Capítulo 9

Little Falls

Con un pie apoyado en el suelo y el casco sobre el muslo, el motorista le dijo:

- Es un poco tarde para andar sola. -Tenía una voz potente, por lo que no necesitó alzarla.

Jenny no se movió.

- Además, hace frío -añadió-. ¿Dónde está tu acompañante?

- Yo, eh… se ha ido.

Él miró de soslayo hacia la niebla.

- ¿Va a venir a buscarte alguien?

Ella negó con la cabeza.

- Entonces será mejor que subas. -El motorista le hizo espacio en el sillín.

Jenny no pudo hacer otra cosa que seguir mirando. Reconoció la chaqueta y las botas. Y el casco. Vio que llevaba vaqueros, y barba de tres días. Su pelo era tan negro como la chaqueta, las botas y la moto. Y, de cerca, parecía más corpulento, peligroso incluso.

Darden lo habría odiado por ser más grande y joven que él. Se habría sentido amenazado.

Jenny se pellizcó en el codo. No era un sueño; el dolor era real: el atractivo motorista seguía allí. Cruzó el claro antes de que se arrepintiera de su ofrecimiento.

La cuestión era cuál sería la mejor manera de montar en la moto. Nunca antes lo había hecho, y el vestido que llevaba no ayudaba en absoluto. Tras sopesar las posibilidades, alzó una rodilla y la pasó al otro lado. Se arregló el vestido y se acomodó en el sillín.

- No está mal -señaló él.

Jenny creyó apreciar que parecía sorprendido.

- Gracias -dijo.

- Ponte esto. -Cogió los zapatos que ella llevaba en la mano y le entregó el casco.

- ¿Y tú que te pondrás?

- Nada.

- Pero…

- Si nos estrellamos y te matas, tendría que cargar toda la vida con la culpa. Así que será mucho mejor que si eso ocurre me mate yo.

Jenny podía identificarse con ese pensamiento; le pareció bien. Sabía lo que era sentirse culpable: ella siempre se sentía así. Pero no insistió en el tema, se colocó el casco, que olía deliciosamente a hombre, y entonces, las manos del motorista -unas manos grandes y hábiles- la cogieron por detrás de las rodillas para que lo apretase más con los muslos. Estaba intentando recuperarse de la impresión cuando él levantó el pie del suelo y se pusieron en marcha adentrándose en la niebla.

Jenny notaba los latidos del corazón en la garganta. Se agarró a los costados de la chaqueta de él, mientras iban cada vez más rápido hasta que lo único que tuvo sentido fue abrazarse a aquel hombre como quien se aferra a la vida. Estaba aterrorizada, pero si se hubiesen detenido y él le hubiese propuesto que se bajase, ella se habría negado. Era algo demasiado bueno para dejarlo escapar.

Al poco, disminuyó la velocidad. El motorista apoyó un pie en el suelo y se detuvieron. Jenny estaba preparándose para resistir, decidida a no ceder, cuando notó que se movía. Oyó el sonido de una cremallera y el roce del cuero. Le tendió su chaqueta.

- Será mejor que te pongas esto. Estás temblando de frío.

Tenía razón, aunque también podía deberse a la humedad, el miedo, el alivio o la alegría. Seguramente esto último. Solo después de ponerse la chaqueta, que era muy grande y también muy cálida, se dio cuenta de que él no llevaba otra cosa que una camisa de algodón.

- ¿Y tú qué…?

- Tengo calor de sobra. -Volvió a encender el motor. La moto se puso en marcha derrapando sobre la grava y lanzando un rugido.

Jenny le abrazó ahora con más facilidad. No tenía barriga cervecera, su vientre era plano como una tabla y desprendía un agradable calor que notaba en las palmas de las manos.

Se preguntó de dónde vendría. Se preguntó hacia dónde iría y si podría quedarse, y en caso de quedarse, si lo haría por mucho tiempo.

Llegaron a un cruce. Ella le indicó el camino, y después volvió a hacerlo cuando llegó el momento de girar otra vez. A esas alturas, había dejado de sentir miedo. Admiraba el modo en que él controlaba la moto y estaba relajada. La noche había acabado haciendo desaparecer todo los aspectos desagradables de su vida. Lo único que le importaba ahora era ese hombre, su moto y la increíble sensación de que algo bueno estaba a punto de suceder. Mientras recorrían el último trecho hasta su casa, Jenny supo que todo aquello formaba parte del destino.

