Capítulo 11

Cuando Rathbone se hubo marchado, Hester y Monk se sentaron a un lado y otro de la cómoda mesa de la cocina, cuya calidez ahora no llegaba a traspasarles la piel.

—¿Qué vas a hacer para ayudarlo? ¿Qué puedes descubrir?

Más que una pregunta, pareció una afirmación.

—No lo sé —contestó Monk—. Ya he agotado prácticamente todas las vías de investigación. En Limehouse no hay nada que encontrar. Ningún otro crimen como este, ninguna enemistad que fuera más allá de una riña en la tienda de ultramarinos o una diferencia de opinión sobre el tiempo. Según parece la pobre Zenia solo se relacionaba con Lambourn. Ni siquiera he podido averiguar a qué dedicaba el tiempo, salvo a hacer pequeños favores a los vecinos y algunos trabajos de costura. Leía libros, la prensa…

—¿Es posible que se enterara de algo sobre alguien, por casualidad? —sugirió Hester—. ¿Que oyera algo sin querer?

—Es posible. —Monk deseaba estar de acuerdo con Hester, transmitir alguna esperanza sincera—. Pero no hay nada que lo sugiera. Era una mujer casi invisible. Y aunque supiera algo, eso no basta para explicar la mutilación.

—¿Ningún pariente? —insistió Hester, con un deje de desesperación asomándole a la voz. Le caía un mechón de pelo sobre la frente, pero no parecía ser consciente de ello.

—Nadie conoce a ninguno —contestó Monk—. Hemos investigado.

—Pero seguirás intentándolo, ¿verdad?

—¿Por Dinah Lambourn o por Rathbone? —preguntó Monk con un asomo de sonrisa.

Hester se encogió de hombros casi imperceptiblemente y su mirada fue más dulce.

—En parte por la verdad, pero sobre todo por Oliver —admitió.

—Hester… No puedo hacer gran cosa. El suicidio de Lambourn queda fuera de mi jurisdicción. Puedo hacer unas cuantas preguntas, pero no justificar que le dedique demasiado tiempo. Me dirán que el informe fue destruido, y no puedo demostrar lo contrario. Quizás incluso digan que lo destruyó el propio Lambourn porque sabía que era erróneo. No están obligados a demostrar que sea verdad.

—Hace mucho que no te tomas unas vacaciones —dijo Hester, mirándolo de hito en hito—. Podrías hacerlo ahora. Te ayudaré. Ya he pedido al doctor Winfarthing que vea qué clase de información puede conseguir, solo para compararla con lo que sostenía Joel Lambourn.

Monk se estremeció de miedo, como si una mano fría recorriera toda su piel.

—Hester, si es cierto que alguien mató a Lambourn por culpa de ese informe, ¡puedes haber puesto a Winfarthing en peligro!

—Se lo advertí —repuso Hester enseguida, ruborizándose levemente—. Así pues, piensas que existe un peligro real, ¿no?

Hester se las había ingeniado para que lo admitiera no solo ante ella sino, posiblemente más importante, ante sí mismo. Tal vez esa había sido su intención desde el principio.

—Podría ser… —admitió Monk—. Si lo que Dinah dice sobre el informe es correcto, hay grandes sumas de dinero en juego, y quizás incluso reputaciones. Pero eso no significa que asesinaran a Lambourn ni que Dinah sea inocente.

—Te ayudaré —repitió Hester.

Monk no tuvo inconveniente en ceder ante ella, al menos hasta que hubiese intentado con más ahínco descubrir la verdad. Había algo en la valentía de Dinah que lo conmovía, pese a que su razón le decía que era culpable. Desde luego no estaba satisfecho con la explicación dada al suicidio de Lambourn, según la cual fue provocado por su desesperación al ver rechazado el informe. Su carrera hasta entonces, y el modo en que sus colegas hablaban de él, decían que estaba hecho de una madera más noble.

Además era tan consciente de su propia felicidad que deseaba con toda su alma hacer algo que distrajera a Rathbone de la amargura de su desilusión.

Primero pasó por la comisaría de Wapping y luego se dirigió a los archivos de la Policía Metropolitana para averiguar quién había estado a cargo de la investigación sobre la muerte de Joel Lambourn. Dada la importancia del caso, ya sabía que no se había encargado a la policía local de Greenwich.

Se quedó pasmado al descubrir que lo había llevado el comisario Runcorn, quien, a principios de su carrera, había sido amigo y compañero de Monk, luego su rival y finalmente su superior. Era cuestión de opinión si Runcorn había despedido a Monk del cuerpo o si él, previamente, había presentado su dimisión. En cualquier caso, había sido una discusión acalorada y desagradable. Se separaron dando por terminada su amistad. Monk había pasado los años siguientes trabajando como investigador privado. La nueva ocupación le daba mucha libertad para elegir qué casos aceptar y cuáles rehusar, al menos en teoría. En la práctica, había sido un trabajo duro y económicamente precario.

