Capítulo Doce

Maldito Alistair Chambers, sus sospechas y su cerebro lavado por PAX.

Cuando él sacó la pistola y vio, horrorizado, cómo Joanna caía al suelo, supo al instante que estaba totalmente equivocado.

Joanna Stratton no era una espía ni nada por el estilo. Ella no estaba involucrada en nada; no ocultaba nada que pudiese poner en peligro a Ryder o a la organización. Era una profesional del maquillaje, exactamente como ella había dicho, que se había enredado en un juego divertido.

Ryder dejó la pistola en el suelo fuera del cuarto de baño y se inclinó sobre Joanna. Con los ojos cerrados, parecía más vulnerable; su fuerte naturaleza parecía haberse amenazado. Incluso con el disfraz de Kathryn Hayes se podía adivinar la belleza de sus rasgos y Ryder supo que ella sería tan bella como lo era ahora cuando cumpliera los setenta y siete años.

Su jersey era ancho y tenía un escote en forma de «uve» por la espalda. Se encontraba totalmente a su merced y Ryder se sintió sobrecogido por un inmenso sentimiento de ternura. No estaba acostumbrado a sentirse protector con mujeres de su edad.

Pensó en Valerie y tragó saliva.

Sus sentimientos por Joanna Stratton eran territorio inexplorado, tierra extraña que él se había negado a recorrer en otro tiempo.

Ryder mojó una toalla con agua fría y la puso sobre la ceja de Joanna. Ella murmuró muy suavemente algo y el corazón de Ryder dio un vuelco con la más extraña combinación de dulzura y deseo que jamás había experimentado.

Era suficiente para hacerle olvidar que, cuando Joanna se recuperase, él tenía que tener una buena razón para explicar por qué la había apuntado con una pistola.

 

Una voz masculina.

Parecía venir hasta ella desde una distancia enorme. Pasó un rato largo hasta que comenzó a comprender el significado de los sonidos. Se sentía como suspendida en otro planeta.

Entonces recordó. Ryder O'Neal. Su amenaza. La pistola. Pudiera ser que… «¡Oh, cielo santo! ¡Me ha disparado!» 

Luchó por sentarse pero un vahído se lo impidió. Probablemente fuese a causa de la pérdida de sangre.

Abrió los ojos. Ryder estaba agachado junto a ella con la cara desencajada.

Así está mejor —dijo él—. Parece que le has encontrado la gracia al asunto ¿sabes?

Si tu idea de algo divertido es disparar a las mujeres, prefiero no verte cuando te enfades. ¿Cómo está la herida?

Joanna se las arregló para sentarse, pero un dolor interno en el brazo derecho la hizo quejarse.

Vivirás.

Estaba demasiado enfadada como para sentir miedo de él.

Lo menos que podrías hacer es llamar a un taxi para que me lleve a urgencias.

¿Para qué?

Para que me curen la herida de bala.

¿Te ha disparado ese bestia? —preguntó Ryder.

No —dijo Joanna—. Tú has disparado.

No es cierto.

Alguien me ha disparado y, siendo tú el único presente que tiene un arma… 

Yo no podría haberte disparado —dijo él—. La pistola ni siquiera está cargada.

No te creo.

Él recogió la pistola del suelo y la abrió.

¿Ves? Nada. Vacía. Completamente inofensiva.

Entonces ¿por qué me duele el brazo como si me lo hubiesen aplastado?

Hay una explicación lógica para eso —continuó él—. Te golpeaste con el borde del lavabo cuando te desmayaste.

Yo simplemente me mareé.

¿Que te mareaste? —dijo Ryder riendo—. Te desmayaste, Joanna.

No me lo creo.

Lo creas o no, eso es lo que ha pasado —dijo Ryder, mirándola intensamente—. ¿No estarás embarazada? 

Cuidado con esa lengua, Ryder.

Sería más divertido si… 

No acabes la frase si sabes lo que te conviene, Ryder. Al menos podrías ayudarme a levantarme del suelo.

Tienes razón —dijo él—. Es lo menos que puedo hacer.

Antes de que ella pudiera reaccionar, Ryder la tomó en sus brazos y se dirigía al dormitorio.

¡Oh, no! Al dormitorio no. Estaré bien en el salón.

Te has desmayado. Estarás mejor en la cama.

No me he desmayado y el sofá me vendrá de maravilla, gracias.

Me encanta cuanto te comportas como una vieja gruñona. Te pega con el disfraz.

Llévame al cuarto de baño —dijo ella, señalando el camino.

