Capítulo Diecinueve
La casa era enorme, fría e insoportablemente húmeda.
El viento helado del Atlántico Norte silbaba por la habitación donde Joanna aguardaba sentada a que Ryder o Alistair le explicaran qué demonios estaba pasando.
Estaban en una pequeña isla de Cornwall; eso era todo lo que Joanna sabía incluso antes de que oyera el acento inconfundible del hombre que los había recogido en la pista de aterrizaje.
Esos escarpados acantilados levantándose sobre un mar gris aireado no se podían encontrar en otra parte del mundo.
Joanna se encontraba sentada frente a una chimenea de piedra con las muñecas esposadas a los brazos del sillón mientras Ryder, Alistair y otros cuatro hombres a los que ella no había visto jamás anteriormente, discutían sobre una mesa muy larga. Hablaban en una extraña jerga que sonaba a código secreto.
Parte de lo que decían resultaba terriblemente fácil de entender.
Los Príncipes de Gales llegarían esa noche a la isla en visita extraoficial. Desafortunadamente, una organización terrorista amenazaba con volar un hospital de niños al que la Princesa iría a la mañana siguiente.
Todos los hombres que había en la habitación miraban a Ryder en busca de una solución.
Ryder no era un niño rico ni un detective privado. Ese hombre tan desenfadado que ella había conocido ocultaba a otro al que movían necesidades más profundas, metas más altas.
Un hombre a quien ella podría amar durante toda la vida.
Joanna no se había confundido con él; no se había dejado cegar por su belleza ni había hecho oídos sordos a los recuerdos de heridas anteriores que rondaban su cabeza desde el día en que Eddie murió. Todos aquellos años llenos de dudas acerca de sus propias decisiones y de su persona se habían acabado.
Ella no era como su madre, una mujer destinada a equivocarse una y otra vez. No necesitaba un hombre para sentirse completa; no necesitaba un marido para probarse a sí misma que era una mujer valiosa.
Ella era Joanna Stratton, una mujer de treinta y dos años que había descubierto finalmente lo que quería de la vida.
Quería compartir su vida con Ryder O'Neal porque, aparte del paraíso, no podía imaginar nada mejor sobre la tierra.
Alistair señaló la imposibilidad de permitir que la Princesa visitara el hospital al día siguiente y Joanna se percató de que todavía existía un grave problema que resolver antes de que sus fantasías se hicieran realidad.
—No podemos arriesgarnos —dijo Alistair—. El riesgo que corre la vida de la Princesa es demasiado grande.
—¿Qué me dices del riesgo que corren todos los demás? —pregunto Ryder, acercándose a Alistair y apoyándose en la mesa—. Si los dejamos que se salgan con la suya, no podremos encontrar un lugar seguro en toda la tierra. El hospital se encuentra ubicado en una posición muy buena para defender fácilmente todos sus edificios. Si alguna vez tenemos la posibilidad de coger a estos tipos, creo que se trata de ésta.
—Imposible —dijo un hombre moreno y delgado de elegante porte que había en la habitación—. No quiero juegos de héroes; no lo permitiré.
—Estoy de acuerdo con él —dijo otro con barba gris—. Si usted falla, O'Neal, nosotros cargaremos con las culpas y la vergüenza.
¿Qué les pasaba a aquellos hombres que no podían ver la genialidad del plan de Ryder? Nada valioso se conseguía en la vida sin riesgo.
Incluido el amor.
¿Dónde habían ido a parar sus miedos y todas sus dudas? Cualquier mujer normal se sentiría aterrorizada al encontrarse atrapada en algún lugar de la costa de Cornwall frente a un hombre que había resultado ser una especie de espía. Hacía menos de veinticuatro horas que ella había deseado que Ryder fuera un profesor de escuela o un zapatero, alguien del que ella pudiera depender.
Joanna se preguntaba ahora cómo podía haber sido tan cerrada de ideas, tan miedosa ante lo desconocido. Él representaba todo lo que ella deseaba en un hombre y más, porque él entendía el significado de la palabra «compromiso» mejor que nadie.