Cuando llegaron al sendero de entrada y se detuvieron ante la puerta lateral por la que solía entrar, ella se quitó el casco y sacudió la cabeza. Pero él no hizo el menor gesto de bajarse de la moto.

- ¿Es aquí? -preguntó.

- Sí.

Él la miró intentando hacerse una idea de sus rasgos bajo la escasa luz del porche.

- ¿Hay alguien en casa?

Ella desvió la mirada. La dirigió hacia la neblinosa línea que señalaba el garaje donde estaba aparcado el viejo Buick de Darden.

- Sí -contestó en tono vacilante.

- No quiero hacerte daño -dijo él con amabilidad-. Solo me preguntaba por qué no quieres entrar. Si la casa está vacía y eso te pone nerviosa, yo puedo entrar contigo.

- No -repuso ella, y se sintió tonta-. No es necesario. -Pero le gustaba llevar puesta su chaqueta, y le había gustado sentir sus muslos apretados contra él. No quería que se fuese. Se bajó de la moto y dijo-: ¿Quieres entrar?

Él la miró durante un instante, después meneó la cabeza.

- No soy la clase de hombre al que te gustaría tener en tu casa durante mucho tiempo.

Ella miró hacia lo lejos. Era una negativa muy considerada. Pero la consideración era algo nuevo para ella, de modo que preguntó.

- ¿Por qué no?

- Porque no, sencillamente.

- ¿Por qué?

Él suspiró.

- Porque solo estoy de paso. Los tipos que están de paso actúan sin pensar. Son solitarios. Y como están solos, se vuelven egoístas. Yo soy egoísta, esté solo o no. -Volvió a menear la cabeza-. Si fuese tú, no me arriesgaría.

Pero Jenny no tenía alternativa.

- ¿De dónde eres? -preguntó intentando que pareciese algo casual, como si quisiese trabar conversación, como si hiciese esa clase de cosas constantemente. No quería que él descubriese que estaba desesperada.

Por otra parte, ansiaba conocer la respuesta. Él no era de por allí, podía asegurarlo por su manera de hablar. Y también por su aspecto misterioso. No lograba dejar de mirarlo.

- ¿Te refieres a dónde nací? -preguntó-. En el Oeste.

- Vaya. ¿Dónde?

- Wyoming. Justo al sur de Montana.

¡No podía creerlo! Siempre había soñado con ir a Wyoming, justo al sur de Montana. Caballos, ganado, búfalos. Amplios espacios abiertos. Gente amistosa que vivía y dejaba vivir.

- No voy por allí desde hace tiempo -añadió el motorista.

- ¿Tienes familia en Wyoming?

- Me temo que sí.

No podía creerlo. Era un sueño.

- ¿Mucha familia?

- Mucha familia -respondió él-, muchas responsabilidades, mucho sentimiento de culpa. Como te he dicho. No voy por allí desde hace tiempo.

- ¿Y dónde has estado?

- Aquí y allí.

- Esos lugares no salen en mi mapa.

Él hizo un ruidito que bien podría haber sido una risa si hubiese abierto la boca.

- Dime dónde -insistió ella. Había hablado con él mucho más de lo que lo había hecho con cualquier otra persona en el último mes, y él no se había ido, ni la miraba como si estuviese sucia.

- Atlanta, Washington, Nueva York, Toronto.

- ¿Y qué hacías en todos esos sitios?

- Demostrar que era más listo que cualquier otro tipo.

- ¿Y lo eras?

- Ya lo creo.

- ¿Y qué haces aquí?

La miró fijamente a los ojos.

- Intentando descubrir por qué ser un tipo listo no me hace feliz.

- ¿Has encontrado la respuesta?

- No. Sigo buscándola.

Ella observó sus ojos, y apreció algo acogedor en ellos.

- ¿Tienes hambre?

- También estoy cansado. Llevo conduciendo desde el amanecer.

- Puedo prepararte algo de comer.

- Eso significaría que tendría que entrar en la casa, y ya te he dicho que no creo que sea una buena idea.

- Solitario y egoísta.

- Ajá.

- ¿Qué significa eso?

- Que supongo que sí.

- Pues yo no lo sé.

Pasó un minuto antes de que él dijese:

- Tú no lo crees, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

- Te vi en el baile. ¿Lo sabías? -dijo él.

Ella asintió.

- Bueno, no vi a nadie más -añadió él-. No habría podido. No desde el momento en que te vi.

Jenny no le creía.

- Tuviste que ver a Melanie Harper -dijo-. Estaba en las escaleras. Una rubia con… -Hizo un gesto para indicar que Melanie era exuberante.

