Capítulo 18
Rathbone sabía que el caso se le estaba escapando de las manos. Seguía sin estar seguro de cuál era el meollo del asunto, la pasión que finalmente había empujado a alguien al asesinato. No lograba quitarse de la cabeza que Dinah Lambourn era inocente y se preguntaba si se debía a que eso era lo que deseaba creer. Le atraía su lealtad a Lambourn a causa de su propia necesidad de creer en la existencia de un amor como aquel: más profundo que el instinto de supervivencia, más profundo incluso que la evidencia. Ni siquiera la traición de Lambourn con otra mujer y su aparente suicidio habían hecho flaquear la devoción de Dinah por su marido.
¿Se trataba de una creencia sensata o demostraba su incapacidad para enfrentarse a la verdad?
Rathbone estaba acostado solo en el dormitorio silencioso y no dilucidó respuesta alguna. El cielo palidecía en el este y la luz se colaba por la rendija de las cortinas mal corridas. Iba a hacer uno de esos días radiantes de invierno que añadían encanto y un aire más festivo a la llegada de la Navidad. La víspera había sido el día más corto del año. La gente engalanaba las puertas con coronas de yedra y acebo decoradas con cintas. Habría cantantes de villancicos por las calles.
Fuera, en el jardín, los últimos crisantemos estaban marchitos, algunos afectados por las heladas. Olía a hojas húmedas y a humo de leña, y aquella belleza despertaba la conciencia del paso del tiempo y de la imposibilidad de aferrarse siquiera a las cosas más preciadas.
Aquella Navidad estaría solo.
¿Lograría salvar a Dinah? Su brillantez profesional era lo único a lo que había creído poder aferrarse, un valor seguro que ni siquiera Margaret podía arrebatarle. Ahora incluso eso parecía menos cierto.
Si Dinah era inocente, ¿quién era culpable?
¿A quién demonios podía recurrir como testigo cuya declaración pudiera ayudarlo?
¿Se trataba realmente del informe de Lambourn sobre las trágicas consecuencias del consumo abusivo de opio debido a la ignorancia de su dosificación y potencia? El asesinato de Zenia parecía ser fruto de un sentimiento mucho más personal y violento que la avaricia industrial. Pero ¿cuál? ¿Era concebible que la muerte de Lambourn y el asesinato de Zenia no estuvieran relacionados, siendo solo dos terribles sucesos que habían afectado a una misma familia en un lapso de dos meses? ¿Acaso buscaba una pauta inexistente?
De ser así, Dinah era inocente, y Zenia Gadney, la víctima elegida al azar por un loco al que quizá nunca encontrarían. Desde luego no hallaría pruebas de su existencia en los siguientes dos días. Era domingo. Le constaba que Pendock querría someter el caso a la deliberación del jurado antes de Navidad, que era el miércoles. De lo contrario tendría que posponerlo hasta la semana siguiente. El jurado detestaría semejante decisión y le echarían la culpa a él.
Sintió el peso del desespero como si se estuviera ahogando, hundiéndose mientras el agua le cubría la cabeza y le impedía respirar. Qué absurdo. Estaba tendido en su cama, mirando cómo el techo se iba iluminando. Gozaba de la misma salud que siempre. Era la desilusión lo que le pesaba, así como el admitir un fracaso mucho más profundo y que iba más allá de la mera pérdida de un caso. Quería que Dinah fuese inocente, que fuese una mujer cuerda, valiente y leal que amaba a su marido, incluso una vez fallecido, más de lo que se amaba a sí misma.
Fue en ese momento cuando tomó la decisión de ir a ver a Amity Herne aquel mismo día a fin de que lo ayudara a conocer más a fondo a Lambourn y sus complejas relaciones personales. Quizás averiguaría cosas que preferiría no saber, pero ya era demasiado tarde para eludir cualquier verdad aunque demostrara la culpabilidad de Dinah. No quedaba tiempo para doblegarse a sus propios deseos.
La hora del almuerzo era el momento menos apropiado para visitar a quien fuera, sobre todo sin estar invitado, pero las circunstancias no le dejaban otra alternativa. Además, reconoció que en realidad le traía sin cuidado que Amity y su marido pudieran molestarse u ofenderse.