Aunque no le volviera a ver una vez que aquella aventura terminase, aunque sus sueños de felicidad no pasaran de ser más que sueños, ella no se arrepentiría ni por un momento de haberle dado su corazón.
—Es su decisión, Ryder —dijo Alistair con cara pensativa—. Debemos aceptarlo.
—¡Fenomenal! —dijo Ryder, dando un puñetazo sobre la mesa en un arranque de furia—. Y cuando veamos cómo destruyen a la Familia Real, nos sentaremos a esperar que decidan atacar al presidente de EE.UU. ¡Resulta fantástico!
—Ustedes los norteamericanos no desaprovechan la oportunidad de sacar siempre a relucir su país ¿verdad? —dijo el hombre de la barba gris.
—¡Maldita sea! Si no tomamos una actitud firme ahora, todos perderemos —replicó Ryder.
Joanna vio cómo Alistair ponía su mano sobre el antebrazo de Ryder.
—No podemos arriesgar la vida de la Princesa —dijo Alistair—. El peligro es demasiado evidente; la pérdida sería tremendamente devastadora.
Ryder no se encontraba con ánimo para atenerse a razones.
—¿Es que no hay nadie que pueda entender ni una maldita cosa de lo que estoy diciendo —dijo Ryder—. No existe riesgo; si utilizamos mi equipo, podremos detectar y desactivar explosivos plásticos antes de que tengan tiempo para detonarlos.
Ryder hablaba de compuestos de nitrógeno, o propiedades electrolíticas, y electrones libres. De repente, una idea tomó forma en el cerebro de Joanna.
Aquella era su oportunidad para tomar parte en algo importante, para hacer finalmente uso de sus habilidades y utilizar su inteligencia hasta el límite. Significaba vislumbrar cómo sería el futuro con un hombre como Ryder O'Neal.
—Lo entiendo —dijo Joanna cuya voz pudo ser oída en toda la habitación—. Comprendo de lo que habláis y creo que puedo ayudar.
Ahora la decisión dependía de Ryder.
Ryder O'Neal no había conocido un momento más dulce en toda su vida.
Las palabras de Joanna le llegaron al corazón. No importaba que los otros hombres que había en la habitación la mirasen como si acabara de salir de un hospital psiquiátrico. Ryder sabía lo que le había costado ofrecerse voluntaria para ayudarlos, y se sintió perdido en ese instante.
Ya no importaba su sensación, experimentada no hacía mucho, de la pérdida segura. No importaban sus planes para excluirla de su vida.
No importaba nada más que el increíble ansia creciente de placer que le producía el darse cuenta de que estaba a punto de compartir su yo más profundo con la mujer que había robado tanto su corazón como su alma.
Joanna Stratton se había ofrecido para utilizar sus habilidades y disfrazarse de Princesa de Gales e ir al hospital infantil como se había planeado. Arriesgaría su vida sin confiar en nada más que su fe por Ryder para protegerla.
—¿Quién es? —protestó John Chaney mientras se arreglaba las solapas de su chaqueta—. ¿Quién trajo a esa mujer?
—Parece una completa locura —murmuró Leonardo Williams, acariciándose la barba al tiempo que miraba a Joanna.
Alistair Chambers no dijo nada; simplemente se sirvió otro vaso de whisky. El hecho de que Ryder hubiese completado su trabajo sobre los explosivos plásticos no era lo único que le había estado ocultando.
Ryder se inclinó frente a Joanna, le quitó las esposas. Aquellos bellos ojos lo observaban mientras él le besaba las muñecas que estaban enrojecidas por la presión de las esposas.
—Si dices que sí, Joanna, no podrás volverte atrás —dijo Ryder.
—No quiero volverme atrás —contestó ella sin cambiar su expresión.
—Mi prototipo no se ha probado nunca. No existe garantía alguna de que pueda funcionar.
—He aprendido que hay pocas cosas en la vida que se puedan garantizar —dijo ella con una sonrisa.
—Sabrás que te estás arriesgando muchísimo —continuó Ryder.
—Confío en ti —dijo ella—. Es todo lo que necesito saber.
Ryder nunca imaginó que llegaría a oír estas palabras, que se las mereciera.
Un hombre sería capaz de vivir con una mujer así por el resto de sus días.