- Las rubias no son tan interesantes como las pelirrojas.

Jenny se tocó el pelo, dispuesta a contestar, pero la cara de él le dijo que no lo hiciese. De modo que sonrió, y luego se echó a reír. Después se cubrió la cara con una mano.

Él le bajó la mano.

- Llamas mucho la atención.

De nuevo, habría replicado si él no la hubiese mirado dando a entender que sobraban las palabras. A continuación le miró los pechos; fue solo un segundo, pero se trataba de una mirada intencionada.

- Es por el vestido -dijo Jenny.

Él meneó la cabeza.

- Así que será mejor que no entre. Hace muchísimo tiempo que no como comida casera. -Su voz era una especie de rugido que casaba con la imagen que ella se había hecho de Wyoming, justo al sur de Montana.

Jenny se olvidó de todo lo relativo a su cabello y sus pechos.

- La comida casera es mi especialidad. Tengo un servicio de comidas a domicilio. -Era una pequeña mentira, solo había cambiado una palabra-. Mañana tengo un almuerzo y resulta que he preparado albóndigas. Están en la nevera. Puedo calentarlas ahora mismo.

- ¿Albóndigas caseras?

- Sí, con pimienta, cebolla y berenjena.

Él dejó escapar un gemido.

- Si me las comiese, ¿qué servirías mañana en el almuerzo?

- Tengo tantas que podría servirte docenas y aun así me quedarían.

Él parecía estar considerando seriamente la oferta.

- Por favor -dijo Jenny intentando no parecer desesperada. Pero era tan guapo, tal como había imaginado que debía ser el hombre que conocería esa noche, y además ella parecía gustarle.

Se pellizcó de nuevo en el codo y sintió el dolor. No estaba soñando. Y sí, ella le gustaba. La manera en que la miraba se lo revelaba. Tenía que quedarse. Si se iba ahora, ella moriría.

- De acuerdo -dijo él-. Solo para comer. Si no es demasiado engorro.

Jenny se volvió, ascendió los escalones y entró en la cocina sin mirar atrás. Como llevaba consigo el casco y la chaqueta, sabía que él la seguiría. Dejó el casco sobre la encimera y se dirigió a la nevera. Dentro había cuatro bandejas de albóndigas. Sacó dos de ellas y encendió el fuego.

La puerta de la cocina se cerró. Jenny se quedó sin respiración al darse la vuelta. Hacía muchos años que un hombre no entraba allí, y este era incluso más alto de lo que había creído. Debía de medir más de metro noventa. Y era robusto. Y guapo; tal vez no tan perfecto como Tom Cruise o Brad Pitt, pero era lo mejor que había visto por Little Falls. Además, había recorrido el país y se apreciaba en sus ojos, que hacían que pareciese aún más corpulento.

Ella tragó saliva e intentó pensar en algo que decir. Miró alrededor, pero no encontró nada que la inspirase.

Él le echó una mano:

- Tu cocina está muy limpia.

Ella se aclaró la garganta.

- Siempre limpio después de cocinar. Preparé las albóndigas esta tarde. Y también pastas de limón, para el baile. -Deseó haber tenido alguna para ofrecérsela, pero habían desaparecido todas, sospechosamente rápido, justo después de ponerlas en la mesa de los refrescos. Así que tal vez las viejecitas se hubiesen deshecho de ellas. Toda una pérdida. Aquel hombre se las habría comido sin desperdiciar una sola miguita.

- ¿Cómo te llamas? -preguntó Jenny.

- Pete.

Pete. Le gustaba. Sonaba real.

- Yo me llamo Jenny.

- El tipo del porche no te llamó así.

Ella respiró hondo.

- ¿Lo oíste? ¿Qué más oíste?

- Solo el final de la conversación. Se estaba poniendo pesado. Un minuto más de quejas y me habría visto obligado a cerrarle la boca.

A Jenny se le subieron los colores. Nadie la había defendido nunca. Era tan perfecto que no podía resistirlo, tan alto y tan guapo que sus ojos no sabían dónde posarse. Querían pasar de largo, pero recalaron en su pecho.

- Oh, Dios. Tu camisa está húmeda. ¿Quieres una seca? Mi padre tiene un montón en su armario. -Secas y perfectamente planchadas. Pero Pete no querría una camisa planchada. Si fuese de ciudad tal vez sí, pero era de Wyoming, justo al sur de Montana. La que llevaba puesta era de batista, según apreció. Era una camisa suave que no necesitaba planchado.

