Capítulo Diecisiete

Ryder sabía desde el principio que no le sería posible mostrar las películas a la policía como Joanna esperaba. Habría preguntas que contestar, identificación que revelar y explicaciones que dar por el sofisticado equipo electrónico guardado en su apartamento.

La idea de que alguien revolviera en sus papeles del trabajo con explosivos plásticos era suficiente para provocar sudores fríos en Ryder.

Tenía que haber otra manera, y daría con ella finalmente.

PAX.

Por una vez, PAX podría olvidarse de terroristas e intriga internacional y probar algo a menor escala; algo que ayudaría a unos pocos que vivían en un edificio de Nueva York, a llevar una vida más tranquila.

Era una petición simple, y para PAX, algo muy fácil de llevar a cabo. No era nada del otro mundo. Alistair haría unas cuantas llamadas telefónicas y Ryder dejaría las películas en manos expertas. De esa forma, el problema con Stanley Holt se convertiría en algo del pasado.

Rosie y los demás residentes del Carillon podrían vivir sus vidas libres de amenazas y peligros. 

Era lo mínimo que un estadounidense podía esperar en sus últimos años de vida.

Además, no estaría mal que alguien les recordase a los chicos de la organización que incluso James Bond podía envejecer, y que otro, más joven, fuerte y viril, aguardaba para tomar su puesto. 

Aun así, todavía quedaba el problema de Joanna.

¿Por qué me miras así? —preguntó Ryder a pesar de conocer bien la respuesta—. ¿No crees que pueda ocuparme de cosas como ésta?

Ella tenía la manera más desconcertante de mantener la mirada, y a Ryder le costó un gran esfuerzo no tratar de esquivarla.

Me sentiría mucho mejor si la policía se ocupase de ello.

Gracias por el voto de confianza.

Debes admitir que eres algo misterioso, Ryder con esas historias de que eres un detective privado; esas habitaciones cerradas en tu apartamento; Alistair jurando que eres un genio de los ordenadores. No puedes culparme por dudar de todo. 

Tienes mi palabra, Joanna. Rosie no tendrá más problemas, pero tienes que confiar en mí.

Lo haré —dijo ella suavemente—. Sólo Dios sabe por qué, pero confiaré en ti.

Ryder se acercó a ella, con el deseo que empezaba a calentar su sangre, a sensibilizar sus terminaciones nerviosas, a activar sus fantasías.

No hay futuro para nosotros —dijo Ryder mientras la tomaba entre sus brazos—. Los dos lo sabemos ¿verdad?

Los dedos de Joanna acariciaban el torso de Ryder.

La vida es demasiado imprevisible —dijo ella, besándolo en el cuello—. El ahora es lo que cuenta. 

Mañana podrías estar en el Congo —dijo él, deslizando su mano por las caderas y la cintura de Joanna—, o de vuelta a Hollywood.

Y tú podrías estar en Alaska persiguiendo a esposas infieles.

Un futuro sería imposible para nosotros.

Imposible —prosiguió ella.

Ryder juntó sus labios con los de Joanna y su olor y sabor le inspiraron un millón de fantasías. Habría vendido su alma al diablo por que una de esas fantasías tuviese la llave para un final feliz.

No debería confiar en ti —dijo ella mientras se acercaban al dormitorio en medio de una bruma de amor y deseo—. Nada acerca de ti tiene sentido.

Las palabras que él había intentado retener salieron finalmente de su boca.

Te amo, Joanna —dijo él, buscando la mirada de Joanna—. Te quiero más de lo que creía posible. Es lo único que puedo decirte.

Por primera vez desde que la conoció, la mirada de Joanna se turbó y, cuando ella se dejó llevar por sus sentimientos, él comprendió que con o sin PAX, él no podría resistirse a esa mujer.

 

«Palabras», pensó Joanna mientras trataba de recobrar la compostura. «Son simplemente palabras».

Había vivido lo suficiente y tenía la experiencia necesaria para saber que lo que era dicho en el calor de la pasión a menudo se olvidaba cuando ésta desaparecía.

Las palabras de Ryder, a pesar de ser muy bellas, no podrían cambiar la realidad de su situación, y ella lo tenía muy presente en su mente. 

Pero, por supuesto, le resultaba difícil pensar claramente cuando el hombre a quién amaba la arrastraba hacia la cama.

