Capítulo Once

«Dios mío», pensó Joanna mientras la bilis le subía por la garganta. «Va a violarme». Cientos de horas de práctica de deportes de defensa personal para mujeres se esfumaron mientras su mente se llenaba de miedo.

Pero no era la violación lo que él tenía en su cabeza. Con el primer puñetazo, Joanna se dio cuenta, incluso a través de su terror, de que algo totalmente diferente estaba ocurriendo.

¿Te vas a pasar todo el día allí? —preguntó una voz desde la entrada del callejón.

Dame un minuto más —dijo el otro al tiempo que le propinaba un puñetazo a Joanna en el estómago.

Ella cerró los ojos y dejó caer la cabeza en su brazo, rondando la inconsciencia. Sintió un halo de dolor en sus párpados mientras intentaba encontrar el llavero que tenía en el bolsillo de su abrigo.

¡Me voy de aquí Jimmy! —gritó el que vigilaba—. Un taxi está parando enfrente del edificio.

Joanna pudo oír el eco de las pisadas que se alejaban.

Entonces, olvídate del dinero —dijo Jimmy, distraída su atención momentáneamente—. ¡Estúpido hijo de perra! ¡Me lo quedaré yo todo!

Aquél era el momento que ella estaba esperando.

La cabeza de Jimmy estaba ligeramente alejada de la suya. Joanna agarró fuertemente el llavero y lo lanzó violentamente hacia la cara de Jimmy. 

Él gritó de dolor, pero, para horror de Joanna, no la soltó. 

¡Pagarás por esto! —dijo él mientras la abofeteaba en la cara—. ¡Pagarás por lo que has hecho!

La ira reemplazó el miedo y, de repente, todas aquellas horas de práctica de defensa personal volvieron a ella al tiempo que llevaba su puño al punto vulnerable entre sus piernas. El se dobló instantáneamente. Estaba a punto de darle un golpe en el puente de la nariz cuando él la lanzó de nuevo sobre el sucio suelo una vez más.

Ahora sí que me voy a divertir —dijo él, sacando una navaja de su bolsillo—. Ahora me voy a divertir de veras. 

Miedo y odio explotaron dentro de Joanna y comenzó a gritar pidiendo ayuda.

Jimmy atacó con su navaja, pero Joanna lo bloqueó con su mano. La punzada del metal contra la cara dolía menos que la certeza de que iba a morir.

 

A Ryder le dolía muchísimo la pierna, y no eran imaginaciones suyas.

No sólo se había arrastrado por una jungla caribeña, sino que se había paseado por la jungla urbana durante dos horas sin encontrar rastro de Joanna ni de su abuela. Finalmente, después de tomarse una pizza en Niño, se resignó y tomó un taxi de vuelta al Carillon. 

Acababa de pagar al taxista cuando un tipo pelirrojo, que le resultaba familiar, pasó corriendo por su lado, y casi lo tiró al suelo.

¡Eh! ¡Mira por dónde vas! —gritó Ryder, arrastrando la pierna.

«Maldita ciudad», pensó mientras se dirigía al Carillon. El tipo no había tenido la decencia de pararse para ver si le había pasado algo a Ryder. 

Ryder se paró. El sonido estridente del pito de un autobús se mezclaba con otros sonidos. Sin embargo, debajo de aquella mezcla de sonidos se podía escuchar otro claramente. Ryder anduvo de nuevo hacia el centro de la acera y se paró a escuchar. Ahí estaba de nuevo. Un grito, y parecía venir del callejón entre el Carillon y el Dorchester. 

Ryder se olvidó de su pierna; olvidó su fatiga. Se olvidó de todo cuando vio el resplandor del cuchillo y la cara de terror de Kathryn Hayes.

Él hizo lo que nunca había hecho durante quince años con PAX: sacó su pistola.

 

Joanna no sabía lo que la aterrorizaba más: la visión de la navaja brillando junto a su garganta o Ryder O'Neal con esa mirada de acero y con una pistola en su mano. Sin embargo, no importaba: lo que de veras importaba era salir con vida de aquel callejón.

¡He dicho que tire el cuchillo! —gritó Ryder.

Jimmy vaciló. Ryder le apuntó con la pistola. Joanna rezó porque Ryder tuviese buena puntería, porque a ella sólo la separaban unos centímetros de su asaltante.

¡Tira la navaja, idiota! —le dijo ella a Jimmy—. Te matará. 

¿Lo conoces? —preguntó Jimmy.

Es un asesino —dijo ella—. Está en libertad provisional.

¡Mierda! Esto no estaba en el plan.

