Capítulo 14

Little Falls

Jenny soltó un chillido.

Pete la cogió por los codos.

- Soy yo -dijo-, soy yo.

- Creí que te habías ido -gritó ella, temerosa de creer lo que veía, pues había sentido un frío tan real que se resistía a abandonarla. Pero las manos de Pete eran cálidas y sus ojos lo eran aún más. Olía al jabón que había comprado en su última visita al centro comercial. Y al cabo de un momento la atrajo hacia sí y la abrazó con una convicción que significaba: «Te dije que estaría aquí, y aquí estoy». Pero fue el modo en que él rozó la cara contra su pelo, contra su sien y su mejilla lo que finalmente la convenció. Se había afeitado. La barba incipiente que le daba aspecto de trotamundos había desaparecido, y en su lugar quedaba la suavidad del que ya ha llegado.

Se apretó contra él y susurró:

- Oh, Dios, oh Dios, oh Dios…

- No -murmuró él-, solo soy yo.

Ella alzó los ojos dispuesta a contarle el horrible momento que había pasado, pero fue como si sus pensamientos se esfumaran. El pánico, el frío y el miedo… desaparecieron. La desesperación se esfumó.

- ¿Mejor? -preguntó Pete.

Ella asintió.

Pete la besó, fue algo tan repentino que la pilló por sorpresa.

- ¿Estás bien? -preguntó él.

Ella asintió y él volvió a besarla, y entonces Jenny recordó su primer beso, y el anhelo que había experimentado en aquella ocasión volvió a aparecer. Se sintió tan plena que no había lugar posible para el miedo.

- Bésame -musitó él, y ella lo hizo. Fue la cosa más natural del mundo abrir la boca y saborear la de Pete, y cuando este susurró-: Lo haces muy bien -ella le creyó.

Jenny notó su reacción, el modo en que la apretaba con fuerza y la levantaba en sus brazos. Cuando sus dedos descendieron por su espalda para presionar a la altura de los ríñones, sintió su erección contra su cuerpo. Eso debería haberle desagradado, pero en lugar de ello sintió curiosidad. Y un extraño dolor en el interior de su vientre.

Él alzó la cabeza. Luego, muy despacio, fue soltándola. Ella vio sus ojos, de un profundo color azul.

- Otra vez la cuestión de los deseos -dijo.

- ¿El tuyo o el mío?

- El tuyo.

- ¿Y qué hay del tuyo?

- Ya lo sabes. Pero intento mantener las prioridades. Así pues, dime qué quieres.

Algo que tú también quieres, se sorprendió pensando Jenny. Se sintió incómoda y bajó la vista. La posó en la hebilla del cinturón. Rodeó esta con los dedos y sintió el calor de Pete.

Él gruñó.

- Piensa en algo que hayas deseado hacer en Little Falls pero que nunca has tenido oportunidad de hacer -dijo.

Jenny no tuvo que pensar mucho.

- Ir a dar una vuelta en moto. -Otras parejas lo hacían a menudo, y eso que no tenían motocicleta.

- ¿Eso es todo?

Reflexionó durante otro minuto.

- Y quizá parar a comer algo. -Otras parejas lo hacían también. Jenny había oído que Miriam se lo contaba a AnneMarie y a Tyler más de una vez. El sitio de moda era Giro's, un local que permancecía abierto toda la noche a veinte minutos del pueblo.

- Eso es fácil -dijo Pete-. Pero tendrás que abrigarte un poco. En la moto hace frío.

- Supongo que eso descarta la posibilidad de ir a la cantera.

Él recordó el deseo de que le había hablado. Ella lo advirtió por el modo en que la miraba.

- ¿Nadar? Hace demasiado frío para eso. Pero podemos ir y estarnos un rato allí.

A Jenny le gustó la idea. Pensó en ello mientras iba a su dormitorio para cambiarse. Se desnudó y bajó las escaleras que conducían al cuarto de baño, medio deseosa de que Pete la viese sin ropa. La ilusión provocaba reacciones en su cuerpo. Las rodillas le flaquearon al abrir el grifo de la ducha, y mientras esperaba a que el agua se calentase, se tocó. Ninguna de sus fantasías -y había tenido centenares, no, miles-, había ido tan lejos como esa. Se habían centrado en el amor, la dulzura y en la normalidad que ella había supuesto que entrañaba el hecho de hacer el amor, y nunca había tenido la necesidad de pasar de ese primer movimiento al último…, hasta entonces.

