Capítulo 17

Cuanto más se alejaba de Boston, más urgencia sentía Casey. A Caroline le costaba respirar otra vez; Casey llamó desde la carretera y así se lo dijeron. Los doctores estaban monitorizándola en busca de señales de infección. En pacientes como Caroline, las infecciones eran una de las causas más frecuentes de muerte.

Casey pensó en dar media vuelta y volver, pero no soportaba la idea de sentirse inútil; todavía, de nuevo. Además, si Caroline le había enseñado algo era a actuar según sus convicciones. Tal vez no estuviese de acuerdo con la causa de Casey, pero sí aprobaría que la llevase adelante. Connie, por el contrario, habría aprobado la causa; como mínimo, la parte que incluía a Jenny Clyde.

No era frecuente que Casey tuviese la aprobación de sus dos padres, y eso hizo que se sintiera bien. Ya no podía volver.

Así que mantuvo el pie en el acelerador en dirección al norte. Una hora después, atravesó el extremo suroriental de New Hampshire. Para entonces, le devolvió la llamada a una de sus amigas de yoga que se había preocupado al no verla en clase la noche anterior, y a un paciente que quería cambiar el día de visita.

Cuando entró en Maine, la autopista se hizo más ancha. Había cola en la salida para el mercado de Kittery, así como en las salidas de Ogunquit, y cuando llegó a Portland, al cabo de dos horas también dejó esta atrás.

Se detuvo, llenó el depósito, estudió el mapa y siguió conduciendo. Al llegar a Augusta, habían pasado ya tres horas, había remitido a un paciente a otro terapeuta y, a pesar de las llamadas telefónicas, estaba cansada de la autopista. Todavía pasó otra hora antes de alcanzar Bangor. En ese punto, dejó la autopista, cambiando la velocidad por las vistas. La carretera del norte tenía ahora un solo carril en cada dirección. Quizá fuese cosa del destino, pero acabó detrás de una oxidada furgoneta con placa de Maine que iba a unos cincuenta kilómetros por hora.

Descartó tocar la bocina como si estuviese en la ciudad. Descartó adelantarla en plan suicida. Con mucho mayor tino, ejecutó unas cuantas respiraciones yóguicas, acomodó su ritmo al de la furgoneta, y disfrutó del paisaje. Pinos y abetos crecían a los lados de la carretera. Dejó atrás una granja, un cobertizo, un garaje. Dejó atrás una pequeña casa oculta con tanta precisión entre los árboles que de haber circulado más deprisa no la habría visto. Dejó atrás un lago.

Casi pasó de largo Abbott. Cuarenta minutos después de haber dejado la autopista, a cincuenta kilómetros por hora, le pareció poco más que un bulto en medio de la carretera, que incluía Grange Hall, una oficina de correos y una tienda de ultramarinos. Hambrienta ya a esas alturas, se detuvo frente a la tienda. Tres adolescentes, con pendientes, tatuajes y camisetas de aspecto terrible, estaban apoyados en la verja frente a la tienda, fumando y haciendo anillos de humo.

Casey advirtió su sentimiento de rebeldía. Ella también había pasado por eso. Pero no le habría gustado cruzarse con ese trío en un callejón oscuro. Imaginó a un joven Connie, en palabras de Ruth, «tan enclenque como brillante», y no pudo evitar pensar que si los chicos del pueblo habían parecido tan duros en su época, no debía de haber tenido posibilidad alguna.

Intentando pasar inadvertida en la medida de lo posible, Casey aparcó el Miata, subió los escalones de madera y entró en la tienda. Se sintió aliviada al estar dentro, y no solo por lo de los chicos, sino porque además de los estantes con toda clase de productos alimenticios, había un mostrador con comida preparada. Se sentó en un taburete y echó un vistazo a la pizarra en que aparecía el menú escrito a mano, pidió unos macarrones con queso y una Coca-Cola. Como era la única clienta, la atendieron rápido… El tiempo que le llevó a la mujer poner la olla al fuego, remover el contenido con un cucharón y servir la pasta.

- ¿Está de paso? -preguntó la mujer cuando deslizó el plato hacia Casey.

Los macarrones con queso constituían una comida reconocible, y Casey se sintió a gusto.

- No lo sé -respondió-. Depende. Estoy buscando información sobre una familia apellidada Unger. Vivieron aquí hace un tiempo.

La mujer apoyó los codos sobre el mostrador y frunció el ceño.

- ¿Unger? He, vivido aquí toda mi vida, o sea, cuarenta y cinco años, pero nunca he oído ese apellido.

Casey habría dicho que la mujer tenía más de cuarenta y cinco años. Parecía demasiado cansada, por decirlo de algún modo. Las arrugas entre las cejas y los hombros hundidos sugerían que acarreaba con el peso de grandes preocupaciones desde hacía más de cuarenta y cinco años.