Era difícil sacarle el sentido a sus palabras cuando sus manos, cuerpo y boca le descubrían secretos y le mostraban milagros que ella nunca había imaginado.

Le resultaba imposible de igual manera abandonar la esperanza de que quizás, sólo quizás, él resultase ser un maestro de escuela con vacaciones pagadas y una imaginación muy calenturienta.

 

Fuegos artificiales.

Cohetes.

Olas rompiendo en la playa.

Cada cliché creado por incurables cineastas románticos como forma de describir lo más importante del amor, quedaba fuera de lugar ante lo que Holland Masters sintió la primera noche en los brazos de Alistair Chambers. 

Estaban tumbados en la enorme cama de Alistair. La única iluminación en la habitación era el reflejo de las luces de Central Park y la brasa de esos cigarrillos europeos tan maravillosamente decadentes que Alistair fumaba y Holland adoraba.

Era como una escena salida de una película de amor.

¿Quieres más coñac? —preguntó él.

Me encantaría —dijo ella, extendiendo su brazo con el vaso. Alistair sirvió una buena cantidad del licor—. Debo reconocer que ha valido la pena esperar, Alistair.

Yo también lo creo, Holland. Cuando tú… 

Sus palabras eran tan íntimas y excitantemente explícitas, que Holland olvidó su vaso y derramó accidentalmente un poco de coñac sobre sus senos.

¡Oh maldición! —dijo ella mientras se sentaba sobre la cama y ponía el vaso en la mesilla—. Tráeme un poco de agua, Alistair; no quiero estropear más unas sábanas tan bonitas.

Alistair no fue a por agua ni a por una toalla ni nada de lo que Holland hubiera imaginado. Lo que él hizo fue tumbarla de nuevo y muy tranquilamente comenzar a lamer el coñac en su cuerpo.

No hubo lucha ni protestas por parte de Holland Masters. Aquéllas eran tácticas de jovencitas ingenuas que no habían pasado cuarenta y dos años buscando al amante perfecto.

Las monadas de diecinueve años creían poder encontrar al mejor hombre del mundo a la vuelta de la esquina; cuando se llega a los cuarenta y dos, uno ha doblado ya muchas esquinas como para saber cuándo se ha de sentar la cabeza.

Alistair Chambers no lo sabía todavía, pero no le faltaba mucho para hacerlo. Holland gimió sensualmente mientras Alistair hacía algo particularmente excitante. Sí; pronto Alistair sentiría lo mismo que ella. Ella no iba a permitir que se le escapara.

 

Ryder no faltó a su palabra.

Antes de que Rosie volviera de su descanso en compañía de Bert Higgings, Stanley había sido sustituido sin ceremonias por un matrimonio, los Vincenzos, y la dirección del Carillon había quedado bajo investigación estatal. 

La policía no se presentó. No hubo tampoco visitas nocturnas de personajes extraños. Joanna no pudo averiguar la forma en que Ryder había conseguido aquel milagro tan particular.

De hecho, ella había tenido suerte de estar ocupada con el estudio de producciones en la semana que siguió a la historia de Stanley; de otra forma, habría dado rienda suelta a la tentación y habría cogido las llaves de las habitaciones cerradas del apartamento de Ryder. Con gusto, habría rebuscado en ellas hasta encontrar lo que Ryder escondía.

La primera oportunidad que tuvo de hablar sobre aquel asunto con alguien fue cuatro noches después de rodar la intrusión de Stanley en el apartamento de Rosie. Holland tenía finalmente una noche libre y, como Ryder estaba ocupado, Joanna había invitado a su amiga a cenar.

¡Dios mío! —dijo Joanna, mientras Holland se quitaba el abrigo y se sentaba en el salón—. Cuéntame cuál es tu secreto; estás radiante. 

Estoy enamorada —dijo Holland, sonriendo abiertamente—. Es mejor que pasar una semana con Elizabeth Arden.

Hasta ahora, el amor sólo le había dado noches en blanco y ojeras a Joanna. Se recostó sobre el brazo del sofá y estudió a Holland.

¿Alistair? —preguntó Joanna. 