Se sentía femenina. Por primera vez, sintió justificado el hecho de perfumarse y ponerse las braguitas y el sujetador que guardaba en el cajón. Se cepilló el pelo, hasta que consiguió en parte dominar sus rizos salvajes. Se sintió ligera.

Se dijo que ese era el motivo de haber ido hasta el tocador de su madre y rebuscar en el cajón de en medio hasta encontrar la pequeña cajita de cartón que estaba metida en el bolsillo de la blusa favorita de aquella. Dentro de la cajita había un par de pendientes, con dos grandes perlas. Se los puso y al comprobar que el pelo llegaba más abajo, se lo colocó tras las orejas. Así estaba mejor.

Se puso los vaqueros y un jersey holgado, y fue en busca de sus botas. Lo más parecido que tenía a las botas de cuero de Pete eran las botas de goma de caña alta que llevaba durante la época de lluvias. Al igual que el resto de las cosas de la casa en esos momentos, estaban inmaculadas. Se las puso.

Sacó también el anorak que Miriam le había dado años atrás. Iba a echar de menos a Miriam. Tal vez volviesen a encontrarse en el Oeste. Seattle no estaba tan lejos de Wyoming.

Pete la esperaba en la puerta lateral, con la espalda apoyada en la pared y las piernas cruzadas. Se acercó a ella y la miró de arriba abajo con una sonrisa.

- Tienes buena pinta.

Ella también sonrió.

- Y tú.

- Bonitos pendientes.

Ella se los tocó.

- Eran de mi abuela. Fue la primera mujer del condado en ir a la facultad de Medicina. Volvió después, a pesar de que la gente creía que era una locura que lo hiciese, pero estaba totalmente entregada. Quería ayudar a los enfermos. Así que abrió una consulta. Llamó casa por casa.

- La gente del pueblo debía de adorarla.

- No. No apreciaron su valor. Era demasiado diferente.

- ¿Era la madre de tu madre o de tu padre?

Jenny intentó decidir cuál de las dos resultaría más creíble. Finalmente, y dado que había sacado los pendientes del cajón de su madre, respondió:

- De hecho, era la hermana de mi madre, pero era mucho mayor y muy distinta de ella. Siempre la consideré mi abuela. Ella me quería como si lo fuera. Yo tenía diez años cuando murió.

- Lamento que ella no estuviese aquí cuando las cosas se pusieron feas.

Jenny también, o al menos en sus fantasías. Pero no todo era fantasía. Su madre había tenido una hermana mayor. Jenny la había visto en una ocasión, y después imaginó una historia en torno a su persona. Todo el mundo necesita un pariente así.

- Pero si hubiese estado aquí -prosiguió Pete-, seguramente te habría llevado lejos, y tú y yo nunca nos hubiésemos conocido. -Levantó la mano. Sujetaba dos cascos-. Ahora podrás elegir.

Jenny apenas alcanzaba a entender el significado de que hubiese comprado un segundo casco, cuando él la cogió de la mano y salieron de la casa.

- ¿Cuál quieres?

Jenny no contestó. Escogió el que ya había llevado puesto, el que olía a Pete.

Al cabo de unos pocos minutos, recorrían la carretera, y dejaron atrás las casas de aquellos vecinos que habían mirado a Jenny con desprecio durante todos esos años. «Ellos creían que yo no valía nada -pensó Jenny-, creían que no iría muy lejos. Creían que no tenía ni la más remota posibilidad de encontrar a un hombre que fuese más de fiar y más guapo que cualquiera de ellos.» Levantó un poco más la cabeza con cada frase, hasta colocarse el casco de Pete con orgullo y pensar con satisfacción: «Tendrían que verme ahora».

No podían hacerlo, por supuesto. Tal vez oyesen el ruido de la moto, pero iban demasiado rápido para que viesen quién iba montada en ella, aun cuando no hubiese llevado el casco, y, además, había niebla y estaba oscuro. Hacía frío también, pero ella no lo sentía. La ilusión la calentaba por dentro.

Se abrazó con fuerza a Pete cuando cruzaron el pueblo. Doblaron en la calle Maine y recorrieron las calles laterales, una tras otra, sin dejarse una sola. Si Jenny no lo hubiese conocido, habría pensado que Pete pretendía despertar a todo el mundo como castigo por no haber sido amables con ella.

