Capítulo Dieciséis
Durante los últimos tres días, Ryder y Joanna habían estado preparando el escenario para atraer a Stanley Holt al apartamento de Rosie. Joanna había perfeccionado su disfraz. Ryder, por su parte, había puesto cámaras en todas las habitaciones del apartamento.
La noche siguiente sería la representación.
Aquella noche, sin embargo, ellos tenían otra cosa en mente.
Había poca luz en el dormitorio de Ryder. El edredón estaba al pie de la cama; dos vasos medio llenos de vino descansaban en la mesita cerca del teléfono.
El aire estaba denso con olor a Oporto y a sexo, y el único sonido en la habitación eran las voces de Joanna Stratton y Ryder O'Neal mientras jugaban.
—La Piazza de Mozzi —dijo Joanna con su voz amortiguada por el hombro de Ryder.
—¡Florencia! —dijo Ryder acariciándole el pelo—. Kongens Nytorv.
—Esa es fácil; en Copenhague.
—No vale memorizar la guía Michelín —dijo él—. Sólo valen los sistemas donde se ha estado.
—El segundo marido de mi madre tenía una casa allí —dijo ella, dándole golpecitos en el estómago con su dedo índice—. Pasé dos veranos con ellos.
—¿No tienes ningún sitio al que puedas llamar hogar?
Algo en la mirada de Ryder hizo que Joanna contuviese la respiración.
—Oh, vamos; ya conoces mi historia. Siempre he andado de un lado para otro. Este apartamento de Cynthia es lo más parecido al hogar que nunca tuve. Supongo que desciendo de una raza de zíngaros.
—Yo no —dijo él mientras se acercaba más a Joanna—. Mi familia tiene sus raíces en el suelo de Nebraska.
El interés de Joanna se despertó inmediatamente. Aquella era la primera vez que Ryder mencionaba a su familia.
—¿Cómo es entonces que te convertiste en un alma errante?
—Me parezco a mi padre —dijo él—. Le gustaba andar por ahí.
En medio de la oscuridad, Joanna no podía ver la cara de Ryder, pero el tono de su voz la convenció de que él había dicho más de lo que había planeado. Joanna rememoró la noche en que ella le contó la historia de la muerte de Eddie. Recordó lo bien que se había sentido después de liberarse y contar la verdad.
—No me importa escucharte —dijo ella.
—No hay mucho que contar —contestó él con la boca presionada contra el pelo de Joanna—. Mi padre no estaba hecho para un trabajo de nueve a cinco ni una casa llena de chavales. Nos abandonó cuando yo tenía nueve años.
—No creo que tu padre tuviese muchos problemas con los chavales. Seguramente tendrías varias criadas.
—Nada de mansiones, Joanna. Una casa normal de clase media en Omaha.
La historia de pertenecer a una de las clases privilegiadas nunca había convencido a Joanna.
—Me has tenido engañada, Ryder.
—Lo sé —dijo él suavemente—. Casi me engañé a mí mismo.
Las palabras se esfumaron antes de que él pudiese censurarlas y, sin embargo, nada más decirlas se sintió aliviado. Se estaba cansando de jugar.
Joanna miró el opulento apartamento y dijo:
—Esto es muy diferente a Omaha. ¿Qué te ayudó a dar el salto?
¿Cómo demonios podría él equilibrar su necesidad de sincerarse con ella y su responsabilidad con PAX?
—Conocí a Alistair cuando yo tenía diecinueve años —dijo él—. El me ofreció un mundo totalmente nuevo para mí.
—¿Ordenadores?
—Entre otras cosas.
—Tengo un millón de preguntas en mi cabeza —dijo ella.
—Pero yo no tengo todas esas respuestas, Joanna —dijo él, atrayendo a la mujer hacia sí en la oscuridad.
—Algunas veces me das miedo —susurró ella—. Cada vez que pienso que te conozco, me doy cuenta de que no sé nada de ti.
—Sabes todo lo que importa —dijo él, poniendo sus labios sobre los de Joanna—. Sabes cómo me siento a tu lado.
—No pido promesas, Ryder, porque no creo en ellas.
—Puedes creer en mí —dijo él—. Puedes creer que nunca te haré daño.
Durante un momento, estuvo a punto de olvidarse de PAX y de las responsabilidades que iban más allá de su necesidad de una vida normal.
—Quiero creerlo —dijo ella suavemente—. Esta vez necesito creerlo.
Y él también; más que nada en el mundo.