- Tal vez sea usted demasiado joven -dijo Casey-. Creo que esa familia dejó el pueblo hará unos cincuenta y cinco años, más o menos. -Engulló unos cuantos macarrones con queso.

- Pregúnteselo a Dewey Heller. Tiene setenta años, pero lleva en el pueblo lo menos cien. Su oficina está por debajo de Grange Hall. Si alguien puede recordarlo, ese es él, pero ya ha cerrado.

- ¿Podría ir a su casa?

- Podría.

Casey esperó. Al ver que la mujer no añadía nada, dijo:

- ¿Podría decirme dónde vive?

La mujer negó con la cabeza.

- Me despediría. Es el propietario de esta tienda. -Echó un rápido vistazo alrededor-. Trabajó aquí hasta los sesenta, y luego perdió el interés. No trata muy bien a la gente guapa que va en coches deportivos. Ese de ahí fuera es bonito. ¿No le preocupa que nuestros muchachos decidan tomarlo prestado?

Casey tragó más macarrones con queso. Después sonrió.

- Soy una chica de ciudad. Ese coche tiene todos los sistemas antirrobo de los que haya usted oído hablar alguna vez. No, ese no es el problema. El problema es que mañana es sábado. ¿Abre él los sábados?

- De nueve a once. Cierra los lunes.

Eso tranquilizó a Casey, aunque solo por un instante. Seguía disponiendo del resto del día, y no soportaba la idea de perder el tiempo.

- Ya que no puedo hablar hoy con él, ¿qué tal la comisaría del pueblo?

- ¿Comisaría? -La mujer sonrió de medio lado-. Inténtelo con nuestro agente. Tenemos uno. Puede hablar con él, pero es joven. Solo lleva diez años en el pueblo. Es difícil que se queden mucho tiempo cuando no les pagas demasiado. -Miró hacia la puerta-. Bueno, inténtelo. Aquí llega.

El agente, vestido de color caqui, se llamaba Buck Thorman. Era uno o dos años mayor que Casey, alto, rubio y fornido. La cocinera hizo las presentaciones y se fue a otro rincón de la tienda. Él se sentó a horcajadas en el taburete que había junto a Casey y le hizo a esta las preguntas que se supone que un policía de pueblo tiene que hacerle a una forastera.

Casey se lo permitió. Sí, el coche era suyo. No, lo había comprado de segunda mano. Sí, tenía cambio de marchas manual. Cinco velocidades, sí. Cásete, no; reproductor de discos compactos, sí. Ciento veinte caballos, gracias. No, nunca pasa de los ciento veinte kilómetros por hora.

- ¿Qué la ha traído por aquí? -le preguntó cuando acabó con el trabajo importante.

- Estoy trazando mi árbol genealógico. Incluye personas con el apellido Unger. Vivieron en Abbott hace tiempo.

- Debe de hacer mucho tiempo. Nunca he oído hablar de ningún Unger.

Casey no le recordó que solo llevaba diez años en el pueblo, lo que tampoco era demasiado tiempo. Él había apoyado la espalda contra el mostrador y los codos encima de este, revelando así su musculoso tórax. Casey no sintió ningún tipo de atracción, pero no quiso decírselo. Estaba allí por un motivo. Si podía ayudarla, dejaría que pensase lo que quisiera.

- ¿Y el apellido Clyde? -preguntó-. ¿Darden Clyde? ¿MaryBeth Clyde?

El policía se rascó el mentón.

- Me resulta familiar. ¿Dónde he oído yo ese apellido?

Ella contuvo el aliento. Un minuto después, el agente se encogió de hombros.

- ¿Podría haber sido en un pueblo llamado Little Falls? -preguntó Casey.

El agente apretó los labios y negó con la cabeza.

- Little Falls, no. Conozco Duck Ridge, West Hay y Walker. Conozco Dornville y Eppick. ¿Little Falls? No.

Casey dejó escapar el aire. Estaba empezando a hartarse de las vías muertas.

- ¿Quiere dar una vuelta por el pueblo? -le preguntó el agente, como si eso pudiese aliviar su decepción-. Abbott no es un mal lugar. -Se inclinó y añadió en voz baja-: No es muy excitante, por eso los buenos chicos se van y se quedan los genios como los de ahí fuera.

- No los juzgue… -dijo ella-. Yo también fui una rebelde. ¿Dónde van los «chicos buenos»?

- Bangor, Augusta, Portland. Hay más cosas que hacer por ahí. Más trabajo. Yo estoy pagando aquí mis pecados, no sé si me entiende. Es un pueblo tranquilo, nada de delitos interesantes. -Cerró los dedos y la señaló con el índice-. Por eso me suena el apellido. Hace catorce o quince años los Clyde estuvieron involucrados en un asesinato.