Si las cosas salían bien al día siguiente, intentaría llevar esa idea a cabo.
La discreta tos de Alistair atrajo su atención.
—El jefe nunca creerá que no tenías esto preparado —dijo Alistair—. Qué suerte hemos tenido de contar con las habilidades de la señorita Stratton. Ahora bien, de aquí no saldrá ni una palabra de lo que se ha hablado. Una vez que abandonemos Cornwall, será como si nada hubiera ocurrido.
—Tengo una memoria terrible —dijo Joanna con ojos inocentes.
Alistair respiró profundamente y dijo:
—Supongo que no puedo disuadiros de vuestra idea ¿no es cierto?
Ryder miró a Joanna. No podría culparla si decidía volverse atrás. Se sentía como si Joanna hubiese cogido las estrellas y se las hubiera puesto a sus pies.
—Lo siento —dijo ella con voz firme—, pero yo no me rajo.
«Joanna Stratton», pensó Ryder, «cuando esto termine, te haré mía para siempre».
Aquella tarde, Joanna tembló un poco cuando la Princesa de Gales entró en el estudio donde ella se disponía a hacer una máscara del rostro real.
La Princesa se encontraba incomprensiblemente tensa: el efecto de las amenazas dirigidas a sus familiares por los terroristas se notaba en las ojeras bajo sus ojos azules y la forma en que jugueteaba nerviosamente con la sortija de su mano izquierda.
Joanna raramente se acobardaba ante celebridades, pero la realeza era una excepción. Encontrarse tan cerca de la figura más popular del siglo veinte la dejaba boquiabierta. Tan sólo el gran interés que la Princesa mostró en Joanna y su arte lograron calmarla.
Se estaba acabando el tiempo de pruebas; en menos de dos horas, se convertiría en el centro de la atención mundial.
La máscara de látex, con las facciones patricias de la Princesa, estaba lista para ser usada. La peluca rubia descansaba sobre la coqueta. Joanna ya se encontraba vestida con uno de los elegantes vestidos de lana roja de la princesa, que había sido alterado un poco para que se ajustase a su cuerpo.
Joanna acarició uno de los pendientes que Ryder le había dado. Nadie podría sospechar que se trataban del dispositivo principal para seguir la pista de los terroristas.
Joanna no comprendía la manipulación de iones y ondas sonoras que Ryder había señalado cuando intentaba explicar la tecnología que había usado para su invención; tampoco necesitaba saberlo. Lo único que necesitaba saber era que, en el momento en que oyese un zumbido en su oído izquierdo, se ajustaría el sombrero como señal. Ryder, que actuaría como guardia de seguridad real, pondría en marcha su plan de ataque.
Lo que pasara después nadie lo sabía.
Si Ryder no supiese la verdad, pensaría que la Princesa de Gales había cambiado de opinión y había decidido ir al hospital infantil después de todo.
La transformación era lo suficientemente perfecta como para creerlo.
En el momento en que salieron del coche y se enfrentaron a la multitud de isleños emocionados que había en la calle, Joanna actuó, sin lugar a dudas, como lo habría hecho la princesa. La sonrisa, la pequeña inclinación de la cabeza… todos eran gestos típicos de la Princesa de Gales.
Joanna parpadeó y se encontró con los ojos de Ryder durante un instante. Alistair estaría probablemente dándole las últimas instrucciones a través del dispositivo auditivo. A él le había costado seis meses acostumbrarse a aquel aparato; Joanna parecía nacida para ese tipo de trabajo.
Una vez que entraran en el hospital, la vida de Joanna estaría en peligro. El grupo terrorista había contactado con Buckingham Palace hacía dos horas, en respuesta al rechazo del Parlamento a liberar a los presos políticos que demandaban los terroristas.
—Ella morirá —había dicho su portavoz—. Y no podrán hacer nada para pararnos.
Aunque tuviese que ir al infierno y volver, Ryder O'Neal los pararía.
La señora Penhaligon, directora del hospital, hizo una reverencia delante de Joanna.
—La plantilla del hospital aguarda su visita, alteza —dijo la directora—. Esto es lo más excitante que haya ocurrido nunca en St. Margaret.