Se vistió con conservadora elegancia, como si acabara de salir de la iglesia aunque no hubiese asistido al oficio dominical. Aquella mañana, el ritual y la pomposa certidumbre del pastor le habrían resultado cualquier cosa menos tranquilizadores. Necesitaba pensar, hacer planes, enfrentarse a las peores posibilidades.
A las doce y media se encontraba en la puerta del domicilio de Barclay Herne. Poco después el mayordomo, no sin cierta renuencia, lo hizo pasar a la sala de día y le pidió que aguardara mientras informaba a su amo de la visita de sir Oliver Rathbone.
En realidad era a Amity Herne a quien Rathbone deseaba ver, pero aprovecharía la oportunidad de hablar con ambos. Si tuviera ocasión, le gustaría observar cómo reaccionaban estando juntos. Rathbone se había preguntado si era posible que se hubiese dejado influenciar por Barclay y sus ambiciones para distanciarse de su hermano. Estaba resuelto a presionarla hasta donde fuese capaz con tal de averiguar cualquier cosa que pudiera modificar el concepto que tenía de Dinah, aunque solo fuera para prolongar el juicio más allá de la Navidad, de modo que Monk tuviera ocasión de descubrir algo más.
Mientras daba vueltas a estos pensamientos, se movía inquieto por aquella sala de día más bien pretenciosa. Las estanterías estaban llenas de libros encuadernados idénticamente y había un retrato bastante grande y favorecedor de Amity encima de la chimenea, unos veinte años más joven, con la tez y los hombros perfectos. De pronto fue consciente de lo desesperado que estaba.
La puerta se abrió y entró Barclay Herne, que la cerró a sus espaldas. Llevaba un atuendo informal, con fular en lugar de corbata y un batín que desentonaba con sus pantalones. Parecía desconcertado y un tanto inquieto.
—Buenas tardes, sir Oliver. ¿Le ha sucedido algo a Dinah? Espero que no se haya venido abajo.
Fue a todas luces una pregunta y escrutó con preocupación el semblante de Rathbone en busca de una respuesta.
—No —lo tranquilizó Rathbone—. Que yo sepa, sigue encontrándose relativamente bien, pero me temo que no puedo ofrecer demasiadas esperanzas de que vaya a seguir así.
Herne se estremeció.
—No sé qué hacer por ella —dijo con un ademán de impotencia.
Rathbone se sentía incómodo, era consciente de que los estaba poniendo a ambos en una situación embarazosa, quizás en balde. Aun así, siguió adelante.
—Tengo la impresión de que hay algo fundamental que no entiendo. Le quedaría muy agradecido si pudiera hablar con usted y la señora Herne con franqueza. Soy consciente de la hora que es, y bien podrían ustedes tener otros planes, sobre todo estando tan cerca la Navidad. No obstante, esta es la última oportunidad que tengo para hallar algún argumento que me permita suscitar una duda razonable sobre la culpabilidad de la señora Lambourn, o incluso para pedir clemencia.
Herne perdió todo el color del rostro, quedando pálido y con la frente perlada de sudor.
—Tenga la bondad de acompañarme al salón. Todavía no hemos almorzado. Quizá le apetecería unirse a nosotros.
—Lamento causarles tantas molestias —se disculpó Rathbone, siguiendo a Herne a través del espléndido vestíbulo hacia el salón. Este era suntuoso, con cortinas de terciopelo burdeos y lujosos sillones de caoba rojiza con las patas talladas. Las superficies de las mesas a juego relucían tan inmaculadas como si nunca se hubiesen utilizado.
Amity Herne estaba sentada en una butaca junto al fuego, que ya ardía con viveza aun siendo primera hora de la tarde. Detrás de los ventanales, el sol iluminaba un pequeño jardín. Todas las plantas perennes estaban podadas, y la fértil tierra negra, desherbada y rastrillada.
Amity no se levantó.
—Buenas tardes, sir Oliver.
Estaba sorprendida de verlo y resultaba obvio que aquella sorpresa no la complacía en absoluto. Lanzó una gélida mirada a su marido y se volvió de nuevo hacia Rathbone.
Herne contestó a su tácita pregunta.
—A sir Oliver le gustaría hablar con nosotros para ver si podemos decirle algo que pueda ayudar a Dinah —explicó.