Las esperanzas de Casey renacieron.

- Eso es -dijo con entusiasmo-. Marido y mujer. ¿Hace catorce o quince años?

- No estoy del todo seguro.

- Tuvo lugar en Little Falls.

El agente Thorman sacudió la cabeza.

- Bueno, podría ser, pero no hay ningún Little Falls por aquí cerca. Tal vez en otro lugar del estado.

- ¿Recuerda lo que pasó, lo que dijeron los medios de comunicación sobre el asesinato?

- Qué va. Recuerdo sobre todo el juicio, y tuvo que celebrarse en Augusta o Portland. Podría haber prestado más atención si hubiese sido mayor, o si se hubiese tratado de algo internacional, relacionado con el terrorismo o algo así. Pero ¿violencia doméstica? -Se estiró sobre el taburete, alargó las piernas y dejó escapar un largo suspiro-. Crecí oyendo hablar de violencia doméstica. Aburre después de un rato, ya lo veas a tu alrededor o lo trates como policía. Un par más de años aquí e ingresaré en el FBI. Pero le diré una cosa. Si deja que le enseñe el pueblo, me alegrará la semana. Demonios, me alegrará el mes.

Casey quería ver Abbott. Su padre había crecido allí, y no tenía motivo alguno para dudar de las palabras de Ruth.

Acabó los macarrones con queso, vertió la Coca-Cola en un vaso de plástico, pagó la cuenta y, mientras Thorman advertía al trío de muchachos de que si tocaban el Miata los encerraría por haber fumado hachís allí mismo dos días atrás, se sentó en el asiento del acompañante del coche patrulla.

Recorrieron una calle lateral. La llevó en primer lugar al mecánico local y la presentó. Tras eso, pasaron por delante de la lavandería y la tienda de reparación de electrodomésticos. Después dejaron atrás un edificio grande en ruinas junto a un arroyo.

- Eso era la fábrica de zapatos -explicó-. Me dijeron que, en un momento dado, casi todo el mundo en el pueblo estaba relacionado con ella de un modo u otro.

Casey se sintió intrigada. Cosas muy significativas debían de haber sucedido en esa fábrica.

Imaginó que la madre de Connie -¡su abuela!- quizá hubiese trabajado allí, e intuyó cierta conexión. Le habría gustado echarle un vistazo a la fábrica, pero Thorman siguió adelante, en dirección a la escuela. Al llegar a esta no pudo evitar apearse.

- ¿Cerrada hasta que empiece el curso? -preguntó, haciendo un gesto hacia el muro de piedra.

- Cerrada para siempre -respondió Thorman-. Los chicos asisten a una escuela regional.

Cosey rodeó el edificio intentando imaginar a Connie allí. No era Harvard, precisamente, pero le ayudó a entender a su padre. Él había tenido que enfrentarse a una dicotomía: el brillante profesional frente al niño tímido y solitario, después muchacho y más tarde hombre. Imaginó a Connie sentado en el suelo bajo el nudoso roble mientras veía jugar a los otros niños.

De regreso al coche patrulla, Thorman la llevó por calles flanqueadas por casas viejas y árboles añosos. Tanto aquellos como estos estaban desvencijados, aunque Casey se dijo que no siempre debían de haber sido así. Las casas eran pequeñas, bien construidas y separadas unas de otras por un confortable espacio. Las más grandes no crecían hacia arriba. Parecían trenes, con vagones adicionales enganchados a izquierda o derecha o en la parte de atrás.

Se cruzaron con personas aquí y allá. Algunas eran viejas; otras, jóvenes. Algunas estaban sentadas en porches; otras, en los escalones. Los pocos niños que vieron corrían de un lado a otro en los jardines o se columpiaban en neumáticos o en cajas.

Fascinada, Casey le pidió que condujese más despacio, y que diesen otra vuelta. En esta ocasión, buscaba flores, observando alrededor para ver los jardines traseros si en los delanteros no las había. Si Connie había recreado su Maine natal en Boston, esas flores tenían que estar allí. Pero no estaban. Vio árboles y césped. Vio matorrales. Vio piedras y musgo y polvo.

Desilusionada, se echó hacia atrás en el asiento y suspiró. Thorman la llevó de vuelta al Miata.

- ¿Está libre para cenar? -le preguntó cuando ella cogió la manilla de la puerta.

Casey sonrió. A pesar de que había sido agradable, no quería darle falsas esperanzas. Por otra parte, ¿no había dicho que la vuelta por el pueblo le alegraría la semana? Cenar juntos no era necesario.

- Gracias, pero con los macarrones con queso he tenido suficiente. Además, estoy agotada. Debo hacer unas cuantas llamadas telefónicas y leer unos papeles, y necesito dormir. No he visto ningún motel por aquí.