Contaré hasta diez —dijo Ryder con una voz tan amenazadora que hasta Joanna se asustó—, y entonces te usaré como práctica de tiro. Uno, dos, tres… 

¡Tírala, utiliza la cabeza y tírala!

¡No sé…! —dijo Jimmy empezando a temblar. 

—…cuatro, cinco… 

El dinero de Stanley no tiene valor, si te matan —continuó Joanna, tratando de separarse de su asaltante.

—…seis, siete… 

«Va a apretar el gatillo», pensó Joanna. Tres segundos más y ella sería el testigo de un asesinato.

—…ocho, nueve… 

La navaja golpeó el cemento. Jimmy se levantó con las manos en alto y empezó a correr hacia la salida. Joanna trató de detenerlo, pero se quedó con un trozo de su cazadora raída.

Ryder había ganado, pero su pierna mala le impidió ir tras Jimmy. Éste ya había desaparecido cuando Ryder empezó a caminar hacia Joanna. La ayudó a levantarse del suelo. 

¿Estás bien?

Lo estaré cuando guardes eso —dijo Joanna, mirando la pistola.

Ryder puso la pistola en su funda debajo de su chaqueta.

Esto es efectivo ¿no?

Mucho —dijo Joanna, temblando—. Menos mal que apareciste en el momento preciso; un minuto más y… 

Ahora se daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte, y eso le produjo náuseas.

Vamos, Kathryn —dijo Ryder, poniendo el brazo alrededor de Joanna—. Vámonos a casa. 

Él le hablaba con verdadero afecto. 

Había arriesgado su vida por ella.

Él era tan maravilloso como Joanna había imaginado. Mientras el ascensor subía hacia el noveno piso, lo veía tan fuerte, tan guapo, tan valiente… 

Pero lo de la pistola no le cuadraba. La noche anterior, Joanna se había permitido fantasear con un hombre llamado O'Neal, soñando cosas que había enterrado hacía años.

Hoy, ese mismo hombre sacaba una pistola y era obvio que sabía cómo usarla. Una hola de miedo, más intensa que la que había sentido en el callejón, se apoderó de ella. ¿En qué lío se había metido?

Por lo visto ella no era la única profesional de los disfraces.

Joanna no había preguntado nada todavía, pero Ryder sabía que era una cuestión de tiempo. En cualquier momento, Kathryn Hayes le preguntaría qué estaba haciendo con una pistola, y sólo Dios sabía lo que iba contestarle.

PAX y su identidad eran las últimas cosas que se le habían venido a la cabeza cuando estaba en el callejón. En esos momentos, sólo podía pensar en salvar la vida de Kathryn incluso si eso significaba matar a su asaltante.

En momentos de apuros, él podía ser tan violento como el que más. Para un hombre que había pasado su vida adulta tratando de combatir la violencia, aquel era un pensamiento muy paradójico. 

Más increíble aún era pensar lo cerca que había estado de desenmascarar su verdadera identidad.

Durante las últimas semanas, Ryder había bajado la guardia, permitiéndose el lujo de la normalidad, saboreando el placer de la vida sin tener que mirar detrás de sí a cada momento.

Entonces, Ryder pudo ver un mechón de pelo negro que asomaba por la nuca de Kathryn y supo que Alistair tenía razón.

La vida real era el juego más peligroso.

 

Joanna aguardaba en el pasillo poco iluminado hasta que Ryder cerró la puerta del apartamento de su madre con ellos dos seguros en su interior.

Deberíamos llamar a Rosie —dijo Joanna—. Si ella está en peligro, tiene que saberlo.

Lo haremos —dijo Ryder, poniendo las llaves sobre la mesa—, pero primero tenemos que ocuparnos de esa mano.

¿Qué? —dijo ella.

Tu mano —dijo él levantándola—. No es serio, pero tenemos que limpiarla y vendarla. 

De repente, ella sintió el dolor en la base del pulgar, y recordó el corte de la navaja.

¡Dios mío! —dijo ella, suspirando—. No me acordaba de esto.

Adrenalina —continuó él mientras la acompañaba al cuarto de baño—. Puede hacer cosas increíbles.

Evidentemente —dijo ella mientras se sentaba y buscaba vendas en el armarito bien provisto de Cynthia—. Por un momento, me pareció que podía con el asaltante. 

Y casi lo haces, Kathryn. Ese hombre va a tener un ojo morado por mucho tiempo. 

Bien —dijo ella, sonriendo a Ryder—. Mejor que me haya pasado a mí y no a Rosie. Por lo menos, yo tengo la juventud de mi parte.