Amity miró a Rathbone. Sus ojos color avellana eran fríos, recelosos. Sin duda aquella tranquila tarde de domingo había confiado en olvidar, aunque solo fuese para darse un breve respiro antes de lo inevitable, todo lo que Rathbone le había hecho recordar.
—Lo siento —se disculpó Rathbone otra vez—. De haber podido elegir un momento mejor, lo habría hecho.
Amity no lo invitó a tomar asiento, pero Rathbone se tomó la libertad de hacerlo, ocupando una butaca que quedaba en diagonal a la de ella. Se puso cómodo deliberadamente, dando a entender que no tenía intención de marcharse. Vio en su ligero cambio de expresión que Amity lo había captado a la primera.
—No sé qué cree que yo pueda decirle que le resulte útil —dijo Amity con cierta frialdad—. ¿No es un poquito tarde ya?
Fue una pregunta cruel pero sincera.
—En efecto —confirmó Rathbone—, pero tengo la sensación de que hay algo importante que no sé y que mi defensa podría fundamentarse en ello.
—¿Qué defensa puede existir para quien ha matado a una mujer… de esa manera? —interrumpió Herne, pasando por delante de Rathbone para sentarse enfrente de su esposa, al otro lado de la chimenea—. No puede haber causa alguna que justifique hacer algo semejante. Ella… le rajó el vientre, sir Oliver. No fue una simple pelea que acabó mal. Eso cabría comprenderlo, pero no esa… atrocidad.
Inhaló deprisa, como si quisiera cambiar la palabra que había empleado, y masculló algo ininteligible.
—No tienes por qué explicarte, Barclay —dijo Amity enseguida—. Zenia Gadney quizá fuese una mujer de moral relajada y una vergüenza para la familia, pero no merecía que la destriparan como un pescado.
Una vez más Herne abrió la boca para protestar y, una vez más, optó por quedarse callado.
—Por supuesto, tiene toda la razón —corroboró Rathbone—. Cuesta imaginar que exista algo que dé sentido a tan pavorosa barbaridad. Usted dice, y Dinah lo ha reconocido, que ella siempre supo de la existencia de Zenia Gadney, de su relación con el doctor Lambourn y de que la mantuvo durante más de quince años. De hecho, el dinero salía de la cuenta de los gastos domésticos y los pagos estaban anotados en el libro de contabilidad de la casa, el veintiuno de cada mes. Dinah dice que admiraba al doctor Lambourn por ocuparse de la señora Gadney de ese modo y que, cuando el testamento fuese autenticado, tenía intención de seguir haciéndolo ella misma.
Amity abrió mucho los ojos.
—¿Y usted la cree? Sir Oliver, Zenia Gadney, o quizá debería decir Zenia Lambourn, era la viuda de mi hermano a efectos legales. Tenía derecho a percibir todo su patrimonio, no un puñado de libras cada mes, otorgadas a criterio de una mujer que en realidad solo era su querida.
—Amity… —protestó Herne.
Amity no le hizo caso.
—Le resultaría difícil presentar estos hechos de una manera favorable, sir Oliver. Matar por dinero, aunque sea para dar de comer a tus hijos, no está justificado. Y menos aún con tal grado de demencial brutalidad. Sin duda no le resultaría fácil convencer al jurado de que fue algo tan simple como eso. Si yo fuese el señor Coniston, les daría a entender que Joel había comenzado a cansarse de Dinah y que se estaba planteando pedir a Zenia que regresara junto a él como su legítima esposa, y que eso fue lo que condujo a Dinah a semejante frenesí de odio.
—¡Por el amor de Dios, Amity! —explotó Herne—. No es preciso que…
—Te ruego que no blasfemes, Barclay —interrumpió Amity en voz baja—. Y menos en domingo y delante de nuestro invitado. No estoy defendiendo esa vía de actuación, solo advierto a sir Oliver de lo que puede ocurrir en el alegato final de la acusación. Sin duda es mejor estar preparados para ello. Es preciso que haya algo que explique tanto ensañamiento.
Rathbone sintió que el frío se adueñaba de él. Le repugnaba lo que Amity acababa de decir, así como el sereno e inteligente modo en que lo había formulado, pero era verdad. Si él ocupara el lugar de Coniston quizás haría lo mismo.
—No me lo había planteado así —reconoció en voz alta—, pero, por supuesto, tiene razón. Tiene que haber algo que explique tanta brutalidad y, si bien no creo lo que usted sugiere, tampoco tengo pruebas que demuestren que no es cierto.
