Capítulo Ocho

No servían las duchas frías.

Una hora después de que Ryder se marchara, Joanna se desnudó y se puso una de las innumerables batas de seda de Cynthia que ocupaban un tercio del vestidor del dormitorio principal. Cynthia podía ser un poco lunática cuando se trataba de asuntos del corazón, pero había algo fantástico en ser la hija de una sibarita. La sensación de la seda sobre su piel era deliciosa, casi tanto como la de los labios de Ryder sobre los suyos. 

«Pensamientos peligrosos», pensó ella mientras se encaminaba a la cocina.

Sabía que maldeciría si se dejaba seducir por un hombre tan inapropiado para ella como Ryder O'Neal. Un error en su vida era más que suficiente.

No era difícil ver que Ryder era lo que había tratado de evitar todos aquellos años. Había tenido contacto con actores y otros tipos carismáticos y sólo había salido con tranquilos hombres de negocios; hombres a los que podía manejar y olvidar tan rápidamente como la olvidaban a ella. Existía una cierta seguridad en saber que rebajando las esperanzas se rebajaban también las posibilidades de ser herido.

Ryder O'Neal era inteligente e independiente y no se sentía muy preocupado por cosas como el compromiso y la seguridad. Desafortunadamente, Joanna había aprendido lo importante que eran esas cosas para ella; lo había aprendido de una forma brutal. 

 

Fue el noviembre más lluvioso de la historia de Nueva York, y el día de Acción de Gracias no había sido una excepción.

Durante toda la cena, Joanna Stratton Carr trató de comportarse como en una celebración familiar normal.

Su madre salía y entraba de la enorme cocina supervisando al cocinero y a sus ayudantes mientras Mark Van Dyke, su tercer marido, discutía con Eddie sobre el Vietnam. Eddie, vestido con su uniforme de la Armada, se esforzaba por ceñirse al punto de vista del gobierno, pero Joanna notaba que los comentarios de Mark impresionaban a Eddie.

Una manera infernal, para un matrimonio joven, de pasar sus últimas horas juntos. Los minutos se consumían más deprisa de lo que Joanna podía retenerlos, en un intento desesperado de aferrarse al primer amago de seguridad que se le había presentado en su vida. A pesar de estas frecuentes separaciones impuestas por la Armada Norteamericana, Eddie Carr representaba un puerto seguro, un verdadero amor; la perspectiva de un hogar y una familia; todas las cosas con las que había soñado cuando era una niña.

Cuando llegó el taxi que iba a conducir a Eddie al aeropuerto, Joanna estaba llorando.

¡No te vayas! —le dijo mientras se abrazaban en el vestíbulo del Carillon—. Quédate sólo una noche más, Eddie. No tienes que presentarte en San Francisco hasta el sábado por la mañana. 

Le besó las mejillas, alrededor de la boca y en el cuello mientras le susurraba al oído para que el portero no los oyera.

Eddie retiró las manos de Joanna del cuello y le besó las palmas.

Me estás haciendo la partida más difícil, Jo —dijo él con voz ausente.

Está bien. Quiero hacértelo difícil para que no me dejes.

«¡No me dejes, Eddie! ¡No puedo vivir sin ti!»

No tengo elección, lo sabes.

Sólo unas horas más, Eddie; sólo unas horas más. 

Llevaban casados menos de un año y él había pasado la mitad de aquel tiempo fuera de casa. Edward Carr era la primera cosa maravillosa que le había ocurrido a Joanna Stratton, y ella era tan inocente que creyó posible tener éxito en aquello en lo que su madre había fracasado repetidamente.

Yo te necesito más que la Armada.

«No me hagas entrar de nuevo en la vida de mi madre cuando lo que necesito es la mía propia», pensó Joanna.

Él simplemente la miró y sonrió de esa manera lenta que la había vuelto loca la primera vez que se conocieron. Joanna y su madre se parecían en ese aspecto: perdían el sentido por una cara bonita.

