Capítulo Cuatro

Tal vez hubiera que estar de buen humor para ver La Guerra de las Galaxias, porque a Ryder no le pareció tan excitante como él recordaba. 

Apagó la televisión y se enfrentó al silencio del apartamento.

A lo mejor se había apresurado al rechazar la invitación de Rosie. Cenar con ella era siempre muy divertido, pero la idea de una cita amañada con una desconocida no le gustó. Él conocía a varios especímenes del grupo de amigos de Rosie y sabía que su nueva compañera de cena tanto podía ser «una conejito» de Playboy o una ilustre anciana. 

Descolgó el teléfono.

¿Llegaría a tiempo para el postre? —preguntó Ryder después de que Rosie le saludara.

¿Te has cansado de estar solo?

Más o menos. Una cita a ciegas puede ser mejor que ver La Guerra de las Galaxias por enésima vez. 

Me alegro de que Joanna ya no esté aquí —dijo Rosie—. No le habría gustado la comparación.

Ryder se sintió repentinamente desilusionado.

¿Se ha acabado ya la cena?

Me temo que sí.

¿Qué me he perdido?

Rosie describió la cena con sumo detalle.

No me importa el aliño de la ensalada, quiero saber cómo es Joanna Stratton.

Alta y muy bonita. Demasiado para ti, Ryder O'Neal. A ella tampoco le gustó la idea de una cita a ciegas, especialmente después de conocerte.

¿Conocerme? Debe de confundirme con otro.

¡Qué tonta soy! —dijo Rosie con afectación—. Estoy segura que debe de conocer muchísimos hombres con la pierna derecha rota.

¿Estás segura de que me conoce?

Estaba claro que no era un monje, pero tampoco había estado flirteando con mujeres de la parte alta de la ciudad. Una mujer bella y sin compromiso sería fácil de recordar.

Ryder notó la vacilación de Rosie.

Bueno, ella no dijo exactamente que te conocía, pero describió tu escayola a lo Picasso.

Ahora lo entendía. Joanna y él no se conocían, pero Rosie estaba haciendo todo aquello porque él no había aceptado su invitación. Ryder decidió seguirle el juego.

Supongo que le dirías que soy un buen partido.

No —dijo Rosie—. Le he dicho que eres un niño rico y malcriado que conduce Rolls-Royces con ingleses por las mañanas y que hace Dios sabe qué por las noches. 

Así que Rosie había visto a Alistair y la limusina. No tenía por qué sorprenderlo; no habían sido particularmente discretos. Sin embargo, Ryder pensaba que las limusinas eran una cosa común en el Carillon. 

Es mi tío —replicó Ryder, diciendo lo primero que se le vino a la cabeza—. Él buscó el apartamento para mí. 

Así que en verdad eres un chico rico malcriado ¿no?

Ryder pensó en la clase media corriente en la que se había criado, en la casita de una callejuela de Omaha, Nebraska, y en la que había avanzado desde entonces.

Efectivamente. No he trabajado ni un día en mi vida.

¿Cómo es que nunca sé si dices la verdad o no, Ryder O'Neal?

El decidió cambiar de tema.

¿Encontraste las llaves del buzón?

Era la tercera vez que Rosie perdía algo importante.

No, y le he pedido a Stanley que me haga una copia, pero dice que tardará una semana. Dice que estoy senil. Quizás tenga razón.

«Sinvergüenza», pensó Ryder. «Ser olvidadizo no es sólo propio de los ancianos».

Yo te conseguiré una copia mañana, Rosie.

Una llamada a Alistair lo resolvería, dada la influencia del hombre en el Carillon. 

¡Eso es! Eres un cerrajero. Sabía que lo descubriría tarde o temprano.

Te equivocas de nuevo. Ya te dije que soy un niño malcriado.

Continuaron bromeando acerca de su misterioso trabajo durante unos minutos. Estaba a punto de colgar, feliz de haber calmado la curiosidad de Rosie con respecto a Alistair, cuando ella preguntó:

¿Ryder?

¿Sí? 

Esta vez te has librado cambiando de tema, pero no pienses que siempre tendrás tanta suerte.

Rosie colgó y Ryder se quedó mirando el teléfono y preguntándose cómo alguien podía pensar que ella estuviera senil.

Al día siguiente Joanna se levantó temprano. Se lavó y secó el pelo hasta que quedó tan suave como la seda. Se maquilló ligeramente y se puso un vestido corto y medias negras.

La idea de hacer la colada la había sorprendido a mitad de la noche. Recogió todo lo que tenía para lavar y bajó a la lavandería al menos cinco veces.

Era increíble a lo que podía llegar una mujer por un hombre.