—Lo siento. Quisiera poder ayudarlo —respondió Amity con más amabilidad—, pero al final solo la verdad prevalecerá.
Barclay se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se tapó la cara con las manos. ¿Estaba más afligido que su esposa? ¿O simplemente tenía un carácter más emotivo? Lambourn había sido el hermano de Amity. Tal vez una parte de ella no pudiera perdonar a Dinah la profunda pena que le había causado.
—¿Conocía bien a Zenia? —preguntó Rathbone, mirando a Amity—. Me refiero a antes de lo que le causara la adicción y de su separación del doctor Lambourn.
La confusión tiñó por un momento el semblante de Amity. Estaba claro que aquella pregunta la había pillado por sorpresa. Titubeó, buscando la respuesta apropiada.
—No —terció Herne—. Entonces no vivíamos en la misma zona, y en esa época mi esposa no estaba en condiciones de viajar. Joel nos contó que Zenia era sosegada, amable, una mujer muy decente aunque un tanto común.
Amity se volvió hacia Rathbone con dos minúsculas arrugas de irritación entre sus cuidadas cejas.
—Lo que mi marido quiere decir es que no era excéntrica ni llamaba la atención.
A diferencia de Dinah, pensó Rathbone, aunque se guardó de decirlo. Muy a su pesar, pensó primero en Margaret y luego en Hester. Durante un tiempo, la serena dignidad de Margaret, su elegancia y compostura le conferían belleza al tiempo que eran exactamente lo que más deseaba en una mujer, sobre todo en una esposa. La pasión y la energía de Hester se le habían antojado demasiado agotadoras en una esposa, demasiado impredecibles. No obstante, ¿cabía pensar que hubiese estado enamorado de Hester como no lo había estado de Margaret?
De ser así, ¿por qué no había perseguido a Hester antes de que se casara con Monk? ¿Fue por sensatez, sabedor de que no le proporcionaría la felicidad deseada, o fue mera cobardía? ¿Joel Lambourn había abandonado a Zenia por aburrimiento, conquistado por la vistosidad y la vitalidad de Dinah, así como por el obvio amor que ella le profesaba? ¿Y había acabado por lamentarlo?
¿Rathbone habría acabado por cansarse de Hester? ¿Acaso su ardor e inteligencia le habrían exigido más de lo que estaba dispuesto a darle, tal vez más pasión de la que poseía?
Estaba fuera de lugar pensar en todo aquello. Monk amaba a Hester cuando se casaron; probablemente desde mucho antes aunque se negara a reconocerlo. A Rathbone le constaba, pues lo veía en el semblante de Monk, que ahora su amor era mucho más profundo. El tiempo, las buenas y malas experiencias compartidas habían vaciado una vasija mayor para ambos, un recipiente capaz de contener un sentimiento más amplio. Si él hubiese tenido igual valía, le habría sucedido lo mismo.
Miró a Amity.
—¿El doctor Lambourn le confiaba sus sentimientos, señora Herne? Entiendo su delicadeza al proteger la intimidad de su hermano, sobre todo habida cuenta de que ya no puede defenderse por sí mismo, pero tengo una imperiosa necesidad de comprender la verdad.
Herne levantó los ojos para observar a Amity, pendiente de su respuesta.
Amity parecía debatirse en su fuero interno.
—Solo puedo juzgar sus actos —dijo finalmente—. Cada vez visitaba a Zenia más a menudo, posiblemente con más frecuencia de la que permitía que Dinah supiera. Quizás ella lo descubrió y eso le suscitara sospechas y, más adelante, temor. Joel era un hombre muy sosegado. Detestaba las escenas, creo que como la mayoría de los hombres. Hay mujeres que las usan como armas; implícitamente, por supuesto, no abiertamente. Dinah tiene tendencia a dramatizar. Es egocéntrica y exigente. Algunas mujeres guapas se vuelven demasiado consentidas y nunca aprenden que la belleza es al mismo tiempo un don y una carga. A veces se apoyan en ella.
—Y Zenia era… muy común —terció Rathbone en voz baja.
Amity sonrió.
