Capítulo Diez
—¿Cómo puede la gente de Long Island soportar esto? —preguntó Ryder mientras el Rolls serpenteaba entre el tráfico de la autopista—. Si yo tuviera que hacer este camino dos veces al día, me volvería loco.
Alistair encendió uno de sus cigarrillos.
—La vida real tiene sus inconvenientes —replicó Alistair—. ¿Estás seguro de que no quieres acompañarme a comer en el club? Después del trabajo de esta mañana, te lo has ganado.
—Hoy no —dijo Ryder mirando su pierna ya sin escayola—. No estoy en forma. Creo que pasaré la tarde caminando.
—¿Algún sitio en particular? —preguntó Alistair, pensativo.
—¿Estoy bajo vigilancia?
—¡Claro que no!
—Entones ¿por qué tanto interés en saber qué voy a hacer por la tarde?
—¿Me creerías si te dijera que es sólo curiosidad?
—Te conozco, Alistair —dijo Ryder—; prueba con otra excusa.
—De acuerdo, iré directamente al grano. ¿Conoces bien a la señora Kathryn Hayes? —preguntó Alistair mientras apagaba su cigarrillo.
—¿Kathryn? —preguntó Ryder, sorprendido.
—Sí, tu amiga la del carrito de la compra.
—No sé mucho de ella —contestó Ryder, recordando sus conversaciones con ella—. Tiene setenta y siete años y está pasando una temporada en el apartamento de su hija.
—¿Es eso todo?
—Le gusta pasarlo bien con hombres de edad —concluyó Ryder.
Alistair no se rió. «Maldición», pensó Ryder; Alistair se estaba acercando peligrosamente al tema de Joanna, y aquello era lo último de lo que Ryder quería hablar.
—¿Tiene algún otro pariente?
—Dímelo tú —dijo Ryder.
—No —contestó Alistair—. Yo he hecho la pregunta. Dame una respuesta.
—Tiene una nieta —dijo Ryder vacilando, sin querer revelar los extraños sentimientos que ella le evocaba—. Su nombre es Joanna Stratton.
—¿Sabes cómo se gana la vida?
—Es una maquilladora profesional —dijo Ryder al tiempo que se arrepentía de dar demasiada información a Alistair, quien, a su vez, extrajo una libreta de piel de su bolsillo—. ¿Qué demonios está pasando aquí?
—He intentado conseguir alguna información sobre ella en el ordenador —continuó Alistair mientras guardaba la libreta—. No he conseguido mucho y me gustaría probar de nuevo.
—¿Que tú qué? —preguntó Ryder dando un puñetazo en la puerta del Rolls—. ¿Qué demonios hacías tú buscando información? ¿Acaso temías que tuviera una bomba en su carrito de la compra?
—No te olvides del cochecito de niño lleno de explosivos en el aeropuerto de Beirut —dijo Alistair con voz queda—. Eres un hombre muy valioso para el enemigo, Ryder, especialmente muerto.
Aquella era la primera vez en muchos años que Ryder pasaba una larga temporada entre civiles. Era natural que Alistair se mostrase cauto. Aquello, de todas formas, iba más allá de la cautela y, desafortunadamente, Ryder sabía que Alistair no hubiera reaccionado así sin causa justificada.
—Creía que yo era el secreto mejor guardado de toda la organización —dijo Ryder—. ¿Ha sucedido algo que yo deba saber?
—¿Te has fijado en las manos de la señora Hayes? —preguntó Alistair mientras encendía un nuevo cigarrillo.
—¿Por qué debería inspeccionar las manos de Kathryn?
—Porque con setenta y ocho años…
—Setenta y siete.
Alistair lo miró con furia y prosiguió.
—Porque las mujeres de setenta y siete años raramente tienen unas manos tan suaves y tersas como las de esa señora.
Ryder pensó en la manera tan grácil de andar de Kathryn y en su bien proporcionado cuerpo. Parecía que Joanna hubiese heredado esas características.
—Hay algo más que sus manos, Ryder.
—¿Qué has descubierto?
—No te va a gustar, querido.
—No me ha gustado nada de esta conversación —respondió Ryder.
—Está bien. Kathryn Hayes murió en mil novecientos ochenta y uno.
—Creo que debes revisar la información —dijo Ryder, riendo—. Kathryn Hayes está muy sana y muy viva.
