Capítulo Dieciocho

Ryder se sirvió dos dedos de whisky y se quedó mirando el Central Park desde la ventana. El crepúsculo teñía las copas de los árboles de color azul, suavizando la realidad de la gran ciudad. Ryder permaneció allí hasta que oscureció.

Al cabo de un rato, tenía que recoger a Joanna para ir a cenar con Alistair y Holland. Les había parecido una buena idea ir los cuatro a tomar una copa y a bailar en una discoteca de moda. 

Ahora, sin embargo, la idea le repugnaba.

Lo único que le apetecía en esos momentos era rellenar su vaso de alcohol hasta emborracharse.

Desafortunadamente, por más que lo intentase, no podía seguir eludiendo al problema básico que había estado esquivando durante días; no arreglaría nada permaneciendo en Nueva York. 

Nada en absoluto.

La situación en Cornwall estaba agravándose por segundos. Si le quedara algo de inteligencia, estaría ya de vuelta en la isla, midiendo y planeando los diferentes sistemas de seguridad que iba a utilizar durante la visita de los Príncipes de Gales la semana siguiente.

Incluso el rumor no confirmado de que los miembros de la familia real iban a adelantar el viaje tres días, no era suficiente para incitarlo a entrar en acción. 

Para bien o para mal, la necesidad de estar junto a Joanna era más fuerte que cualquier otra cosa en ese momento. Por primera vez en todo el tiempo que llevaba trabajando para la organización, Ryder perdió toda su concentración.

Esa misma tarde, Ryder había estado tratando de ensayar unas partituras en el piano de la madre de Joanna, cuando el teléfono sonó. Era para ella. Normalmente, Ryder no curioseaba las conversaciones de otros, excepto cuando trabajaba; pero aquella vez se permitió escuchar la de Joanna y supo que quien la llamaba era Benny Ryan. También se enteró de que ella estaba a punto de dar un gran paso en su profesión.

Un paso que no lo incluía.

Ryder contaba con un instinto que le presagiaba situaciones peligrosas y presentía que aquella iba a ser la noche en que ella le dijera adiós.

En el indicador especial de información apareció la señal de un mensaje urgente.

Ryder tenía que presentarse a la puerta de Joanna en menos de cinco minutos e interpretar el mensaje le llevaría al menos una hora.

Algo estalló dentro de Ryder. Cogió un pesado pisapapeles y lo arrojó sobre el ordenador. El sonido del golpe le hizo sentirse feliz.

¡Al infierno con PAX!

Si el asunto era de tanta importancia, que se preocuparan por ponerse en contacto con Alistair. Ya habría más noches para Chambers y Holland; aquella era la última para Joanna Stratton y él.

Se maldeciría a sí mismo si dejaba que alguien o algo lo forzasen a prescindir de aquella noche. 

 

La fatalidad estaba en el aire.

Joanna podía sentirla en su piel. Notaba, incluso cuando hacían el amor, que su relación con Ryder tocaba a su fin.

Era sólo cuestión de que alguno de los dos tomase la iniciativa y lo verbalizase, y Joanna había decidido ser la primera.

Lo haría esa noche.

Iban a ir a cenar con Alistair y Holland a un restaurante de Princeton, Nueva Jersey, donde Holland estaba trabajando en una comedia. Holland se sentía tan contenta como una quinceañera en su primera cita y, por esa razón, Joanna no encontró oportuno cambiar de planes.

Tendría tiempo suficiente para contarle a Ryder su decisión cuando volvieran a casa.

Joanna sacó su vestido favorito del armario. Era un vestido ajustado, sin hombreras, confeccionado por miles de cuentas negras y plateadas cosidas en cada milímetro de tejido. Brillaba como la luz de la luna en una noche de verano. 

El vestido perfecto para decir adiós.

Ella estaba segura de que Ryder lo presentía y que había estado esperando que sucediese. De hecho, probablemente se lo agradecería.

Ryder había sido directo y amable en un principio; ahora se mostraba distante y frío.

