Capítulo Nueve
En ese preciso momento, Ryder estaba maldiciendo a Alistair Chambers, a PAX y a sí mismo por haber aceptado esa misión.
Se encontraba a unos ciento sesenta metros de la embajada de EE.UU. en donde un grupo radical, determinado a llevarse todos los dólares de St. George, amenazaba con volar el edificio y las casas de alrededor.
A pesar de que sólo eran las siete de la mañana, Ryder notó el sol caribeño en su espalda mientras se deslizaba por entre los arbustos tratando de encontrar un buen sitio donde colocar su equipo. Se había hecho quitar la escayola dos días antes de lo previsto y su pierna, débil por las semanas sin usarla, lo obligaba a ir más despacio.
Joanna Stratton y la noche anterior parecían estar a años luz.
Esto era la realidad, lo único que él sabía hacer bien.
Atado a la espalda llevaba un millón de dólares en equipo técnico, diseñado para desactivar explosivos a una distancia de doscientos metros. El logro del que Ryder se sentía más orgulloso. Utilizando la información más reciente sobre los terroristas encerrados en la embajada, Ryder había trabajado en la terminal del ordenador mientras volaban hacia St. George. Determinó una serie de variables del tipo probable, cantidad y composición del explosivo con el que se enfrentaba.
La característica del sistema era su flexibilidad; el programa tenía en cuenta el factor humano del imprevisto. Había sido utilizado en el festival de cine de Cannes, cuando un grupo extremista árabe amenazó a los directores americanos, y también durante un atentado, no hecho público, contra el senado de Estados Unidos.
La voz de Alistair se escuchó a través del pequeño audífono que Ryder tenía acoplado al oído.
—Diez metros más a la derecha y estarás en línea. Coloca el equipo y ponlo a quince grados hacia el este. Foster estará allí para recogerte.
Ryder, que iba equipado con un sofisticado sistema de comunicaciones del tamaño de un grano de café, sólo tuvo que golpear un par de veces con la uña la correa de su reloj para confirmar el mensaje de Alistair.
Casi estaba llegando.
De acuerdo a las amenazas de los terroristas, las bombas estaban preparadas para hacer explosión en dieciocho minutos. De acuerdo a los cálculos de Ryder, el sistema estaría programado y listo para operar en trece minutos; la bomba se desconectaría dos minutos más tarde.
No disponía de mucho margen de error, pero Ryder O'Neal nunca lo había necesitado.
Ryder y Alistair estaban de vuelta en su jet privado, volando sobre el cielo de St. George antes de que se esposara al último terrorista.
Ryder se sentía volar dentro de sí mismo con una mezcla de alivio y excitación.
—Las posibilidades son ilimitadas —dijo Ryder mientras caminaba arriba y abajo de la cabina enmoquetada—. Éste ha sido el tiempo más corto con el que hemos trabajado, y con la mínima información. Si ha funcionado esta vez, funcionará siempre.
—Sé lo que estás pensando —dijo Alistair—, y no se puede hacer.
—¡Claro que se puede! ¡Nada es imposible!
—Detectar la existencia de explosivos plásticos es imposible, Ryder. Israel casi lo consiguió hace tres años, pero había demasiadas variables para hacerlo posible. Gran Bretaña consiguió alguna mejora sobre la fórmula israelí, pero los inconvenientes superaban las ventajas.
—Creo que puedo hacerlo.
—¿Qué es lo que está hablando, la adrenalina o el whisky? —dijo Alistair sin cambiar su expresión.
—Ninguna de esas dos cosas —contestó Ryder—. Ha sido el trabajo de hoy.
—Estás hablando de un enorme proyecto, Ryder. Las cosas cambian tan rápidamente que los otros descubrirán algo nuevo antes de que tú empieces a realizar algo.
—Merece la pena intentarlo ¿no crees?
Los explosivos plásticos eran la táctica más insidiosa de los terroristas. Abrir una carta, quitarle la tapa a un desodorante o a una barra de labios, cualquiera de esas simples acciones podían significar la muerte de muchos inocentes. Los beneficios de un dispositivo como el del que Ryder estaba hablando, eran incalculables.
Ryder pudo ver cómo la mente de Alistair sopesaba los pros y los contras de la idea y esperó su respuesta.
—No puedo negar que lo que dices prometa grandes ventajas, Ryder, pero me da la impresión de que hay mucho más acerca de ello de lo que se ve a simple vista.
Alistair encendió un cigarrillo para ganar tiempo.
Ryder supo que tenía a Alistair donde él quería.
—¿Te parece que me ponga a trabajar ahora mismo?
—Sí —dijo Alistair.
—Si descubro un dispositivo viable, significará que podré formar mis propias decisiones.
—¡Oh, vamos, chico! Has tomado tus propias decisiones desde hace años. Mira tu apartamento en el Carillon, tu casa de Hawai, tu…
—No estoy hablando de mis pertenencias —interrumpió Ryder—, estoy hablando de mi libertad.
