Capítulo 24
Rathbone durmió mal. Tenía muchas cosas en mente, demasiadas posibilidades de vencer y de fracasar. Su plan estaba trazado, pero todo dependía del equilibrio en esta última gran apuesta. Daba vueltas en la cabeza a todo lo que podía decir, a cada desastre que cupiera eludir o aprovechar en beneficio de su defensa.
De vez en cuando lo vencía el sueño, pero por poco rato. Si perdía, Dinah acabaría en la horca. En cualquier caso, al utilizar la fotografía para condicionar la postura de Pendock, para forzar decisiones que de otro modo no habría tomado, ¿qué había hecho Rathbone consigo mismo? ¿Cómo podía justificarlo?
¿Alguna vez lo perdonaría Pendock? Si estuviera seguro, no importaría. Ahora bien, ¿cómo podía uno estar seguro alguna vez?
¿Tenía la certeza de que Dinah fuese inocente? ¿La estaba viendo como a una mujer que lo arriesgaría todo para salvar el nombre de su marido porque así era como quería verla, porque necesitaba creer que alguien hiciera algo semejante? ¿Y acaso eso aliviaba, aunque solo fuese en parte, el dolor que aún le causaba el amargo final de su propio matrimonio?
Se despertó tarde, y tuvo un momento de pánico por miedo a llegar al Old Bailey con retraso. Hacía un frío inusual, el cielo estaba plomizo y el viento del este anunciaba aguanieve o algo peor. Las aceras estaban heladas y le costó mantener el equilibrio al recorrerlas a grandes zancadas.
El primer testigo a quien llamó fue Runcorn, que ya lo estaba aguardando en el vestíbulo cuando se dirigió a su despacho para ponerse la peluca y la toga. Jamás hubiese imaginado que alguna vez fuese a encontrar tranquilizadora la figura de Runcorn, pero así fue aquel día. Runcorn emanaba solidez, certidumbre en las cosas que creía, incluso en su propia identidad.
—Todos presentes y en orden, sir Oliver —dijo Runcorn en voz baja.
Por un momento, Rathbone se quedó perplejo. Le pareció una manera bien extraña de referirse a sí mismo.
—El matrimonio Herne, Bawtry y el forense, señor —explicó Runcorn—. Y la señora Monk dice que hará lo posible por traer al doctor Doulting otra vez, tal como usted pidió. Es posible que el pobre esté demasiado enfermo.
Rathbone inhaló profundamente y soltó el aire con un alivio inmenso.
—Gracias.
—Y también ha venido un tal señor Wilkie Collins —prosiguió Runcorn—. Algo en relación con la Ley de Farmacia. Dice que la defiende, y que le haga saber que recuerda a Joel Lambourn. Deduzco que es alguna clase de escritor.
Rathbone sonrió.
—En efecto, lo es. Por favor, salúdelo de mi parte, señor Runcorn. Si salgo vivo de esta, lo invitaré a cenar al mejor restaurante de Londres.
Runcorn correspondió a su sonrisa.
—Sí, señor.
Media hora después Runcorn estaba en el estrado de cara a Rathbone. En la galería reinaba el silencio, los doce miembros del jurado permanecían inmóviles en sus asientos. Algunos de ellos también mostraban signos de haber pasado una mala noche.
En lo alto de la presidencia, Pendock parecía un anciano. Rathbone no tenía ningunas ganas de mirarlo, pero eso sería a un mismo tiempo estúpido y grosero en extremo. Era plenamente consciente de que si no hubiese hablado, Pendock quizás habría muerto sin haberse enterado de la anomalía de su hijo. Sin duda sería una pesada carga que sobrellevar, fuera cual fuese la naturaleza de aquel juicio.
En la mesa contigua Coniston se veía nervioso, mirando a un lado y a otro. Incluso el jurado debió de darse cuenta de que había perdido el aplomo que había exhibido hasta la mañana anterior.
Rathbone carraspeó y tosió un par de veces.
—Señor Runcorn, a la luz de nuevas pruebas y de ciertos hechos que no parecen estar del todo claros, debo pedirle que rememore su testimonio anterior sobre la muerte de Joel Lambourn.
Coniston hizo ademán de levantarse, pero Pendock se adelantó.
—Entiendo su protesta, señor Coniston, pero aún no se ha dicho nada. Interrumpiré a sir Oliver si se aparta del asunto. Me figuro que la acusación tiene tantas ganas de descubrir la verdad como el resto del tribunal. Si el doctor Lambourn en efecto fue asesinado, debemos saberlo en interés de la justicia. —Sonrió con tan mala cara como la de un hombre que se ahogara—. Si la acusada también es culpable de ese crimen, supongo que querrá saberlo.
Coniston se sentó de nuevo, mirando a Rathbone con una expresión de absoluta confusión.
—Sí, señoría —dijo a regañadientes.
Rathbone aguardó unos segundos antes de hacer la primera pregunta a Runcorn.
—Lo llamaron para que se encargara de la investigación de la muerte del doctor Lambourn, en cuanto la policía local se dio cuenta de quién era y de la importancia del caso, ¿no es así?
—Sí, señor —contestó Runcorn sin más. Aquella era la última baza y no había tiempo para decir más que lo imprescindible.
—¿Usted examinó el cuerpo y la escena del crimen? —preguntó Rathbone.
—Sí, señor.
—¿Sabría decirnos si el doctor Lambourn fue a pie hasta el lugar donde lo hallaron o si lo llevaron allí de alguna manera?
—Puedo decir que en el suelo no había marcas de ninguna clase de transporte, señor —dijo Runcorn con firmeza—. Ninguna rodada en las inmediaciones, tampoco huellas de caballos, solo las de varios hombres y las de un perro, que encajaban con las que pertenecen al caballero que halló el cadáver.
—¿Esa ausencia de marcas lo llevó a concluir que el doctor Lambourn fue a pie?
—Sí, señor. Era un hombre de estatura y peso medianos. Habría sido imposible que un solo hombre lo llevara hasta allí arriba desde el sendero. Hay una distancia considerable, unos cien metros, y el terreno es empinado.
—¿Dos hombres? —preguntó Rathbone.
Coniston, exasperado, puso los ojos en blanco pero no interrumpió.
—No, señor, no lo creo —contestó Runcorn—. Dos hombres que transportaran un cuerpo habrían dejado alguna marca en la hierba, e incluso en el sendero. Resulta muy incómodo, llevar un peso muerto. A veces hay que avanzar de lado o incluso hacia atrás. Se te escurre de las manos. Cualquiera que lo haya intentado lo sabe.
—Pero ¿qué huellas había en torno al cadáver? —insistió Rathbone.