¿Quién si no? —contestó Holland—. No podrías imaginar el superhombre que hay escondido bajo ese aspecto flemático. ¿Sabes? él… 

¡Oh, no, por favor! Si empiezas a contarme sus secretos sexuales, no podré mirarlo más a la cara.

No pienso compartir contigo los detalles íntimos del hombre a quien amo —dijo Holland un poco indignada. 

Debe de ser serio —dijo Joanna, sorprendida—. ¿Cuándo? ¿Cómo? Según me contaste, la última vez que os visteis ni siquiera te besó.

Digamos que las cosas han progresado gratamente —dijo Holland.

¿Gratamente? ¿Qué quieres decir con gratamente? —dijo Joanna a quien le resultaba difícil comprender a la nueva y discreta Holland—. ¿Qué está pasando?

Vamos a casarnos.

¿Qué? —exclamó Joanna, poniéndose de pie y dando un gran abrazo a su amiga—. ¡No puedo creerlo! ¿Cuándo? ¿Puedo ser tu dama de honor? ¿Dónde tienes el anillo? Alistair debe de estar encantado.

Lo estará —dijo Holland alisándose el pelo y sonriendo serenamente.

La excitación de Joanna se esfumó.

¿No estáis comprometidos? —preguntó Joanna.

Oficialmente no.

Pero él ha sacado el tema a relucir ¿no es cierto? 

No con esas palabras exactamente.

Bien ¿qué palabras utilizó?

Eres demasiado curiosa, Joanna. Nunca me había dado cuenta antes.

Eso es porque siempre me has contado todos los detalles sobre tu vida sexual. Nunca tuve oportunidad de ser curiosa —dijo Joanna mientras se sentaba frente a su amiga—. ¿Te vas a casar sí o no?

Sí —dijo Holland—, pero todavía no se lo he dicho a Alistair.

Me lo imaginaba —gruñó Joanna.

Seguro que le sorprenderá —continuó Holland, inspeccionando la manicura de su dedo anular izquierdo— y se pondrá un poco nervioso, pero estoy segura de que se convencerá de las ventajas de esta decisión. 

Entonces ¿cómo es que no estás ahora con Don Maravilloso? —preguntó Joanna—. ¿Lo estás obsequiando con tiempo libre por su buen comportamiento?

Escucha, Joanna; si pudiera llevar las cosas a mi manera, estaría con él en este instante, pero ha tenido que salir por motivos de trabajo.

Joanna sintió una sensación de alarma en la boca de su estómago.

¿Lo llamaron a eso de las siete esta mañana? —preguntó Joanna.

¿Es que has añadido el voyeurismo a tus otros hobbies? —contestó Holland dirigiendo una grave mirada a su amiga. 

No seas evasiva, Holland. Esto es importante.

A pesar de que creo que no es de tu incumbencia, te diré que es verdad que lo llamaron a esa hora —dijo Holland.

¡Claro que me interesa! A Ryder también lo llamaron a esa hora.

¿Qué tiene eso de raro? —preguntó Holland, encogiéndose de hombros—. Son socios. Parece normal que lo que le afecte a uno de ellos afecte también al otro.

No se llama a los corredores de bolsa a las siete de la mañana, Holland.

Quizás deban ceñirse al horario europeo —dijo Holland mirando cómo Joanna hacía un gesto de incredulidad—. Está bien. Quizás la historia de los corredores de bolsa sea falsa. Así que son detectives privados ¿y qué importa eso?

¿No crees que una relación afectiva debe estar basada en la sinceridad?

Hay mucho tiempo para la sinceridad —dijo Holland, quien no había estado casada con anterioridad—. Una vez que haya pasado la excitación del principio, ya tendremos tiempo de dedicarnos a descubrir nuestras almas.

¿No te importa saber la manera en que Alistair se gana la vida?

¿Qué es esto? —preguntó Holland, enojada—. ¡Preguntas y preguntas! ¿Qué es lo que te pasa, Joanna?

No me pasa nada, Holland —mintió Joanna—, pero creo que deberíamos enfrentarnos a la situación fríamente.

¿Sabes algo que yo debería saber?

Joanna negó con la cabeza. Ese era el problema. Una docena de sospechas atormentaban su mente, pero a ella la aterrorizaba dar credibilidad a alguna de ellas. Ryder no le debía explicaciones de su comportamiento. ¿No habían dejado ambos bien claro su mutua independencia?