No había duda de que la noche pasada los había acercado mutuamente.
Pasar hora tras hora charlando y riendo mientras trabajaban y hacían el amor, convenció a Joanna de lo escéptica que se había permitido ser en el pasado.
Por primera vez en su vida, ella sentía que lo que hacía tenía importancia. Estaba utilizando sus habilidades para buenos propósitos.
Cambiarlas con las de Ryder para ayudar a Rosie y otros ancianos que vivían en el Carillon era suficiente para minimizar el peligro en que ella se encontraba y saborear cada momento vivido junto a él.
La mezcla de felicidad personal y la satisfacción profesional que ella había experimentado en las últimas semanas era más de lo que había imaginado.
Resultaba difícil no enamorarse de un hombre como Ryder O'Neal, incluso si tenía el alarmante hábito de telefonear a extrañas horas de la noche, soñar en alto con fórmulas químicas y mantener dos de las ocho habitaciones de su apartamento completamente cerradas.
Joanna se ajustó la peluca gris y la peinó un poco. Su enamoramiento, sin embargo, no le quitaba de la cabeza la curiosidad por saber lo que había en aquellas habitaciones.
Ryder llamó a la puerta de su dormitorio, donde Joanna se estaba cambiando.
—Vamos, Stratton. Quiero que estés visible antes de que Stanley acabe su ronda.
Era la primera vez que se disfrazaba de Rosie, y la impresión que causase sobre Ryder, confirmaría la perfección del maquillaje.
—Entra —dijo ella en voz alta—. Estoy preparada.
—Ya era hora; si no… —dijo Ryder mientras se quedaba quieto mirándola—. ¡Dios mío! ¡Es increíble! Si no lo supiera, juraría que eras Rosie Callahan.
—Esperemos que Stanley se lo trague.
Joanna siguió a Ryder hasta el salón y cogió uno de los voluminosos abrigos de piel de Rosie.
—Está bien —dijo Ryder—; ensayémoslo una vez más.
—Si Stanley está atareado arreglando la escalera rota junto al cuarto de los buzones, me acercaré a él con el carrito de la compra para que me vea bien.
—Diga lo que diga Stanley, tú no abras la boca.
—Si hay algo de lo que puedes estar seguro es de que Rosie nunca mantiene la boca cerrada —dijo Joanna.
—Éste no es un estudio de actores, Joanna, y tú no eres Rosie Callahan. Preocúpate por llegar a la tienda y volver a tiempo de que Stanley te vea.
—Lo intentaré —dijo ella.
—Stanley va a intentar hacer algo hoy; puedo sentirlo. Es un hombre muy astuto. No creo que se arriesgue innecesariamente después de haber planeado el ataque a Rosie con sus dos ayudantes. Esta historia te pone nerviosa ¿verdad? —dijo Ryder.
—Yo he nacido para este tipo de vida, Ryder —dijo Joanna mientras lo abrazaba—. ¿Crees que la CIA estará buscando alguna mujer como yo?
—No puedo saberlo; hace tiempo que no tengo relación con la CIA —bromeó Ryder.
—Da lo mismo —dijo Joanna mientras se ponía el abrigo y un pañuelo alrededor del cuello—. A partir de ahora, mis actividades clandestinas tendrán que mantenerse en secreto. Me entiendes ¿no?
Ryder la entendía. Comprendía todo demasiado bien.
Joanna no tenía idea de cuánto se había acercado a la base del conflicto existencial de Ryder en los últimos meses; tratar de descubrir la manera de nivelar una vida normal con otra profesional basada en el secreto.
De acuerdo con el esquema de las cosas, lo que Ryder iba a hacer por Rosie Callahan no cambiaría el mundo; tan sólo aseguraría el derecho de una anciana a vivir tranquilamente en su propia casa.
No era un tipo de acción que saliese en los periódicos.
Pero el placer que Ryder sentía trabajando junto a Joanna Stratton en algo que ambos consideraban importante superaba cualquier excitación que él hubiese experimentado en algún trabajo previo. Para una mujer que no tenía experiencia en aquel tipo de trabajo, Joanna tenía un talento excepcional.
Ryder había visto la transformación de Joanna en Rosie Callahan. También conocía el coraje que ella poseía para ponerse en peligro como lo estaba haciendo. Stanley era un tipo violento; la experiencia que ella había tenido en el callejón lo probaba. Ryder nunca olvidaría la valentía de Joanna.