—¿Claras? —Runcorn enarcó las cejas—. Es imposible saberlo, señor. Habían pasado demasiadas personas. El caballero que lo encontró, policías, el forense. Al principio todos se acercaron a él, como es lógico, para ver si podían ayudarlo. Dejaron el suelo lleno de pisadas. Sin mala intención, por supuesto. No podían saber que pudiera tener importancia.
—Entendido —dijo Rathbone—. ¿De modo que pudo haber ido a pie hasta allí, tanto solo como acompañado?
—Sí, señor.
—¿Encontraron el cuchillo con el que se cortó las venas?
Runcorn negó con la cabeza.
—No, señor. Buscamos a conciencia, incluso a cierta distancia, para ver si lo había tirado. No sé a qué distancia puede lanzar un cuchillo alguien que acaba de cortarse las venas. Y, ya que estamos, no veo por qué iba a querer hacerlo.
—Yo tampoco —dijo Rathbone—. ¿Encontró algo con lo que pudiera haber tomado el opio? Estoy pensando en una botella de agua, o en algún frasco que contuviera una solución en la que disolver el opio.
—No, señor. También lo buscamos.
—¿O una jeringuilla y una aguja? —preguntó Rathbone.
—No, señor. Nada.
—Y, sin embargo, ¿de entrada sacó la conclusión de que se trataba de un suicidio?
—Al principio sí, señor —corroboró Runcorn—. Pero luego, cuanto más pensaba en ello, menos me satisfacía esa explicación. Con todo, no pude hacer nada hasta que el señor Monk vino a verme a propósito de una segunda muerte, a todas luces un homicidio, y me pidió que investigara un poco más a fondo la muerte de Lambourn.
—Pero usted había recibido instrucciones de dejar correr el asunto, ¿no es así? —presionó Rathbone.
—Sí, señor. Lo hice en mi tiempo libre, pero soy consciente de que me habían ordenado que lo dejara correr —reconoció Runcorn—. Empecé a pensar que había sido asesinado. Y eso no puedo pasarlo por alto.
Coniston se levantó de un salto.
—Sí, sí —dijo Pendock enseguida—. Señor Runcorn, le ruego que no nos dé conclusiones salvo que disponga de pruebas que las respalden.
—Perdón, señoría —dijo Runcorn contrito. No discutió, aunque Rathbone vio en su semblante que no le fue fácil callar.
—Señor Runcorn, ¿encontraron indicios de lucha en el suelo o en el cuerpo del doctor Lambourn? —preguntó Rathbone—. ¿Iba desaliñado o tenía la ropa rasgada, por ejemplo? ¿Tenía los zapatos raspados, el pelo enmarañado o magulladuras en la piel?
—No, señor. Parecía que estuviera muy tranquilo.
—¿Cómo un hombre que se hubiese suicidado?
—Sí, señor.
—¿O a quien hubiesen llevado allí, drogado con opio que tomó sin saber lo que era? —sugirió Rathbone—. ¿Y que se lo hubiese dado alguien de su confianza, quedando inconsciente cuando esa persona le cortó cuidadosamente las venas y lo dejó allí desangrándose en plena noche?
El semblante de Runcorn reflejaba el sentimiento que le causaba imaginar la tragedia.
—Sí, señor —dijo en voz baja y un poco ronca—. Exactamente así.
Coniston levantó la vista hacia Pendock, pero esta vez guardó silencio con adusta resignación.
—Gracias, señor Runcorn —dijo Rathbone gentilmente—. Por favor, permanezca en el estrado hasta que el señor Coniston le haya hecho sus preguntas.
Coniston se levantó y se acercó al estrado.
—Señor Runcorn, ¿vio alguna cosa que demuestre que el doctor Lambourn estaba acompañado cuando subió a One Tree Hill en plena noche?
—No se trata tanto de lo que vi como de lo que no vi —respondió Runcorn—. Ningún cuchillo con el que cortarse las muñecas, nada con lo que tomar el opio.
—Sin embargo, ¿usted deduce que estaba con alguien a quien conocía y en quien confiaba, un acompañante misterioso? —prosiguió Coniston.
—Sí, señor. Parece lógico. ¿Por qué iba a subir a una colina en plena noche con alguien en quien no confiase? Y no había indicios de pelea. Cualquiera lucha por su vida.
—En efecto —dijo Coniston, asintiendo con la cabeza—. Siendo así, ¿pudo haber sido una mujer, por ejemplo la acusada, su… querida, con quien vivía como si fuese su esposa, fingiendo ante el mundo que lo era?
Se oyeron gritos ahogados de asombro en la galería y varios miembros del jurado se quedaron atónitos. Dos o tres de ellos levantaron la vista hacia el banquillo, que Dinah ocupaba con la tez muy pálida.
—Pudo haber sido ella —admitió Runcorn a media voz—. Como también pudo ser la señora que es su esposa legal.
Un miembro del jurado blasfemó y acto seguido se tapó la boca con la mano y se puso colorado.
Pendock lo miró pero no dijo nada.
—Gracias, señor Runcorn, creo que ya hemos oído suficientes suposiciones.
Coniston regresó a su asiento.
—¿Algo más, sir Oliver? —inquirió Pendock.
—No, gracias, señoría —contestó Rathbone—. Quisiera llamar al doctor Wembley, el médico que examinó el cadáver del doctor Lambourn.
Llamaron a Wembley, que prestó juramento y se puso de cara a Rathbone.
—Seré muy breve, doctor Wembley —comenzó Rathbone, todavía de pie en medio del entarimado, con todos los ojos puestos en él—. ¿Encontró alguna señal en el cuerpo de Joel Lambourn cuando lo examinó en One Tree Hill o después, durante la autopsia?
—¿Aparte de los cortes en las muñecas, quiere decir? —preguntó Wembley—. No, ninguna. Presentaba el aspecto de un hombre saludable en la cincuentena, bien alimentado y absolutamente normal.
—¿Podría decirnos si se vio envuelto en alguna clase de lucha inmediatamente antes de su muerte? —preguntó Rathbone.
—No hallé ningún indicio en ese sentido.
—¿Ninguna magulladura, marcas de ligaduras, abrasiones, nada en absoluto en su cuerpo o en su ropa que indicara que lo hubiesen trasladado a mano? —prosiguió Rathbone—. ¿O que lo hubieran atado, que hubiese sido golpeado o llevado a hombros? ¿O tal vez tirando de los tobillos, los brazos o cualquier otra parte de su cuerpo? ¿Rozadura de tela, tal vez, retorcida como si se hubiese utilizado algo para facilitar el traslado?
Wembley se mostró incrédulo.
—Nada en absoluto. No entiendo qué le hace tener esa idea.
—No tengo esa idea, doctor —le aseguró Rathbone—. Simplemente quiero descartarla. Creo que el doctor Lambourn subió a One Tree Hill acompañado por alguien que gozaba de su plena confianza. En ningún momento pensó que pudieran hacerle daño. —Sonrió con tristeza—. Gracias, doctor Wembley. No tengo más preguntas.