Finalmente, sobre la una y media, a Joanna no le quedaba por lavar otra cosa que ella misma; pero la idea de meterse en una de esas lavadoras no le apetecía en absoluto.

«Afróntalo», pensó mientras recogía la ropa limpia, «no va a pasarse el rato dormitando en la lavandería».

Cerró la puerta del apartamento y colocó el último montón de ropa en el armario.

Holland estaba todavía realizando la prueba para el trabajo. Había quedado con ella a las siete para ir a cenar al Halcón Maltes, pero hasta entonces le quedaban aún seis horas sin nada que hacer. Ella no era amiga de fantasear.

La oferta de Benny Ryan acabaría con las horas muertas. La experiencia del día anterior, con su maquillaje de anciana, le había probado que era competente para el trabajo que le ofrecía. La observación que había hecho de Rosie la había ayudado a desarrollar algunas ideas para disimular lo obvio y resaltar lo sutil.

Joanna sacó la enorme maleta del armario del pasillo y la colocó en la mesita que había debajo de la ventana.

La única forma de volver a ver al misterioso extraño de la pierna rota sería convenciendo a Rosie para que arreglara otra cita. Hasta entonces había que trabajar.

 

Pareces aburrido —dijo Alistair, sirviéndose una copa del bar de su limusina en movimiento.

Estoy aburrido.

Pensé que comer en el SoHo sería un buen antídoto.

El SoHo es aburrido —contestó Ryder como lo haría un adolescente.

Creí que te gustaría ir a uno de esos santuarios de yuppies de los que tanto oigo hablar —dijo Alistair, soltando una risita—. ¿Has visto cómo vestían en aquel sitio? ¡Iban todos iguales! 

Sus vaqueros y su chaqueta de piel habían quedado tan fuera de lugar como un chaqué en una playa nudista.

Alistair ofreció una bebida a Ryder, pero éste la rechazó.

Me sigues pareciendo un poco hosco hoy.

Hosco no, aburrido.

Tengo la solución perfecta para eso.

Ryder lo miró con odio. Alistair había pasado la tarde describiéndole la perfecta solución.

Olvídalo, no me interesa.

Ahora soy yo el afectado por el aburrimiento —dijo Alistair con ese retintín británico que ponía nervioso a Ryder—. Te necesitamos y eres parte de nosotros. Es así de simple.

Nada es tan simple.

Me doy cuenta de que este toque de vida civilizada no ha sido una de mis mejores ideas; deberíamos haberte mandado a Bali o a Tahití.

¿No te preocupa que sea seducido por los Mares del Sur y me convierta en un play boy? 

No, Ryder, la vida corriente es el mayor peligro para ti.

¿Cómo puedo saberlo? Apenas he tenido tiempo de probarlo en los últimos quince años —respondió Ryder.

Mi instinto me dice que no es el momento para ello, pero me gustaría que habláramos de un pequeño trabajo —continuó Alistair—. El Caribe está muy animado en este período del año.

Ryder supo al instante que Alistair estaba hablando de la crisis en la embajada Norteamericana de la isla George y él no quería saber nada de eso.

Llama a Poliakoff o a Lewis —dijo Ryder mientras les hacía muecas a unos niños que habían aprovechado el semáforo para mirar dentro del coche—. Hicieron un buen trabajo en La Casa Blanca.

Por supuesto que sí —dijo Alistair, suavemente—, sólo que fuiste tú el que conseguiste los diagramas, manipulaste los códigos y controlaste todo lo demás.

Se supone que no deberías saberlo. Ellos pueden llevar a cabo todo lo que tú les pases. Yo era el único que no podía volverse atrás.

¿Y crees que puedes ahora?

Sí —dijo Ryder vacilante—. Creo que puedo. 

Perdona si encuentro eso difícil de creer.

Me importa un comino lo que tú encuentres difícil de creer, Chambers. Estoy más que harto de vivir pegado a una maleta. Quiero algo más de la vida aparte de una cuenta ilimitada para gastos.

Si de veras estás acabado ¿cómo es que te sigues aprovechando de la generosidad de la organización?

Ryder alzó la muleta y golpeó en la ventanilla que los separaba del conductor.

¡Pare! —dijo Ryder casi gritando.

El chófer, que estaba acostumbrado a los cambios de órdenes, paró el coche.

Es un largo camino —dijo Alistair mientras veía cómo Ryder abría la puerta—. Dudo de que las muletas te permitan disfrutar de un paseo agradable.

No me importa si me tengo que arrastrar, pero me largo de aquí.

¡Ah, la impetuosidad de la juventud! —continuó Alistair al tiempo que recogía la cartera de Ryder del suelo del coche—. Podrías necesitarla. Cálmate. Podemos hablar mañana mientras comemos.

