Capítulo Siete

Invitarle a su casa había sido el primer error.

Joanna vio cómo Ryder servía dos vasos de Ruffino. Llevaba las mangas remangadas y ella no podía evitar contemplar la forma de sus músculos y venas. 

Después de haberse pasado los últimos años trabajando con los más bellos hombres de la tierra, Joanna creía que era inmune al atractivo de cualquier mortal.

Aquél fue su segundo error.

Mientras se ocultaba bajo el aspecto de Kathryn no había llegado a sentir por completo el magnetismo de aquel hombre. Sí, se había visto afectada por su bello rostro y su fuerte cuerpo, pero le había parecido más maleable que ahora, sentado en el sofá frente a ella.

¿Acaso su disfraz había empañado sus sentimientos? ¿O sólo había visto lo que había querido, rechazando todo lo demás?

Ryder le ofreció un vaso y sostuvo el suyo en la mano.

¡Por Rosie! —dijo él mientras brindaban—, y su ropa interior desaparecida. 

Joanna sonrió, pero no dijo nada. No confiaba en su voz.

La necesidad de fundirse con él, de sentir sus labios sobre los suyos era tan fuerte, que sólo la fuerza de su mentira permitió que continuara sentada en su silla. Tomó un sorbo de vino, consciente del gesto que hacían sus labios al beber, notando el sabor en su lengua y el calor que la bebida proporcionaba a su garganta y estómago. Incluso el tacto del fino cristal en sus dedos se convertía en algo sensual por el simple hecho de que él la estaba mirando. 

«Sabe lo que estoy pensando», pensó Joanna.

La mirada en los ojos de Ryder era tan sexual, que ella no tenía la mínima sombra de duda al respecto. La fuerte y solitaria Joanna Stratton, la mujer que muchos hombres habían cortejado y muy pocos conseguido, había encontrado la horma de su zapato.

Tomó otro sorbo de vino y se aclaró la garganta.

Dime —dijo ella, recostándose sobre la silla—. ¿Cuanto hace que conoces a Rosie?

No mucho.

¿Tres días?, ¿tres meses?, ¿tres años? 

Unas tres semanas. Nos conocimos en el ascensor. Iba a buscar sus cortinas en la basura que Stanley recoge todos los días.

Stanley no es un hombre con el que se pueda discutir, Ryder. No, si aprecias pequeñas cosas como la calefacción y el agua caliente. Espero que no animaras a Rosie a hacerlo.

Yo no la animé, sólo la ayudé a buscar las cortinas.

Puede que Rosie te parezca divertida —interrumpió Joanna—, pero su situación no lo es. Sus amagos de senilidad la van a dejar sin hogar.

Creía que las leyes de Nueva York la protegían.

No, si se la declara públicamente senil. Si Stanley la hubiera pillado rebuscando en la basura, podría haberla denunciado. 

¿Qué quieres decir con senil?

Eso parece obvio —dijo ella, tomando otro sorbo de vino—. ¿O es que crees de verdad que Stanley podría robar sujetadores de Rosie?

Los sujetadores no, las fajas.

Es posible que tú encuentres la situación graciosa, pero yo no. La imaginación de Rosie puede ponerla en la calle.

Ryder apuró su vino y dejó el vaso sobre la mesa.

A lo mejor no es su imaginación.

¡No me digas que te ha hecho sospechar a ti también!

Tú conoces a Stanley —dijo Ryder—, ¿te sorprendería que él hiciera algo así?

Debo admitir que Stanley siempre está al acecho —dijo ella—, pero eso no lo convierte en sospechoso. Además, el Carillon no es suyo. ¿Qué ganaría con echarla? 

Oh, vamos, Joanna. ¿Quién paga su salario?

Ryder tenía razón, pero la situación parecía muy poco creíble. 

Conozco a Rosie desde hace años —dijo ella—, y sé que se está volviendo un poco olvidadiza. ¿Te parece raro que extravíe cosas?

¿Que extravíe una licuadora?

¡No me digas que le ha desaparecido la licuadora también!

Y la olla. ¿Todavía piensas que es senilidad o estás dispuesta a admitir que hay algo raro en todo esto?

Probablemente haya reorganizado los armarios de la cocina o algo así. Tiene casi ochenta años, Ryder. 