Algo había pasado mientras él estaba ausente; algo serio. Algo que él no estaba dispuesto a compartir con ella a pesar de jurar que la amaba y a pesar de que ella quería creerlo. 

Joanna se puso el vestido y empezó a buscar la cremallera.

Así que aquello era todo. Se contentó al menos de que la decisión hubiera sido sólo suya. El trabajo que había realizado para Benny Ryan en el anuncio del banco resultó ser un éxito que atrajo la atención de muchos productores independientes. Querían que Joanna viajase a Tahití, con todos los gastos pagados, para rodar, durante ocho semanas, un vídeo que la revista Vogue iba a lanzar. 

Mientras trabajaron juntos para desenmascarar a Stanley Holt, Joanna pudo comprobar lo maravilloso que era trabajar en equipo con Ryder O'Neal. Aquella camaradería había desaparecido en el momento en que acabaron con la farsa de Stanley.

Lo que ahora tenían era una mala imitación de lo que habían compartido y Joanna prefería quedarse sola antes que pensar en cómo podría haber resultado su relación con Ryder.

Se oyó el timbre de la puerta. Joanna se puso los zapatos y se miró en el espejo antes de abrir.

Sí; aquella noche se lo diría a Ryder y, con un poco de suerte, estaría de camino a Tahití antes de que él pudiese ver sus lágrimas.

 

Si no hubiera sido por Alistair y su habilidad para entablar conversación, Ryder y Joanna no hubiesen llegado ni al primer semáforo sin tocar el tema del adiós. Alistair estaba contando su experiencia con la Reina Madre en una subasta de caridad en Surrey, y Joanna reía por primera vez en varios días.

Era una buena historia, pero Ryder encontraba muy difícil concentrarse en lo que se estaba diciendo. Cada vez que trataba de intervenir en la charla, el maldito dispositivo conectado a su oído le castigaba con unos pitidos tremendos. Era un milagro que Joanna no los oyera. 

Si algo urgente estaba pasando, Alistair parecía no darse cuenta. Ryder decidió actuar de la misma manera que su colega. Una noche en quince años no era pedir mucho.

Se acercaban a Nueva Jersey en el Rolls. Alistair dio unos golpecitos a la ventanilla que separaba al conductor de la parte trasera y dio instrucciones para llegar al sitio donde recogerían a Holland. Joanna miraba sus manos. Dentro del coche, reinaba el silencio.

Fue entonces cuando PAX, decidió transmitir una señal a través del dispositivo auditivo. Joanna levantó la cabeza.

¿Qué ha sido eso? —preguntó ella.

¿Qué ha sido qué? —dijo Ryder.

Se oyó un nuevo pitido.

Ese ruido —prosiguió Joanna.

Yo no he oído nada.

Joanna se acercó a Ryder.

Tendrías que estar sordo para no… ¡Ahí está otra vez! Ryder ¿qué está pasando? 

Ryder se encogió de hombros y confió en que Alistair tuviese la genial idea de hablar con el conductor para desviar la atención de Joanna.

Posiblemente es una sirena que se oye a lo lejos —mintió Ryder.

Las palabras código treinta y tres hicieron temblar la mandíbula de Ryder.

¿Sucede algo raro? —preguntó Alistair, volviéndose hacia ellos.

Creo que me estoy volviendo loca —dijo Joanna con una sonrisa—. Primero eran sirenas y ahora oigo voces.

¿También tú oyes voces? —preguntó Alistair a Ryder, clavándole la mirada.

«Sabes perfectamente que sí», pensó Ryder.

¿No has oído tú nada? —dijo Ryder, devolviendo la pregunta y tratando de actuar con normalidad—. Siempre eres el primero en oír esas cosas.

Los ojos de Joanna estaban llenos de curiosidad. Ryder la miró.

Chambers posee una imaginación desbordante.

Algunas veces tengo problemas de interferencias en mi radio —dijo Alistair sin apartar la mirada de Ryder—. Es entonces cuando confío en Ryder para mantenerme informado.

¿No has oído las noticias de hoy? —preguntó Ryder. 

