Capítulo Veinte
Con un gesto que parecía casual, Joanna se secó las gotas de sudor que comenzaban a resbalar por su cuello debido a la peluca. Durante la hora que habían pasado visitando los quirófanos del hospital, Joanna había aceptado doce ramos de flores, seis propuestas de matrimonio y cuatro invitaciones para cenar.
Todo el mundo, adultos y niños, amaban a la Princesa de Gales de una manera que rozaba la devoción. El protocolo quedaba olvidado a medida que cientos de manos se agarraban a su falda o intentaban estrechar su mano.
La presencia silenciosa de Ryder a su lado, y la certeza de que él llevaba encima más armas de las que había visto en su vida, se le antojaba ridículo. Ciertamente, ninguna de las personas que ahora sonreían abiertamente podía estar planeando una masacre.
—Todavía queda una sección por ver, alteza —dijo Alistair—. Creo que le van a encantar los niños de este pabellón.
Joanna asintió con la cabeza. Sólo una sección más. Cinco minutos más, ocho a lo sumo, y se encontrarían de vuelta, sanos y salvos en casa. Tragó saliva mientras se aproximaban a la habitación del fondo del pasillo.
La sección ambulatorio de pediatría estaba llena de niños.
Niños con muletas, niños en sillas de ruedas, niños sentados ordenadamente en el suelo esperando una mirada de la Princesa.
Joanna comenzó a andar delante de Ryder hacia el grupo de chavales sentados al final de la primera cama junto a la ventana. Sus sonrisas alumbraban la habitación. La idea de que los niños se sintieran felices por el simple hecho de mirarlos y tocarles la cabeza la dejaba perpleja.
Se inclinó para mirar a una niña pelirroja particularmente guapa. Si no hubiera sido porque habían pretextado que tenía laringitis para así no tener que hablar se habría pasado un buen rato contándoles cuentos.
Se produjo un movimiento extraño al fondo de la habitación.
Joanna miró a Ryder en ese instante, y él se apresuró a ponerse a su altura. Nada parecía raro a primera vista: dos médicos con fonendoscopios en sus cuellos se apoyaban sobre el marco de la puerta; una anciana miraba a Joanna como si ésta hubiese descendido del cielo; una enfermera miraba los acantilados a través de la ventana.
Nada por lo que preocuparse.
Pero, ¡un momento!, todos los uniformes de la plantilla tenían una estrecha franja de color azul marino en el cuello, excepto el de la enfermera que miraba por la ventana y, si sus ojos no le estaban jugando una mala pasada, Joanna podía ver también un finísimo cable que bajaba de la oreja de la enfermera hasta su cuello.
Joanna la observó con más detenimiento.
Podría no ser nada importante.
Quizás la mujer fuera una de las misteriosas compañeras de Ryder que ella no conocía todavía, o que el pequeño cable no fuese más que el de un audífono. Joanna aspiró profundamente mientras comenzaba a acercarse a la enfermera, quien le daba la espalda sin apercibirse de su presencia. Apenas las separaban tres metros de distancia.
Dentro de unos momentos, todo aquello acabaría y Ryder, Alistair y el resto de la organización podrían relajarse sabiendo que la amenaza contra la Princesa de Gales había sido falsa.
Joanna se iba acercando más a la enfermera. Un sonido. Un profundo e inconfundible zumbido que Joanna podía reconocer a pesar de que era la primera vez que lo escuchaba. La totalidad de la parte izquierda de su cabeza parecía estallar, y Joanna paró sobre sus pasos y se llevó la mano al pendiente izquierdo.
¡Dios Santo! Si el zumbido en su oído era una señal, aquella enfermera llevaba suficiente explosivo plástico como para destruirlos a todos.
Ryder flanqueaba la parte izquierda de Joanna; Alistair y otros dos hombres la derecha. El sonido de la alarma se intensificó. Joanna casi no podía pensar. La señal. ¿Cuál era la señal?
La enfermera se volvió hacia ella. Joanna se encontró mirando al demonio frente a frente por primera vez en su vida.