Esta vez Coniston no se tomó la molestia de repreguntar. Su expresión hacía patente lo inútil que consideraba todo aquello.
Monk llegó al Old Bailey bastante más tarde que Rathbone, cuando el juicio ya se había reanudado. Había salido de casa antes del alba para interrogar de nuevo a personas que vivieran o trabajaran cerca del embarcadero de Limehouse o de Narrow Street, la calle que conducía al río, haciendo las nuevas preguntas que habían planeado la víspera. Tenía las respuestas, pese a que había faltado poco para que las hubiera puesto en boca de los testigos. No obstante, creía que le habían respondido con franqueza y, además, el tiempo apremiaba.
Cruzaba el amplio vestíbulo cuando reconoció delante de él a Barclay y Amity Herne. Estaban de pie, bastante cerca el uno de la otra, aunque ni él ni ella transmitían serenidad. Barclay estaba de cara a una puerta de un lado del vestíbulo, como si aguardara a que alguien saliera por ella. Cada línea y cada ángulo de su cuerpo reflejaban inquietud, y el perfil de su rostro que Monk veía irradiaba un miedo cerval.
Tenía a Amity enfrente, medio vuelta hacia Monk, pero ajena a cuanto la rodeaba excepto a su marido. Le hablaba con apremio y, a juzgar por su expresión, con una mezcla de ira y desprecio.
Monk se detuvo, fingiendo que buscaba algo en los bolsillos, y los observó discretamente.
Amity pareció repetir algo que ya había dicho y tomó a Herne del brazo. Este se soltó como si su contacto le manchara la ropa. Luego, con una única palabra de despedida, se alejó caminando con brío y desapareció por el primer pasillo.
Ella no se movió. Ahora daba la espalda a Monk, de modo que este no podía ver su expresión, pero la rigidez de su cuerpo y la tensión de los hombros eran más que elocuentes.
Estaba a punto de seguir su camino cuando la puerta que Herne había estado observando se abrió y apareció Sinden Bawtry.
De inmediato, como si se hubiese descorrido una cortina, Amity Herne cambió por completo. Se volvió hacia él y Monk pudo verle casi todo el rostro, de pronto radiante de alegría, con la mirada dulce y brillante, esbozando una sonrisa.
¿Era posible que fuese tan buena actriz? ¿O se trataba de un momento de descuido que nadie debería presenciar y, tal vez menos que nadie, su marido?
¿Bawtry se acercó a Amity, sonriendo con más afecto del que exigían los buenos modales, o fueron imaginaciones de Monk debido al súbito entusiasmo de ella? Bawtry le tocó el brazo, y lo hizo con un gesto que comunicaba más ternura que formalidad. Dejó la mano apoyada más tiempo del preciso y su sonrisa devino aún más cálida.
De pronto recordaron dónde estaban y el momento se desvaneció. Bawtry habló. Amity contestó, y ambos recobraron la compostura.
Monk decidió que había visto bastante y se dirigió a paso vivo hacia la sala donde le constaba que no tardarían en llamarlo.
Rathbone sintió un gran alivio cuando Monk subió los peldaños del estrado y volvió a prestar juramento. Sabía que tanto la paciencia de Coniston como la fortaleza de Pendock se estaban agotando. Debía retener la atención del jurado. Era preciso que comenzaran a creerlo enseguida y que vieran surgir un planteamiento completamente distinto. Lo único que había pedido a Pendock, lo único que había podido y querido pedir, era una vista imparcial.
—Señor Monk —comenzó en voz alta y clara—, sé que ya ha testificado en lo que atañe al hallazgo del cuerpo de Zenia Gadney horriblemente mutilado, pero tengo que preguntarle ciertos pormenores que no le pregunté en su momento dado que han surgido nuevas interpretaciones sumamente plausibles. El cuerpo de la señora Gadney fue hallado a primera hora de la mañana, igual que el del doctor Lambourn. ¿Puede decirnos dónde, exactamente?
—En el embarcadero de Limehouse.
—¿En el propio embarcadero?
—Sí.
—¿Se trata de un lugar en el que una prostituta llevaría a cabo su comercio?
—No. Sería muy fácil verlo desde el río. Cualquier barco que pasara, salvo que navegara a cierta distancia de la orilla, podría observarte.
—No obstante, el cuerpo no fue hallado hasta que usted llegó al amanecer.
—Porque estaba tendido e inmóvil. Si hubiese estado de pie o caminando habría resultado mucho más visible. —Monk endureció su expresión—. Era muy fácil confundirla con un montón de harapos o una lona vieja.
A Rathbone se le encogió el estómago.
—¿Y una mujer que chillaba atrajo su atención?
—Sí.
—¿Qué hizo usted, señor Monk? Sea conciso, por favor.
—El señor Orme y yo atracamos la patrullera y encontramos a la mujer que nos había llamado. Gritaba porque había descubierto el cuerpo sin vida y terriblemente mutilado de una mujer que resultó ser Zenia Gadney, vecina de Copenhagen Place, casi a un kilómetro de allí.
—¿Y la habían asesinado? —preguntó Rathbone.
—Sí.
—Durante su investigación, ¿descubrió qué hacía a solas y de noche en un lugar como el embarcadero de Limehouse, a orillas del río?
—Al parecer le gustaba pasear por esa zona, de día. —Monk vaciló un momento. ¿Era tan consciente como Rathbone de la apuesta que estaban haciendo?
—¿Y entonces estaba sola? —le apuntó Rathbone. Ahora no podía permitirse el menor desliz.
—Fue vista con otra persona al atardecer —contestó Monk a media voz.
—¿Otra persona? ¿Una mujer? —Rathbone lo repitió levantando la voz para asegurarse de que todo el mundo lo oía.
—Sí, los testigos sostienen que era una mujer. No saben quién era ni han podido dar una descripción, excepto que era unos pocos centímetros más alta que la señora Gadney —contestó Monk.
—¿Daban la impresión de conocerse? —preguntó Rathbone—. Según sus testigos.
—Esa fue su impresión —admitió Monk.
Parecía tenso, preocupado.
Rathbone se preguntó cuánto habría tenido que insistir para lograr aquel testimonio, pero estuvo convencido de que era la verdad.
—¿De modo que la señora Gadney también estaba en la calle hacia el anochecer, con una persona en quien parecía confiar, y por la mañana fue encontrada asesinada? —dijo Rathbone en voz alta—. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—¿Se sorprendió al saber que el doctor Lambourn también salió a solas, poco después del anochecer, y que al parecer se encontró con alguien de su confianza, posiblemente una mujer, y que subió a One Tree Hill, donde le fue administrada una dosis de opio y le cortaron las muñecas? También lo hallaron solo, a la mañana siguiente.
