha pasado?
- Me ha llamado mutante.
- Ser un mutante no es tan malo si significa ser diferente de él. Es un tonto.
- A los otros niños, él les gusta más que yo.
- No les gusta. Le tienen miedo.
- Preferiría que me tuviesen miedo a mí.
- No digas eso. Lo que preferirías es gustarles. Y les gustarás.
- ¿Cuándo?
- Cuando empiecen a gustarte a ti. Es recíproco.
Joey le dio una patada a una bellota.
- ¿Les gustabas a los niños? -quiso saber.
- A algunos -respondió ella.
- ¿Porque te gustaban a ti?
- Sí.
- Entonces, ¿por qué ahora no les gustas?
- Tal vez se deba a que me tienen miedo -respondió Jenny.
- Yo no te tengo miedo.
Ese era uno de los motivos, aparte de su aspecto, por el que eran amigos. Jenny deseó poder llevárselo consigo, pero era imposible. Deseó que las cosas fueran más fáciles para él allí, pero no tenía modo de ayudarlo.
Todo lo que podía hacer era esperar que él la recordase como alguien que lo había querido -una especie de madre suplementaria, una tía, una hermana, lo que él prefiriese fingir-, y sonreír de vez en cuando al pensar en ella.
Jenny le rascó la cabeza por encima de la gorra que escondía el corto pelo rojo en que Selena había convertido sus rizos. Joey le cogió la mano y se la metió debajo de la gorra. Jenny se sintió, emocionada.
- ¿Por qué has venido? -preguntó el niño.
- Porque deseaba despedirme. Me voy.
Joey la miró a los ojos.
- ¿Dónde te vas?
- A Wyoming.
- ¿Cuándo volverás? -Era más una acusación que una pregunta.
No podía decirle la verdad. Sintiendo una punzada de culpa y algo más que un poco de pena, Jenny contestó:
- No volveré hasta dentro de un tiempo.
- ¿Cuándo?
¿Cómo explicárselo a un niño?
- No quiero que te vayas -gritó Joey.
El nudo en su garganta se hizo más fuerte.
- Por eso somos amigos -dijo Jenny.
- ¿Por qué te vas?
- Tengo que hacerlo.
- ¿Por qué?
- Porque he conocido a un hombre…
Joey le soltó la mano y echó a correr, pero ella le dio alcance enseguida.
- Siempre es igual -gritó cuando Jenny lo detuvo-. Primero mamá, ahora tú.
- No.
- Sí.
- No. -Jenny se puso en cuclillas ante él-. No. Lo mío no es igual. Pero no puedo quedarme aquí, Joey. Mi padre va a volver.
- ¿Y qué? Dijiste que no había matado a tu madre.
- No lo hizo. Pero hizo otras cosas. No puedo quedarme.
- Llévame contigo.
- No puedo.
- ¿Por qué?
- Porque no puedo.
- ¿Por qué? -chilló Joey.
Jenny lo abrazó como si fuese su propio hijo, y durante ese breve instante permitió que todo el dolor de la partida la atravesase. No podía tragar saliva. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió una pena superior a la que jamás había imaginado que pudiese sentir y, de repente, se sintió aterrorizada.
Eso fue justo antes de que susurrase:
- Ojalá pudiese explicártelo, pero eres demasiado pequeño y, en cualquier caso, no tengo palabras para hacerlo.
- ¿Está muy lejos Wyoming?
- Sí.
- ¿Volverás alguna vez?
Jenny titubeó, después, dijo con calma:
- No.
- ¿Nunca volveré a verte?
Jenny lo apartó de sí para poder verle la cara, las pecas, la sucia cara bañada en lágrimas.
- Lo harás. Pero no aquí -respondió.
- ¿Dónde?
- En algún otro lugar.
- ¿Dónde?
- No lo sé.
- Entonces, ¿cómo sabes que volverás a verme?
Jenny pensó en Pete y en el modo en que había aparecido justo cuando había perdido toda esperanza, y sintió una repentina convicción. Muy despacio, contestó:
- Porque lo sé.
Dio la impresión de que el niño aguantaba la respiración.
- ¿Estás segura?
Ella asintió. Después sonrió.
- Será una sorpresa. No te lo esperarás y, entonces… allí estaré. En serio. Así será.
- ¿Tal vez el año que viene?
- Tal vez.
- ¿O cuando sea mayor?
- Quién sabe -respondió Jenny, pasándole los pulgares por las mejillas para enjugar las lágrimas.
A Joey se le iluminaron los ojos.