Sólo seis meses, Jo —dijo él, apartando el pelo de los ojos de Joanna—, y estaré en Hawai; podremos reunimos allí.

Parecía no importarle el hecho de que entre los dos sólo tuvieran el dinero justo para el taxi del aeropuerto, mucho menos para pagar el billete de avión a Hawai. Sus palabras eran exactamente lo que ella quería oír, y lo que ella quería creer.

Dejaré la escuela y buscaré un trabajo —dijo Joanna—. Si me voy a vivir con Cynthia y Mark mientras tú estás fuera, podremos ahorrar una fortuna.

Esa maravillosa casa en Levittown con la cerca del jardín blanca podría convertirse por fin en realidad.

Él sonrió, pero ella intuyó que la mente de Eddie se encontraba muy lejos de allí.

El taxi ha llegado —dijo el portero.

Eddie atrajo a Joanna hacia sí, y ella cerró los ojos y comenzó a llorar.

Todo saldrá bien, ya verás —dijo Eddie mientras la besaba por última vez—. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.

Y así fue.

Eddie murió dos días después en un accidente de coche en San Antonio, Tejas, mientras llevaba a su amiga embarazada a la clínica.

Edward Joseph Carr volvió a casa el domingo veinticinco de noviembre. Fue enterrado el martes veintisiete en el cementerio de Pine Lawn.

Joanna enterró sus últimas ilusiones en la tumba de Eddie.

 

«¡Maldita sea!», pensó Joanna mientras daba un puñetazo en la mesa de la cocina. ¿Por qué no podía ser Ryder O'Neal un banquero, un profesor de inglés o un médico? ¿Por qué no podría contentarse con sentarse frente al fuego con ella a su izquierda y un perro a su derecha? 

Los extranjeros guapos y misteriosos eran maravillosos en las películas, pero resultaban inadecuados como pareja en la vida real. Por esa razón, había decidido no tener romances con artistas. Prefería relacionarse con hombres más conservadores.

Su madre o Holland podrían ver una relación con Ryder O'Neal simplemente como una aventura pasajera. Para Joanna eso sería imposible, porque, a pesar de que su mente trabajase de una manera lógica, su terriblemente ilógico corazón la traicionaría siempre. 

 

Lo que Ryder necesitaba era un vaso de whisky, no a Alistair Chambers.

Sin embargo, le gustase o no, allí estaba sentado el caballero inglés, en el sillón de cuero cerca de la ventana. Tenía un vaso de coñac en la mano y aguardaba la vuelta de Ryder escuchando a Beethoven.

¡Maldita sea, Chambers! —dijo Ryder, acercándose al mueble bar para servirse una copa—. Tienes diez teléfonos en el coche ¿es que no funciona ninguno?

Sólo son efectivos cuando la gente se digna descolgar el auricular —contestó Alistair, apagando el tocadiscos—. Parece que has encontrado un buen entretenimiento para esta noche.

Se le llama intimidad —dijo Ryder al tiempo que se sentaba en el sofá—. Últimamente la estoy disgustando un poco.

Ryder apuró su vaso. Normalmente, no se permitía esas escenas de bravura machista, pero aquella noche era una excepción.

Uno no se traga el Chivas; lo saborea —dijo Alistair—. Vosotros los colonos carecéis de sentido común cuando se trata de cosas finas.

¡Ahórrate eso, Chambers! Tuvimos demasiado sentido común para rebelarnos contra la dominación británica ¿no?

Así que se trata de mostrar esa independencia ¿no? una vuelta a la gloria revolucionaria.

Si has acabado de analizar mi comportamiento, podrías explicarme qué estás haciendo en mi apartamento.

Creo que mi propósito es dolorosamente obvio.

He tenido una noche dura, Chambers; no me encuentro de humor para jugar a las adivinanzas.

Alistair se levantó y sacó de su bolsillo uno de esos cigarrillos que Ryder tanto detestaba.