—Me sorprendió en su momento —contestó Monk—. Ahora no me sorprende.
—De haber visto una pauta, ¿su investigación habría seguido otras vías?
Coniston se levantó.
—Eso es una pregunta hipotética, señoría, y la respuesta carece de sentido.
—Estoy de acuerdo. Señor Monk, no contestará a esta pregunta —ordenó Pendock.
Rathbone sonrió. El comentario era para que lo oyera el jurado, no para que lo contestara Monk, y todos ellos lo sabían, en especial Pendock.
—Gracias —dijo Rathbone a Monk—. No tengo más preguntas que hacerle.
—Yo tampoco, señoría —dijo Coniston—. Ya hemos oído todo esto con anterioridad.
Rathbone pidió un breve receso y le fue concedido.
Se reunió con Monk en el vestíbulo, donde lo estaba aguardando.
—Gracias —dijo Rathbone enseguida.
—¿Seguro que sabes lo que estás haciendo? —preguntó Monk preocupado, acomodando su paso al de Rathbone mientras se dirigían hacia su despacho.
—No, no estoy seguro —contestó Rathbone—. Ya te lo dije anoche. —Llegaron a la puerta y entraron, cerrándola a sus espaldas—. Bawtry va a venir dentro de un momento. ¿Estás preparado?
—Antes de que venga —dijo Monk deprisa—, lo he visto en el vestíbulo antes de entrar en la sala.
Monk describió brevemente la riña entre Amity y Herne, así como el cambio radical que había visto en ella al dirigirse a Bawtry.
—Interesante —dijo Rathbone pensativamente—. Muy interesante. Tal vez deba corregir alguna de mis ideas. Gracias.
Antes de que Monk tuviera ocasión de contestar, llamaron a la puerta y el ujier del tribunal dijo a Rathbone que el señor Sinden Bawtry deseaba verlo.
Rathbone miró un momento a Monk y luego al ujier.
—Diga al señor Bawtry que pase, por favor. Y luego procure que no nos interrumpan.
Bawtry entró con un aire solo levemente preocupado. Estrechó la mano de ambos y aceptó el asiento que le ofreció Rathbone.
—¿Qué se le ofrece, sir Oliver? —preguntó.
Rathbone había pasado media noche en vela, pensando precisamente en aquel momento. Ganarlo o perderlo todo tal vez dependiera de lo que dijera en los minutos siguientes.
—Necesito su consejo, señor Bawtry —dijo con tanta serenidad como pudo—. Seguro que le gustaría que esta vista concluyera cuanto antes, igual que al resto de nosotros, pero habiendo servido a la justicia.
—Por supuesto —respondió Bawtry—. ¿Sobre qué puedo aconsejarlo? Conocía a Lambourn, claro está, pero no a su esposa. —Hizo una ligera mueca—. Perdón, quizás eso sea técnicamente incorrecto. Me refiero a Dinah Lambourn, a quien tomé por su esposa. De Zenia Gadney no supe nada hasta su trágica muerte. ¿Qué desea que le explique?
—Eso ya lo suponía —respondió Rathbone, esbozando apenas una sonrisa. Debía calibrar aquello a la perfección. Bawtry era un hombre brillante, una estrella en claro ascenso a quien algunos llegaban incluso a ver como primer ministro en ciernes. Tenía el origen y la formación necesarios, así como una hoja de servicios al parecer impecable, y estaba ganando deprisa una formidable reputación política. Sin duda en pocos años contraería un matrimonio afortunado. No necesitaba buscar dinero, de modo que podría permitirse casarse con una mujer que fuese una bendición para sus ambiciones sociales y que además fuese de su agrado, dotada de ingenio y encanto, quizás incluso de belleza. Rathbone sería un estúpido si lo subestimara. Ante la firme e inteligente mirada de Bawtry, fue plenamente consciente de ello.
—¿Cómo puedo ayudarlo? —le apuntó Bawtry.
—¿Vio personalmente el informe de Lambourn, señor? —preguntó Rathbone con impostada desenvoltura, pues tuvo que esforzarse para que no le temblara la voz—. ¿O acaso aceptó la palabra de Herne cuando le dijo que era inaceptable?
Bawtry se quedó ligeramente desconcertado, como si se tratara de algo que ni siquiera se hubiese planteado.
—En realidad vi muy poco —contestó—. Me mostró unas cuantas páginas y me parecieron un poco… incoherentes; conclusiones sin sustentar con pruebas suficientes. Me dijo que el resto era todavía peor. Dado que era su cuñado, me pareció lógico que quisiera evitar que lo pusieran en ridículo públicamente. Quería destruir el informe sin que se dieran a conocer sus fallos. Lo comprendí perfectamente y, a decir verdad, lo encontré loable, y no me importó si lo hacía por el bien de su esposa o por el de Lambourn.
—¿Y nunca llegó a ver el resto del informe? —insistió Rathbone.
—No. Ya se lo he dicho. —Bawtry lo miró fijamente—. ¿Qué está insinuando? No me lo preguntaría salvo si creyera que guarda relación con el juicio. —Un asomo de sonrisa afloró a su semblante—. Herne no mató a Lambourn, si eso es lo que está pensando. Es incuestionable que asistió a la cena en el Ateneo. Puedo nombrar como mínimo a veinte socios que también estaban allí y que testificarían de buen grado.
Rathbone sonrió con tristeza.
—Me consta que es así, señor Bawtry. El señor Monk ya ha despejado cualquier duda a ese respecto.
Bawtry miró un momento a Monk y luego de nuevo a Rathbone.
—En tal caso, no entiendo qué me está preguntando. Solo leí unas pocas páginas del informe de Lambourn. A propósito, creo que no iba errado en cuanto a los hechos. Hay que etiquetar los medicamentos que contienen opio y restringir su distribución, de modo que solo los vendan personas con conocimientos médicos o, como mínimo, farmacéuticos. Sus conclusiones nunca se pusieron en duda, solo la calidad de su investigación y el modo en que la presentó. Dejó que su enojo y su compasión malograran la objetividad científica. Servirse del informe como argumento para un proyecto de ley solo habría servido para que sus oponentes, que son muchos y muy poderosos, lo utilizaran contra nosotros.
—Pensamos que el etiquetado de medicamentos no fue el motivo del asesinato del doctor Lambourn.
Rathbone carraspeó. Le sorprendió darse cuenta de que apretaba las manos, que mantenía cuidadosamente a los lados, fuera de la vista, con tanta fuerza que le dolían.
Bawtry frunció el ceño.
—Pues ya me dirá usted qué otro pudo haber. Y si no fue el informe, ¿por qué está tan interesado en él y en Herne?