Thorman pareció decepcionado, pero solo por un instante. Se tomó la negativa con humor y dijo:

- No. Aquí no. Y tampoco lo hay en el próximo pueblo, Duck Ridge.

Casey esperó. Él no dijo nada más. Supuso que se trataba de alguna broma típica de Abbott.

Finalmente, con paciencia, ella preguntó:

- ¿Y en el siguiente pueblo?

- Allí hay un sitio.

- ¿Un «sitio»?

- Una especie de pensión.

- ¿Puede darme la dirección?

Todo lo que a la pensión West Hay House le faltaba de personalidad lo compensaba con silencio, lo cual resultaba perfecto para releer Soñando con Pete. Casey era la única huésped. Pudo escoger habitación. Pudo escoger baño. Pudo escoger incluso los bollos del desayuno.

- Solo los hago de un tipo cada mañana -le dijo la recepcionista antes de que se fuese a la cama-, o sea que también puede elegirlo.

Se decidió por los de arándanos, y fueron sorprendentemente grandes, blandos y sabrosos. Lo interpretó como una señal prometedora.

De hecho, lo fue. De regreso en Abbott, mucho antes de que diesen las nueve de la mañana, exploró de nuevo el pueblo, esta vez sola. Se detuvo de nuevo en la escuela y caminó por el patio. Se detuvo en las ruinas de la fábrica de zapatos y caminó por entre las piedras. Después condujo hasta la zona residencial. Allí vio más gente, haciendo las cosas típicas de los sábados, arreglando la casa, cortando el césped, limpiando los coches. El suyo no pasó inadvertido; muchos se volvieron para mirarlo.

Ella sonrió, asintió y no cedió al impulso de apretar el acelerador. Siguió recorriendo las calles despacio, tratando de imaginar cuál habría sido la casa de Connie. Se decidió por una pequeña pintada de amarillo. Las paredes estaban algo desconchadas y el jardín parecía bastante descuidado, pero había una mecedora en el porche. Imaginó a su abuela meciéndose en ella. La mujer seguramente había sido más bien menuda, como la propia Casey. Tendría el pelo blanco, un rostro arrugado y una amable sonrisa. Llevaría un vestido de flores y un delantal blanco, y olería a pan casero. Pan de maíz y melaza.

Vaya. Casey no sabía de dónde había salido esa imagen. No recordaba haber comido nunca pan de maíz y melaza, pero seguramente sí lo había hecho. Aquella clase de pan, al igual que los macarrones con queso, la hacían sentir bien. Para eso estaban las abuelas; lo que la llevó a recordar dónde se encontraba en ese momento.

Se sintió sola, regresó al centro del pueblo y aparcó en el punto donde la cobertura del teléfono móvil era más fuerte. Accedió a su buzón de voz. Había unos cuantos mensajes de sus amigas, pero no devolvió las llamadas porque no quería tener que explicarles dónde estaba y por qué. Pero no habían llamado de la clínica, y eso sí era importante.

Satisfecha por ello, llegó hasta Grange Hall con el coche muy poco antes de las nueve, y aparcó el Miata en la parte trasera, junto a una vieja furgoneta justo en el momento en que Dewey Heller le daba la vuelta al cartel de cerrado. Le sonrió y le hizo un gesto con la mano.

- Menuda furgoneta -dijo con una sonrisa de admiración. Tal vez no recordase el pan de maíz y melaza, pero sí los viejos coches-. Mi madre tuvo una de esas hace años.

- Apuesto a que la suya no tenía madera en los costados.

- Pues sí la tenía -dijo Casey con orgullo.

- Apuesto a que la suya no era tan vieja como la mía. La mía es del cuarenta y siete, y no las llamábamos furgonetas por aquel entonces, sino «coches de playa». No es que llevase yo a mis amigos a la playa en él, pero sí los llevaba a la estación de tren. Acabo de tomarme un café en la tienda. Donna me ha dicho que tenía visita. Dijo que estaba usted buscando a los Unger. Bueno, estaban Frank y Mary y su hijo, Cornelius. Mala elección como nombre para un niño, incluso entonces. Todo el mundo podía ver que era poca cosa. Necesitaba un nombre sólido como… como Rock.

Casey estaba tan contenta de haber encontrado a alguien que conociese el nombre de su padre que no pudo evitar sonreír.

- Rock no habría casado con la persona en la que se convirtió.

- ¿En qué se convirtió?

- En un famoso psicólogo. Murió hace un mes. En parte estoy aquí, para ver si queda algún miembro de la familia.

- No. No quedaron muchos después de que muriese su padre y su madre se marchara. ¿Cuál es la otra parte?

Casey se sintió confusa.

- Usted ha dicho «en parte» -le recordó el viejo-. ¿Cuál es esa otra parte?

Casey no contestó todavía.

- Hábleme de la madre -dijo en cambio-. ¿Qué aspecto tenía?