Como Kathryn —respondió Ryder—, y tiene una mente más aguda que muchas adolescentes que conozco.

«Hay buenas razones para ello», pensó Joanna mientras acababa su bebida.

Te pondré un poco más —dijo Ryder.

Joanna podía notar el corazón bombeando en sus oídos. Los ojos de Ryder parecían invitarla cuando se detenían en sus labios y descendían hacia la garganta. Se podía notar en el contacto de su mano cuando le entregó el vaso. Ella estaba viendo cómo el deseo crecía dentro de él.

Qué fácil sería acercarse, dejarse arrastrar por esa fiebre que ardía en la boca del estómago… 

Y ella sabía perfectamente cómo sería… 

Se quitaría la ropa despacio, con dedos temblorosos, dejando caer la blusa, al tiempo que los pantalones, en el suelo. Habría algo salvajemente excitante al mostrarse a aquel hombre, al ver el efecto que su belleza tendría sobre él.

Las manos de Ryder, grandes y fuertes, intentarían tocarla, pero ella las eludiría, dejando que sus propias manos recorrieran su estómago y sus muslos, haciendo que él se preguntara cómo se sentiría teniéndola a su lado. El apartamento estaba un poco frío y sus pezones se endurecerían, y parecerían oscuros en contraste con su blanca piel; y él intentaría de nuevo alcanzarla mientras ella se levantaba el pelo de la nuca y… 

¿Joanna? Estaba diciendo que si quieres un poco más de vino.

Ella pestañeó volviendo a la realidad.

Sí —dijo ella finalmente—. Que sea doble.

 

Tener una pierna rota le había venido bien, porque, de no haber sido por la escayola, se habría sentido tentado a arrastrar a Joanna hasta su apartamento, donde haría el amor con ella toda la noche.

La temperatura corporal de Ryder se elevó unos grados cuando vio a Joanna en camisón, pero ahora, sentada frente a él, con una simple blusa y unos pantalones, estaba volviéndolo loco de excitación.

Nunca había visto tanto deseo en los ojos de una mujer.

Habría querido deslizar sus manos por dentro de los pantalones de seda de Joanna y acariciar sus nalgas, sentir la carne tierna de sus caderas. Pero al mismo tiempo que la deseaba desnuda y retorciéndose a su lado, un instinto visceral lo contenía.

Una escayola podía resultar muy incómoda para hacer el amor. El placer estaba allí donde uno lo encontraba y él sabía mucho de placer.

Si él y Joanna Stratton iban a hacer realidad todas las fantasías que llenaban la atmósfera de la habitación, no habría vuelta atrás. Él deseaba todo lo que ella era. Quería poseerla en cuerpo y alma, introducirse en su mente y conocer todos sus pensamientos secretos, sus sueños más salvajes.

Y él no estaba preparado para aquello.

Ryder rellenó los vasos de vino y le ofreció uno a ella.

¿Ha tenido Kathryn algún problema con Stanley? —preguntó él.

Ninguno —negó Joanna con la cabeza—. No es su apartamento.

¿Es tuyo?

De mi madre.

¡Ah! Eso explica el nombre en la puerta.

Eres muy observador.

Es parte de mi trabajo.

¿Cuál?

«¡Maldita sea!», pensó él. Le habían bastado unas semanas de inactividad para volverse peligrosamente descuidado. Incluso viéndose libre de la organización, un resbalón como aquél podría costar la vida de muchos inocentes.

Inexistente —dijo, apoyándose en la primera idea que le vino a la mente—. Formo parte del grupo de ricos perezosos.

¡Qué suerte! —dijo ella aceptando su respuesta. 

¿Y tú a qué te dedicas, Joanna Stratton?

Soy una profesional del maquillaje.

¿Avon o Mary Kay?

Ninguna de las dos —contestó ella, riendo—. Trabajo para películas, teatro y fotografías de publicidad.

¿Es interesante?

¡Oh, sí! —dijo ella—. Además de reconocido socialmente.

Me imagino que mantener a Robert Redford guapo para su público es una cosa seria.

Yo puedo decirte unas cuantas cosas acerca de lo que pienso de los niños ricos.

La diversión es necesaria para el alma; no lo dije como un insulto, Joanna.

Ya lo sé —dijo ella, acercándose el vaso—. Ahora estoy pasando por una crisis profesional y supongo que me siento algo susceptible.