No podía ser cierto. Durante quince años, Alistair había sido siempre el primero en saberlo todo.

Joanna miraba perpleja a los dos hombres. Ryder no podía culparla.

¿Hay algo que deba saber? —preguntó Alistair con calma.

Joanna estaba jugueteando con el teléfono celular en la portezuela del coche, tratando de ignorar la tensión entre los dos hombres.

Una sensación de alarma llenaba el aire. Ella se volvió hacia Ryder y comprobó que estaba pálido como el papel. Alistair pulsó una serie de botones en la consola al lado del mueble bar y el conductor se echó hacia la cuneta y paró el coche.

Antes de que ella pudiera formular una pregunta coherente, una voz que salía de los altavoces llenó el interior del coche.

Hampshire tres-dos-dos —dijo la voz metálica—. Mediodía Picadilly uno-uno-cuatro.

¿Qué demonios…? —dijo Joanna con una risa nerviosa. 

Ningún otro en la limusina había movido sus labios. El sudor empezó a resbalar por la frente de Joanna mientras mantenía sus manos cerradas para evitar que temblasen.

Ryder, yo… —dejó de hablar Joanna al comprobar que él ni siquiera la escuchaba. 

«¡Dios mío! ¡No me oye!», pensó Joanna.

Ryder no paraba de teclear números en la consola de la portezuela mientras Alistair recitaba una serie de palabras extrañas en un micrófono que pendía del techo del coche.

Joanna deseó que la limusina tuviese incorporada una botella de oxígeno, pues le resultaba difícil respirar. El chófer arrancó y tomó el sentido contrario del que habían estado recorriendo. Se dirigían de nuevo a Manhattan a la velocidad del rayo. De repente, todas las sospechas que habían estado incubando Holland y ella parecían quedar probadas de una manera terrible.

Siendo una mujer que no lloraba nunca, aquella era la segunda vez que estaba a punto de hacerlo en pocos días. Aparentemente, Alistair lo notó, pues comenzó a dar palmaditas en las manos de Joanna.

No podemos dejarte ir, compréndelo —dijo Alistair con una voz fría—. Ojalá pudiéramos, pero no nos es posible.

¿A dónde vamos? —preguntó ella, mirando directamente los ojos de Ryder.

Lo siento, pero no puedo decírtelo —contestó Alistair—. Es la política de la compañía.

Joanna no comprendía nada en absoluto. Todo lo que quería era escapar. Cogió el picaporte de la portezuela e intentó abrirla, pero no pudo. Le habría dado lo mismo, ya que saltar de un coche a esa velocidad no parecía ser una buena idea.

Entonces Joanna vio el revólver suspendido sobre el muslo de Ryder y pensó que una muerte lenta no resultaría mejor.

 

A su lado, Joanna jadeaba de miedo, y Ryder se debatía entre su lealtad a PAX y su amor por ella. El Rolls estaba preparado para recibir cualquier onda sonora por medio de un complicado sistema electrónico acoplado en su interior. Por aquella razón, Ryder no se aventuró a dar explicación alguna de lo que estaba sucediendo.

Según las palabras que había escuchado cuando se recibió la llamada de alarma, Ryder sabía muy bien lo que estaba ocurriendo: una cuestión de vida o muerte.

No era algo que lo sorprendiera.

Todo había comenzado con aquellas advertencias que él había ignorado. Si no hubiera vuelto la espalda a quince años de entrenamiento, no estaría ahora camino del aeropuerto para coger el Concorde privado de PAX.

Si no hubiera vuelto la espalda a Joanna, ella no se encontraría ahora sentada a su lado con los ojos llenos de terror.

Él no podía decirle lo que estaba pasando realmente, pero podía hacer algo para paliar su miedo. Se lo debía.

Ryder cogió un trozo de papel del escritorio acoplado a su asiento y escribió: confía en mí, Jo. Nosotros somos los buenos. 

Ryder rezó para que, aunque sólo fuera por aquella vez, Joanna fuese capaz de apartar sus sospechas y confiar en una fe ciega.

No podría culparla si lo mandaba al infierno.