- Era menuda, delgada y con el pelo muy largo, un poco más rojo que el suyo. Tenía… -Pecho abundante, por lo que indicaba su gesto-. Por supuesto, todas las mujeres tenían… -Repitió el gesto- Debido a los delantales que llevaban.

- ¿Era guapa?

- Bastante.

- ¿Trabajó en la fábrica de zapatos?

- Todo el mundo trabajó allí. ¿Cuál es la otra parte? -repitió el viejo.

Carey sonrió como pidiéndole un poco más de tiempo.

- ¿Tenían familia aquí…, primos o similares?

- No que yo supiese. ¿Cuál es la otra parte?

Casey tuvo que responder.

- Estoy intentando encontrar Little Falls.

El viejo volvió a suspirar, pero en esta ocasión con placer y esbozando una sonrisa.

- Little Falls. No había oído ese nombre desde hace mucho tiempo. Tiene que ser Walker.

- ¿Walker? -repitió Casey sin poder contener su excitación. Entonces era real. Si Little Falls existía, Jenny Clyde también.

- Está a unos cincuenta kilómetros de aquí -prosiguió Dewey Heller-. Little Falls fue su primer nombre, no porque hubiese alguna cascada por allí, que no la hay, sino porque la familia Little fundó el pueblo, y montaban una gran juerga todos los años cuando las hojas de los árboles se volvían rojas y anaranjadas. En tiempos de la Depresión, la gente de allí creyó que necesitaban un nombre más sonoro, ya sabe a qué me refiero, así que hicieron una votación, y se hizo oficial. Walker. La cuestión es que los lugareños siguieron llamándolo Little Falls durante mucho tiempo. Después llegaron los códigos postales y todas esas cosas y Walker acabó imponiéndose. Muy pocas personas siguen llamándolo Little Falls. No me diga que Little Falls no tiene más carácter como nombre de pueblo que Walker. -Arrugó la frente-. Walker. Es como… Bah. ¿No le parece?

Casey no creía que pareciese «bah» en absoluto, y poco le importaba el nombre si existía realmente.

Entusiasmada, se despidió de él y se dirigió hacia el norte de nuevo. Tardó casi una hora en recorrer cincuenta kilómetros por una carretera de dos carriles, pero estaba tan cerca de encontrar a Jenny Clyde que lo habría hecho de cualquier manera. Connie estaría orgulloso de ella.

Término municipal de Walker, leyó en el cartel. Aminoró la velocidad con la intención de no perderse un solo detalle. Las casas eran tan viejas allí como en Abbott, pero algo más grandes y mejor cuidadas. Y lo mismo sucedía con los jardines. Algunos tenían flores; otros, césped. En ambos casos, se notaba que se ocupaban de ellos.

Deseaba oír y oler, tanto como ver, así que apagó el aire acondicionado y abrió la ventanilla. Tenía fresca la historia de Soñando con Pete. Supuso que reconocería rápidamente si estaba en el pueblo adecuado.

Se puso alerta cuando las casas empezaron a estar más juntas unas de otras, y cuando vio un cartel que indicaba la calle West Main, se le aceleró el pulso. Jenny Clyde vivía en West Main. Había dado por supuesto que el diario estaba basado en hechos reales, por lo que cabía la posibilidad de que hubiese dejado atrás la casa.

Resistió la tentación de volver atrás y prosiguió, y se vio recompensada en cuanto llegó al centro del pueblo. Enfiló Main Street y vio exactamente lo que describía el manuscrito. Toldos verdes con letras blancas sobre las tiendas. El color verde estaba ligeramente desteñido, y los carteles no parecían tan limpios como se describía en el manuscrito, lo que significaba que había pasado un tiempo desde la «renovación urbana» de la que había hablado Jenny.

A un lado de la calle había una ferretería, una droguería, la redacción del periódico y un Dunkin' Donuts. En el manuscrito, el Dunkin' Donuts era una tienda de baratillo y una panadería, pero el cambio era plausible, pensó Casey.

Al otro lado de la calle vio una tienda de alimentación, una floristería, una tienda de yogures y una tienda de ropa de segunda mano. También habían cambiado algunas cosas en ese lado: la tienda de yogures en lugar de la heladería, y la tienda de ropa de segunda mano en lugar de Miss Jane's. El cambio de la heladería estaba enconsonancia con los tiempos, y respecto a Miss Jane's, la propietaria no había sido amable con Jenny. Casey se dijo que habría sido una especie de acto de justicia poética que la tienda hubiese quebrado.

Los coches estaban aparcados en ángulo a lo largo de la calle. Estacionó el Miata en un espacio libre. Justo frente a la redacción del periódico. Walker Citizen se leía en el toldo verde que había encima del escaparate y la puerta. Casey se dijo que era un buen lugar por el que empezar.