Las cosas se han puesto calientes en St. George. Tengo un avión esperando en el aeropuerto.

¿Es muy serio?

Código cinco —dijo Alistair, aspirando su cigarrillo—. Crítica pero no irremediable.

Iré.

Alistair, que raramente mostraba alguna emoción y mucho menos la sorpresa, miró a Ryder perplejo.

¿Qué? —preguntó Alistair.

Dame cinco minutos para tomar una ducha y nos iremos.

Ni siquiera me has permitido el placer de echarte el discurso acerca de la responsabilidad con la organización.

Puedes hacerlo en el coche, camino del aeropuerto —dijo Ryder, levantándose del sofá.

Debo admitir que me has sorprendido, Ryder. ¿Es éste un cambio de actitud permanente o simplemente que ha salido a relucir tu instinto humanitario básico?

La situación en St. George era seria. No se podía negar que las vidas de gentes inocentes corrían peligro. Entonces ¿por qué sentía Ryder que escapaba de algo en vez de ir a prestar ayuda?

¿Ryder? —dijo Chambers con tono afectado.

No lo sé —dijo finalmente Ryder mientras se dirigía a la ducha. 

«No entiendo nada».

 

Creía que tenías una prueba esta mañana —dijo Joanna cuando Holland se presentó en su puerta a las nueve. Se cubrió la boca con la mano y bostezó mientras Holland entraba en el apartamento—. ¡Ojalá hubieras telefoneado!

Estoy demasiado disgustada para hacer llamadas telefónicas.

¿Cuál es el problema? —preguntó Joanna mientras seguía a Holland hacia la cocina y se despedía de cualquier posibilidad de volverse a la cama—. No me digas que ya has perdido el empleo.

Holland sacó una botella de zumo de tomate del frigorífico y un vaso del lavaplatos mientras Joanna se sentaba en una silla.

La prueba es por la tarde —dijo Holland distraídamente—. Y ése no es mi problema.

Joanna miró cómo su amiga se servía el líquido espeso y rojo.

No me preguntes dónde está el vodka, no podría tomarlo a estas horas de la mañana.

Holland sacó una petaca de su chándal.

Esto es una emergencia.

¿Qué es lo que te ocurre? Una noche con el señor Chambers y ya estás fuera de tus casillas.

Corrección: una velada con el señor Chambers. Su noche sólo le pertenece a él —dijo Holland suspirando—. Y no es que no lo haya intentado.

¡Oh, no! —dijo Joanna mientras se volvía a sentar a la mesa—. No me digas que es gay.

No me importaría que lo fuera. Al menos eso podría entenderlo.

¿Qué ha pasado exactamente?

Fuimos a Le Cirque. Bebimos, comimos, bailamos hasta la medianoche y, entonces ¡paf! desapareció como cenicienta después del baile —dijo Holland con una risa casi temblorosa—. Estaba convencida de que mi coche se iba a convertir en una calabaza.

Quizás él no bese en la primera cita —prosiguió Joanna, intentando quitar importancia al asunto—. A lo mejor se está haciendo el duro para pescarte.

Y a lo mejor ya tiene un pescado —contestó Holland tristemente.

No —dijo Joanna—, él no puede estar casado.

¿Cómo puedes saberlo? —inquirió Holland.

Ryder O'Neal era el único tema que Joanna quería evitar, pero ya era demasiado tarde.

Se lo he preguntado a mi amigo.

¿Te refieres a ese hombre increíble de la escayola con el que estabas ayer? —preguntó Holland.

Ese mismo —contestó Joanna.

Te darás cuenta de que, si no me encontrara en este estado extremo de confusión emocional, te preguntaría qué hacías tú por la calle disfrazada de anciana.

Estaba probando mis técnicas de maquillaje —dijo Joanna, contenta por desviarse del tema Ryder—. He realizado un magnífico trabajo.

¿Cómo pudiste arreglártelas para no tirar esa peluca gris y arrojarte a sus brazos? —preguntó Holland mientras se levantaba y servía dos tazas de café.