—Si podemos estar seguros de que no fue el informe sobre medicamentos —contestó Rathbone, que tuvo que carraspear otra vez para poder seguir hablando—, queda demostrado que fue una excusa, un pretexto para posponer la investigación. Creemos que durante sus indagaciones Lambourn descubrió algo más, algo que no podía pasar por alto: la venta de opio puro para ser inyectado con jeringuilla y aguja, directamente en la sangre. La adicción al opio administrado de esta manera es desesperante y letal. Fue asesinado por su empeño en ilegalizarla, y Zenia Gadney también.
Bawtry se puso muy pálido y abrió mucho los ojos.
—¡Eso es espantoso! ¡Una atrocidad! —Se removió un poco en el asiento, inclinándose ligeramente hacia delante como si ya no pudiera relajarse—. ¿Está insinuando que Herne tuvo algo que ver? ¿Cómo? Y por el amor de Dios…
La voz se le apagó y un horror creciente asomó a sus ojos.
—¿Qué sucede? —inquirió Rathbone con apremio.
Bawtry se humedeció los labios, titubeando. Parecía profundamente preocupado.
—He reparado en que Herne tiene un comportamiento bastante errático —dijo en voz baja—. Un día está rebosante de energía e ideas y al otro lo veo nervioso, incapaz de concentrarse, con la piel sudorosa. Es… ¿Es posible…?
No terminó la pregunta, pero no fue necesario. Ambos la habían entendido tácitamente.
Rathbone buscó sus ojos y le sostuvo la mirada.
—¿Cree que podría ser adicto al opio y que o bien es quien lo vende, o bien el instrumento de quien realmente lo hace?
Bawtry estaba consternado.
—Aborrezco pensar algo semejante de un hombre a quien conozco, pero supongo que cualquiera puede ser víctima de eso. ¿Es posible?
Su rostro mostraba que sabía la respuesta.
—¿Posible que pagara a un tercero para que matara a Lambourn? —preguntó Rathbone—. ¿A alguien capaz de hacerlo discretamente y sin trabas, haciendo que pareciera un suicidio para que nunca levantara sospechas? Sí, claro que es posible.
Bawtry se puso tan tenso como Rathbone. De pronto Rathbone agradeció en grado sumo que Monk estuviera en el despacho. Había requerido su presencia en calidad de testigo, pero ahora lo necesitaba allí por su seguridad física.
—¿Pagar a alguien? —Bawtry afectaba confusión, pero no una incredulidad absoluta—. ¿A quién?
—A una mujer —dijo Rathbone—. La que más claramente encajaría sería Zenia Gadney.
—¿Gadney? —repitió Bawtry, ahora completamente incrédulo—. Según todo lo que he oído, era una mujer delgada de mediana edad, muy normal y corriente. Es más, en todo momento aparece como víctima, un peón en la partida. —Frunció el ceño—. ¿Está diciendo que en realidad era codiciosa y apasionada, y que el desespero la llevó a asesinar a su marido, el hombre que le había proporcionado el sustento, y no sin cierta gentileza, durante los últimos quince años? ¡Necesitará pruebas fehacientes! Francamente, resulta… ridículo.
—Hay pruebas —respondió Rathbone, eligiendo las palabras con suma delicadeza—. No son concluyentes, pero, cuanto más las sopeso, más sentido parecen tener. Consideremos la posibilidad de que Herne necesitara silenciar a Lambourn a toda costa; es más, desacreditarlo de modo que ni un rumor de lo que descubrió llegara a ser creído, en caso que lo comentara con terceros. No se atrevería a matar a Lambourn él mismo. Cabe incluso pensar que Lambourn fuera consciente del peligro y que se guardara mucho de quedarse a solas con él. Y, por descontado, Herne necesitaba una coartada para disipar cualquier sospecha.
—Entiendo —dijo Bawtry cautelosamente.
—De modo que promete pagar a Zenia Gadney lo que para él sería una módica suma pero para ella una fortuna.
—Aun así… ¿Asesinato?
Bawtry todavía distaba mucho de estar convencido.
—Un asesinato amable —aclaró Rathbone—. Pide a Lambourn que se reúna con ella a solas, sin que Dinah lo sepa. Hay muchas razones que podrían explicarlo. Se lleva un cuchillo o alguna clase de cuchilla, tal vez una navaja de afeitar. Y, por supuesto, también una solución fuerte de opio, seguramente mezclada con algo agradable al paladar. Cabe incluso imaginar que Herne le proporcionara una jeringuilla con la solución.
Bawtry asintió como si comenzara a creerlo.
—Queda con él en un lugar apropiado, posiblemente en el parque —prosiguió Rathbone—. Suben juntos a One Tree Hill. Ella le ofrece un trago. Después del ascenso, él lo acepta encantado. No tarda en quedarse adormilado y se sientan. Lambourn pierde el conocimiento. Entonces ella le corta las muñecas y deja que se desangre. Se lleva el cuchillo o la navaja con ella para no dejar rastros que permitan seguirle la pista. Asimismo, se lleva el recipiente que contenía el opio. Podría ser bastante grande. Habría tenido que fingir beber por si a él le resultara extraño que no tuviera sed, dado que ella también habría subido la cuesta.
Bawtry se estremeció.
—Describe una escena horrible, sir Oliver, por más que resulte plausible. Sin embargo, seguro que no hallará la manera de sugerir que ella se suicidara. Aun suponiendo que luego se arrepintiera, ¿no sería imposible que ella misma se infligiera esas mutilaciones?
—Por supuesto —corroboró Rathbone—. Sea como fuere, en opinión del forense eso sucedió cuando ya estaba muerta, gracias a Dios. No, creo que pudo haber intentado hacer chantaje a Herne para obtener más dinero y que él se dio cuenta de que debía matarla, no solo por motivos económicos, sino porque, de lo contrario, nunca estaría a salvo de ella. Es posible que esa fuera su intención desde el principio.
Bawtry apretaba los labios, pero hizo un contenido gesto afirmativo.
—Es espantoso, pero admito que ahora veo que podría ser verdad. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—¿Sabe algo que permita desmentir el esquema que acabo de plantearle? —preguntó Rathbone—. ¿Cualquier cosa sobre Lambourn o, más probablemente, sobre Barclay Herne?
Bawtry permaneció callado un rato, concentrado en sus pensamientos. Finalmente levantó la vista hacia Monk y luego miró a Rathbone.
—No, sir Oliver, no sé nada. Tampoco sé si su teoría es cierta o no, pero no estoy al tanto de algo que permita rebatirla. Ha planteado una duda más que razonable en cuanto a la culpabilidad de Dinah Lambourn. Creo que tanto el juez como el jurado se verán obligados a reconocerlo.
Rathbone por fin se sintió aliviado.
—Gracias, señor Bawtry. Le quedo muy agradecido por haberme dedicado parte de su tiempo, señor.
Bawtry inclinó la cabeza a modo de saludo, se levantó y salió del despacho.
Monk miró a Rathbone.