Vamos —dijo Joanna, levantándose—. Entremos en el comedor; te prometí una cena ¿no?

Eso creo —contestó Holland, ya relajada.

 

El viento del Atlántico Norte soplaba por la pequeña finca y hacía temblar las ventanas. Enormes nubes grises se acumulaban sobre la rocosa línea de la costa.

Ryder entendió por qué la leyenda decía que las islas Scilly, al suroeste de Cornwall, Inglaterra, eran los picos de las montañas de la mítica Atlántida.

La belleza abrupta de la tierra hablaba de leyendas celtas y glorias pasadas de druidas y demonios. Era un lugar de maravillas desconocidas y, ahora, un lugar peligroso y amenazante. 

Ryder, Alistair y seis agentes más de PAX se encontraban en la pequeñísima isla de St. Margaret, una de las islas Scilly. La gente del lugar preparaba un festival que tendría lugar al cabo de dos semanas y que, por primera vez en cuatrocientos treinta y cinco años, sería presidida por miembros de la Familia Real. Se trataba de una visita privada que no había sido hecha pública. Solo los habitantes del pueblo y Scotland Yard sabían que los Príncipes de Gales, acompañados por sus dos hijos, se quedarían en el castillo de Dunellen durante los dos días que duraba el festival. 

Al menos eso era lo que se creía hasta que un grupo de terroristas contactó con Buckingham Palace y amenazó con volar el castillo de Dunellen con todos sus moradores dentro, si la pareja real se presentaba en Cornwall sin acceder primero a la liberación de algunos prisioneros políticos. 

Scotland Yard estaba haciendo lo que podía por seguir la pista a los terroristas. Se pensaba que eran la fracción de un grupo de extremistas de izquierda conectados con el Oriente Medio.

Sin embargo, le tocaba a Ryder elaborar un plan para proteger a la joven pareja y a sus hijos mientras estuvieran en St. Margaret. Para este fin, lo habían llevado a Cornwall dos veces en la misma semana. 

Como si la presión inherente de su trabajo no fuese suficiente, a Ryder le resultaba extremadamente difícil separar su vida profesional de la personal. Dejar a Joanna en Nueva York nada más recibir la primera orden de Scotland Yard, había sido ya muy duro para él. Dejarla de nuevo a los cinco días había sido casi improbable. 

¿Otra vez? —había dicho Joanna cuando él le dio la noticia.

Me temo que sí —dijo él con cara de resignación. 

Otro marido descarriado, supongo.

Algo parecido.

Joanna apartó las sábanas y cogió la bata que había dejado encima de la silla.

Me iré para que puedes hacer las maletas —dijo ella.

Joanna, no pareces comprender… —dijo él, cogiéndola por la muñeca. 

¡Oh! Claro que lo comprendo —dijo Joanna con una risa grave—. El deber te llama. El torbellino de vida de un genio de los ordenadores o del detective, o lo que quiera que seas. 

La expresión en los bellos ojos de Joanna le rompía el corazón.

No quiero dejarte, Jo. Debes saberlo.

¿Ah, no? Pues parece que lo haces muy a menudo.

¡Ojalá pudiera quedarme!

Entonces hazlo —dijo ella, retándole—. Deja que Alistair haga lo que se tiene que hacer.

No es tan fácil.

Nunca creí que lo fuera —dijo Joanna.

Aquella mirada de precaución que Ryder creía desterrada para siempre volvió a los ojos de Joanna.

Vete —continuó ella—. Has lo que tengas que hacer.

Ryder la atrajo hacia sus brazos.

Estas haciendo esto más duro de lo que debería ser —susurró él al oído de Joanna—. No soy como tu marido: yo no te haré daño.

Entonces, quédate —dijo ella con voz furiosa—. Prueba lo que dices. Pruébalo quedándote.

Pero él no podía. Tenía promesas que cumplir, tanto ante PAX como ante sí mismo.

Desafortunadamente, no podía explicar nada de aquello a Joanna, quien había aceptado su marcha con una ira calmada que le puso furioso. El gesto de Joanna cuando le dijo adiós en la puerta del apartamento era el de una mujer que acabara de tener confirmadas sus sospechas.

Ryder no sabía hasta qué punto ella podía tener razón.