El la llevó de nuevo al baño y se sentó en el borde de la bañera mientras ella se quitaba la máscara y se lavaba la cara con abundante agua y jabón.

Mi yo real —dijo ella mientras se secaba la cara.

Me gusta tu yo real —dijo él levantándose—. Me gusta todo lo referente a ti, Joanna Stratton.

Ryder se acercó y recorrió con un dedo la mejilla izquierda de Joanna.

Tienes la mejilla amoratada —dijo él, enfadado—. ¿Te pegó ese energúmeno?

Me temo que sí —contestó ella secamente—. Me había olvidado con todo este lío.

Deberías ponerte hielo.

No —dijo ella, negando con la cabeza—. El hielo rompe los capilares.

También los rompe un puñetazo.

Estoy bien —insistió ella, dándose cuenta de cómo reaccionaba su cuerpo ante la cercanía de Ryder.

El salto del miedo a la chanza para terminar finalmente en deseo, le hacía difícil pensar a Joanna.

Todo lo que necesito es un poco de coñac —dijo Joanna al tiempo que levantaba el brazo para apagar la luz y lanzaba un gritito—. ¡Maldita sea! ¿Estás seguro de que no me has disparado? Me siento como si me hubieran utilizado para prácticas de tiro.

Déjame ver.

Ryder la acercó de nuevo al lavabo y deslizó su jersey por el hombro, dejando al descubierto su garganta y parte de sus pechos.

Joanna miró al espejo, donde pudo ver su reflejo y el de un hombre cuyo poder dominaba fácilmente a los de su alrededor. Él no necesitaba una pistola para parecer peligroso; sólo tenía que mirar a Joanna de la misma manera en que lo estaba haciendo ahora para que ella comprendiera que no tenía ninguna posibilidad de escape.

A Joanna no le importaba quién era él, qué hacía o qué estaría haciendo dentro de un año. La promesa que había existido entre los dos desde el primer momento en que se conocieron estaba a punto de hacerse realidad. Lo único que a ella le importaba ahora era saber cómo se sentiría pasando la noche en los brazos de Ryder.

 

Un hombro.

En el léxico de las zonas erógenas los hombros no tenían mucha puntuación, pero cuando se trataba del hombro de Joanna Stratton, la historia era diferente.

La visión de Joanna con su ancho jersey y mostrando un hombro era la más erótica que Ryder había visto jamás. Su sedoso pelo negro contrastaba con la palidez de su piel.

Bien —dijo ella—. ¿Tengo el hombro herido?

Mientras Ryder bajaba un poco más el jersey de Joanna, trató de tomar control sobre sus fantasías. La curva sutil de sus caderas prometía un placer desconocido.

Por lo que veo, no.

¿No hay herida de bala? —preguntó ella.

La voz de Joanna era suave; su piel estaba caliente y Ryder podía oler deseo en el ambiente.

Ninguna herida de bala —contestó él con creciente ansiedad.

Él quiso rodearla con sus brazos, perderse y ser encontrado.

No había fuerza sobre la tierra que pudiese parar lo que había comenzado en el primer momento en que él la miró.

 

La tensión en el cuarto de baño era casi insoportable y Joanna sabía que tenía que hacer algo para romper aquella situación. Si ella permanecía un momento más allí, se entregaría a él sin reservas. Era una idea absurda que estaba a punto de hacerse realidad.

Bien —dijo ella, intentando poner fin a la situación—. Tomemos un poco de coñac.

Ryder no dijo nada. Joanna podía sentir todavía el calor de su mirada.

Ella intentó poner en su sitio la hombrera del jersey, pero el tacto de la mano de Ryder sobre su piel desnuda se lo impidió.

¿Ryder?

Él, suavemente, deslizó la otra hombrera del jersey hasta que el pecho de Joanna quedó al descubierto.

Una urgente pasión crecía dentro del cuerpo de Joanna creando fuego en el interior de su abdomen. Ryder rodeó los senos de Joanna con sus manos haciendo que ella temblara y se recostara sobre él para no perder el equilibrio.

Vio cómo él le besaba el hombro dolorido. Los ojos de Ryder, brillantes por el deseo, seguían fijos en los de Joanna.

Las manos de Ryder se le antojaban oscuras y grandes mientras recorrían su estómago y se dirigían de nuevo hacia sus senos. Había algo salvaje en su deseo, una fiereza que ella había podido notar la noche anterior, pero de la que se había escapado.

Aquella vez no había salida.

Aquella vez no quería escapar.