—Mucho. No era poco agraciada, solo… ¿Cómo puedo decirlo sin ser cruel? Era sosa. Pero también amable y generosa. Tal vez sea un tipo distinto de belleza que mejora con el tiempo, mientras que a la vistosidad y las facciones puede ocurrirles lo contrario. El dramatismo constante puede llegar a ser muy agotador, al cabo de un tiempo. Uno ansía la normalidad, la sinceridad sin esfuerzo.
Herne la miraba fijamente, con el semblante transido de aflicción. No obstante, nada en su expresión indicaba qué lo apenaba.
—Entiendo —dijo Rathbone, reparando en que su voz sonaba desprovista de emoción—. ¿Esto sería antes de que lo consternara tanto el rechazo de su informe sobre el uso del opio, con sus recomendaciones para regular la venta?
—Eso ya lo hemos hablado —interrumpió Herne bruscamente—. El informe estaba plagado de anécdotas, y eso era totalmente inapropiado. Joel se permitió implicarse emocionalmente con las tragedias inherentes al asunto, lo cual es comprensible en las personas normales y corrientes. Sería inhumano no apiadarse de una mujer que mata sin querer a su propio hijo…
Hizo un gesto de dolor, y su rostro reflejó una emoción descarnada. Tomó aire jadeando y prosiguió con voz ronca.
—Ahora bien, tales sentimientos no tienen lugar en un estudio científico. Intenté explicárselo, hacerle ver que debía ceñirse a datos y cifras, a detalles tangibles que pudieran medirse, de modo que pudiéramos tomar con calma las medidas pertinentes para reducir los riesgos, sin ser excesivamente restrictivos y negando el uso legítimo de medicamentos. Pero él adoptaba una actitud… rayana en la histeria. Se negaba a escuchar.
Miró a Amity como esperando que ella confirmara lo que había dicho, cosa que hizo de inmediato, volviéndose hacia Rathbone.
—Joel se mostraba muy poco razonable. Parecía que hubiese perdido el equilibrio mental. Yo respetaba su compasión por quienes sufren, por supuesto. Todos lo hacemos. Pero su exaltación no ayudaba a la causa. Ambos intentamos… —Miró a Herne, que asintió enseguida—. Pero no conseguimos convencerlo de que quitara del documento los testimonios de oídas y que se limitara a las cifras. Cada caso debía ir acompañado de los pormenores relevantes y las fechas de las declaraciones de todos los testigos con su dirección, la relación de productos que utilizaban y los informes médicos o forenses que fueran fiables.
Rathbone se sorprendió, dado que lo que otras personas le habían referido sobre la conducta profesional de Lambourn era muy diferente.
—Entiendo —dijo con gravedad—. Ningún tribunal aceptaría solo pruebas anecdóticas. Me doy perfecta cuenta de que en el Parlamento sucedería lo mismo. ¿Cree que tenía problemas de salud en esa época? —preguntó a Amity.
Ella sopesó su contestación unos instantes. Mientras duró el silencio, Rathbone oyó pasos en el vestíbulo, seguidos de voces.
Amity se quedó helada, erguida y absolutamente inmóvil en su asiento.
Herne se puso de pie muy despacio. Su semblante traslucía cierta aprensión. Se volvió hacia Rathbone.
—El señor Bawtry almorzará con nosotros —dijo entrecortadamente—. Dijo que si le era posible, vendría. Lo siento. Comprendo que esto es un asunto de familia, pero él es mi superior y no puedo negarme.
Rathbone quitó importancia a la cuestión con un comedido y elegante ademán.
—Por supuesto que no. Y ya hemos abordado los aspectos más personales del tema. Si hubiera algo más que ataña al informe o a la reacción del doctor Lambourn cuando fue rechazado, el señor Bawtry estará tan bien informado como usted. Seré tan breve como pueda.
Miró a Amity esperando ver hielo en sus ojos, pero, en cambio, lo que vio fue una vitalidad que lo dejó totalmente perplejo. Entonces ella se levantó y se volvió hacia la puerta, que estaba abriendo el lacayo. Un instante después entró Sinden Bawtry. Saltaba a la vista que lo habían advertido de la presencia de Rathbone. Se aproximó con paso decidido, sonrió a Amity y le tendió la mano a Rathbone.
—Buenas tardes, sir Oliver. Me alegro de verlo, aunque me figuro que está aquí para obtener alguna información de última hora a fin de concluir este desdichado juicio tan decentemente como pueda y, si es posible, antes de Navidad.