—¿Listo para el siguiente paso? —preguntó en voz baja.
Rathbone respiró profundamente.
—Sí.
Cuando el juicio se reanudó a primera hora de la tarde, Rathbone llamó a su testigo final, Amity Herne, que subió al estrado con dignidad y una notable compostura. Llevaba un vestido oscuro muy elegante que, sin llegar a ser negro, era del color del vino en la sombra. El contraste con su tez y sus cabellos claros la favorecía. Dio su nombre, igual que antes, y le recordaron que seguía estando bajo juramento.
Rathbone se disculpó por volver a llamarla. Coniston protestó y Pendock rechazó su objeción, ordenando a Rathbone que prosiguiera.
—Gracias, señoría. —Se volvió hacia Amity Herne—. Señora Herne, en su anterior testimonio declaró que usted y su hermano, Joel Lambourn, no se conocían muy bien durante los primeros años de su vida adulta porque vivían a considerable distancia uno del otro. ¿Correcto?
—Sí, me temo que sí —dijo Amity con toda calma.
—Pero durante la última década ambos vivían en Londres y, por consiguiente, ¿tenían ocasión de visitarse con más frecuencia?
—Sí. Diría que una vez al mes, más o menos —confirmó Amity.
—Y, como es natural, ¿estaba enterada de su matrimonio con Zenia Gadney?
—Sí. Ya he dado mi testimonio a ese respecto. Fui discreta por motivos que sin duda le resultarán obvios.
—Por supuesto. Pero usted, que estaba al corriente, ¿sabía que Dinah Lambourn también estaba enterada? —preguntó Rathbone, obligándose a ser cortés, incluso amable.
—Sí. Ya lo he dicho.
—¿Su hermano sabía dónde vivía Zenia?
—Por descontado. —Miró a Rathbone desconcertada y una pizca irritada. Rathbone sonrió.
—¿Alguna vez se lo mencionó a usted?
Amity vaciló.
—No… no explícitamente, que yo recuerde.
—¿Lo hizo en general? ¿Diciendo, por ejemplo, que vivía en la zona de Limehouse?
—Yo… —Amity encogió ligeramente los hombros—. No estoy segura.
—Lo pregunto porque al parecer Dinah conocía el paradero de Zenia con suficiente exactitud para preguntar por ella en Paradise Place. No recorrió medio Londres buscándola, fue casi de inmediato a la calle correcta.
—Pues será que Joel se lo había mencionado —contestó Amity—. Me parece que usted ha contestado a su propia pregunta, señor.
—De modo que el doctor Lambourn no guardaba en secreto el domicilio de Zenia —concluyó Rathbone—. ¿Seguro que usted lo desconocía? ¿O su marido, quizás? ¿Es posible que su hermano se lo hubiese confiado a su marido, posiblemente por si le sucedía algo y necesitaba que alguien de confianza se ocupara de Zenia cuando él no pudiera hacerlo?
Amity inhaló bruscamente, como si un terrible pensamiento le hubiese acudido a la mente. Miró a Rathbone horrorizada.
—Es… posible —contestó, y se lamió los labios para humedecerlos, al tiempo que se agarraba con ambas manos a la barandilla que tenía delante.
En la sala la tensión crepitaba como el aire antes de una tormenta. Todos y cada uno de los miembros del jurado miraban fijamente a Amity.
—Pero ¿él estuvo cenando en el Ateneo la noche en que asesinaron a su hermano? —prosiguió Rathbone.
—Sí, en efecto. Hay varios caballeros que pueden atestiguarlo —corroboró Amity con la voz un poco ronca.
—Exactamente. ¿Y la noche en que mataron a Zenia Gadney? —preguntó Rathbone.
—Yo… —Se mordió el labio. Ahora temblaba, pero sus ojos no se apartaron de los de Rathbone ni un solo instante—. No lo sé. No estuvo en casa, es cuanto puedo decir.
Un rumor de movimientos recorrió la sala. En la galería los espectadores tosieron y cambiaron de postura, echándose hacia la derecha o la izquierda para que nada les tapara la visión de la testigo. Los miembros del jurado se revolvieron en sus asientos. Uno sacó un pañuelo y se sonó la nariz.
Coniston miraba a Rathbone fijamente como si este hubiese cambiado de forma delante de sus propios ojos.
—¿No sabe dónde estaba, señora Herne?
—No… —contestó Amity, titubeando. Se llevó una mano a la boca. Tragó saliva, mirando casi impotente a Rathbone.
—Señora Herne… —comenzó Rathbone.
—¡No! —Amity levantó la voz y agitó la mano con vehemencia—. No. No puede obligarme a decir más. Es mi marido. —Se volvió en redondo en el estrado y suplicó a Pendock—. Señoría, seguro que no puede obligarme a declarar contra mi marido, ¿verdad?
Fue el desesperado alegato de una mujer en defensa del hombre al que había entregado su vida y su lealtad, pero, al actuar así, lo condenó irremisiblemente.
Rathbone miró al jurado. Sus miembros estaban paralizados por el horror y una súbita y espantosa comprensión. Ya no quedaba una sola duda, solo conmoción.
Entonces Rathbone se volvió hacia la galería y vio a Barclay Herne con la tez cenicienta, los ojos como cuencas negras en su rostro, tratando de hablar pero sin lograr articular palabra.
A ambos lados de Herne los espectadores se apartaban, agarrando los abrigos y arrebujándose con ellos por si el mero contacto con él los fuera a contaminar.
Pendock exigió orden con la voz un poco quebrada.
Herne estaba de pie, mirando a diestro y siniestro como si buscara auxilio.
—¡Bawtry! —gritó desesperado—. ¡Por el amor de Dios!
Detrás de él, de cara al juez y al estrado, Bawtry también se puso de pie, meneando la cabeza como espantado de lo que acababa de entender.
—No puedo ayudarlo —dijo en un tono absolutamente normal, pero el repentino silencio que reinaba en la galería hizo que su voz resultara audible.
Ahora todos los presentes los miraban. Nadie pudo no reparar en que las puertas se abrieron para que Hester Monk entrara en la sala, llevando a su lado la figura demacrada de Alvar Doulting.
Sinden Bawtry se volvió hacia ellos cuando el ruido de la puerta atrajo su atención.
Doulting miró a Bawtry de hito en hito. Hester dio la impresión de estar medio sosteniéndolo cuando levantó el brazo con cierta dificultad para señalar a Bawtry.
—¡Es él! —dijo Doulting, jadeando—. Ese es el hombre que me vendía opio y jeringuillas, y sabe Dios a cuántos otros. He visto morir a demasiados. He enterrado a muchos en la fosa común de los indigentes. Que es donde no tardaré en estar yo.
La multitud estalló como si el terror y la ira contenida por fin hallaran una vía de escape, poniéndose de pie, gritando.