Quería tocarla otra vez, como lo había hecho mientras iban en la moto, aunque temía que él pensase que era una lanzada. En lugar de eso, señaló hacia el recibidor.

- El lavabo está ahí, a la derecha. ¿Te apetece una cerveza?

- Claro -repuso él, y entró en el lavabo.

Jenny metió las bandejas en el horno y dejó la puerta medio abierta. Empezó a sentir calor. Se apartó y se llevó las palmas de las manos a las mejillas. Estaban calientes, y sin duda tenían que estar coloradas, imaginó. Pero no le preocupaba, esa noche no.

«No vi a nadie más. No habría podido. No desde el momento en que te vi.»

Intentó conservar la calma, pero tenía una sensación de inminencia tan intensa que temía que fuese a explotar de un momento a otro a causa de los nervios, lo que le llevó a abrir la nevera casi bailando. Había allí cuatro packs de cerveza Sam Adams, que había comprado por orden de Darden como anticipo de su regreso. No había pensado en beberse una. Si Darden se enteraba le preguntaría dónde había ido a parar, y si le suponía un problema, podría emprenderla con Pete.

Pete no se enfadaría por semejante tontería, por supuesto. Apareció precisamente en ese momento.

- Estoy impresionado -dijo con su voz de barítono-. Por el aspecto del espejo, debes de ser una chica muy popular.

Su apariencia volvió a sorprenderla. Ahora se había refrescado la cara y se había peinado con los dedos el espeso y oscuro cabello. Tenía mejor aspecto aún que antes.

- Debes de tener un montón de amigos -dijo.

Ella le dio una tarjeta de la empresa de Miriam.

- Los amigos te salen de todas partes cuando preparas comida. -Le tendió la botella de cerveza.

Él la cogió por el cuello pero no bebió, sino que se limitó a sostenerla y mirar a Jenny.

- Un negocio de comidas a domicilio, ¿eh?

Dile la verdad, pensó ella.

- Comida a su Medida.

- Bonito nombre. ¿Desde cuándo lo tienes?

La verdad, Jenny.

- Llevo trabajando -miró hacia el techo-… desde hace cinco años. -No había mentido. Había acabado el instituto un año después de lo que le tocaba debido a la muerte de su madre, y de inmediato Dan la había puesto a trabajar con Miriam-. Comenzamos con encargos locales. Después empezó a llamarnos gente de fuera. Ahora, a veces tenemos que conducir dos o tres horas. Organizamos una fiesta en Salem. Está justo al sur de Boston.

Él le echó un vistazo a la cocina.

- No preparas toda esa comida aquí, ¿verdad?

- Oh, no. Tenemos un local muy grande en el pueblo. Y coches y una furgoneta. -Se lo dijo porque supuso que se lo estaba preguntando-. Mantengo los muebles viejos en esta cocina a propósito. Me recuerda mis raíces. Aquí aprendí a cocinar. -No sabía por qué había dicho eso. De acuerdo, era la verdad, pero prefería no recordarlo.

Él parecía satisfecho.

- Resulta estimulante en estos tiempos escucharle decir a una mujer que sabe cocinar. Tú eres una de las pocas a las que he conocido que saben hacerlo, aparte de mis hermanas. Te gustarían.

Sin duda; por supuesto que le gustarían. Siempre había querido tener una hermana, y Pete tenía más de una.

- Me apuesto lo que quieras a que tienes un viejo libro de recetas familiares -dijo Pete.

- No. La mayoría de ellas pasaron de una generación a otra. -Jenny rememoró los gritos de su madre, como si todavía estuviese allí y no hubiese muerto hacía años. «Por todos los santos, MaryBeth, no hace falta tener mucha cabeza. Limítate a cortar lo que tengamos, échalo en la sartén con huevos y mantequilla y tendrás una comida.»

Hizo un esfuerzo para sobreponerse a la desagradable impresión que le producía el recuerdo.

- ¿Cómo es Wyoming?

- Grande y abierto.

Ella respiró tranquila.

- ¿Cuántos sois de familia?

- ¿En la actualidad? Tres abuelos, mis padres, cinco hermanos, cuatro cuñados y cuñadas, y once sobrinos y sobrinas. ¿Y tú?

- Ninguno.

- ¿Ninguno?

- Mis padres murieron. -¡Debería de darte vergüenza, Jenny!, se dijo-. No. Eso no es cierto. -Se miró las manos-. Mi padre está vivo. Pero se fue hace un tiempo.

- ¿De quién son esas cosas que hay en el colgador?