Joanna recordó la señal y se llevó la mano al sombrero. Inmediatamente, Ryder la empujó hacia el suelo y Alistair, junto con los otros hombres, sacaron sus armas y las dirigieron hacia la enfermera. En vez de balas, las máquinas soltaron una sustancia viscosa amarilla que se pegó al cuerpo de la terrorista.
—¡Los niños! —gritó Ryder—. ¡Sáquenlos de aquí!
—Pero ya no hay peligro —dijo Joanna—. Habéis neutralizado los explosivos. Estamos a salvo.
El peligro había pasado. Los buenos habían ganado. Ella estaba en los brazos de Ryder. Todo había pasado.
Fue entonces cuando Joanna se dio cuenta de que aquello no había acabado del todo. Enfrente de ella se encontraba la terrorista como salida de una película de horror. Mientras Joanna la miraba, la mujer extrajo una bomba de debajo de la ventana lista para explotar en cualquier momento.
Era una bomba relojera.
—Échense atrás —dijo la mujer con fuerte acento árabe.
Para la sorpresa de Joanna, Alistair y el resto de los miembros de la organización se rindieron inmediatamente. Ryder permaneció encima de Joanna, protegiéndola. El corazón de Joanna latía al ritmo de la bomba.
—Muévete —dijo la mujer, dirigiéndose a Ryder—. Es a ella a quien queremos.
—Obedécela —dijo Alistair—. Es nuestra única posibilidad.
Todos los pacientes y la plantilla del hospital abandonaron la habitación. Joanna podía oír cómo la señora Penhaligon lloraba en el pasillo.
Ryder no se movió. Joanna no podía pensar claramente a causa del miedo. Lo único real en aquella pesadilla era la fuerza y el calor del cuerpo de Ryder contra el suyo propio. Si él se separaba de ella, toda la verborrea acerca de hacer algo importante, de vivir en la parte peligrosa de la vida se quedaría en simple habladuría; reflejaría el discurso de una mujer que no sabía mucho de cómo funcionaba el mundo.
—Dos minutos —gritó la terrorista—. Dos minutos y este edificio desaparecerá.
—Utiliza tu cabeza, hijo —gruñó Alistair—. Si no te apartas de ella, nos volará a todos. Hay otras maneras de actuar en esta situación.
Y entonces, ante el horror de Joanna, Ryder O'Neal se levantó y se alejó de ella.
Ahora todo había acabado.
Aquello representaba todas las pesadillas que él había tenido y que había rechazado a la luz del día.
Amor y deber. Los tópicos de que se hablaba cuando uno ha bebido mucho whisky.
Ryder se había preguntado qué haría cuando el conflicto final, el de elegir entre la mujer que amaba y su responsabilidad ante el deber, se presentara.
Lo malo era que no estaba preparado para reaccionar ante lo que se enfrentaba ahora, allí de pie y sin moverse mientras la mujer a quien amaba más allá del deber, más allá de su propia vida, era usada como peón en un juego peligroso y mortal.
—Cubre a Joanna —le dijo Ryder a Alistair—. Yo me haré cargo de la situación.
—Ve despacio —dijo Alistair—. Gana tiempo. Los refuerzos deben estar al llegar.
—¡Callaos! —gritó la terrorista—. No quiero oír ni una palabra más.
Tras decir estas palabras, la mujer se puso la bomba bajo su blusa y se acercó a Joanna.
Ryder intentó arrebatarle la bomba. La terrorista luchó por retenerla. La bomba continuaba contando el tiempo.
Cuarenta segundos. Treinta y cinco…
Ryder recordaba cómo había sentido a Joanna entre sus brazos, recordaba cuánto le había costado a ella confiar en él. Él le debía aquel último regalo: su vida.
Cuando ya no quedaba tiempo, Ryder se agarró a la terrorista por los hombros y la empujó hacia la ventana, cayendo los dos hacia el acantilado.
La escayola en la pierna de Ryder parecía pesada; probablemente le molestaba muchísimo; para Joanna Stratton, sin embargo, era la visión más hermosa de la tierra. Por ahora, ella no podía pensar en un placer mayor que mirar cómo respiraba Ryder O'Neal.
