Capítulo Seis

A Joanna no le apetecía salir a cenar, por lo que se quitó la gruesa capa de maquillaje, se puso el camisón y se sentó frente al televisor con una botella de vino como compañía.

Estaba observando el parecido entre el actor de la película y Ryder O'Neal cuando oyó un ruido en el apartamento contiguo, el de Rosie, seguido de un grito que la asustó.

Saltó del sofá y golpeó en la pared que daba al apartamento de Rosie.

¡Rosie! ¿Estás bien? 

No obtuvo respuesta, tan sólo el ruido de cosas arrastradas por el suelo.

Joanna volvió a golpear en la pared.

¡Rosie! ¿Qué está pasando ahí?

La voz de Rosie flotaba a través de la pared junto a otra voz masculina. El corazón le latía con fuerza. Joanna conocía la voz de Bert y sin duda no era la suya.

Joanna salió corriendo de su apartamento, descalza, y golpeó con fuerza a la puerta de Rosie.

¡Venga, Rosie! ¡Ábrela…! 

La puerta se abrió de par en par y Joanna se encontró mirando los ojos de un perplejo Ryder O'Neal. 

¿Qué demonios está pasando? ¿Dónde está Rosie? —preguntó Joanna.

Ryder estalló en carcajadas.

¿Qué es lo que está pasando?

Nunca lo creería.

Joanna no estaba de humor para adivinanzas.

Si no me dices dónde está Rosie mientras cuento hasta cinco, llamaré a la policía.

Él la hizo pasar hasta la entrada y cerró la puerta del apartamento. 

Rosie está en el cuarto contando su ropa interior.

Joanna explotó.

¡Ya está! —dijo, acercándose al teléfono—. Voy a llamar a la policía ahora mismo.

Ryder se sentó en el viejo sofá y puso su pierna sobre la mesita del café.

Se sentirá muy avergonzada cuando encuentren a Rosie completamente rodeada de medias y fajas.

Joanna se agachó y empujó la pierna buena de Ryder.

Este mueble es una antigüedad, no un taburete.

Cuelgue el teléfono —dijo Ryder—, e intentaré olvidar lo que ha hecho.

Se oyó un golpe al otro lado del apartamento. Joanna colgó el auricular y corrió hacia la habitación de Rosie, donde la encontró, cosa increíble, en medio de varios montones de ropa. Estaban colocados por modelos y Rosie apuntaba en un papel los diferentes nombres y números.

Joanna escuchó el sonido de las muletas de Ryder mientras él se acercaba.

¿Se disculpará usted? —preguntó él.

Joanna lo ignoró y se acercó a Rosie.

¡Rosie! ¿Estás bien?

Rosie asintió con la cabeza y continuó con su tarea.

Joanna miró el resto de la habitación. Batas, zapatillas y medias estaban esparcidas por el suelo. Había un joyero encima de un radiador. El contenido de tres cajones del sinfonier había sido vaciado encima de una silla, cerca de la ventana. Guantes, bufandas y gorros de invierno estaban apilados sobre el alféizar de la ventana y sobre la televisión. 

Rosemary Agnes Callahan, sino me dices lo que pasa… 

¡Shh! —dijo Rosie—, déjame terminar de contar esto.

Joanna se volvió hacia Ryder, perpleja.

¿Puede alguien explicarme lo que está pasando? —preguntó ella.

Ryder había salido a cenar fuera y, cuando volvió, se había topado con Rosie en el vestíbulo.

Ella había ido a ver la reposición de una película de Greta Garbo —explicó Ryder.

De Greta Garbo no —corrigió Rosie, levantando la mirada del montón de ropa—, de Greer Garson. La señora Miniver, para ser exactos. 

Está bien, Greer Garson. Después, me invitó a tomar una copa en su apartamento y, tan pronto como entramos, Rosie notó que algo andaba mal.

Joanna miró lo que una vez fuera una habitación inmaculada y comentó:

No hay duda de ello.

Ella lo sabía antes de entrar al dormitorio —prosiguió Ryder—. Todo parecía normal para mí, pero ella anduvo hasta la habitación, abrió el armario y dijo que Stanley había estado allí.