—Pareces un disidente en busca de un puerto seguro —dijo Alistair dejando escapar un suspiro—. ¡Ojalá empleases otras palabras!
—Está bien —dijo Ryder—. Estoy hablando de mi vida. Quiero trabajar sobre mis proyectos y entrenar a gente para utilizarlos. Quiero permanecer en un sitio por primera vez en mi vida y saber de una vez cómo es el mundo real. ¡Maldita sea, Chambers! Quiero lo que tú tuviste, alguien a quien amar.
—Nada dura eternamente —dijo Alistair—. No hay nada ahí fuera que se pueda comparar con lo que la organización puede ofrecer, Ryder.
Él pensó en Joanna Stratton y su manera de hacerlo sentir vivo.
—Estoy dispuesto a arriesgarlo todo —dijo Ryder poniendo su mano sobre el hombro de Alistair—. Tú tuviste tu oportunidad —dijo, refiriéndose a Sarah, la última esposa e Alistair—. Ahora me gustaría tener la mía.
Alistair Chambers quería a Ryder como hubiese querido al hijo que no tuvo nunca. Haber alimentado el genio de Ryder, introducirlo en el mundo, haberlo visto desarrollándose hasta convertirse en el elemento más importante de la organización, lo llenaba por completo de satisfacción.
Ryder había sido el único foco de luz en una vida sentimentalmente árida desde la muerte de Sarah, hacía nueve años.
La idea de perderlo en un laboratorio le dolía, pero luchó contra ella. Pasarían muchos años antes de que alguien, incluso un genio como Ryder, pudiera realizar ese sueño. Quizá para entonces Alistair se encontrase retirado en su casa de Londres, acompañado por una bella e inteligente dama como Holland Masters…
—De acuerdo —dijo Alistair, acabando su bebida y poniendo el vaso sobre la mesa—. Si realizas el proyecto, pensaremos en buscarte un puesto de asesor.
—Lo haré —dijo Ryder—. Recuerda mis palabras. No te arrepentirás de esta decisión.
Joanna no creyó en ningún momento que hubiese amor entre los dos hombres, pero le gustó la idea de que Holland Masters rumiase esa idea por algún tiempo.
Después de que Rosie se marchase a preparar su visita semanal a Bert en Florida, Holland se fue a la ciudad a preparar su prueba. Joanna necesitaba material de maquillaje y compartió el taxi con Holland.
—Debería haberlo imaginado —dijo Holland mientras pasaban por la estación Penn—. ¿Aprenderé alguna vez? Los mejores siempre están atados, de una u otra forma.
Mientras Holland continuaba hablando de los inconvenientes de la vida, Joanna trataba de unir las piezas del rompecabezas. Ryder O'Neal era un hombre heterosexual; de eso no le cabía la menor duda.
Lo que la confundía era la relación de Ryder con el elegante Alistair Chambers, cuyo Rolls-Royce, según decía Rosie, estaba a diario aparcado frente al Carillon.
—Quizá sea un asesor financiero —dijo Joanna mientras se aproximaba a la parte este de la ciudad.
—¿Un asesor financiero que conduce un Rolls? —preguntó Holland.
—Un asesor con mucho éxito —contestó Joanna, encogiéndose de hombros.
—No —dijo Holland—. El Rolls tiene que ser de tu amigo el de la escayola. Yo supongo que Alistair es el abogado de la familia.
—Él no es de ese tipo —continuó Joanna—. ¿Viste el pañuelo rojo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta? Demasiado extravagante.
—Entonces sólo queda una alternativa, Joanna. Son…
—¡Socios de negocios! —dijo Joanna, enderezándose en el asiento—. Están trabajando en un negocio muy importante que requiere consultas diarias, y como Ryder no tiene oficina, se reúnen en su apartamento.
—Porque la pierna rota de Ryder le impide ir a la oficina de Alistair —dijo Holland mientras se le iluminaba la cara.
—Y Ryder, siempre tan humanitario, envía el Rolls a recogerlo.
—Todavía hay un problema.
—Ya lo sé —dijo Joanna—. ¿Qué tipo de negocio ha de consultarse a las tres de la mañana?
—Todo lo que se me ocurre es ilegal.
—Estoy segura de que hay una explicación lógica —continuó Joanna—. Tal vez sólo iban a uno de esos clubes del SoHo.
—Más bien creo que trafican con pantalones vaqueros en la Unión Soviética. ¿Cómo te dijo tu amigo O'Neal que se gana la vida?
—Dijo que era rico. ¿Qué te dijo Chambers sobre su trabajo?
—Que era socio de O'Neal.
—Espera un momento —dijo Joanna al tiempo que una idea le venía a la cabeza—. Cuando yo estaba disfrazada de Kathryn, él mencionó algo sobre unos negocios que tenía a medias con Chambers.