¿No eres un poco joven para tener ese tipo de crisis?

Tengo treinta y dos años —dijo ella—, pero llevo trabajando desde los veinte. ¿Te imaginas doce años preocupándome por las máscaras y las bases de maquillaje? Mi epitafio probablemente dirá: Aquí yace Joanna Stratton. Ella descubrió cuál era la sombra ideal para sus ojos. 

¿Por qué no cambias de profesión?

Ella lo miró con incredulidad.

Es muy fácil para un rico decir eso. Es lo único que sé hacer y como no tengo a nadie que me mantenga… 

Joanna dejó su frase inacabada y la curiosidad de Ryder se acrecentó.

¿No has estado nunca casada?

Una vez —dijo ella quedamente—. Hace mil años.

Cambiar de tema habría sido lo correcto, pero el tacto nunca había sido el fuerte de Ryder.

¿Divorciada?

No es de tu incumbencia, Ryder.

Pero ya no estás casada ¿verdad? 

Él nunca había sido un ejemplo de rectitud moral, pero seducir a casadas estaba fuera de sus límites. 

Joanna se levantó y puso el vaso sobre la mesa.

Eddie murió en un accidente aéreo en mil novecientos setenta y tres —dijo ella con una voz carente de emotividad—. Yo creía que iba a la base aérea Kadena, en Okinawa, pero en realidad iba a Tejas, a ver a la mujer que iba a tener un hijo suyo.

Joanna se encaminó a la ventana, con la espalda rígida de orgullo y, mientras lo hacía, los recuerdos que Ryder había tratado de desechar desde lo de Valerie se apoderaron de él. Había olvidado lo fácil que era romper su corazón. 

«Déjala marchar», pensó él. «Si no has olvidado completamente cómo es la vida real, deja que esta mujer se aleje».

Ella necesitaba un hombre que fuese a trabajar de nueve a cinco, que tuviera su mundo organizado alrededor del de su mujer; que durmiera junto a ella y formase una familia. Un hombre cuyo mañana fuese igual que su presente.

Ella no necesitaba un hombre cuyo mundo se cernía en torno a su propio eje, un hombre que debía tanto a tantos y que tenía pocas posibilidades de centrarse de nuevo en una vida de verdad. Hasta que él no rompiese con PAX, cualquier promesa que le hiciese estaría escrita en el viento.

El eco de sus palabras resonaba en la cabeza de Joanna. Nadie, ni siquiera su madre o Holland, sabían la verdad completa del trágico fin de su matrimonio con Eddie Carr. Ella había adoptado el papel de la viuda inconsolable mientras en su interior la ira corroía su propia estima.

Y aquella noche, ante un completo extraño, acababa de vomitar aquellas palabras. Debería haber hecho lo imposible para contenerlas en su interior. La sensación de impotencia que había sentido con la muerte de Eddie y cuando las Fuerzas Aéreas habían encubierto la verdadera historia, era tan devastadora ahora como lo fue entonces para una chica de diecinueve años que creía en cuentos de hadas y en finales felices. 

La manera en la que Ryder O'Neal se las había arreglado para meterse en su piel, de acercarse tanto a la parte secreta de su corazón que había muerto junto con Eddie, era un misterio que sería mejor dejar sin resolver.

Había trabajado demasiado para recobrar su propia estima como para que una confesión descuidada le estropeara tantos años de curación.

Fue un idiota —dijo Ryder, dando un bastonazo—. Tú lo sabes ¿verdad?

Ella se volvió hacia él.

Lo sé ahora.

Ya había dicho más que suficiente. No estaba dispuesta a contarle cosas acerca de esos oscuros años durante los que había buscado apoyo en otros hombres. Se había ganado una reputación de rompedora de corazones cuando el suyo propio era el único que estaba hecho pedazos.

Ryder miró el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

Es tarde. Más vale que me vaya.

¿Tienes un día ajetreado mañana? —dijo ella, forzando una sonrisa.

Ya sabes lo que pasa con los ricos, tengo que poner a trabajar mi tarjeta de crédito.

No me impresionas. Yo me las apaño para arreglármelas sola —dijo ella mientras lo acompañaba a la puerta.

¿Por qué me da la impresión de que lo haces todo de esa manera? —preguntó él, dirigiéndole una mirada que le llegó al corazón.