La mujer del espejo era una extraña. Su rostro estaba encendido; sus ojos brillaban con excitación. Era la cara de una mujer preparada para recibir a su amante.

Cerró los ojos, saboreando el deseo salvaje que crecía dentro de su cuerpo.

Mira, Joanna —dijo él mordisqueando el lóbulo de su oreja—. Mira cómo tu cuerpo me responde.

Ryder levantó las manos de Joanna con sus manos.

Todas las reglas, las trabas y las inhibiciones desaparecieron.

Joanna puso sus manos sobre las de Ryder y juntos acariciaron los pezones de ella.

«No digas nada», pensó ella. «No analices, no te preocupes, no pidas permiso».

No quería pensar. No quería tomar decisiones. No quería preocuparse por el mañana… 

Lo que estaba ocurriendo era primario, el más antiguo de los juegos sensuales. Y por primera vez en su vida ella quería experimentar lo que era librarse de la cautela y jugar con fuego.

Ni siquiera le importaba quemarse.

 

Ryder nunca había experimentado nada parecido y ahora se preguntaba cómo podría vivir sin volver a sentirlo.

En el momento en que Joanna y él se despojaron de sus ropas, Ryder descubrió que el sexo por el sexo era muy pobre comparado con lo que estaba ocurriendo entre ellos dos.

No podía controlar la poderosa respuesta de su cuerpo a la cercanía de Joanna, pero tampoco lo quería. Sin embargo, por primera vez en su vida, se sentía inseguro con una mujer, retraído, como si tuviese quince años y empezase a explorar los misterios del sexo.

Ella seguía el rastro del vello del pecho de Ryder con su lengua. El cuerpo de Ryder ardía de deseo por ella. Muy suavemente, Ryder tomó la mano de Joanna y la acercó a su erección. 

Los ojos de Joanna se ensancharon y sonrió sin decir nada. Sus dedos lo envolvían y con sus vaivenes lentos pero seguros, Ryder tuvo que esforzarse por no llegar al clímax. Las manos de Ryder se deslizaron por el abdomen de Joanna, se enredaron en el triángulo de sedoso pelo negro y continuaron su camino descendiente hasta llegar al punto caliente, húmedo y secreto entre sus muslos. 

Ella exhaló un largo y voluptuoso suspiro que Ryder sintió en todo su cuerpo. De repente, su propio deseo se vio reemplazado por una necesidad urgente de satisfacción, de placer, de adoración. 

Ryder se arrodilló delante de ella. Su olor de mujer, de calor, sexo y vida le llenó el cerebro. Agarrando las caderas de Joanna con sus manos, Ryder le mostró todo lo que no podía expresar con palabras.

 

Parar.

Él tenía que parar. Otro minuto, otro instante de aquella gloriosa locura y ella se desharía en miles de pedacitos.

Ciertamente nadie podía alcanzar el cielo y vivir para contarlo.

Cuando se arrodilló delante de ella y presionó su boca contra su sexo, una violenta sacudida de deseo desatado recorrió el cuerpo de Joanna y la hizo gritar. Ryder no paró, no miró hacia arriba, pero ella podía sentir su dulce risa contra su piel y el placer que él le proporcionaba se multiplicó.

Finalmente fue ella la que no pudo aguantar más y también se arrodilló ante él y le dijo lo que quería.

Nada en la vida de Joanna la había preparado para aquello. Ningún amante, ninguna fantasía, ningún sueño se había acercado a lo que ahora estaba pasando allí mismo, sobre el brillante parqué del apartamento de su madre. Ni siquiera en los brazos de su marido, Eddie, a quien ella amó con la intensidad de la juventud y la inocencia, había sentido aquella urgencia por abandonarse al placer.

Cuando Eddie la traicionó, Joanna decidió planear cualquier romance con la lógica frialdad con la que un guerrero planeaba la estrategia de la batalla.

La lógica, sin embargo, no servía de nada ante Ryder O'Neal.

Él era todo lo que ella no quería ni necesitaba: frío y peligroso, y sin embargo, capaz de una ternura que hacía que mujeres fuertes como Joanna tirasen la cautela por la borda y se dejaran llevar, a sabiendas, por los vientos del destino.

Pero nada duraba eternamente… 

Lo sabía demasiado bien.

Pronto, su año sabático acabaría y tendría que continuar su carrera en otra ciudad, y él encontraría otro amor. Sabía que sus sueños respecto a una vida diferente eran tan frágiles como el cristal.

Todo lo que tenía era esa pasajera estancia en el paraíso y, por una vez en la vida, se conformó con ese momento.