He oído algunas historias sobre Stanley —dijo Joanna cautelosamente—, pero no creo que se dedique a registrar apartamentos.

Nada de registrar —dijo Rosie, poniéndose el lápiz detrás de la oreja—. Me ha robado tres de mis fajas favoritas.

¡Vamos, Rosie! ¡Eso es absurdo! —dijo, riendo, Joanna. 

Ya es la segunda vez que lo hace. Hace dos semanas cogió mis mejores pantys, esos elásticos.

Joanna miró a Ryder y se encogió de hombros. Luego miró de nuevo a Rosie.

Verdaderamente no puedo creer que Stanley se dedique a robar ropa interior, Rosie —continuó Joanna sin poder evitar una risita—. ¿No sería mucho más cómodo que fuera a una mercería y se comprara sus propias medias?

No te lo tomes a broma. Stanley está haciendo esto con un propósito determinado.

¿Por qué iba a querer él hacer una cosa así? —preguntó Joanna.

Pareces una niña. Por dinero.

¿Es que hay un mercado negro de ropa interior?

Rosie no se dignó a responder una pregunta como ésa.

Ryder contestó en su lugar.

Vender apartamentos es un gran negocio, y Rosie parece estar cortando el paso a alguien que quiere sacar un buen provecho del suyo.

Sólo quedan nueve apartamentos por vender en el Carillon —dijo Joanna, recordando la nota en el tablón de anuncios que había en la lavandería—. No creo que la dirección del edificio ande tan mal de dinero como para tener que venderlos. 

Es usted muy ingenua —dijo Ryder, entrando en el dormitorio—. Resulta mucho más atrayente lo que no se puede tener que aquello de lo que se dispone. Así es la naturaleza humana.

Las agencias inmobiliarias no son humanas —señaló Joanna, apercibiéndose de la presencia tan masculina de Ryder y del hecho de que ella sólo llevaba puesto un camisón muy liviano. En otro momento se habría cubierto y habría corrido hacia la puerta, pero no tenía más remedio que continuar allí.

La gente que forma parte de las agencias sí lo es —dijo él—, y ahí está el problema.

Este era un lado cínico de él, que Joanna no había notado anteriormente. Se alejó y le dio las buenas noches a Rosie, que en ese momento estaba echando en falta más medias.

Joanna se dirigió hacia la puerta y encontró a Ryder bloqueándola.

Es usted muy rápido con las muletas —dijo ella.

Sólo cuando lo necesito —contestó él con esa sonrisa que también le había dirigido a Kathryn, sólo que esa vez tenía más carga sexual.

No me mire de esa manera —dijo ella, consciente de su camisón—, ya me siento lo suficientemente estúpida en esta situación.

Deje que la acompañe a su apartamento. Su indumentaria no es muy apropiada para pasearse por los pasillos a medianoche.

No voy a pasearme —dijo ella—. Vivo en el apartamento contiguo.

¿En la puerta de al lado? Creía que ese era el apartamento de Kathryn Hayes.

Y lo es. Yo soy su nieta.

¿Joanna la de la cita a ciegas? —preguntó él, abriendo aún más sus ojos.

La que viste y calza.

Si Rosie me hubiera dicho lo bella que era usted, habría considerado su oferta.

¡Qué halagador! —dijo ella, remarcando las palabras—. Pero habría dado lo mismo; no acepto citas a ciegas.

¿Ni siquiera si han sido planeadas por su amiga y su abuela?

Ni siquiera con una orden del Pentágono.

Bueno, ahora que me conoce, no se me puede considerar como una cita a ciegas.

Me temo que no nos han presentado.

Yo soy Ryder O'Neal y usted es Joanna Stratton. Cenemos juntos mañana. Si quiere podemos invitar a Kathryn también. 

Rosie levantó la cabeza con una pregunta en su mirada.

Pero Kathryn… 

Joanna la abrazó en ese momento y le dijo al oído:

No hagas preguntas ahora. Mañana te lo contaré todo.

Joanna había tenido suerte esa vez. Se encaminó hacia la puerta seguida de Rosie y Ryder. Rosie se quejaba de Stanley, y Ryder parecía pensativo.

Asegúrate de que echas bien todos los cerrojos —le dijo Ryder a Rosie—, y cierra las ventanas como te he dicho.