Una vez que terminara el trabajo y ellos se separaran, volvería la vista atrás y sentiría que, por una vez en su vida, había actuado correctamente.
Alistair tenía razón. PAX estaba en la sangre y en los huesos de Ryder; su trabajo con la organización era la extensión natural de las habilidades con las que Ryder había sido bendecido. Volver la espalda a la organización era como volvérsela a lo único de lo que se sentía orgulloso: proteger al inocente.
Ryder sabía eso ahora.
Pero no era suficiente. Ryder quería más. Deseaba todo lo bueno que la vida ofrecía, y quería compartirlo con Joanna Stratton.
No haría promesas imposibles; no despertaría falsas esperanzas, especialmente las suyas propias. Nunca le haría a Joanna Stratton lo que le había hecho a Valerie Parker.
Si tenía que romper algún corazón, que fuese el suyo propio.
La tensión estaba volviendo loca a Joanna.
—¿Cómo lo consigues? —preguntó Joanna mientras Ryder ajustaba uno de los monitores por donde podían ver el apartamento de Rosie—. Yo no puedo aguantar más esta espera.
Dos horas habían pasado desde que Joanna se deslizara de nuevo en el apartamento de Ryder a través de una puerta de servicio poco usada. Allí se quitó el disfraz de Rosie y se dirigió al apartamento de su madre. Ryder no se había movido ni un instante de su posición enfrente de cinco monitores situados encima de la valiosa mesa de palisandro de Cynthia.
—Sólo son las cuatro —dijo Ryder, recostándose sobre su asiento y cogiendo otro trozo de pizza—. Stanley sabe que Rosie nunca regresa antes de las seis.
—Más razones aún para que él intente algo ahora. ¿Por qué iba a arriesgarse a que le pillaran?
—¿Todavía piensas que el trabajo de detective es atractivo? —preguntó Ryder al tiempo que ofrecía un poco de pizza a Joanna y ésta la rehusaba.
—¿Cómo puedes pensar en comer ahora? Deberíamos estar pensando en un plan alternativo.
—Tenemos el mejor plan que podemos llevar a cabo ahora —dijo él con un tono tan razonable que Joanna deseó darle en la cabeza con la caja de la pizza—. Hemos puesto la trampa y sólo nos queda esperar.
Joanna, sin embargo, estaba harta de esperar. Necesitaba acción.
—Quizás deberíamos cambiar el cebo. Podría ponerme el disfraz de nuevo y…
—Olvídalo —dijo Ryder—. No vamos a arriesgarnos a que te asalten otra vez. Veamos cómo resulta esto, Joanna. Después, podremos empezar a pensar en alternativas.
—Quizás tú tengas la paciencia necesaria para sentarte enfrente de la pantalla y mirar durante toda la noche, pero yo no. Si no ocurre algo pronto, iré al apartamento de Stanley y…
—¡Shhh! —interrumpió Ryder, cogiendo a Joanna por la muñeca y acercándola a la pantalla—. ¡Mira! —Ryder dirigió la atención de Joanna hacia el primer monitor por donde se veía el vestíbulo del apartamento de Rosie. Joanna oyó el sonido de una llave en la cerradura y pudo ver cómo la puerta se abría y Stanley Holt entraba en el piso.
—¡Dios mío! —murmuró Joanna mientras Stanley echaba la llave por dentro del apartamento—. Mira qué seguro de sí mismo parece.
—Práctica. Ha tenido mucha práctica —dijo Ryder muy bajito.
No había duda.
Mientras Joanna miraba fascinada, Stanley caminó hasta la cocina donde primero cogió un plátano y se lo comió. Luego, acabó una caja de chocolatinas que Rosie guardaba en el frigorífico.
—Eso prueba la historia de Rosie acerca de unos filetes desaparecidos —dijo Ryder mientras apuntaba algo en una libreta.
Joanna tuvo que apretar los puños dentro de sus bolsillos para no golpear la pared con ellos al ver cómo Stanley allanaba el apartamento de Rosie.
Junto a ella, Ryder tomaba un sorbo de Coca-Cola para ayudarse a tragar la pizza. Comida y bebida eran cosas que no cabían en la cabeza de Joanna en estos momentos. ¿Cómo se las arreglaba Ryder para permanecer tan impasible como Stanley?
—Allá va —dijo Ryder con voz queda—. Se encamina al dormitorio.
—Probablemente buscando más fajas —murmuró Joanna, avergonzada por no haber creído a Rossie cuando le contó la historia de las fajas.