Rathbone le estrechó la mano. Su apretón fue firme y formal, pero no demostró prepotencia. No tenía necesidad de ella. Aquella no era su casa, pero dominaba el salón con la misma naturalidad que si él hubiese sido el anfitrión y ellos tres los invitados.
—No podemos hacer nada —dijo Herne con una creciente nota de desesperación—. Ya hemos explicado que el pobre Joel parecía estar perdiendo el dominio de sí mismo. Que se mostraba excesivamente emotivo y todo lo demás. Fue imposible aceptar su informe. No era profesional.
Amity le lanzó una mirada de irritación, pero la intervención de Bawtry le impidió hablar.
—En mi opinión, cuanto menos se hable de Joel, mejor —comentó Bawtry, sonriendo a Rathbone—. Resultaría muy desafortunado para su causa que intentara justificar el asesinato de esa mujer dando a entender la existencia de un posible móvil. Francamente, la única esperanza que veo para ella es suscitar una duda razonable señalando que la señora Gadney estaba desesperada por conseguir dinero e intentó probar suerte volviendo a ejercer la prostitución.
Sonrió con tristeza, casi como si se disculpara.
—Podría hacerlo fácilmente sin mancillar en exceso su nombre. Dios me libre de sugerir que lo tenía merecido, solo que tuvo la mala suerte de no poder defenderse porque estaba sola cuando la atacaron. Si gritó, nadie la oyó. Una mujer acostumbrada a la vida en las calles quizás habría tenido el atino de no frecuentar aquel lugar sin… como los llaman… sin un chulo.
Herne estaba consternado.
—Antes era una mujer decente… —protestó.
—¡Igual que Dinah! —replicó Amity—. Por el amor de Dios, Barclay, deja que acabemos esto de una vez. Solo hay una manera en la que puede terminar. A nadie engañamos fingiendo que fue un infortunio y que no tuvo nada que ver con los celos o la desesperación de Dinah para asegurarse que heredaba el dinero de Joel. El cuento de hadas de que no se quitó la vida sino que fue asesinado en Greenwich Park por una misteriosa conspiración es ridículo. Nadie le da crédito. —Se volvió hacia Rathbone—. ¿Tiene algo más que…?
Bawtry le tocó el brazo con mucha delicadeza, casi como si se lo acariciara.
—Señora Herne, lleva razón en lo que dice, y además demuestra su sinceridad y su humanidad. Es normal que desee poner fin a la tortura mental a la que nos está sometiendo este juicio, pero debemos aguardar hasta su conclusión, en silencio si es preciso.
Se volvió hacia Rathbone.
—Sir Oliver hará cuanto pueda por su cuñada, pero es un esfuerzo abocado al fracaso, y él lo sabe tan bien como nosotros. Se trata de velar por que se cumpla la ley. —Dedicó a Rathbone una breve sonrisa que le iluminó los ojos—. Supongo que quizá será necesario prolongarlo hasta después de Navidad para asegurarse de que se hace justicia. Es una lástima, aunque no inevitable.
Amity pareció relajarse y su semblante cambió de expresión. Sus ojos volvieron a brillar.
—Perdón —dijo en voz baja—. Por supuesto. No es mi intención refutar lo inevitable. Me figuro que sería un poco raro no encontrarlo angustioso.
—Por descontado —corroboró Bawtry. Desvió la mirada de ella a su marido—. Sé que lo apreciabas mucho, Barclay, y, por consiguiente, estas revelaciones acerca de su esposa sin duda te causan una profunda impresión. Es lógico querer negarlas, pero estoy convencido de que hallarás fuerzas en tu esposa, además de gratitud, para no perder tu capacidad o tu reputación profesional tal como le ocurrió al pobre Lambourn.
Herne hizo un doloroso y patente esfuerzo por recobrar la compostura, irguiéndose con los hombros hacia atrás y la mirada al frente.
—Por supuesto —confirmó. Luego se volvió hacia Rathbone—. Siento que no hayamos podido serle más útiles, sir Oliver. Me temo que no cabe discutir los hechos. Gracias por su visita.
Rathbone no tuvo más remedio que marcharse con dignidad. Se llevó consigo un montón de impresiones, aunque ninguna de ellas útil, ni siquiera remotamente.