Capítulo Tres

La mujer del gorro rojo dio media vuelta y Ryder casi se cayó de la silla. No podría haber imaginado que aquellas bonitas posaderas pertenecieran a una mujer tan, bueno, tan entrada en años. Se cubrió la boca y tosió para disimular su asombro.

La mujer le miró con cautela.

Se han caído por ahí —dijo ella, señalando el hueco entre las lavadoras—. No creo que pueda usted alcanzarlas.

Tenía razón. Ryder cogió una de las muletas.

Tenga, quizás pueda pescarlas con esto.

Ella le sonrió. Sus dientes eran perfectos para tratarse de una mujer de sus años. De cualquier forma su sonrisa era irresistible y él se la devolvió.

Ustedes los jóvenes son más listos de lo que pensaba —dijo ella mientras cruzaba la habitación a grandes zancadas.

El tener recursos no está reservado a los mayores —dijo él al tiempo que le daba la muleta.

¡Jesús qué ojos más increíbles tenía! eran como el verde azulado del Caribe en un día soleado, rematados por unas pestañas que… 

«Contrólate, hombre. Es suficientemente mayor como para ser tu abuela», pensó.

Como si fuera una señal, ella cojeó ligeramente al encaminarse de nuevo hacia las lavadoras, y él pensó en la artritis. Una pierna rota no era suficiente excusa para no ayudarla. Cogió la otra muleta y se apoyó en ella para incorporarse.

Joanna escondió la cara entre las máquinas al ver que él se acercaba.

«Que no se acerque demasiado», pensó ella. El maquillaje improvisado estaba bien para miradas rápidas, pero no de cerca.

Quizás si levanto un poco la lavadora pueda usted cogerlas —dijo él mientras se inclinaba sobre la máquina.

Al fin, se oyó el tintineo de las llaves.

¡Lo hemos conseguido! —exclamó Joanna mientras arrastraba las llaves con la muleta—. Me ha salvado la vida. 

Ella se levantó y se dirigió a la puerta. Notó una extraña mirada en sus ojos. Sin duda se estaba moviendo demasiado deprisa.

«Tienes ochenta años, así que ve despacio».

Nuestro encuentro ha sido providencial, hijo —dijo ella, haciendo uso de sus dotes interpretativas—. Si no llega a ser por usted, habría tenido que enfrentarme con la ira de Stanley. 

Ha sido un placer —dijo él, levantando un sombrero imaginario.

Joanna hizo amago de encaminarse a la puerta, pero él la sujetó por la mano.

¿Puedo preguntarle algo personal?

Joanna asintió con la cabeza.

¿Practica usted yoga?

¿Qué? —dijo ella, mirándolo con incredulidad.

Nunca había visto a un mujer tan ágil a su… —dijo él, ruborizándose. 

¿A mi avanzada edad? —prosiguió ella riendo.

Estaba tratando de encontrar una expresión mejor.

Sea directo, hijo mío. Diga lo que hay en su mente. Una de las ventajas de la edad es el privilegio de decir lo que uno piensa.

¿Puedo hacer uso yo también de ese privilegio, señora…? 

Hayes —dijo ella recordando el nombre de su abuela—. Kathryn Hayes, y sí, puede decir lo que piensa, joven. 

Señora Hayes —dijo él con su maravilloso semblante—, tiene usted un cuerpo impresionante.

La situación se estaba haciendo insostenible.

Y usted, querido amigo, es un mentiroso encantador.

Si comercializamos su secreto, podríamos hacer una fortuna.

No hay secreto —dijo Joanna ya en la puerta—. Fumo, bebo, y voy con hombres de mi edad un par de veces por semana.

Esa había sido la receta personal de su abuela para la longevidad.

Él se rió abiertamente.

Creo que podría llevar ese régimen.

¿Le gustan los caballeros de edad? —preguntó ella, arqueando una ceja.

Siento defraudarla —dijo pestañeando—, pero pertenezco a una raza en extinción.

Ella lo miró de arriba abajo, algo que nunca habría hecho la Joanna Stratton verdadera.

Un americano valiente y con sangre en las venas.

Es usted una mujer inteligente, Kathryn Hayes. Me gusta.

Anciana no quiere decir torpe —dijo ella airosamente—. Recuérdelo.

 

Con eso Kathryn Hayes desapareció por el pasillo antes de que Ryder tuviera tiempo de encajar la indirecta. Durante unos segundos él se quedó allí, sobre las muletas, tratando de adivinar lo que había pasado realmente.

Ella era la mujer más fascinante, ingeniosa y encantadora que había conocido en varios meses. ¡Qué demonios, en años! Esos cinco minutos en la lavandería lo habían llenado de energía, y había deseado que ella hubiera permanecido un poco más en su compañía. 