Pero Pete no era rencoroso, como esa pequeña parte de sí misma que ella quería que imperase en su vida. Era un hombre curioso, nada más. Imaginó que quería ver todo lo relacionado con ella una última vez antes de que se marcharan juntos, y le pareció bien.

Pasaron por delante de la escuela elemental, un edificio rectangular con las paredes desconchadas y un patio maltrecho en la parte de atrás. A Jenny le había encantado ir a aquella escuela cuando era pequeña, al menos durante los dos primeros cursos. En tercero, sin embargo, empezó a sentirse extraña. No podía invitar a sus amigos a casa, pues sus padres discutían constantemente, por no mencionar que su padre los habría asustado por el modo en que la llevaba y la traía, mirando con odio a cualquiera que se acercase. Así que dejó de relacionarse con sus amigas después del colegio o durante los fines de semana, y como era de esa clase de cosas de las que hablaba todo el mundo en el colegio, tambien dejó de hablar con ellas. Como estaba apartada de los demás, era el blanco perfecto para los chicos, que le hacían las jugarretas típicas por las cuales Darden les habría machacado en caso de haberse enterado. Como eso habría empeorado las cosas, nunca se lo dijo. Sufrir en silencio era más seguro.

- ¿Ves aquel claro? -le dijo a Pete un poco más adelante-. Es Toen Field. Ahí celebramos las fiestas. Barbacoas el Cuatro de Julio. Desfiles en el Memorial Day. Carreras de bomberos voluntarios en otoño y certamen de esculturas de hielo en invierno.

- Qué curioso.

No lo era, pensó Jenny, pero no quería parecer ni sentirse amargada, pues sus días en Little Falls estaban tocando a su fin. Así que le indicó a Pete dónde vivía Miriam, dónde vivía su maestra del parvulario, e incluso dónde vivían el jefe O'Keefe y su mujer, aunque eso hizo que se sintiera incómoda. Le habría gustado enseñarle la casa del agente Dan -habían montado la comisaría en el garaje y era un lugar realmente bonito-, pero tenía una ruta diferente en su cabeza. Llegaron hasta el salón VFW, aparcaron bajo el castaño donde Jenny había visto por primera vez a Pete, y se sentaron, mientras dejaban descansar la moto, muy juntos el uno del otro. Después recorrieron Nebanonic Trail una vez más, subieron y bajaron la montaña, y se encaminaron hacia la interestatal.

Pete tomó la curva y enfiló una cuesta inclinando mucho la moto y, al sentir la excitación de Jenny, aceleró aún más, adentrándose en la noche. Jenny se dijo que así sería cuando se marchasen definitivamente. Montada en la moto de Pete, podría ir a cualquier parte, hacer cualquier cosa, ser quien quisiera ser.

Pete no tardó en dar la vuelta, pero la sensación de poder persistió. Se hizo incluso más fuerte cuando, al saber las carreteras que tenía que tomar, Pete se dirigió hacia Giro's. Aparcó la moto, aseguró los cascos al manillar, la cogió de la mano y entraron.

Era el sueño de Jenny hecho realidad. Por una vez, se sentía como una de aquellas chicas con un chico de la mano, entrando en un local para pedir la misma fina y requemada hamburguesa, las mismas patatas fritas aceitosas, y beber cerveza de barril. Cuando Pete echó unas monedas en el tocadiscos automático y la llevó hasta la pista de baile que había al fondo del local, ella estaba ya en el séptimo cielo. Bailó como lo hacía cuando se encontraba sola frente al televisor, bailó como lo hacían los otros. Cuando él la apretó contra sí y empezó a moverse de un modo lento y seductor, como ella nunca había visto, leído o siquiera soñado, alcanzó un cielo por encima del séptimo.

- Eres estupenda -le dijo él varias veces, y cuanto más se lo decía, más estupenda se sentía. Es fácil mantener la cabeza bien alta y echar los hombros hacia atrás cuando alguien te ve tal como quiere verte. Es fácil mirarlo a los ojos cuando estos encierran cuanto quieres ver. Es fácil sonreír cuando van a mirarte de ese modo el resto de tu vida.