- Cuando pase, ¿me llevarás a Chuck E. Cheese?
Ella asintió.
- De acuerdo -dijo él. Echó a andar y añadió-: Tengo que irme.
Jenny lo observó alejarse por la calle, y sintió que una pequeña parte de su corazón se iba con él. Eso le producía un dolor profundo, y solo consiguió sobreponerse gracias a la fuerza de su voluntad. Así, permitiéndose tan solo pensamientos positivos, se encaminó hacia la tienda de alimentación.
Compró patatas, zanahorias y carne para estofar. Compró tapioca. Compró Krispies de arroz y dulces de merengue. Se dio el gusto de gastar el dinero en un plato preparado para Pete y ella. Después derrochó algo más de dinero en dos más para guardarlos en la nevera. Como medida de precaución, cogió una bolsa de pretzels.
- Parece como si fueses a dar una fiesta -dijo Mary McKane cuando le pasó el tíquet de compra.
- Tal vez -dijo Jenny con una sonrisa, y se colocó la bolsa bajo el brazo.
Durante gran parte del camino de regreso no pudo evitar sonreír al pensar en seguir a Pete hasta el fin del mundo. Fue cuando ya tenía la casa a la vista que empezó a sentir náuseas.
Caminó más rápido. Las náuseas crecieron. Aceleró aún más el paso. Prácticamente corría cuando entró en el sendero de acceso a la casa y vio la moto, allí, junto al garaje… e incluso entonces no se sintió bien hasta entrar en la cocina y ver a Pete frente a los fogones. Entonces se apoyó contra la pared, aliviada.
Con una simple mirada, él supo lo que había pensado.
- Creías que me había ido -la reprendió mientras cogía la bolsa de sus manos-, pero no lo he hecho. Ya te he dicho que no voy a irme sin ti. ¿Por qué no puedes creerlo?
- Porque a veces no puedo creer que seas real.
- ¿Acaso no parezco real?
- Sí.
Él le cogió la mano y la puso sobre su pecho, a la altura del corazón.
- ¿No puedes sentir que soy real?
Ella notó su pulso. Asintió.
- ¿Entonces?
Díselo, Jenny. No puedo. Cuéntaselo todo. No puedo arriesgarme. Él te quiere. Pero ¿me quiere lo suficiente?
Jenny se cubrió la cara con una mano. Él se la apartó, la atrajo hacia sí, y susurró contra su pelo rojo:
- He preparado chocolate caliente para compensarte por el desayuno, pero hace demasiado calor. Será mejor que tomes algo fresco.
- El chocolate caliente es mi bebida favorita.
- Me lo imaginaba -dijo con aquella sonrisa que le hacía perder el sentido-. Tienes tres botes grandes de chocolate en el armario.
- Tomaré un poco.
- ¿No tienes calor?
Jenny negó con la cabeza, se sentó a la mesa y mientras esperaba el chocolate imaginó que fuera caía la nieve.
En los meses que siguieron a la muerte de su madre, Jenny había vivido sobre todo en la cocina, la habitación de invitados del piso de arriba y el desván. Dan había hecho que alguien limpiase la sangre del salón, pero Jenny no soportaba estar allí, como tampoco en los dormitorios, pues habían sido el escenario del horror. Darden llevaba dos años en la cárcel cuando al fin pudo volver a su dormitorio, y eso porque un mapache la echó de la habitación, y solo tras limpiarla concienzudamente de arriba abajo.
Seis años después, seguía evitando el salón. Limpiaba el polvo del dormitorio de sus padres dos veces al año. El resto del tiempo mantenía la puerta cerrada.
El martes por la tarde, la abrió de par en par, llevó hasta allí las cajas de cartón que habían estado esperando en el garaje y las llenó con las cosas de su madre. No dobló nada, no se detuvo a mirar nada ni a recordar. Cerraba una caja cuando estaba llena y pasaba a la siguiente, y durante todo el rato no dejó de culpar a Darden por no haber querido hacer eso él mismo, por no preocuparse de hacerlo como una especie de despedida de su mujer.
Estaba castigando a Jenny, por supuesto. Ella lo sabía. Estaba jugando otro de sus juegos perversos para mantener vivo el sentimiento de culpa de Jenny, y hasta cierto punto había tenido éxito. A pesar de que iba a toda prisa, a pesar de que evitaba mirar alguna blusa en concreto, o una falda, a pesar incluso de sus largas charlas con Pete y las resoluciones que había tomado, se sentía culpable, y sentía dolor y rencor.