¡Hay que ver cómo te preocupas! —dijo Rosie con una mirada de afecto que Joanna no le había visto antes, ni siquiera con Bert Higgins—. Más vale que tú también cierres bien la puerta, Joanna —continuó Rosie mirándola—. Si Stanley llega a ver tu ropa interior como yo la vi en la lavandería se creerá en la gloria. 

Después de decir aquello, Rosie cerró la puerta y los cerrojos.

Joanna se esforzó en mostrarse natural delante de Ryder O'Neal. Él la siguió hasta la puerta de su apartamento. 

Gracias por acompañarme —dijo ella, abriendo la puerta—. Buenas noches. 

¿No va a invitarme a la última copa?

No lo había planeado.

Yo siempre digo que no hay mejor momento que el presente —contestó Ryder.

Joanna vaciló. Era cerca de la medianoche e invitar a un extraño, por muy atractivo que fuera, podía resultar peligroso. 

Mire, quiero cambiarme de ropa. ¿Por qué no viene dentro de cinco minutos?

La mirada de Ryder se tornó peligrosamente sexy.

No se cambie por mí —dijo él.

No; lo hago por mí —contestó Joanna.

Si ella fuera inteligente sacaría la peluca gris de nuevo. Kathryn podría manejar la situación, pero Joanna no estaba segura de conseguirlo.

 

Alistair solía tener problemas para dormir la noche antes de un trabajo importante y, a pesar de haberlo disimulado delante de Ryder, el viaje a St. George era un trabajo de gran envergadura.

Alistair había llevado a la bella señorita Masters al Le Cirque, y lo habían pasado francamente bien. Tres eran las cosas que Alistair adoraba: bellas mujeres, conversación interesante y buena comida. Las tres habían estado presentes aquella noche. 

Si no tuviera que arreglar tantos detalles de última hora antes de volar por la mañana, habría reservado una habitación en el hotel Plaza con vistas sobre Central Park. Por otra parte, la señorita Masters no se habría conformado con algo apresurado.

Cuando ocurriera, y ambos sabían que ocurriría, quería disponer de tiempo para disfrutar de verdad.

Así que ya estaba de vuelta en el apartamento que PAX le había proporcionado en la Quinta Avenida, acompañado por un coñac, una pipa y el ordenador. Utilizando los números de acceso que se cambiaban a diario, sacó toda la información necesaria para el trabajo de la mañana siguiente y la imprimió. Estaba destinada a Ryder, por supuesto.

Alistair no tenía ninguna duda de que Ryder aceptaría el trabajo.

De hecho, conociendo a Ryder como Alistair lo conocía, O'Neal tendría el problema resuelto antes de que el avión aterrizase, y todo el equipo electrónico preparado antes de que la limusina los dejase en el campamento donde iban a trabajar.

No había razón alguna para sentirse como si algo vital se le estuviera olvidando.

Tecleó rápidamente los códigos en el ordenador y observó cómo la pantalla se llenaba de más y más información. La situación estaba tranquila. Los detalles del viaje estaban confirmados e incluso el tiempo parecía colaborar.

A pesar de todo, Alistair seguía sintiéndose inquieto.

Estaba a punto de levantarse y servirse otro coñac cuando se fijó en las manchas oscuras que tenía en las manos. Hacía diez años que las tenía, eran parte inevitable del envejecimiento. 

Había visto tanto a hombres como a mujeres luchar contra la edad con drogas y operaciones, pero aparte de llevar guantes, no había forma de esconder aquel signo de vejez. Una idea acudió a su cabeza. 

Ryder y esa mujer mayor amiga de Holland, Kathryn Hayes. Postura un poco encorvada, ojos azul verdoso, cabello gris y un rostro lleno de líneas y arrugas. 

Sus manos.

Sus manos eran suaves y pálidas, con uñas perfectas. Nada de manchas o venas prominentes; nada de artrosis en sus nudillos. Eran las manos de una mujer mucho más joven. 

Alistair introdujo un nuevo código y escribió las palabras: Kathryn Hayes, Carillon Arms, Nueva York. Entonces se dispuso a esperar la respuesta. 

Esta no se hizo esperar. En la pantalla apareció el mensaje: «Información no disponible».