El helicóptero está preparado para llevarnos de vuelta a Heathrow.

La voz de Alistair lo sacó de su ensimismamiento. Ryder alzó la mirada del laberinto intrincado de cables que tenía frente a él. Alistair, con la cara enrojecida por el viento que soplaba, estaba sentado a la mesa frente a él.

¿Cuándo llegaste? —preguntó Ryder.

Hace cinco minutos, más o menos —dijo Alistair mientras se quitaba el chubasquero y se servía un poco de café—. Tu poder de concentración es increíble, chico. ¿Es el trabajo tan absorbente?

No; no lo es.

¿Puedo hacer algo para ayudarte? —preguntó Alistair—. Puede que no sea un genio, pero se me reconoce haber sabido manejar dificultades en otro tiempo. 

Durante quince años, Alistair había sido su amigo, mentor y asociado. Ryder siempre supo que era como el hijo que Alistair y Sarah desearon pero nunca tuvieron, y el peso de ese privilegio recaía sobre su espalda. En esos momentos, sintió el deseo de recurrir a Alistair como un hijo lo haría con su padre.

Como Ryder se hubiera apoyado en su propio padre si hubiese tenido la suerte de conocerlo.

Estoy enamorado de Joanna Stratton —dijo Ryder, inspirado profundamente.

Me lo imaginaba —dijo Alistair, asintiendo con la cabeza.

¿Tanto se me nota?

Me temo que sí —dijo Alistair—. Ni los genios pueden escapar siempre al amor.

Es una situación imposible —continuó Ryder—. Pensé que podría tenerlo todo.

Y ya no estás seguro de ello.

Tenías razón, Chambers. Todos tenemos que comprometernos —dijo Ryder, apartándose el pelo de la cara—. En este trabajo, lo primero que desaparece es la vida personal.

Alistar no dijo nada, pero se podía leer en su mirada compasiva.

¿Cómo lo lograsteis Sarah y tú? —preguntó Ryder.

Alistair era uno de los fundadores de PAX y Ryder sabía que su asociación con la organización había precedido a su matrimonio.

¿Cómo pudiste casarte con una persona que no pertenecía a la organización y hacer que funcionara, cuando al resto de nosotros nos ha resultado imposible? 

¿Estás acaso diciéndome que no lo sabes? —dijo Alistair.

¿Que no sé el qué? —contestó Ryder, confundido—. ¿Que tenías una poción mágica secreta que mantenía a tu mujer como tu esclava continuamente? 

El imperturbable Alistair Chambers se acomodó en el asiento.

Sarah formaba parte de PAX.

La mente de Ryder se quedó en blanco mientras miraba a Alistair.

¿Que ella qué? —preguntó Ryder.

Sarah era parte de PAX.

Buen chiste, Chambers; casi me lo creo durante un instante —dijo Ryder, inclinándose sobre la silla hasta que ésta quedó suspendida sobre dos patas.

Pero la expresión en la cara de Alistair no cambió.

No estoy bromeando, Ryder.

Alistair pensó en Sarah McBride Chambers, la bellísima mujer a quien adoró hasta el día en que ella murió.

Sarah era ama de casa —dijo Ryder.

Sarah era criptógrafa —dijo Alistair sin apartar la mirada de Ryder—. La mejor criptógrafa que Occidente haya tenido jamás.

Ryder sintió de pronto como si la tierra se abriera a sus pies.

Nunca viajaba. Casi nunca salió de vuestro apartamento de Londres —dijo Ryan.

Nunca tuvo que hacerlo. Todo el equipo que necesitaba para descifrar el código más complicado lo guardaba en su cerebro.

Siempre me pregunté cómo justificabas tus ausencias ante Sarah.

Normalmente ella sabía lo que pasaba antes de que yo me enterase.

¡Has sido muy afortunado! —dijo Ryder quedamente, dominado por una ola de envidia—. Te las arreglaste para tenerlo todo. 

Durante un tiempo —dijo Alistair mientras su sonrisa se disipaba.

¿Es Joanna una agente? —preguntó Ryder sin poder evitar concederse una última esperanza.

Me temo que no. Es exactamente lo que tú sabes que es, Ryder; nada más.

De eso es de lo que tenía miedo.

Joanna era la mujer a quien amaba.

Y la mujer a la que él estaba a punto de perder.