Entonces se acabó. Su mente se rebeló y acabó con ello. Con la culpa, el dolor, el rencor… Los guardó junto con las últimas cosas de su madre, cerró la caja y salió.
La bañera estaba llena de burbujas que olían a lilas. Cubrían la superficie del agua formando una capa rota únicamente por la cabeza y las rodillas de Jenny. Esta permanecía con los ojos cerrados hasta que oyó que Pete, desde la puerta, decía:
- Hola.
Sonrió con timidez, porque era un hombre y, al mismo tiempo, todavía era algo nuevo para ella.
- ¿Todo bien?
Ella asintió y dijo:
- Me siento extraña.
- ¿Te entristece irte?
- Un poco. Raro, ¿no?
- No. Este lugar ha sido toda tu vida. -Pete se sentó en el borde de la bañera y acarició sus dedos entre la espuma-. No serías humana si no te sintieses triste.
- ¿Qué hora es?
- Las cinco. El estofado ya está casi listo. Es su comida preferida, ¿verdad?
Lo era. Estofado y pudín de tapioca, y tortas de Krispies de arroz, y cerveza.
- Si lo odio, ¿por qué me molesto en hacerlo?
- Porque eres amable. Es la primera comida casera que va a probar en seis años.
- No soy amable. Sencillamente intento dorarle la pildora. Se pondrá hecho una furia cuando le diga que me voy. Puede ser desagradable.
- Eso soy capaz de sobrellevarlo -repuso Pete-, siempre y cuando nos hayamos ido a medianoche. Es cuando la moto se convierte en una calabaza.
Ella sonrió.
- Medianoche. De acuerdo. Lo tendré presente.
Él selló la última palabra con su boca y le besó de aquel modo que provocaba que Jenny aflojase los hombros. Pete se echó hacia atrás y empezó a quitarse la ropa. Una vez desnudo, Jenny le hizo sitio en la bañera. Pasó otro minuto antes de que la colocase en su regazo, entrase en su interior y, al cabo de unos instantes, Jenny empezara a sentir un crescendo de diminutas explosiones en lo más profundo de su corazón.
«Es una muestra de lo que está por venir», pensó Jenny, y retuvo la imagen con una sonrisa mientras se besaban, salían de la bañera y se secaban. La sonrisa empezó a borrarse cuando se puso el vestido de flores que Darden le había enviado, y desapareció por completo cuando Pete la acompañó fuera.
- ¿Por qué no cambias de opinión y dejas que te acompañe? -le preguntó.
Al negar con la cabeza, sintió el movimiento de los mechones de pelo, la mitad de largos de lo que Darden esperaba encontrarlos. No iba a gustarle en absoluto.
- Tengo que ir sola.
- Puedo llevarte. Ser tu chófer.
«Si solo fuera eso», pensó ella encaminándose hacia el garaje.
- Tengo que ir sola -repitió.
- Pero no tienes carnet de conducir.
- Sé conducir. -Había puesto en marcha el Buick y había dado una vuelta con él una vez al mes durante los últimos seis años. A veces, incluso había ido un poco más lejos. Oh, sí, sabía conducir. Tal vez no muy bien, pero el trayecto a la ciudad era recto, e ir recto era fácil.
- ¿Y si te paran?
- ¿Quién lo haría? Cualquiera que me viese podría llamar a la comisaría, pero el jefe estará en casa cenando y Dan estará en el pueblo esperando el autobús.
- ¿Te lo ha dicho él?
- No. Pero conozco a Dan.
A Jenny le alegraba pensar que en efecto estaría allí. Temía lo que pudiera hacer Darden cuando viese su pelo.
Jenny sabía que no le pegaría. No era su estilo.
Más bien la haría sentir culpable de nuevo y haría crecer la culpa hasta convertirla en diez veces más grande de lo que era, hasta que le resultase tan opresiva que no pudiese respirar, hasta que le resultase imposible conseguir que disminuyera.
Si eso ocurría, era muy probable que perdiera su resolución.
Rodeó a Pete y lo cogió por los hombros.
- Tienes que estar aquí cuando vuelva, prométemelo. ¿Me lo prometes, Pete?
Él hizo la señal de una cruz en su pecho.
Podría habérselo preguntado una docena de veces y aun así no se habría quedado tranquila, y no por falta de fe en Pete, sino por el miedo que le inspiraba Darden. Pero tenía que irse. No podía llegar tarde.
Así que se puso al volante del Buick, hizo girar la llave en el contacto y le devolvió la vida a aquel antiguo motor. Minutos después, recorrió la carretera dando tumbos y entró en el pueblo.