—De acuerdo con mi información, no —dijo Alistair mientras le daba una hoja impresa a Ryder.
—Tu información no es correcta —respondió Ryder, mirando la hoja de papel.
—Mi información nunca ha sido incorrecta antes.
—Pues lo será esta vez. ¡Maldita sea, Chambers! ¿Es que siempre tienes que jugar con todo el mundo?
—Debo preocuparme por ti, Ryder. ¿Qué pasaría si Hayes resulta ser una agente enemiga encargada de descubrir tu trabajo con los explosivos plásticos?
Ryder pensó en los montones de apuntes guardados bajo llave en su apartamento del Carillon. Alistair pensaba que el proyecto sólo existía en la cabeza de Ryder.
—No hay nada que descubrir —mintió Ryder—. No he empezado a trabajar en el proyecto aún.
—Ryder, Ryder —dijo Alistair—. Concédeme un poco de inteligencia. Sé lo que has hecho y sé exactamente hasta dónde has llegado. Estoy todavía dispuesto a mantener mi palabra en nuestro acuerdo, pero, al menos, seamos sinceros el uno con el otro.
—Eres un hijo de perra —dijo Ryder, moviendo la cabeza incrédulo—. ¿Cómo te has enterado?
—Secreto profesional.
La limusina se dirigió hacia el Carillon.
—Ahora que sabes que he empezado con el proyecto —dijo Ryder— ¿significa que nuestro negocio está cerrado?
—Me sorprende que digas algo así. Si algo soy, es un hombre de palabra.
—Lo siento —dijo Ryder, buscando la mirada de Alistair—. Debo de estar más cansado de lo que pensaba.
—Tendrás el tiempo y el espacio que necesitas para tu trabajo. Te lo prometo. Pero todavía eres parte de PAX y puede que seas necesario para la organización.
—¿De qué manera?
—Ten cuidado con los amigos que haces.
—Si te refieres a Kathryn Hayes, yo…
—Kathryn Hayes, Joanna Stratton, el joven del apartamento 26… Has llegado demasiado lejos para que cometas un error ahora.
—Creo que el sol caribeño te ha afectado mucho, querido amigo —dijo Ryder, tratando de no dar importancia a la amenaza de Alistair—. Sólo te falta decirme que tenga cuidado con el perro del vecino; puede que tenga un micrófono en el collar.
—Un juego de palabras que me esforzaré en ignorar. Te guste o no, todavía formas parte de la organización. La amistad es arriesgada en nuestro trabajo; los enemigos pueden acecharnos bajo diferentes disfraces, Ryder.
—¡Maldito seas! —dijo entre dientes Ryder mientras el coche se acercaba al Carillon.
Si Kathryn Hayes no era quien parecía ¿quién demonios era Joanna Stratton?
«De película de ciencia ficción», pensó Joanna mirándose al espejo. Alguien había venido del más allá y la había llevado a otra dimensión de espacio y tiempo.
Nada podía compararse con el sentimiento misterioso que se apoderó de ella al mirar el trabajo acabado. No había rastro de las facciones de Joanna Stratton. Se veía en el espejo como Kathryn Hayes. Ni su propia madre la hubiese reconocido ahora.
Su visita a la tienda Ranaghan había merecido la pena. Benny Ryan y el resto del equipo se quedarían boquiabiertos cuando ella empezase a trabajar la próxima semana.
Se estaba ajustando la peluca cuando el reloj tocó las dos y cuarto.
—¡Maldición! —dijo Joanna, recordando los cheques que había mandado Cynthia. Tenía que llevarlos al banco sin falta, tal y como su madre le había pedido.
Joanna cogió los cheques. Si se apresuraba, podía llegar al banco antes de que cerrasen.
Corrió hacia el ascensor, pero la puerta estaba bloqueada. Trató de abrirla sin éxito. Joanna no tenía tiempo que perder y se dirigió a la escalera de incendios.
La puerta del ascensor se abrió cuando la de la escalera se cerró.
—¿Era ella? —preguntó el primer hombre.
—¿Quién si no? No hay más ancianos en este piso.
—¿Qué hacemos?
—El dijo que la siguiéramos. No podemos hacer nada en el edificio.
—¿Tenemos que hacerle mucho daño?
—El que sea necesario.
Bajaron al vestíbulo en el ascensor y se colocaron cerca del cuarto de los buzones a esperar.