En el recibidor. Lo había olvidado. Dos chaquetas de Darden, su chubasquero y, en el suelo, sus botas, todo ello limpio y nuevo, porque, de hecho, era limpio y nuevo. Jenny lo había sacado del garaje y lo había aireado y cepillado y lo había dejado en el colgador hacía una semana, de ese modo Darden tendría la impresión de que habían estado allí todo el tiempo, que era lo que él quería.

Oyó un chisporroteo.

- Ay, Dios -dijo con voz entrecortada. Abrió de inmediato la puerta del horno. Las albóndigas estaban algo más que listas. Las dejó sobre los fogones y sacó un plato y un tenedor.

- ¿Puedo echarte una mano?

Ella negó con la cabeza y señaló hacia una de las sillas. Al poco, dejó sobre la mesa un plato con un montón de albóndigas.

Él dio cuenta de cuanto le sirvió y repitió dos veces; y no es que las engullese sin masticar, pues hacía gala de buenas maneras en la mesa. Cuando se detuvo fue para alabar lo buena que estaba la comida.

A Jenny le alegraba el mero hecho de sentarse a verle comer, de sonreír cuando la miraba y de volver a llenarle el plato. Mientras tanto, siguió pellizcándose el codo, porque jamás había tenido una suerte como aquella, y quería que fuese real.

- Esto es lo mejor que he comido en muchos años -dijo Pete cuando finalmente echó la silla hacia atrás-. Me he comido todas las albóndigas. ¿Estás segura de que no te he metido en un lío? ¿Qué servirás mañana?

- Tenemos más -repuso Jenny cogiendo el plato y dejándolo en el fregadero. Lo lavó y lo aclaró con agua, y se disponía a dejarlo en el escurridor cuando él pronunció su nombre. Ella se volvió. Estaba mirándole la parte posterior de los muslos. Se alisó el vestido-. ¿Qué?

- ¿Qué son esas marcas?

- Oh, nada. Tuve un accidente cuando era pequeña. -Se le encendieron los ojos-. ¿Quieres ver una cosa?

- Sí, claro.

Lo llevó al recibidor y subieron las escaleras. Pasaron por su dormitorio, pero eso no supuso un problema. Jenny actuó con normalidad, como si entrasen hombres en él constantemente, y lo parecía, con aquella cama enorme y las sábanas de seda que Darden le había comprado, bien que a precio de saldo.

Miró a Pete con expresión tranquilizadora, abrió la puerta del armario, hizo a un lado el viejo edredón que colgaba de la barra y bajó la escalera que conducía al desván. Allí arriba, el espacio entre las fuertes tablas y el tejado era escaso. Abrió la ventana con facilidad. Dios sabía que Jenny hacía eso con bastante frecuencia. Se sentó en el alféizar y dejó las piernas colgando por fuera.

- Jenny, ¿qué estás haciendo? -le preguntó Pete.

Ella estiró las piernas y se dejó ir.

- Dios mío, Jenny…

Sus talones desnudos se adaptaron al canalón con facilidad. Se desplazó un poco hacia un lado hasta alcanzar las tejas y enfilar la vertiente abierta del tejado, después se desplazó un poco más para hacerle sitio a Pete.

- Jenny -le advirtió él desde la ventana, tal como hacía Dan O'Keefe cada vez que la veía en el tejado y se dirigía a él.

- Mira qué vistas -dijo ella con una sonrisa-. ¿Qué te parece? ¿No es genial?

Pete sacó una pierna. Metió la bota en el canalón.

- Veo niebla.

- Espera. La niebla desaparecerá.

Sacó la otra pierna y la estiró. Se colocó junto a Jenny sin esfuerzo y se apoyó en los codos, como ella.

La niebla se dispersó.

- Parece un pueblo de juguete -dijo Pete-. Explícame qué es lo que estamos viendo.

Ella señaló.

- La línea de luces es el centro del pueblo. Las luces pequeñas son las calles laterales. ¿Ves aquello? Es la escuela. ¿Y aquello de allí? La biblioteca. Y la aguja de la iglesia.

- ¿Qué es eso? -Pete señaló hacia el este.

- La cantera. Hace cien años sacaban granito de ahí. Cuando lo dejaron, el enorme agujero que había se llenó de agua, y así la gente del pueblo tiene un lugar donde ir a nadar. La leyenda dice que si se quiere que un matrimonio funcione, hay que ir allí a pedir la mano de la chica. A mí lo que me gustaría es bañarme a medianoche, con la luna y las estrellas y todo eso. Las luces que ves son de los coches. La gente aparca justo detrás del límite.