—¿Negocios de qué tipo?
—Sofocar incendios.
—¿Que trabajan para los bomberos? —preguntó Holland con gesto de incredulidad—. Mira, Joanna, yo…
—Te digo lo que dijo textualmente.
—¿Y qué demonios quiere decir eso de que trabajan sofocando incendios? —preguntó Holland con aire de frustración.
—No tengo la menor idea, pero créeme, nada es tan malo como parece —dijo Joanna cuando el taxi se detuvo.
—Todo es tan horrible como parece —dijo Holland.
—¿Por qué no podrán ser corredores de Bolsa? Al menos se sabe dónde están esas personas a las tres de la mañana.
—Yo pienso lo mismo —dijo Joanna, saliendo del coche—. Te llamaré más tarde.
El taxi se perdió en el tráfico y Holland se recostó en el asiento. Se sentía bastante cansada y todavía no era mediodía.
Joanna con un maquillaje de anciana. Caros y decadentes Rolls-Royces. Medias desaparecidas. Hombres guapísimos que no besaban. Sofocar incendios a las tres de la mañana.
Era demasiado.
La velada con Alistair Chambers había sido como salida de una novela: excitante, sugestiva y teñida con tanto misterio, que Holland no pudo casi hablar en el camino de vuelta al Carillon.
Cuando él se despidió de ella en la puerta del apartamento, Holland sintió deseos de arrojarle un zapato a la cabeza. No había muchos hombres como Alistair Chambers, ella lo sabía por experiencia.
—¡Al infierno con Alistair Chambers! —dijo Holland sin acordarse del conductor del taxi que la miró extrañado por el espejo retrovisor.
Si él pasaba su tiempo sofocando incendios con hombres escayolados, era su problema. Ella podía arreglárselas sin él.
La casa Ranaghan de maquillaje y magia tenía todo lo que Joanna necesitaba. Salió de la tienda con un montón de paquetes y el monedero vacío. Cogió un taxi para volver a casa.
Joanna pagó al taxista cuando llegaron al Carillon y entró en el vestíbulo. Había trabajadores en el cuarto de los buzones, y Joanna decidió recoger el correo más tarde.
Mientras trataba de presionar el botón del ascensor, alguien se acercó a ella por detrás y le cogió un paquete de la mano.
—Parece que tiene problemas, señorita Stratton —dijo Stanley, sonriendo a su lado—. Déjeme ayudarla.
—No hace falta —contestó ella—. Me las arreglaré.
—Pocas veces tengo el gusto de ayudar a una señorita tan encantadora como usted —dijo Stanley sin soltar el paquete.
Joanna se apercibió de la presencia de los dos ayudantes de Stanley unos metros detrás de él. Ella pensó que rechazar su ayuda tan vehemente podría traerle problemas.
—Gracias —dijo ella.
Stanley presionó el botón número nueve.
—¿Cómo le va a la señora Del Portago en su viaje? —preguntó Stanley.
—No podría estar mejor —respondió Joanna, pensando en la carta que había recibido el día anterior describiendo detalladamente los bíceps de Stavros.
—Una gran mujer, su madre —prosiguió Stanley—. Siempre tenía tiempo para hablar conmigo.
Joanna asintió. Cynthia tenía sus problemas, pero nunca con los hombres. Su particular encanto impresionaba en especial a tipos de clase trabajadora como Stanley Holt.
—Ahora bien, esa Rosie Callahan es otra cosa —prosiguió Stanley.
—Rosie es una mujer extraordinaria —replicó Joanna.
—Por supuesto; no me interprete mal, señorita Stratton. Pero, viviendo sola como ella… Bueno creo que ella…
—¿Que ella qué?
—Que es un poco olvidadiza. He pasado más tiempo buscando sus cosas durante las últimas semanas que haciendo mi trabajo en el edificio.
El ascensor se paró en el noveno piso y Joanna se bajó primero.
—¿Qué quiere decir exactamente, Stanley? —preguntó Joanna mientras buscaba las llaves del apartamento.
Stanley puso los paquetes delante de su puerta.
—Digo que debería ser más cuidadosa —dijo él, sonriendo. Sus palabras parecían llevar una amenaza—. La vida es dura para gente como Rosie y no quisiera ver cómo se le pone más difícil. Ya sabe lo que quiero decir ¿verdad?
—No —dijo ella.
—Rosie lo entenderá. Simplemente pásele el mensaje —dijo Stanley mientras saludaba tocándose la visera de su gorra de béisbol—. Que tenga un buen día.
Con eso, Stanley desapareció por las escaleras.
«¡Idiota, tonto arrogante!» pensó Joanna mientras se sentaba delante del espejo iluminado para trabajar en su maquillaje de anciana.
¡Qué maravilloso sería acercarse a Stanley vestida de Kathryn y pegarle un puñetazo en la boca!