—¡Orden! —gritó Pendock, con el rostro colorado.
Pero nadie le hizo caso. Los ujieres procuraban abrirse camino entre la gente para socorrer a Bawtry o, como mínimo, para asegurarse de que no lo pisotearan.
Amity Herne, todavía en el estrado, no podía hacer nada. Su angustia era patente. Gritó el nombre de Bawtry en un aullido de desespero que apenas fue audible por encima del barullo, pero nadie la oyó ni le hizo caso.
Coniston parecía un niño perdido, buscando aquí y allá algo familiar a lo que aferrarse.
Pendock seguía gritando para restaurar el orden. Poco a poco, el ruido se fue apagando. Los ujieres habían ayudado a Bawtry a salir y permanecían vigilando las puertas. Hester acomodó a Doulting en un asiento de la última fila, donde la gente le hizo sitio aunque guardando distancias, como si su infierno particular fuese contagioso.
Finalmente Pendock había restablecido cierto grado de sensatez y estuvo en condiciones de continuar.
—¡Sir Oliver! —dijo Pendock con fiereza—. ¿Ha sido cómplice de este tumulto? ¿Ha sido por obra suya que se ha producido esta vergonzosa escena?
—No, señoría. No sabía que el doctor Doulting conocería de vista al hombre que le ha cavado la tumba, por decirlo así.
Aquello no acababa de ser verdad. En su momento lo había organizado con Hester a fin de señalar a Barclay Herne como vendedor de opio y adicto.
Pendock fue a hablar otra vez, pero cambió de parecer.
—¿Tiene algo más que preguntar a la señora Herne? —dijo en cambio.
—Sí, señoría, con su venia —respondió Rathbone humildemente.
—Proceda —dijo Pendock, levantando apenas la mano, aunque el gesto fue inequívoco.
—Gracias, señoría.
Rathbone se volvió hacia Amity, que parecía que hubiese acabado de recibir la noticia de su propia muerte. Tenía la mirada perdida, como si fuese ciega.
Ahora todo dependía de su mano. Debía lograr que al jurado le resultara tan obvio como a él. Duda razonable ya no era el veredicto que perseguía, sino un claro y resonante «no culpable». Lo que le sucediera a Bawtry correspondía a una jurisdicción diferente, tal vez solo al juicio de la opinión pública. La vida de Dinah Lambourn y la reputación de Joel Lambourn eran, en cambio, responsabilidad de Rathbone. Quizás incluso lograra que se hiciera justicia a Zenia Gadney.
—Señora Herne —comenzó.
En la sala reinaba un silencio absoluto.
—Señora Herne, ¿ha oído testimonios que hacen sumamente probable que su hermano, el doctor Lambourn, fuese asesinado por una mujer en quien confiaba y con la que acordó una cita la noche de su muerte? Subieron juntos a lo alto de Greenwich Park sin que él sospechara un posible acto violento. Se detuvieron al llegar a One Tree Hill. Es posible que ella se las arreglara para inyectarle opio con una jeringuilla, aunque lo más probable es que le ofreciera una bebida, de la que ella fingiría beber a su vez, y que él bebió con gusto. Contenía gran cantidad de opio. Se mareó y, al cabo de poco rato, quedó inconsciente. Entonces ella le cortó las muñecas con una cuchilla que había llevado consigo, dejando que se desangrara a solas y a oscuras.
Amity se balanceó en el estrado, agarrándose con fuerza a la barandilla para no caer.
—Se ha dado a entender que esa mujer en quien confiaba era su primera esposa, su única esposa legítima, conocida como Zenia Gadney —prosiguió Rathbone—. Y que su marido le pagó para que lo hiciera.
—Me consta —susurró Amity.
Coniston hizo ademán de ir a levantarse, pero permaneció sentado, con el semblante pálido y una mirada de fascinación.
—¿Por qué haría su marido algo semejante? —preguntó Rathbone.
Amity no contestó.
—Para proteger a su superior, Sinden Bawtry —contestó Rathbone por ella—. Y, por supuesto, a fin de asegurarse su suministro de opio. Porque su marido es adicto, ¿verdad?
Amity no habló, pero asintió ligeramente con la cabeza.
—En efecto —confirmó Rathbone—. No me cuesta nada creer que Bawtry se lo pidiera. Su marido es un hombre débil y ambicioso, pero no un asesino. No mató a su hermano ni a Zenia Gadney.
De nuevo se oyeron gritos en la galería y Pendock tuvo cierta dificultad en restablecer el orden.
—Fue una mujer quien mató al doctor Lambourn —prosiguió Rathbone en cuanto el alboroto disminuyó—. Sin embargo, no fue la pobre Zenia. Fue usted, señora Herne, porque Bawtry le pidió a su marido que lo hiciera y él no tuvo arrestos para hacerlo. Pero usted sí. ¡En realidad usted tendría arrestos para hacer cualquier cosa por su amante, Sinden Bawtry!
Una vez más el ruido, los abucheos y gritos ahogados interrumpieron a Rathbone.
Pendock dio un martillazo.
—¡Un alboroto más y desalojo la sala! —gritó.
Esta vez se hizo el silencio en cuestión de segundos.
—Gracias, señoría —dijo Rathbone con suma cortesía. Se volvió de nuevo hacia Amity—. Pero Dinah no iba a permitir que la gente creyera que Joel se había suicidado. No estaba dispuesta a callar, y usted no podía permitirlo. Si Dinah insistía en su empeño, el proyecto de Ley de Farmacia tendría que incluir la ilegalización de la venta de opio para ser inyectado con jeringuillas; un delito penado severamente. El primer ministro no pasaría por alto lo que Joel Lambourn le había dicho al respecto. Su marido se sumiría en la desesperación y quizás incluso moriría. No sé si eso le importaba a usted; ¿tal vez no? Podría haber sido incluso conveniente. Pero Sinden Bawtry estaría acabado. Las riquezas que con tanta esplendidez invierte en su carrera y en su filantropía se agotarían. Si seguía vendiendo opio, se convertiría en un delincuente ante la ley y acabaría sus días en prisión. Usted haría cualquier cosa con tal de evitarlo.
Se detuvo para tomar aliento.
—Tampoco sé si Dinah entrevió algo de esto —prosiguió con denuedo—. Me parece que no. Ella creía en su marido y en que no se había suicidado. Sabía que no había matado a Zenia. Pienso que fue usted, señora Herne, quien se hizo pasar por Dinah en las tiendas de Copenhagen Place, sabiendo de sobra dónde vivía Zenia pero montando una escena que fuera recordada. Usted y Zenia se conocían. Ella confiaba en usted y acudió de buen grado a reunirse con usted la noche de su muerte, tal como hiciera Joel la noche de la suya.