Simplemente autocontrol —dijo Joanna secamente—. Además, podía haber provocado un ataque cardíaco al pobre Ryder si hubiera hecho eso.

Quizás —dijo Holland—, pero piensa en lo que te habrías divertido si lo hubieras hecho.

Tú sabes cuál es tu problema ¿verdad? Estás loca por los hombres —dijo Joanna.

No lo niego —dijo Holland con una de sus mejores sonrisas—, y hasta que encuentre a un hombre que esté loco por mí, no pienso cambiar; es uno de los últimos bastiones que le quedan a la mujer.

Te darás cuenta de que no tengo la menor idea de lo que estás hablando ¿verdad?

Holland Masters lanzó un discurso muy teatral y elaborado acerca de su vida sexual y consiguió que Joanna no parase de reír hasta que se oyó el timbre del apartamento.

Probablemente será Stanley que viene a ver la gotera del baño —dijo Joanna.

Espero que no haya venido con ese par de ayudantes nuevos —dijo Holland mientras Joanna se acercaba a abrir la puerta—. Hay algo siniestro en ellos.

No eres más que una esnob —continuó Joanna—; si un hombre no lleva una chaqueta de tweed significa para ti que se ha escapado de algún sitio.

¿Quién se ha escapado? —dijo Rosie cuando Joanna abrió la puerta—. Esto suena muy interesante. ¿Es alguien que yo conozca?

No me sorprendería —dijo Joanna al tiempo que invitaba a pasar a Rosie—, parece que conoces a todo el mundo.

Reconocería esa voz en cualquier parte —dijo Holland desde el salón—. Entra, Rosie, y únete a la fiesta.

Deberías haberme dicho que tenías una fiesta, Joanna. Me habría vestido para la ocasión —dijo Rosie.

No era mi intención —dijo Joanna, acercándole un vaso a Rosie—. Parece que hoy es mi día para atraer a los que no han sido invitados.

Perdóname —prosiguió Holland—, los auto invitados también tienen sentimientos.

No me interesan los auto invitados —dijo Rosie mirando a Joanna—. Quiero que me cuentes cosas sobre esa persona que invitaste ayer por la noche. 

¿Qué quieres decir, Rosie? —preguntó Joanna sin cambiar de expresión.

Eso, Rosie —dijo Holland con ojos brillantes— ¿qué quieres decir?

Bueno, después de que Joanna se fuera anoche —continuó Rosie—, yo fui al incinerador a buscar mis fajas… 

¿Buscar sus fajas? —dijo Holland, mirando a Joanna.

Es una larga historia —dijo Joanna.

Como iba diciendo —dijo Rosie aclarándose la garganta—, me dirigía al incinerador a buscar mis fajas cuando oí el ascensor. Creí que eran los ayudantes de Stanley, y como nunca me han gustado los hombres con pelo rojo, cogí una escoba que estaba por allí y me preparé contra lo que fuese. Entonces vi a Ryder, que se dirigía a la puerta de Joanna con una botella de vino y el semblante muy alegre. 

¿Ryder el de la pierna rota? —preguntó Holland.

¿Quién si no? —murmuró Joanna—. Mi vida es como un libro abierto.

Bueno —continuó Rosie—. Ryder me vio allí de pie, y me dirigió una sonrisa radiante. Bien, no sé lo que ocurrió mientras él estaba aquí, Joanna, pero sí lo que pasó después. Exactamente a las tres y veintitrés de la mañana según mi despertador, Ryder O'Neal y el caballero inglés se montaron en el Rolls-Royce que ya conocemos y se fueron. Ryder todavía no ha vuelto. 

Antes de que Joanna pudiese descifrar las palabras de Rosie, Holland lanzó un gemido y se cubrió el rostro con las manos.

¡Oh, Dios mío! —dijo Holland con la voz estrangulada—. ¡Están enamorados!