Aquella vez, sin embargo, Stanley no iba en busca de ropa interior. Joanna vio cómo empezaba por sacar los cajones del armario de Rosie y los volvía del revés. Después, vació el armarito de los zapatos y los fue escondiendo debajo de la cama, en el hueco de detrás del lavabo del baño, detrás de cortinas y sillas y en el armario de la entrada.
Pequeñas cosas, insignificancias para cualquier otro, pero para una persona mayor que sabía cómo se manifestaba la edad, aquello podía resultar devastador.
Stanley hizo amago de irse, pero luego pareció pensarlo mejor. Miró directamente a la cámara durante un instante, con su cuerpo apostado en la puerta, y Joanna se agarró al hombro de Ryder.
—¡Lo sabe! —siseó Joanna—. ¡Ryder, lo sabe!
—No sabe nada —dijo Ryder, sabiendo el volumen del equipo de sonido hasta que ambos pudieron escuchar la respiración de Stanley.
Era el Stanley Holt real el que miraba hacia la cámara oculta, sin su falsa naturaleza de buena persona y su sonrisa servil.
Después de lo que parecieron momentos interminables, Stanley caminó directamente hacia el sinfonier, abrió el cajón de arriba del todo y cogió el collar de perlas favorito de Rosie. Era el collar que le había regalado su tercer marido, Reggie Pembroke, el terrateniente de Sussex que había seguido a Rosie alrededor del mundo hasta que la convenció de que se casara con él.
Joanna estaba dispuesta a entrar en acción.
—Vamos —dijo ella, encaminándose a la puerta—. No podemos consentir que se lleve el collar.
Ryder abandonó su posición delante de los monitores por primera vez en varias horas y agarró a Joanna antes de que ésta pudiera salir de la habitación.
—Tú no vas a ningún sitio —dijo él.
Joanna intentó liberar su brazo de la mano de Ryder, pero él la sujetaba con fuerza.
—Por supuesto que sí. Si crees que me voy a quedar aquí viendo cómo Stanley roba las perlas de Rosie…
—Vas a quedarte sentada hasta que yo te diga que te levantes.
El puñetazo que ella había estado conteniendo durante horas se liberó finalmente, llegando a parar sobre el duro y plano vientre de Ryder.
—Lo menos que podías hacer sería quejarte —dijo ella mientras Ryder la empujaba, sin ningún tipo de ceremonias, sobre la silla colocada enfrente de los monitores.
—Tienes suerte de que no te haya devuelto el golpe.
Joanna vio horrorizada cómo Stanley se guardaba las perlas y volvía a la cocina para acabar con los plátanos.
—Llama a la policía —dijo ella, señalando la pantalla—. Podemos cogerlo ahora mismo.
Ryder no dijo nada. Ambos vieron cómo Stanley deambulaba por el comedor, el salón y, finalmente, de vuelta al vestíbulo. Abrió la puerta y, ante la sorpresa de Joanna, salió del apartamento de Rosie sin volver la vista atrás.
—Todavía estamos a tiempo —dijo ella—. Podríamos cogerlo antes de que llegue al ascensor.
Ryder apagó los monitores y se estiró.
—Dejémoslo ir —dijo Ryder—. Conozco una manera mejor de hacerlo.
—No hay otra manera. Ahora que tenemos la prueba, la policía tendrá que escucharnos.
—Piensa Joanna —dijo Ryder, inclinándose sobre ella—. Piensa en lo que le pasaría a Rosie cuando Stanley saliese de la cárcel bajo fianza.
Joanna apartó la silla y se levantó para ponerse a la altura de Ryder.
—Piensa en lo que le pasaría a Rosie si no tratamos de parar a Stanley —dijo Joanna, dirigiendo su mirada hacia todo el equipo electrónico—. ¿Para qué nos hemos preocupado en poner todo este sistema, si vamos a dejarlo ir?
—No vamos a dejar que se salga con la suya —dijo Ryder—; simplemente, sé una manera mejor de conseguirlo. Una manera que no repercuta en Rosie.
—¿Cuál? —preguntó ella, acercándose a Ryder—. ¿De qué manera?
—Lo siento —dijo Ryder, encogiéndose de hombros y ofreciéndole una de sus sonrisas—. Tendrás que confiar en mí.
En aquel momento, atravesar el Atlántico en su bañera le resultaba más fácil que confiar en Ryder O'Neal.