- ¿Para nadar?

- No exactamente.

Él sonrió, lo que hizo que Jenny sintiese un nudo en el estómago.

- Ajá. Amantes. Claro. ¿Has estado allí alguna vez?

- Docenas de veces -respondió ella despreocupadamente, como si en efecto fuese una chica muy popular. Pensó entonces en Selena Battles, que sí había estado allí docenas de veces. No quería que Pete pensase que era como ella. De modo que confesó-. Es mentira. Solo he estado allí en un par de ocasiones. -Hizo una pausa y añadió-: Para nadar. A plena luz del día.

Él sonrió de nuevo, mostrándole sus grandes y brillantes dientes, provocando que algo en el interior de Jenny se agitase.

- Me alegra saberlo -dijo.

Le encantó oír esa frase. Quería gustarle. Y como él había sonreído cuando le dijo la verdad, prosiguió:

- Y te mentí respecto a lo de tener un negocio de comidas a domicilio. Trabajo en ese negocio, pero no es mío.

- Pero sabes cocinar.

- Sí.

- Y sirves y limpias y haces todo lo que hace tu jefe.

Ella asintió.

- Entonces también es tu negocio -concluyó él-. Y, en cualquier caso -le echó un vistazo al pueblo-, no necesitas tener tu propio negocio con estas vistas tan estupendas.

- Sí -dijo ella con una sonrisa de satisfacción-. Tengo estas vistas. -Sabía que él lo entendería. Por ese motivo lo había llevado allí arriba. Cruzó las piernas, respiró hondo, llenándose por completo los pulmones por primera vez en mucho tiempo, y disfrutó del momento-. Dicen que es peligroso subirse aquí. Que podría caerme. Pero no me asusta. Además, aquí me siento importante. Son mis vistas. Puedo mirar o cerrar los ojos o incluso darme la vuelta. Puedo hacer lo que quiera. Aquí arriba decido yo.

- La mayoría de gente, a eso lo llama poder -apuntó Pete.

- Yo lo llamo libertad -dijo Jenny.

- Es como estar en lo alto de la colina que hay sobre el rancho, con la tierra firme bajo los pies y el cielo infinito y las estrellas y la luna. Es un poco como la cantera pero sin agua. Te gustaría.

Sin duda. Pero la libertad sería diferente si estuviese allí con Pete. Como lo era estando sobre el tejado con él. Era menos solitaria. Más completa. La libertad de estar y la libertad de disfrutar.

- Pasa la noche aquí -susurró ella. Cuando sus ojos se encontraron con los de Pete, agregó-: Solo para dormir. Dijiste que estabas cansado. Tengo una habitación libre.

- Sería una molestia.

- No.

- Apenas me conoces.

- Te conozco lo suficiente.

Pasó por encima de él -¡Dios del cielo! Notó el calor y la fuerza de su cuerpo debajo del suyo- y regresó al desván. Pero él bajó primero las escaleras y apartó el edredón para que ella pudiese pasar sin dificultades.

Lo instaló en la habitación para invitados y regresó a su cuarto. Dejó la puerta abierta, se quitó el vestido que tan buen servicio le había hecho esa noche y lo colgó con cuidado. Se puso el camisón y se metió en la cama, sabiendo que él dormía al otro lado del distribuidor.

Pero las sábanas de seda parecían chirriar, de modo que se incorporó, totalmente despierta. Sus ojos se posaron en una revista abierta sobre la silla. La cogió y fue pasando las páginas, visitando de nuevo Jeffrey City, Shoshoni, Casper y Cheyenne. Cuando acabó con ella la dejó en el estante.

La noche era tranquila. En medio de la habitación, intentó oír los latidos del corazón de Pete. Pero sus propios latidos resonaban con demasiada fuerza, revelando la emoción que la embargaba. En el pasado, se habría debido al miedo y la frustración, pero esa noche la causa era algo nuevo y maravilloso.

Se sacó el camisón. Con las yemas de los dedos tocó el espacio que se formaba entre sus pechos. Cerró los ojos. Echó la cabeza hacia atrás. Imaginó que Pete la miraba, que la amaba, y con esa fantasía llegó una satisfacción interior que casi la hizo gritar.

Pero no quería hacerlo. No quería despertarlo. Así que descolgó el viejo edredón que él había tocado y, todavía desnuda, se envolvió con él. Después se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza en aquella acolchada almohada de esperanza.

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