Y la cosa no acabó cuando salieron del bar. Fueron a la cantera, que ya estaba casi desierta a esas horas, y atravesaron el claro oculto especial de Jenny. La moto los llevó por aquel agradable sendero hasta el extremo opuesto del oscuro estanque. Dejaron los cascos en el suelo y se intercambiaron los sitios, así que ella se sentó delante y se inclinó hacia atrás. La rodeó con sus brazos, sin hacer preguntas, con las manos bajo el anorak, apretando su vientre.

- Los hay que piensan que una extraña criatura vive en la cantera -le dijo Jenny-. Aseguran que salió de las rocas cuando el lugar quedó inundado, y que vive en la parte más profunda.

- ¿Tú lo crees? -preguntó Pete.

Jenny reflexionó durante un minuto y después asintió.

- Me gusta creer que hay toda una familia ahí abajo, que no está solo. Es una criatura pacífica. Nunca ha hecho daño a nadie.

- ¿Alguien lo ha visto?

- Algunos afirman que sí.

- ¿Y tú?

- No estoy segura. He venido aquí un montón de veces para sentarme en el borde y mirar el agua durante horas. Me he imaginado a la criatura un montón de veces. Tal vez alguna de esas veces la haya visto en realidad.

Pete subió las manos hasta rozar sus pechos con los pulgares.

Ella cerró los ojos.

- A veces es difícil saber qué es real y qué no lo es. -Pete abarcó sus pechos con tanta suavidad que ella se sintió a gusto. No solo a gusto, sino mejor que eso. Se sintió maravillosamente. Pero no era suficiente.

Él la ayudó a que se volviese de cara a él y le alzó los brazos para que le rodease el cuello. Después Pete metió las manos por debajo del jersey y se topó con el encaje del sujetador.

- Eres estupenda -susurró. Le cubrió la boca con un beso que no fue muy largo debido a que los dos respiraban con fuerza. Él desabrochó el sujetador y acarició sus pechos desnudos-. ¿Te sientes bien?

Jenny asintió. Se sentía tan bien que no podría haber encontrado palabras para definirlo y aunque lo hubiese hecho, no habría podido pronunciarlas. Se sintió invadida por una oleada de calor que crecía a medida que Pete la acariciaba y veía el placer reflejado en sus ojos.

- ¿Quieres que volvamos a casa? -le preguntó él con un áspero susurro.

Ella apenas logró asentir.

Poco menos de un minuto después, Jenny tenía puesto el casco, se había sentado detrás de Pete e iban ya camino de casa. En esta ocasión, ella no se fijó por dónde pasaban. Cerró los ojos y se concentró en disfrutar de aquella sensación que recorría su cuerpo, fuera lo que fuese. Se trataba de gemir y vibrar, hacer cosas que nunca había hecho, pensar en hacer cosas que nunca había hecho, como acariciar el vientre de Pete y deslizar las manos hacia abajo.

Lo que sintió le arrancó un gemido.

- ¡Sube las manos o nos estrellaremos! -exclamó él.

- ¡Lo siento!

- ¡No lo sientas!

A decir verdad, no lo sentía. No, se sentía exultante, como cuando había recorrido la carretera o bailado en Giro's o jugueteado en la cantera. Se sentía como si las cosas buenas fueran en verdad posibles.

Pete recorrió lentamente la calle donde estaba la casa de Jenny, enfiló el camino de entrada y frenó justo delante de los escalones del porche, pero cuando la cogió de la mano para llevarla dentro, ella se detuvo.

- Malos recuerdos -dijo sacudiendo la cabeza, y él pareció entenderla, pues la llevó hacia el pino de la parte de atrás y apartó la cortina de ramas para dejarla entrar.

Si hacía frío, ella no lo notó. Sentía tanto calor que no perdió tiempo en quitarse la ropa, y entonces le llegó la calidez del cuerpo de Pete. Él la besó y acarició hasta que ella estuvo a punto de suplicarle que hiciese algo, lo que fuera, para acabar con el deseo que ardía en su interior. Pero Pete le dijo que no quería darse prisa. Quería que ella sintiese al fin todo lo que una mujer era capaz de sentir, y si decidía que no estaba preparada para que él la penetrase, también estaría bien, añadió.

Pero estaba preparada. Pete no tenía nada que ver con su pasado. El cuerpo de Jenny ardía.

Él la penetró y Jenny sintió que se ahogaba, y cuando empezó a moverse, creyó que iba a morirse. Las sensaciones que experimentó eran vividas y estimulantes, hasta que arqueó la espalda y se separaron.