Puedes meterte la comida por… 

Alistair rió abiertamente y cerró la ventanilla, dejando que el resto de las palabras de Ryder recayeran sobre dos monjas que pasaban por allí. Ellas se santiguaron y rezaron una oración por su salvación.

El Rolls emprendió la marcha y las monjas se alejaron apresuradamente. Ryder miró la calle y se dio cuenta de que estaba a muchas manzanas del Carillon. Una cosa era dejar clara su postura, otra era ser masoquista. Esperó a que el Rolls desapareciera entre el tráfico y tomó un taxi. 

 

Joanna había salido del Carillon con su maquillaje y disfraz de septuagenaria y no habían parado de empujarla, apretujarla y vociferarle. Le ofrecieron el mismo respeto con que se trata a los parias de Calcuta, aunque incluso éstos tenían a la Madre Teresa para pedir ayuda en caso de problemas, pero Joanna no tenía a nadie en las calles de Nueva York. 

Cuando llegó a la tintorería, adonde había prometido ir a llevar un abrigo de Rosie, había deseado tirar la peluca gris y enfrentarse con el primero que volviera a tratarla con poca educación.

Se sintió aliviada al entrar en la tintorería, dejando atrás el ruido de la calle. Dejó el carrito de la compra a un lado de la puerta y se acercó al mostrador. Vio con alegría que Barry estaba trabajando. Barry era un cantante de ópera muerto de hambre que trabajaba en la tintorería por el día y cantaba en un bar de comidas por las noches. 

Barry la miró y luego miró el carrito. Ella se preguntó si la reconocería con el disfraz.

No puede dejar ahí el carrito, señora —dijo, volviéndose sobre sus papeles.

Sólo será un momento —dijo ella con voz trémula mientras ponía el abrigo en el mostrador.

Las reglas son las reglas.

Si lo pongo fuera, alguien podría robarlo.

Debería haber pensado antes en eso. 

Si me extiende el recibo, me habré ido antes de que se dé cuenta.

Si no mueve el carrito no hay recibo.

Joanna Stratton habría cogido a Barry por la corbata. Kathryn Hayes no tenía esa opción; las últimas dos horas podían atestiguarlo.

Por favor, déme el recibo; puede saltarse las reglas por una vez.

Lo siento, alguien podría tropezar y partirse una pierna —dijo él sin levantar la mirada.

Yo no me preocuparía por eso —dijo una voz de hombre.

Joanna se volvió y vio la maravillosa cara de Ryder O'Neal. Llevaba unos vaqueros y una camiseta azul claro.

A pesar de ir con muletas y con esa escayola psicodélica, Ryder tenía un porte como ella jamás había visto.

El se acercó al mostrador.

Haga el favor de prestar atención cuando le hable una señora.

Barry miró a Ryder un largo instante, y luego se volvió hacia Joanna. Una amable sonrisa se dibujó en su rostro, la misma que le había ofrecido aquella vez que ella entró en la tienda con una minifalda.

Era increíble lo que un toque de distinción podía hacer.

¿Qué puedo hacer por usted?

Limpio y planchado —dijo ella, acercándole el abrigo.

Barry casi se cuadró.

A su servicio —dijo sacándose el lápiz de detrás de la oreja.

Joanna no pudo evitarlo y se dirigió hacia el carrito.

¿Y puedo dejarlo aquí?

Existe una excepción para cada regla —señaló Barry sin vacilar.

Cinco minutos más tarde, Joanna y Ryder salían a la calle.

Le queda mucho que aprender a ese tipo —dijo ella con su nueva voz de anciana.

Tiene suerte de que lleve todavía las muletas —dijo él mientras cruzaban la calle—. Lo habría abofeteado.

Ustedes los jóvenes se apoyan demasiado en el físico, pero la cabeza es más efectiva que el cuerpo.

Tambaleándose peligrosamente sobre las muletas, Ryder trató de ayudarla con el carrito, pero casi se cayó al intentarlo.

No se preocupe por mí —dijo Joanna enternecida por aquella inesperada amabilidad—. Es usted quien está incapacitado.

Él se detuvo delante de una pequeña boutique.

La caballerosidad no ha muerto del todo, madame —dijo Ryder con una reverencia—. ¿Me concede el honor de escoltarla hasta su casa? 

A Joanna le dio un vuelco el corazón, y por un momento se olvidó de que era Kathryn Hayes.

Por supuesto.

Regia, con su peluca cana y las gafas, Joanna y su carrito marchaban por Columbus Avenue hacia el Carillon con un confuso Ryder O'Neal, siguiéndole el paso. 

 

Estaba metido en un buen lío.

Kathryn Hayes tenía la forma de andar más sexy que había visto en su vida.

Pensándolo bien, quizás ese viaje a St. George no fuese tan mala idea.