¿Cómo lo has adivinado? —respondió ella, sabiendo que no tenía sentido negarlo.

Tengo buena intuición.

Tendré presente lo que dices.

Uno se puede proteger contra los rayos X, pero no contra el instinto.

Sentirse indefensa era lo que Joanna odiaba más que nada en el mundo.

Hay algo más —dijo Ryder.

¿Alguna otra observación? —preguntó ella, tensa.

Sí, pero de diferente naturaleza.

Intentó tomar aliento, pero la mirada de Ryder se lo impidió.

Habríamos hecho una buena pareja.

¿Perdón? ¿Cómo dices?

Estabas pensando antes en eso ¿no? —dijo él, sonriendo.

¿Por qué negarlo? El rubor de su rostro era la prueba definitiva.

Sí ¿es que eres un adivino?

Los bellos ojos almendrados de Ryder parecían capaces de perforar su armadura protectora.

No soy un adivino —dijo él sin apartar la mirada de Joanna—. Simplemente puedo fantasear también.

La imagen de ella misma retorciéndose de deseo debajo de él hizo que su cuerpo se encendiera. Ella no era ninguna colegiala y tampoco desconocía el poder del deseo por el deseo, pero hablar de sus fantasías sexuales en el umbral del apartamento de su madre era demasiado para Joanna. Especialmente cuando el objeto de sus deseos se encontraba frente a ella, mirándola como si estuviera desnuda.

En mis fantasías no tenías la pierna rota —dijo ella, mirando la escayola.

Muy bien. Yo había añadido una cama grande y mucho tiempo —dijo Ryder.

El corazón de Joanna latía de una manera casi dolorosa.

Estaba oscuro. Sólo la luz de la luna y las estrellas —continuó ella.

No, Joanna. La luz de la habitación estaba encendida; yo quiero verte.

El deseo, caliente y salvaje se apoderó de ella y la hizo temblar.

Siento desilusionarte —dijo Joanna—, pero a mí me gusta hacerlo con las luces apagadas. 

¿Es negociable?

Me temo que no.

Lo siento.

Yo también.

Podríamos habernos hecho muy felices el uno al otro, Joanna.

Ella cerró los ojos durante un momento.

Lo sé —dijo ella, sintiendo su cuerpo hambriento por él. 

Y entonces, antes de que ella pudiera reaccionar, él se acercó y la besó suavemente en los labios.

Él se había marchado antes de que ella se diera cuenta de cuánto había deseado que él la hubiese presionado más.

 

«Eres un idiota», pensó Ryder mientras apretaba el botón del piso once en el ascensor.

Las posibilidades eróticas que habían surgido entre ellos mientras estaban en el pasillo del apartamento fueron ilimitadas. 

Él había vivido mucho como para saber que si hubiera arrastrado a Joanna al sofá y la hubiese abrazado, besado y explorado su cuerpo, todas las fantasías se hubiesen hecho realidad.

Él era ahora vulnerable, de la misma manera que Valerie lo había sido años atrás. Al principio pensó en alejarse de Joanna para evitarle un dolor gratuito, pero ahora reconocía que esa no había sido la razón.

Cuando Joanna le dijo que prefería la habitación oscura, alumbrada sólo por la luz de la luna, él se había hecho el duro y le había costado mucho controlarse para no deslizar sus manos por debajo de aquella blusa de seda.

Incluso después de haber dado y recibido placer, no estaría satisfecho. Él la desearía una y otra vez, una cadena sin fin de días y noches deseando su cuerpo, su corazón y su alma.

Conocía a mujeres tan bellas como Joanna; había conocido a mujeres tan inteligentes como ella y el doble de dispuestas a hacer el amor. Pero nunca había llegado tan lejos y tan deprisa. Nunca se le había permitido traspasar la fachada y contemplar el latido frágil del corazón humano como le había pasado con Joanna. El simple hecho de revelarle su alma había conseguido sellar su destino más que cualquier acto sexual.

Durante los últimos quince años, sus habilidades habían guiado los destinos de un cierto número de países. Las vidas de los grandes y los no tan grandes habían estado en sus manos.

Pero cuando lo pensaba fríamente, el amor era la emoción más letal que conocía, porque era la única que tenía poder de autodestrucción.