- Nunca había tenido un orgasmo -confesó Jenny.

- Me alegro.

- Nunca había hecho realmente el amor.

Pete cogió su mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos.

Estaban en el desván, sentados bajo la vertiente del tejado sobre un lecho de almohadas y edredones. Una vela ardía cerca de ellos. Pete solo llevaba puestos sus vaqueros, tenía la cremallera subida pero el botón abierto. Jenny no llevaba más que los pendientes de perlas y la camisa. Era una escena sacada de una fantasía, como si la hubiese leído en Cosmopolitan. Se sintió tan normal, tan feliz de ser normal, tan físicamente satisfecha y emocionalmente plena que tuvo ganas de llorar.

Acarició su rostro, pómulos marcados, nariz recta y mandíbula cuadrada; hundió los dedos en su cabello, que era negro azabache, espeso y elegantemente largo. Siguió la curva de su oreja, tocó el lóbulo izquierdo, donde imaginó un pendiente con un diamante minúsculo. Rozó su cuello con los pulgares, abarcó con las palmas de las manos los hombros musculosos y dejó que los nudillos acariciasen el vello de su pecho.

Después de eso, suspiró.

- ¿Qué ves en mí? -preguntó.

- Ya te lo dije -respondió él-. Eres diferente.

- No soy bonita.

- Pues yo creo que sí lo eres.

- No tengo las piernas de una modelo.

- Eso no me importa. El que un cuerpo concentre todas sus energías en formar unas piernas largas hace que el resto parezca poco menos que escuálido. Las piernas largas no me ponen. -Desabotonó la camisa de Jenny y la abrió-. Esto, sí.

Jenny sintió su mirada acariciadora, advirtió que se excitaba y empezaba a desearla otra vez.

- ¿Qué veo en ti? -añadió Pete-. Veo frescura. Novedad. Inocencia.

- No soy inocente. Ni siquiera soy decente. Llevo una vida muy desagradable. -Le incomodaba pensar siquiera en lo desagradable que era. Le incomodaba que Pete no lo supiese. Pero si se lo explicaba y él se marchaba precisamente por eso, no sabía qué haría.

- Yo también he cometido errores -dijo.

- No como los míos -le aseguró ella.

De repente, Pete pareció ofuscarse.

- ¿Qué te juegas? Le robé la novia a mi mejor amigo. ¿Es ese un comportamiento decente?

Jenny supuso que la historia tenía una continuación.

- ¿Cuándo?

- Cuando me marché. Todo el mundo me suplicó que me quedase, asegurándome lo mucho que me necesitaban, lo mucho que dependían de mí, pero yo ya había probado el sabor de la libertad y, amiga, era muy dulce. Sin embargo, continuaron pidiendo y suplicando intentando convencerme, A esas alturas, la necesidad me acuciaba, y no podía expresarla, porque la culpa ya era lo bastante mala sin necesidad de hacerlo. Pensé que tenía que demostrarles que no era un santo, obligarlos a verme de otra manera. Así que me la llevé conmigo.

- ¿La amabas?

- No -respondió Pete sin mirarla a los ojos.

- ¿Qué sucedió?

- Duró un mes. Le di dinero y la envié de regreso a casa, pero para ella las cosas no volvieron a ser como antes. Se marchó de nuevo, sola esta vez. No sé qué le sucedió después de eso. -Finalmente, miró a Jenny-. Sé lo que me sucedió a mí. Fui de un lado a otro sin encontrar paz en ningún sitio. Era como si llevase la marca de Caín grabada en la frente. Conocí a todas las mujeres equivocadas. Hasta encontrarte a ti. No te merezco, Jenny, pero te deseo. Y deseo cambiar para tenerte. Empezar de nuevo los dos.

Jenny se sentía tan feliz que apenas fue capaz de articular unas pocas palabras.

- Haces que parezca fácil.

- Puede serlo, si lo deseas más que nada en el mundo.

Jenny quería creerlo con todas sus fuerzas.

- Pero ¿qué pasaría si hubiese otras personas implicadas…, como ese amigo o tu familia? ¿Qué pasaría si no quisiesen que volvieses a empezar?

- Querrán. Son tiempos difíciles. Necesitan ayuda.

- Mi padre dirá lo mismo. No quiere que lo deje solo.