—Debes de tener siete vidas —dijo ella mientras el Concorde privado de PAX despegaba de Heathrow con destino a Estados Unidos—. Esa caída hubiese acabado con cualquiera.
Ryder sonrió, atrajo a Joanna hacia sí y la sentó al lado de la cama que Alistair había improvisado para el viaje de vuelta.
—Todavía me quedan seis —dijo Ryder, besándola en el cuello—. No sé si podré resistir tanta agitación.
—Yo sí podría —dijo Joanna—, si pasara todas esas vidas contigo.
—¿Es eso una proposición, señorita Stratton? —preguntó él con ojos brillantes.
—No —dijo ella y señaló a su escayola—. Eso sí que lo es.
Allí, a lo largo de su escayola, estaban escritas con lápiz de labios las palabras: «¿Quieres casarte conmigo?»
—¿Cuándo escribiste eso? —preguntó Ryder rompiendo a reír.
—Cuando estabas adormilado.
—Yo jamás me quedo adormilado.
—Me temo que sí, Superman.
Él le acarició el pelo suavemente, y ella se maravilló ante la ternura que aquel hombre poderoso era capaz de mostrar.
—Ocho semanas más con esta escayola —dijo Ryder—. Creo que no voy a resultar un paciente muy bueno.
—No cambies de tema.
—Sólo quiero asegurarme de que sabes dónde te estás metiendo, Joanna. Puede que no sea siempre tan fácil.
—¿Es que esto fue fácil?
—Tengo un temperamento muy variable.
—Lo sé.
—De vez en cuando fumo puros.
—Compraré un ambientador.
—Se me conoce por comer pizza fría y beber cerveza caliente.
—Actuaré como si no lo supiera.
—Probablemente tendrás preguntas que hacer.
—Millones —dijo ella—. Pero tendré cuarenta o cincuenta años para obtener la respuesta.
Ryder cogió a Joanna por los hombros y la atrajo hacia sí.
—Te quiero —dijo Ryder muy suavemente—. Siempre te querré.
—Eso es algo que tendrás que probar —dijo ella mientras apagaba la luz.
Risas.
Alistair levantó la mirada del periódico y escuchó.
No había duda acerca del ruido.
Seductor. Maravilloso.
Probablemente los sonidos más privados de la tierra.
Alistair comprobó que la puerta entre las cabinas estaba cerrada y encendió el radio-casette. Una vieja melodía lo envolvió con una dulce nostalgia. No podía oír sus risas, pero el recuerdo de las mismas permanecía en su memoria.
¡Ah, sí! Ser joven y estar enamorado.
Sarah había disfrutado mucho viendo a su joven amigo tan feliz. Pero eso estaba fuera de lugar. Una vez que llegaron a Nueva York él tendría que suministrar a Ryder todo lo que necesitaba para desarrollar su trabajo. Y Joanna… Bien, Alistair cometería una estupidez si no intentara convencerla de que utilizara sus habilidades trabajando con PAX.
Alistair ya no podía pretender más que Ryder fuese imprescindible para la organización. La mezcla perfecta de amor y trabajo estaba por desarrollarse, y Alistair se aseguraría de que Ryder tuviera su oportunidad de llevarlo a cabo. No podía ignorar por más tiempo el hecho de que Ryder se merecía la posibilidad de ser feliz tal y como él mismo la tuvo.
Tenía que aprender una lección, y él siempre había sido un estudiante aventajado.
Dejó el periódico en el suelo y levantó el auricular del teléfono con el que podía llamar a tierra. No tuvo que mirar el número en su agenda se lo sabía de memoria.
—Debería colgarte, Alistair Chambers —dijo Holland con una voz muy clara a pesar de los kilómetros que los separaban—. Esperé durante diez horas a que aparecieras, y eso fue hace tres días. ¿Dónde demonios estás? Más vale que tengas una buena justificación.
—La tengo —dijo Alistair, pensando en el amor y lo maravilloso que resultaba que no fuese patrimonio de las personas bendecidas por la juventud—. Es la mejor en la que puedo pensar.
Fin