Ryder no podía recordar cuándo había sido la última vez que una mujer lo había cautivado totalmente. Tal vez Ingrid, en Suecia, durante unas vacaciones el año anterior. ¿Pamela en Londres, con esa elegancia que lo había fascinado? De lo único que estaba seguro era que ninguna había sido como aquella mujer.

Necesitas un buen descanso —dijo él en voz alta mientras se sentaba de nuevo a vigilar la lavadora—, un buen descanso.

 

Tres horas más tarde, Rosie Callahan le servía un Campari con soda a Joanna y se sentaba con ella.

Te has pasado todo el rato mirándome, Joanna. ¿Es que tengo monos en la cara?

Lo siento, Rosie —dijo Joanna poniendo el vaso sobre la mesa—. Estoy pensando en aceptar un trabajo y… 

Joanna cortó en ese punto. ¿Cómo podía explicar a una ex actriz de ochenta años que le estaba estudiando el rostro para perfeccionar el arte del envejecimiento artificial? 

Te estás ruborizando —dijo Rosie con mirada centelleante.

Hace calor aquí. Ese maldito radiador es un infierno.

Rosie se acercó y comprobó el termostato.

Está a diecinueve grados, y tú eres muy mala embustera.

¿Es que no se te escapa nada, Rosie? —preguntó Joanna mientras se acomodaba en el sofá—. Estoy decidida a aceptar el trabajo.

Creía que ya no hacías máscaras —dijo Rosie al tiempo que tomaba un trago de Campari.

Eso pensaba yo, pero Benny Ryan me ha hecho una oferta que no puedo rechazar.

¿Mucho dinero?

Un gran reto —dijo, sintiéndose repentinamente un poco cobarde. 

¿Es un secreto de estado?

Ni mucho menos. Se trata de un anuncio para un banco. La cámara seguirá a un hombre que está a la cola.

No parece muy interesante, Joanna.

Sí que lo es. Tengo que avejentar al protagonista cincuenta años en intervalos de diez.

Y por eso me has estado mirando toda la noche.

Sí, soy culpable. Siento haberte hecho sentir incómoda.

¡No hija! Mira todo lo que quieras, esta cara tiene ochenta años de vida.

Joanna se levantó del sofá y se sentó de nuevo en el suelo junto a Rosie, acercando la lámpara para ver mejor.

Existía una belleza en las caras curtidas por el tiempo como la que Rosie poseía. Las líneas que rodeaban los ojos castaños de Rosie, sus profundas patas de gallo, los pliegues de los párpados, todo formaba parte de una historia viva.

¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó Rosie—. No creo que Revlon tenga nada en su muestrario para ayudarte.

¿Recuerdas aquel maquillaje especial que hice hace unos años para una película de ciencia-ficción? 

¿Aquella en la que Cynthia tenía un pequeño papel?

Usamos una fórmula especial de látex para crear las cabezas de los marcianos. Creo que esa misma fórmula puede ayudarme a crear, sobre una persona de treinta años, las fases de envejecimiento.

Puede que no sea tan fácil como piensas —dijo Rosie—. Todavía me sorprende ver a una anciana cuando me miro al espejo. Los cambios son tan sutiles de un año para otro que no se pueden apreciar fácilmente.

Joanna pensó en Holland y en su madre, Cynthia, dos mujeres cuyas vidas dependían de cada nueva cana o pata de gallo.

Algunas mujeres pueden verlo incluso cuando no ocurre —dijo Joanna secamente.

Envejecer no es el problema de Cynthia —dijo Rosie.

Ella y la madre de Cynthia habían sido amigas desde pequeñas.

Es la vanidad —añadió Rosie—. Cynthia pasa más tiempo delante del espejo que cualquier otra mujer. Lo ha hecho desde que era pequeña.

Joanna lo sabía muy bien. Había crecido hipnotizada por la belleza de su madre, mirando hora tras hora cómo Cynthia hacía cuanto podía por mejorar lo perfecto.

Mientras otras niñas jugaban con lápices de colores, Joanna tenía una paleta con sombra de ojos y barras de labios para experimentar con el color.

Joanna y Rosie charlaron un rato más sobre Cynthia e hicieron especulaciones sobre cuánto duraría su romance con Stavros.

¿Y qué tal tu vida social? —dijo Rosie, rellenando los vasos—. Me parece que estás pasando muchas noches en casa sola.

Estoy disfrutando de mi tiempo sabático, Rosie. Pensé que lo sabías.

Un período sabático para el trabajo, no para el amor. Deberías pasar tus noches cenando y bailando por ahí, no malgastándolas con una vieja actriz.