Salió del coche y entró en la redacción. Había tres escritorios. En el primero había un ordenador tras el cual estaba sentada una mujer joven. En el segundo no había ordenador ni persona alguna, pero sí dos teléfonos y varias pilas de papeles. El tercer escritorio, en una posición de supervisión al fondo de la estancia, era más grande que los dos primeros y estaba ligeramente elevado. Tenía su correspondiente ordenador, pero Casey se fijó tan solo en el hombre que había detrás de él. Era delgado y, a pesar de su escaso pelo, tenía un extraño aspecto adolescente. Ella sabía quién era. Lo sabía muy bien.

Caminó directamente hacia su escritorio y le tendió la mano,

- Soy Casey Ellis, y usted debe de ser Dudley Wright III.

Dudley se puso en pie, alto y desgarbado, y le dedicó una amplia sonrisa.

- Lo soy.

Casey le echó un vistazo a la placa que había sobre la mesa.

- ¿Editor jefe? -indicó-. Es usted muy joven para serlo.

Su sonrisa se hizo maliciosa.

- Me nombraron editor jefe cuando tenía treinta y dos años.

Si el manuscrito no mentía, había deseado ese puesto a los treinta.

- ¿Treinta y dos? -repitió Casey-. Sorprendente. A un amigo mío lo nombraron editor jefe de un periódico local a los veintinueve. Pero claro, era un periodista muy brillante -añadió, porque pincharle un poco no le haría daño. Ese hombre tampoco se había mostrado muy comprensivo con Jenny. Esta explicaba en el manuscrito que entonces tenía veintiséis-. ¿Qué edad tiene?

- Treinta y tres -respondió y, desilusionado, volvió a sentarse-. ¿En qué puedo ayudarla?

Si el manuscrito no mentía; habían pasado siete años desde que Jenny había escrito la historia.

- Estoy buscando a Jenny Clyde… Quiero decir, MaryBeth -se corrigió Casey.

- No importa. Se nos fue.

- ¿Se fue? ¿Adonde?

- Murió.

Casey se quedó con la boca abierta.

- No es posible.

- Sí.

- ¿Está seguro?

- Yo mismo escribí su necrológica -repuso él con evidente engreimiento.

Casey estaba aturdida. Había creído que Jenny quizá fuese una invención, pero nunca habría imaginado que estuviese muerta. No tenía sentido; no con aquella nota de Connie. «¿Cómo ayudarla?», en presente.

Connie le había pedido ayuda, pero no había manera de ayudar a alguien que había muerto. Debía de tratarse de un error. Tendría, que investigar más. Jenny era su causa.

Dudley Wright III parecía sacar su fuerza del hecho de mostrarse altivo. Se retrepó en su asiento, entrelazó los dedos de las manos sobre la cintura.

- La cuestión es que se ahogó. Aquí mismo, en la cantera.

- Eso no es posible -dijo Casey. Jenny había ido a la cantera con Pete. Era un lugar mágico. Había sido feliz allí. Era imposible que hubiese pasado de la felicidad a la desesperación tan rápidamente.

Bueno, sí podía imaginarlo. Había sentido su desesperación. Y, sin duda, tenía que haber más páginas que Casey aún no había encontrado. La historia no había acabado.

- Qué puedo decirle -musitó el periodista, y no era un ofrecimiento.

Casey empezó a imaginar alternativas. Sabiendo lo poco amable que el pueblo había sido con ella, tal vez sencillamente se había marchado, dejando atrás a personas que preferían pensar que había muerto. La gente del pueblo tal vez lo creyese. Ahogarse en la cantera podía explicar la desaparición.

- ¿Y Darden Clyde? -preguntó.

- Oh, vive aquí. Sigue poniéndole los pelos de punta a la gente. Tiene otra mujer. Ella se mudó aquí con sus dos hijos. Nadie sabe si están casados, pero ella debe de satisfacer algún tipo de necesidad de Darden, porque siempre lo acompaña a todas partes. Sin embargo, él cambió desde que MaryBeth se ahogó. Antes era un tipo difícil. Era mejor no cruzarse en su camino. Ahora es peor. Es un hombre malo e intratable.

Casey no lograba imaginar por qué una mujer querría someterse, y con ella a sus hijos, al yugo de un hombre así. Pero la situación no era extraña. Había trabajado con muchas mujeres que habían sufrido abusos de todo tipo por parte de sus parejas y no habían tenido los recursos para dejarlos.

- ¿Tiene familia aquí? -preguntó. Los parientes de Darden tal vez fuesen suyos.

- Nadie que admita serlo.

- Pero ¿hay alguno? -Casey contuvo la respiración.

- No. Bromeaba. No tiene familia.

Aliviada, dejó escapar el aire. Por mucho que hubiese deseado tener familia, no quería a nadie relacionado con Darden.