El tribunal estaba paralizado, ahora nadie ni nada interrumpían a Rathbone, ni siquiera un suspiro o un grito ahogado.
—Usted paseó con ella hasta el río —prosiguió Rathbone—. Tal vez incluso estuvieran un rato juntas en el embarcadero, contemplando el ocaso sobre las aguas del río, cosa que a ella le encantaba. Entonces usted le asestó un golpe tan fuerte que se desplomó. Quizá murió mientras caía al suelo.
»Acto seguido, al amparo de la oscuridad, le rajó el vientre, posiblemente con la misma cuchilla con la que había cortado las muñecas de su hermano. Le sacó las entrañas y las desparramó por encima de ella y por el suelo para que el crimen fuese lo más espantoso posible, a sabiendas de que los periódicos publicarían titulares al respecto.
»La opinión pública jamás permitiría que la policía dejara el caso sin resolver. Con el tiempo acabarían encontrando las pistas que usted había dejado y que conducían hasta Dinah, que por fin sería silenciada. Nadie daría crédito a sus protestas de inocencia. Estaba medio loca a causa de su profunda pena; y usted, en cambio, tenía de su parte su lógica y su cordura, así como una reputación intachable. ¿Quién era ella? La querida de un bígamo que para colmo conservaba a su esposa como amante, o al menos eso parecía.
Rathbone levantó la vista hacia ella con una mezcla de sobrecogimiento e indignación.
—Faltó poco para que se saliera con la suya. Joel estaría muerto y deshonrado. Zenia habría resultado útil y sería recordada como la víctima de un terrible crimen de venganza. Dinah sería ahorcada como una de las asesinas más truculentas de nuestro tiempo. Y usted sería libre de continuar su aventura amorosa con un hombre rico, famoso y muy apuesto de quien estaba encaprichada, tal vez llegando incluso a casarse con él cuando la adicción de su marido acabara con su vida por culpa de una desafortunada sobredosis. Sinden Bawtry le debería el haberse ahorrado la deshonra y la vergüenza.
Respiró profundamente.
—Excepto, por supuesto, si él no la ama. La utilizó a usted, igual que usted utilizó a Zenia Gadney y sabe Dios a quién más. Seguramente, con el tiempo, también la matará a usted… Usted tiene un ascendiente sobre Bawtry que él no puede permitirse, y acabará harto de su adoración cuando deje de resultarle útil. Ser adorado termina siendo aburrido. No valoramos lo que se nos da a cambio de nada.
Amity intentó hablar, pero ninguna palabra salió de sus labios.
—¿No se defiende? —dijo Rathbone enseguida—. ¿No más mentiras? Podría compadecerla, pero no me lo puedo permitir. Usted no se ha compadecido de nadie. —Miró a Pendock—. Gracias, señoría. No tengo más testigos. El alegato de la defensa ha terminado.
Coniston no se pronunció, como si hubiese perdido el habla.
El jurado se retiró a deliberar y regresó en cuestión de minutos.
—No culpable —dijo el portavoz con aplomo. Incluso miró a Dinah, que estaba en el banquillo, y le sonrió con una amable mirada de compasión y alivio, a lo que cabía sumar algo que pareció admiración.
Rathbone había pedido permiso para hablar en privado con Pendock en su despacho, y salió de la sala antes de que cualquier otra persona pudiera reclamar su atención. Ni siquiera miró a Hester, Monk o Runcorn, que lo estaban aguardando.
Encontró a Pendock solo y pálido en su despacho.
—¿Qué quiere ahora? —preguntó con voz ronca y temblorosa pese a su esfuerzo por mantener la calma.
—Tengo algo que debería pertenecerle —contestó Rathbone—. Prefiero no llevarlo encima, pero si viene a mi casa cuando le venga bien, podrá hacer lo que guste con ello. Me permito sugerir ácido para el original y fuego para las copias, ya que son mero papel. Yo… Lamento haberlo utilizado para que se hiciera justicia.
—Yo lamento que tuviera que hacerlo —contestó Pendock—. Usted no creó la verdad, se ha limitado a utilizarla. Me voy a retirar de la judicatura. Me imagino que tras esta victoria es probable que le ofrezcan el ingreso. Por razones que deberían ser obvias, no mencionaré nuestro acuerdo. Puede creerme o no, pero lo cierto es que pensaba estar sirviendo a mi país al intentar impedirle que asustara a la ciudadanía de modo que dejara de usar el único medicamento disponible para aliviar el dolor de las heridas o el de los enfermos crónicos. Pensaba que Lambourn era un insensato que deseaba restringir la libertad de la gente corriente para buscar un respiro a lo peor de sus aflicciones, llegando incluso a poner la venta de opio en manos de muy pocos, entre los cuales se me había dicho que podía contarse él mismo. Dios me perdone.
—Lo sé —contestó Rathbone con amabilidad—. Era muy plausible. Nuestro historial en el uso y el abuso del opio, el contrabando y el crimen que ya lleva asociados es deplorable. Alvar Doulting es solo una de sus víctimas; Joel Lambourn, otra; Zenia Gadney, una tercera. Tenemos que ser mucho más prudentes en el tratamiento del dolor de cualquier clase. Se trata de una advertencia que ignoramos por nuestra cuenta y riesgo.
—Usted será un buen juez —dijo Pendock. Acto seguido se mordió el labio, con el semblante pálido y tenso por el arrepentimiento.
—Tal vez —contestó Rathbone—. Me figuro que es mucho más difícil de lo que parece desde el entarimado de la sala, donde tienes bien definidas tus lealtades.
—En efecto —contestó Pendock—. En toda mi vida no he encontrado algo más difícil que estar convencido de mis lealtades. Las tengo claras en la cabeza, es el corazón el que lo echa todo a perder.
Rathbone pensó en Margaret.
—Siempre lo hace. Sería más fácil no amar —dijo Rathbone.
—¿Y convertirse en un muerto viviente? —preguntó Pendock.
—No. —Rathbone no tuvo la menor duda—. No, en absoluto. Buena suerte, señor.
Salió del despacho sin volver la vista atrás, dejando a Pendock sumido en sus pensamientos.
Al llegar al vestíbulo faltó poco para que chocara con Monk.
Monk lo miró muy preocupado.
Rathbone quiso afectar indiferencia, pero la calidez de la mirada de Monk lo hizo imposible. Permaneció callado, aguardando a que Monk hablara primero.
—Las utilizaste, ¿verdad? —preguntó Monk—. Las fotografías de Ballinger.
Rathbone pensó en mentir, pero enseguida descartó la idea.
—Sí. Esto era demasiado gordo, demasiado monstruoso para pensar solo en mi paz de espíritu.
Escrutó el semblante de Monk, temeroso de lo que vería.
Monk sonrió.
—Creo que yo habría hecho lo mismo… —dijo en voz baja—. En cualquier caso, es una carga muy pesada.