Creo que cenar y bailar están muy lejos del verdadero amor. Francamente, prefiero pasar el rato contigo.

Haces mal, Joanna —dijo Rosie—. Yo te habría mandado a paseo, si Bert estuviera en la ciudad.

¡Rosie! —dijo Joanna con la voz llena de sorpresa—. ¿Y qué pasa con la solidaridad entre mujeres, el feminismo y todo eso?

¡Ay, los jóvenes! ¿No te ha dicho nadie que no te puedes acostar con la retórica, Joanna?

La idea de Rosie metiéndose en la cama con Bert Higgins hizo que Joanna sonriera. 

Te he sorprendido ¿no?

Un poco —admitió Joanna—, a pesar de que, conociendo tu pasado, no debería haberlo hecho.

Pues no te he contado ni la mitad.

¿Crees que soy suficientemente mayor para oírlo?

Probablemente no. Sin embargo, si Ryder hubiera venido esta noche, os habría entretenido a los dos con las historias más suaves.

¿Ryder?

¡Oh! ¿No te lo había dicho? —prosiguió Rosie con un desdén estudiado—. Había invitado a otra persona a cenar.

Joanna se enderezó en el asiento.

¿Un hombre?

Muy guapo, por cierto.

¿Qué piensa Bert de la competencia?

Bert no tiene rival. Invité a Ryder por ti.

Y ¿dónde conociste a ese Ryder? Rosie solía conocer a la gente más extraña en los lugares más peculiares.

En el ascensor. Hace un mes, más o menos, cuando desaparecieron mis botas.

Cynthia le había comentado a Joanna algo acerca de esas misteriosas desapariciones que habían perseguido a Rosie durante los últimos meses. Algún cheque de la Seguridad Social, algo de comida y una serie de objetos desaparecidos de su apartamento. Rosie acabó denunciando el pillaje. Todo el mundo, incluida Joanna, pensaron que Rosie empezaba a mostrar signos de senilidad. 

Joanna señaló las cortinas.

Ryder me ayudó a colgarlas y entablamos amistad rápidamente.

¿Es el jefe de mantenimiento del Carillon? 

¡No, por Dios! Ha comprado el apartamento de Jensen, el once E, el que tiene un balcón y los espejos de Art-Decó. Creo que le costó una fortuna. 

No era ninguna sorpresa. Cuando el Carillon pasó de ser un edificio de apartamentos de alquiler a una cooperativa, los precios subieron astronómicamente. 

¿Sabía él que le preparabas una encerrona?

Puede que sea vieja, pero no tonta. Hacer de celestina es un arte muy delicado.

Rosie solía ser tan fina como un camionero cuando se trataba de asuntos del corazón. Probablemente le había prometido una mezcla entre Raquel Welch, Linda Evans y la Princesa Diana, y él, abrumado, se había quedado en su apartamento.

¿Y cómo se gana la vida ese hombre?

No tengo ni idea. Creo que pasa mucho tiempo en casa.

Rosie le comentó a Joanna que cada mañana llegaba una limusina de la que bajaba un tipo con aspecto de banquero inglés a visitar al nuevo residente. 

Quizás sea su doctor —dijo Joanna, acabándose su bebida—. A lo mejor tiene un problema de corazón.

Oh, no. Ryder está muy sano, si no fuera por una pierna rota y… 

¿Una pierna qué?

Una pierna rota —contestó Rosie, extrañada.

Joanna se echó a reír. 

¿Con unos dibujos muy elaborados en la escayola?

¿Lo conoces?

Sí, Rosie.

¿Y qué pasó entre vosotros?

Joanna pensó en su interludio con él en la lavandería y el brillo de sus ojos cuando la vio por primera vez. Había sentido su corazón palpitar, pero dudaba de que el de Ryder hubiera hecho lo mismo.

No pasó nada —contestó Joanna.

¡No lo comprendo! —dijo Rosie, agitando la cabeza—. Estaba convencida de que vosotros os gustaríais a la primera.

No creo que yo sea su tipo —dijo Joanna, intentando controlar su risa.

¡Que no eres su tipo! —dijo Rosie irritada—. ¡Pero si eres preciosa, inteligente y…! 

Lo siento, Rosie, pero creo que al señor O'Neal le gustan más jóvenes.

Rosie estaba todavía despotricando acerca de los hombres y su vida sexual cuando Joanna le dio las buenas noches. Ya le explicaría al día siguiente lo del maquillaje, pero por esa noche, la dejaría rabiando. A lo mejor, Rosie tendría más cuidado con las citas a ciegas la próxima vez.

Quizás Joanna no tuviera que decir no la próxima vez.