Había unas cuantas preguntas que deseaba hacer -como cuándo y cómo había muerto Jenny-, pero primero quería confirmar su muerte. De modo que dijo:

- Gracias. Me ha sido de gran ayuda. -Y se dirigió a la puerta.

- ¿Por qué está interesada en los Clyde? -inquinó Dudley, que se había puesto en pie.

Casey regresó junto al escritorio. Sacó del bolso una de sus nuevas tarjetas y se la tendió.

- Soy psicoterapeuta. He leído acerca de MaryBeth. Quería hablar con ella.

- ¿Leer sobre ella? ¿dónde?

- Por el asunto del juicio -respondió, pensando en los recortes de prensa que Jenny guardaba en el desván. No respondía a su pregunta, pero él no pareció captarlo.

- Puede acercarse hasta su tumba y hablar con ella todo lo que quiera. Darden lo convirtió en una especie de sepulcro. -Dudley estudió la tarjeta-. ¿Es usted de Boston? Yo estuve en Boston. No soportaba el tráfico. ¿Psicoterapeuta? ¿Está escribiendo un libro?

- Tal vez -contestó Casey, porque Dudley le pareció uno de esos tipos a los que algo así los impresionaba-. Depende de lo que saque en claro.

Esperó a que él dijese algo; allí de pie, le invitaba a confesar que Jenny no estaba realmente muerta. Al ver que seguía callado, perdió la paciencia.

- Quédese con mi tarjeta. Si se le ocurre algo, le agradeceré que me llame.

Desesperada por hablar con alguien más -cualquiera-, caminó entre los escritorios, salió y cruzó la calle.

La cafetería era un local agradable con una barra, reservados y, para ser las once de la mañana, un sorprendente número de clientes. Se sentó en un taburete junto a la barra y pidió un café. Le dejaron la taza delante casi de inmediato, pero antes de eso, tuvo tiempo de echarle un vistazo al plato que habían dejado frente a la mujer que tenía a la izquierda.

- Esa tortilla tiene una pinta estupenda -dijo-. ¿De qué es?

La camarera respondió en lugar de la mujer.

- Carne picada y queso. ¿Le preparo una?

- Sí -decidió Casey. No estaba segura de cuánto podría comerse, pues no dejaba de preguntarse si Jenny estaría realmente muerta, pero supuso que si era un poco amable con los lugareños tal vez consiguiera de ellos algo más de sinceridad.

- Está deliciosa -confirmó la mujer a su izquierda. Era joven, rubia, y tenía un aspecto informalmente atractivo con sus vaqueros y una camisa de franela sin mangas. Un bebé dormía en un carrito junto a sus pies-. Si está de paso y desea probar el auténtico sabor de Walker, una tortilla de carne picada y queso le servirá. ¿De dónde es usted?

- De Boston. ¿Vive aquí?

- Llevo aquí toda mi vida.

- ¿Qué tiempo tiene la niña? -preguntó Casey, sonriendo hacia la pequeña, que iba vestida de rosa.

- Cuatro meses. Por ahora se comporta bien, pero si se parece un poco a mis otros hijos, no podré hacer esto durante mucho tiempo. Es bonito comer tranquila, ¿verdad? ¿Hacia dónde se dirige?

- Estoy buscando a MaryBeth Clyde.

La mujer encarcó las cejas.

- ¿MaryBeth?

- La hija -especificó Casey, porque la madre de Jenny también se llamaba así.

- Oh, querida. MaryBeth murió… -La mujer llamó a la camarera-. Lizzie, ¿cuánto hace que murió MaryBeth Clyde?

- Siete años -dijo a la derecha de Casey un hombre que hasta ese momento había estado hablando con un amigo-. Se ahogó hace siete años.

¿Siete años?

- ¿Está seguro? -preguntó Casey.

La camarera lo confirmó.

- Fue hace siete años. Murió en la cantera.

- ¿Estaba nadando?

- Saltó -dijo el hombre.

Casey sintió una punzada en su interior. Pensaba en la desesperación que había advertido en Jenny, cuando la mujer de su izquierda dijo:

- En realidad, no saben si saltó. Nadie la vio. Encontraron su ropa allí arriba, así que dieron por hecho que lo hizo.

- ¿Quién podría culparla? -preguntó la camarera-. Darden acababa de salir de la cárcel, y no hay un tipo más malvado que él.

- Un momento, Lizzie -le dijo el hombre que estaba a la derecha de Casey-. ¿Alguna vez te ha hecho daño Darden?

- Nunca deja propina -declaró Lizzie-. Entra aquí como si estuviésemos obligadas a servirle y a duras penas paga lo que consume.

- Eh, no es tan malo. He hablado con él, y antes también lo hacía. Pasó una mala época con aquella esposa que tenía, hizo lo que hizo y pagó por ello. Y minutos después de volver a casa, su hija se suicida. Eso no está bien.