Ryder se paseaba por su cuarto de estar. No llevaba ni siquiera una hora en su apartamento y ya estaba muy nervioso.
Alistair lo había dejado en el Carillon después de rechazar la invitación a comer, y deseaba enormemente ver a Joanna Stratton de nuevo. La advertencia de Alistair lo había puesto más nervioso de lo que creía.
Toda aquella historia acerca de las manos de Kathryn y de quién era Joanna le había minado la paciencia y Ryder estaba a punto de estallar.
Lo que tenía que hacer era bajar al apartamento de Joanna, llamar al timbre, y fijarse bien en las manos de Kathryn. Entonces, él intentaría invitar a Joanna a cenar y se aseguraría de que no había ningún micrófono en su apartamento antes de dejarla pasar.
Cinco minutos después, Ryder comprobó que la suerte le era adversa. Joanna no estaba en casa; Kathryn tampoco. Ni siquiera Rosie Callahan estaba en casa. Parecía que él fuese el único inquilino del edificio.
Quizás un poco de aire fresco le viniera bien.
El guarda del banco estaba a punto de cerrar la puerta del mismo cuando Joanna se coló apresuradamente.
—Sólo le queda un minuto —dijo el guarda, señalando el reloj.
—Ya no camino tan aprisa como antes, hijo —dijo ella, sonriéndole.
En verdad había venido corriendo por la calle, haciendo que muchos se volvieran mirar cómo una anciana batía el récord de los cien metros.
No tuvo que esperar mucho. Un poco después de las tres, Joanna se dirigía de nuevo al Carillon, esta vez más tranquilamente.
A medio camino del Carillon, Joanna tuvo la sensación de que alguien la observaba de cerca. Cuando se agachó para atarse los cordones de la bota pudo ver un resplandor de pelo rojo y dos hombres que se parapetaban en la entrada de un restaurante. ¿Estaba loca o eran los ayudantes de Stanley?
No importaba. Si así fuese, a ella no le incumbía el hecho de que se escapasen a tomar una cerveza.
Además, probablemente fuera sólo su imaginación. Se encontraba hambrienta también, y es posible que aquello la hiciera alucinar. Una vez que llegara a su apartamento, se prepararía un poco de café y tomaría unos de los bollos que Rosie le había llevado por la mañana.
Sin embargo, el extraño sentimiento de sentirse seguida por alguien no desaparecía. Las dos veces que se paró para cruzar la calle y se volvió disimuladamente, pudo ver de nuevo el reflejo del pelo rojo detrás de ella.
A tres manzanas del Carillon, no le quedaba ninguna duda de que la estaban siguiendo. Las pisadas seguían el ritmo de Joanna y ella deseó enfrentarse a los dos muchachos, pero ¿y si estaba confundida?
Su buena educación le impidió montar una escena.
Aparte del pelo rojo, ella no recordaba nada más de los ayudantes de Stanley. La tacharían de anciana senil, y, por lo que había comprobado, no quería añadir su nombre a tan triste lista de personas.
Joanna cruzó la calle y pudo ver cómo ellos lo hacían también.
¡Al infierno con la formalidad! Joanna comenzó a correr desesperadamente, empujando a la gente a su paso.
Se encontraba a una manzana del Carillon. El semáforo se puso en rojo para los peatones. Las pisadas se acercaban. Ella se dispuso a cruzar la calle, ignorando los pitidos y las blasfemias que le dirigían.
Sólo le quedaban unos metros. Unos metros más y ella estaría en el vestíbulo con el portero y un sistema de seguridad y…
Un brazo la cogió por la cintura y la levantó del suelo.
—¡Suélteme! ¡Suél…!
Sus gritos fueron apagados por un trozo de tela que le introdujeron en la boca, provocándole una arcada.
Joanna intentó zafarse mientras la arrastraban hacia el callejón que había entre el Carillon y su edificio gemelo, el Dorchester.
—¡Vigila la calle! —dijo el hombre que la sujetaba a su acompañante.
—¡Apresúrate! ¡Si nos cogen, nos quedamos sin los dólares!
Ella luchó, tratando de volverse para ver sus caras, pero el asaltante la mantenía fuertemente agarrada por la espalda.
—Túmbese, Rosie Callahan —gruñó el asaltante en su oído mientras ella pataleaba salvajemente—. Haga las cosas más fáciles para todos.