Imposible. Los únicos sin información eran extranjeros ilegales y agentes camuflados, e incluso de éstos se podía saber algo si se intentaba. Ryder O'Neal era uno de los pocos cuya identidad estaba protegida por el máximo secreto diplomático y burocrático que PAX podía ofrecer. 

Alistair buscó el código para la información clasificada, escribió el nombre de la mujer y su dirección completa en Manhattan. Pulsó la tecla de entrada de información y esperó.

De nuevo, la respuesta del computador fue negativa.

Sintió cómo la adrenalina se le subía a la cabeza, al igual que ocurría cada vez que se enfrentaba con lo inesperado.

Sus dedos recorrieron el teclado de nuevo. Introdujo una serie de códigos, siempre cambiantes, para la identificación y acceso que le llevarían al informe «I» de Alto Secreto. 

Una Kathryn Hayes había vivido en un apartamento del Carillon Arms que ahora era propiedad de una tal Cynthia Hayes del Portago. 

Kathryn Hayes había muerto en mil novecientos ochenta y uno.

Alguien la estaba suplantando.

 

Ryder entró en su apartamento y dejó la chaqueta encima de una silla. La imagen de Joanna Stratton en camisón no le dejaba pensar con claridad. 

Durante la comida sólo le había preocupado la idea de convencer al testarudo inglés de su ruptura con PAX.

Durante quince años, Ryder se había dejado arrastrar dentro de un mundo secreto que existía paralelamente con el otro mundo en el que la mayoría de las personas vivía. El mundo que Alistair le había ofrecido años atrás era más violento, más excitante, más peligroso y en los últimos tiempos más satisfactorio de lo que él pudo haber imaginado en sus fantasías de James Bond. 

Pero en el momento en que vio a Joanna Stratton por primera vez, Ryder entendió las palabras de Alistair: la vida real era más peligrosa.

Quince años de preparación para valorar sus instintos le anunciaban que aquella mujer de pelo oscuro era más peligrosa para él que cualquier otra cosa en el mundo.

Nada de aquella preparación le ofrecía la mínima pista para protegerse contra ella en caso de que él quisiera.

 

Los dedos de Joanna temblaron al abrocharse la camisa de seda. Se miró en el espejo. Afortunadamente, no parecía tan nerviosa como realmente se sentía.

De un momento a otro, Ryder O'Neal llamaría a su puerta y ella le dejaría entrar y le contaría la verdad.

Soy una profesional del maquillaje —le dijo Joanna a su imagen en el espejo—. Estaba probando una técnica para un trabajo que tengo la próxima semana. 

Ella le diría que sentía haberle hecho conocer y apreciar a una mujer que ya no existía, que el asunto se le había escapado de las manos. Lo más probable era que él le viera la gracia a la historia.

Tanto si era así como si no, la artimaña se había acabado. Jugar con las identidades la ponía muy nerviosa.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Joanna fue a abrir sintiéndose un poco temblorosa, pero segura de que lo que iba a hacer era lo mejor.

Ryder apareció sin las muletas, con un bastón de marfil en su mano derecha y una botella de Ruffino en la otra. Por alguna razón incierta a ella le pareció más grande, más masculino, más sensual.

Hola —dijo él con una gran sonrisa—. ¿Puedo entrar?

Joanna se sintió como si despertase de un profundo sueño. Se apartó para dejarle paso y el olor de la piel de Ryder hizo que su corazón latiera con fuerza.

Había habido otros hombres en su vida después de Eddie, pero ninguno que la hubiera hecho sentir tan vulnerable. Le parecía muy lejano aquel tiempo en que ella pensaba que los sueños se hacían realidad. Sólo su determinación la había hecho seguir adelante. Sólo su propia fuerza interior la había mantenido en sus cabales.

Y ahora, esa mujer fuerte se sentía como en medio de una tormenta sin un sitio dónde resguardarse, sin un lugar seguro para esconderse.

Cerró la puerta, respiró profundamente y se volvió para mirarle.

Tendremos que hablar bajito —dijo ella, finalmente, mientras se sentaba en el sofá—. Kathryn está en la habitación contigua y no me gustaría despertarla.

Quizás la tormenta pasara de largo.