No parece que sea mucho una ventaja de tres años —dijo él, limpiándole la herida.

Bueno —prosiguió ella mientras pensaba que aquel no era el mejor momento para una confesión—; es que Rosie miente acerca de su edad.

Ya.

Ryder estudió la mano de Kathryn, comprobando que no tenía ningún hueso roto. El contacto físico con Ryder hizo que Joanna se estremeciera. 

¿Te duele?

Un poco.

El dolor, sin embargo, no tenía nada que ver con la herida de la navaja.

Ryder puso su dedo entre el espacio del pulgar y el índice de Joanna, y ella tragó saliva ante el obvio simbolismo del gesto.

La mano es una de las zonas erógenas del cuerpo —dijo él con una voz llena de sensualidad—. Miles de terminaciones nerviosas esperando el estímulo correcto.

Con su dedo corazón, Ryder acarició la palma de la mano de Joanna, y ella se sintió repentinamente preparada para ofrecerse a él.

Ryder —dijo ella débilmente—. La mercromina.

Ryder acercó la mano de Joanna al lavabo y le puso la mercromina.

Déjame ver la otra mano —dijo él.

No tengo ninguna herida en la otra mano —contestó ella sin moverse.

Venga —prosiguió él—. Tampoco te habías dado cuenta de la herida en ésta. Tienes unas manos maravillosas, Kathryn.

Gracias.

Ryder puso su palma de la mano sobre la de Joanna y ésta pudo sentir el fuego de la pasión en su piel. Entonces, él pasó su pulgar sobre la base carnosa del pulgar de Joanna, quien empezó a respirar más apresuradamente. Era el movimiento de un hombre que sabía cómo complacer a una mujer; un movimiento que en el tiempo preciso y en el lugar idóneo podría llevarla a la locura.

¿Sabes lo que es esto? —preguntó él.

¿Mi pulgar? —inquirió ella.

No, el Monte de Venus. Cuanto más carnoso, más alto el grado de sensualidad.

«¡Oh, dios mío!» pensó ella. Era la única posibilidad que Holland y ella no habían considerado. Ryder O'Neal estaba loco. Sin embargo, el cuerpo de Joanna no se apercibía de ello, tan sólo ardía por él.

Eres una mujer muy sensual, Kathryn.

Ella trató de liberar su mano, pero él la sujetó fuertemente.

Ryder, sinceramente, no creo que debas hacer eso.

Ryder llevó la mano de Joanna a la altura de sus labios.

La edad no importa cuando dos personas se atraen —dijo él.

La lengua de Ryder aleteó cuidadosamente por la sensitiva carne de la palma de la mano de Joanna. 

Y nosotros nos atraemos, ¿no, Kathryn?

Sí; quiero decir, no. ¡Oh, Dios mío! No sé lo que quiero decir.

A pesar de que el cerebro de Joanna se estaba ablandando como un dulce de algodón, esta vez tuvo éxito en recobrar la posesión de su mano.

Ryder —dijo ella poniendo ambas manos sobre su falda—. Las cosas no son siempre lo que parecen.

Al infierno con lo que les parezca a los demás —dijo él—. Podremos enfrentarnos a las habladurías.

«Holland nunca lo creerá», pensó Joanna. La pasada noche, Ryder se había contentado con fantasear al mirar el camisón transparente de Joanna, pero hoy, con la peluca gris puesta, había logrado que quisiera seducirla.

Ryder la atrajo hacia sus brazos.

Ryder —dijo ella mientras sus bocas se acercaban—. No soy lo que piensas; yo… 

Cállate.

Ningún menú de cinco platos, ningún champán fino podía saber tan maravillosamente como los labios de Ryder sobre su boca. A Joanna no le importaba que Ryder pensase que era una abuelita mientras aquel éxtasis no acabase nunca. Las manos de Ryder se insinuaron por la espalda arriba, acariciando sus hombros y su garganta hasta hundirse finalmente en sus cabellos. 

Pero ¡sus cabellos no eran más que una peluca!

Ella esperaba que Ryder lanzase un grito de sorpresa, o que saliese corriendo del apartamento, incluso que se desmayase.

Pero él no hizo nada de aquello. En su lugar, volvió la cabeza de Joanna hasta que sus ojos se encontraron y, con una voz de acero que ella no hubiese podido reconocer, le dijo: 

Te doy diez segundos para que me des una explicación, Joanna Stratton, y más vale que sea una buena.

Una vez más, él desenfundó su pistola, pero aquella vez le apuntaba justo al corazón.

Joanna se desmayó a los pies de Ryder.