- ¿Dejó una nota? -preguntó Casey, pues aún no estaba dispuesta a aceptar que Jenny había muerto. Recordó las últimas líneas del manuscrito. «Jenny Clyde estaba preparada para volar.» Pero eso no era más que una expresión. Sin duda, no lo había dicho en sentido literal. Casey lo había interpretado, simplemente, como una metáfora del hecho de largarse, irse del pueblo, escapar de su padre.

- No dejó nota alguna -repuso Lizzie, y se volvió hacia la ventanilla por la que salían los platos.

- Tampoco se encontró el cadáver -intervino la mujer sentada a la izquierda de Casey.

- ¿Qué? -preguntó Casey.

- No encontraron el cadáver -dijo el hombre que estaba a su derecha.

- Bueno, entonces tiene que estar viva -decidió Casey.

- No, no -insistió el hombre que estaba a dos taburetes de distancia-. La cantera se la tragó. No fue la primera en desaparecer. Es la leyenda.

La camarera le sirvió la tortilla. Casey no estaba segura de poder comérsela. Su mente se movía por los límites del pueblo de Walker, sin importarle si Jenny había muerto o no, incapaz de llegar más lejos.

- ¿La buscaron?

- Todo cuanto fue posible -contestó el hombre a su derecha. Miró por encima del hombro y llamó a uno de los parroquianos que estaban en los reservados-. Martin, tú participaste en la búsqueda de MaryBeth Clyde, ¿verdad?

- ¿La hija? Claro. La buscamos por todas partes, en el fondo de la cantera y en el bosque. Había dejado el Buick entre los árboles, pero ella desapareció.

Casey miró hacia atrás.

- ¿Cómo es posible que no encontrasen el cadáver?

- Muy fácil -dijo el hombre a su lado-. Pudo deberse a un par de cosas. El día anterior a su muerte llovió mucho, y eso después de un verano muy húmedo, así que el río llevaba mucho caudal. Su cuerpo debió de pasar por encima del borde de la cantera y ser arrastrado por los rápidos hasta el gran lago, donde nunca podríamos encontrarla. El gran lago tiene más de treinta metros de profundidad en algunos puntos. O bien, se la llevó la criatura de la cantera. Se la tragó.

Jenny Clyde creía en la criatura de la cantera.

- ¿Cabe la posibilidad -preguntó Casey- de que sencillamente dejase la ropa allí arriba y se fuese?

- No sé cómo podría haberlo hecho -dijo el hombre del reservado-. Habría dejado huellas de pisadas en lo alto de la cantera. Van directas al borde y desaparecen. Si hubiese dejado las ropas y se hubiese ido, las huellas irían en la otra dirección.

- Podría haber estado en el agua un rato y después haber salido y marcharse -propuso Casey

- La habrían encontrado -dijo el hombre sentado a su derecha-. No era de las que pasaban inadvertidas entre la multitud. Tenía un aspecto muy raro.

- No tenía un aspecto raro -replicó la camarera-. Lo que ocurría era que con ese pelo rojo y esas pecas era imposible no verla.

- Hay formas de disimular ese tipo de cosas -argumentó Casey-. ¿Qué pasaría si hubiese hecho pensar a la gente que estaba muerta, y mientras tanto hubiese huido con un amigo?

- No tenía amigos -dijo el hombre que estaba a su derecha.

- Tenía novio -puntualizó Casey.

- No -replicó el hombre.

- Se llamaba Pete -insistió Casey.

La camarera chasqueó la lengua.

- Pete. El chico de la motocicleta. Lo recuerdo. Pero nadie lo conoció. Nadie lo vio nunca. Ni siquiera oyeron su moto.

A Casey le asaltó un pensamiento repentino. Tenía que ver con una mujer desesperada y un hombre demasiado bueno para ser verdad.

La mujer sentada a su izquierda preguntó:

- ¿En serio piensa que sigue viva?

- Sí -respondió Casey impulsivamente.

- Entonces tendrá que hablar con Edmund O'Keefe. Es el jefe de policía. Está allí.

- ¿Edmund? ¿Y Dan? -Dan O'Keefe era el que aparecía en el manuscrito.

- Edmund es su padre. Dan era el mejor de los dos, pero se nos fue.

Casey dio un respingo.

- ¿Se fue? -Si se trataba de otro eufemismo para decir que había muerto, no quería saberlo.

- Lo dejó, se marchó del pueblo -le aclaró el hombre sentado a su derecha, lo que hizo que Casey se relajase.

- Mala cosa -murmuró el hombre que estaba a dos taburetes de distancia-. Dan era el mejor. Una gran pérdida, su marcha. Buena suerte con el jefe, señorita. Es un tipo duro.

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