- La situación es diferente. Tu padre no te necesita del mismo modo. Sus necesidades son totalmente egoístas. Pero tú has sido leal a él todos estos años. Has colocado sus intereses por delante de los tuyos. Ahora ha llegado tu momento.

- Pero él es mi padre.

- Eres una persona adulta. Tienes derecho a tomar tus propias decisiones.

- No lo entiendes. No dejará que me vaya.

- No, eres tú la que no lo entiende -insistió Pete-. Tú no eres suya para no dejar que te vayas. Tú no eres de nadie. Él toma las decisiones que incumben a su vida. Tú tienes derecho a tomar las que incumben a la tuya.

Dios, ¿cuántas veces se había dicho ella lo mismo? Dan se lo había dicho también, y el reverendo Putty, y Miriam.

- ¿Y qué pasa si no está de acuerdo?

Pete sonrió.

- Te ayudaré a convencerlo. Entre los dos, será más fácil. -Como si se tratase de una oración, posó las manos entre sus pechos. Sus palmas rozaron los pezones. Tras ellas, fue su boca.

Jenny le sujetó la cabeza con las manos.

- Quiero volver a empezar -dijo-. Quiero hacerlo desde hace mucho tiempo. Pero no he podido hacerlo.

Pete se inclinó hacia ella hasta que sus bocas se unieron.

- Yo tampoco -susurró-, porque seguía pensando que sería capaz de hacerlo solo. Pero no pude. -Sus miradas se cruzaron. Pete parecía vulnerable-. Te vendrás conmigo, ¿verdad?

Ella contuvo la respiración.

- ¿Te casarás conmigo? -añadió él-. ¿Tendremos hijos?

Ella se cubrió la boca con las manos. No podía creer el enorme regalo que Pete significaba, ofreciéndole todo lo que siempre había deseado.

- Te quiero, Jenny.

Ella pensó de nuevo que era demasiado bueno para ser verdad.

- ¿Lo dices en serio?

- Totalmente.

- ¿Cómo puedes estar seguro?

- He tenido un montón de relaciones. Nunca antes le había dicho a una mujer que la quería.

- Hay muchas cosas que no sabes de mí.

- Sé todo lo que tengo que saber.

- ¿Qué pasaría si hubiese algo tan oscuro que te helase la sangre?

- Tú ya sabes mi secreto más oscuro. El tuyo no puede ser mucho peor. Además, la sangre no se hiela.

- Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué pasaría entonces?

- Si así fuese, me haría sentir menos culpable respecto a mi penoso pasado. Me ayudaría a recordar que las cosas tendrán que ser diferentes esta vez. Te quiero, Jenny.

Selló aquellas palabras con un beso, y ella le correspondió. Lamió su barbilla y después su garganta. Le mordisqueó el pecho a lo largo de la línea de vello que descendía hacia el ombligo, y, mientras tanto, sus manos bajaron la cremallera de los vaqueros. Para cuando también había inclinado la cabeza, ya lo había liberado. Era cálido entre sus labios, suave para su lengua, almizclado de un modo que aclaró por completo su mente de cualquier resto del pasado. Nada podría ya empañar la pureza de su placer; y el placer resultó sorprendente. Empezó a hacerlo por él. Acabó siendo algo especial para ella.

Y la noche siguió su curso. Hablaron, hicieron el amor y durmieron; hablaron, hicieron el amor, y durmieron. Poco antes del amanecer, subieron al tejado y presenciaron la salida del sol y la lenta desaparición de la niebla. Con el edredón abierto, se tumbaron desnudos bajo la todavía pálida luz del sol, y una vez así, les resultó inevitable hacer una vez más el amor.

Alguien podría haber pensado que Jenny se estaba burlando del pueblo al hacer el amor a plena luz del día en el tejado de su casa. Ella misma habría dicho, si alguien que no tenía derecho a hacerlo se lo hubiese preguntado, que sencillamente estaba bautizando su nuevo tejado de pizarra.

A decir verdad, estaba celebrando un cambio en su vida. Nunca había sido tan feliz o tan atrevida, y sin duda nunca se había sentido tan segura de sí misma como junto a Pete. Y tan serena. Eso también. Aun cuando Darden regresaba a casa al día siguiente.

De modo que durmió profundamente, una vez dentro de casa, cuando el sol ya estaba en lo alto, y solo despertó al oír el timbre de la puerta.

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