Durante esos años sus caminos se cruzaron en varias ocasiones. Para sorpresa de ambos, el respeto que uno sentía por el otro fue en aumento. Más adelante Monk se dio cuenta de que su conducta había sido innecesariamente agresiva, con frecuencia intolerante. Estando al mando de hombres en la Policía Fluvial había aprendido cuánto daño podía hacer al cuerpo un único elemento obstructivo. Aquello había cambiado radicalmente su opinión sobre Runcorn.

Y cuando Monk ya no era su inferior en el escalafón y aun así siempre iba un paso por delante de él en los razonamientos, Runcorn había comenzado a apreciar sus aptitudes, así como a mostrar un sorprendente respeto por su coraje y la desventaja que su amnesia le había supuesto antaño.

Monk nunca había recuperado la memoria y no recordaba casi nada de su vida antes del accidente. De vez en cuando acudían a su mente destellos fugaces, pero no imágenes completas. Las piezas sueltas no encajaban para formar un todo. Ahora ya no lo obsesionaba. Ya no temía a los desconocidos como hiciera antes, siempre consciente de que podían conocerlo sin que él supiera si eran amigos o enemigos, o incluso que pudieran saber cosas sobre su persona que él ignoraba.

Enfrentarse de nuevo a Runcorn era peor que tratar con alguien que no lo conociera. Pero al menos no sería necesario dar explicaciones. Pese a la enemistad que se había prolongado tantos años, ya habían dejado atrás la época de los malentendidos.

Monk fue a la comisaría de Blackheath, cuyo comisario era Runcorn, y dio su nombre y rango al cabo del mostrador de la entrada.

—Es un asunto muy grave —le dijo Monk—. Guarda relación con una muerte relativamente reciente que podría ser un asesinato. El comisario Runcorn debería ser informado de inmediato.

Al cabo de diez minutos un agente condujo a Monk al despacho de Runcorn. Entró y no se sorprendió al ver lo ordenado que estaba. A diferencia de Monk, Runcorn siembre había sido de una pulcritud rayana en la obsesión. Ahora tenía más libros que antes, pero también había bonitos cuadros en las paredes, paisajes bucólicos que transmitían una sensación de serenidad. Aquello era nuevo, bastante impropio del hombre que Monk había tratado tiempo atrás. En uno de los estantes había un jarrón, un objeto pintado de blanco y azul con gran delicadeza. Quizá no tuviera mucho valor en el sentido monetario, pero era precioso, con una forma curva de una sencillez exquisita.

Runcorn se levantó y fue a su encuentro tendiéndole la mano. Era un hombre corpulento, alto y con una barriga que engordaba con la edad. Peinaba más canas de las que Monk recordaba, pero no había ni rastro del enojo que solía crispar su expresión. De hecho, estaba sonriendo. Estrechó la mano de Monk con firmeza.

—Siéntese, por favor —invitó, indicando la silla enfrentada al escritorio—. Culpepper me ha comentado algo sobre una muerte que podría ser un asesinato.

Monk se había preparado para un recibimiento completamente distinto; en cierto modo, casi para ver a un hombre diferente. Se quedó desconcertado. Ahora bien, si titubeaba se pondría en evidencia, cosa que no solo lo dejaría en desventaja, y eso no se lo podía permitir con Runcorn, sino que también le haría parecer insincero.

—He estado trabajando en el brutal asesinato de una mujer cuyo cuerpo fue hallado en el embarcadero de Limehouse hace once días —comenzó, aceptando el asiento ofrecido.

La expresión de Runcorn cambió al instante, reflejando repugnancia y algo que parecía genuina aflicción.

Monk volvió a sorprenderse. En el pasado, rara vez había percibido semejante sensibilidad en Runcorn. Solo recordaba una ocasión, en una tumba, en la que había mostrado una repentina compasión. Tal vez aquel fue el momento en que sintiera verdadero afecto por Runcorn, entendiendo al hombre que había detrás de las estratagemas y las actitudes agresivas.

—Pensaba que ya había arrestado a alguien por ese crimen —dijo Runcorn en voz baja.

—Así es. Los periódicos todavía no están al tanto, pero dudo que tarden en enterarse.

Runcorn se mostró perplejo.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Monk respiró profundamente.

—Dinah Lambourn.

—¿Qué?

Runcorn hizo un ademán negativo, como si no lo creyera posible.

—Dinah Lambourn —repitió Monk.

—¿Qué pasa con ella?

Runcorn todavía no lo entendía.

—Todas las pruebas indican que fue ella quien asesinó a esa mujer junto al río. Se llamaba Zenia Gadney —explicó Monk.

Runcorn se quedó atónito.

—Eso es ridículo. ¿Cómo iba a conocer la viuda del doctor Lambourn a una prostituta de mediana edad de Limehouse, y mucho menos a interesarse por ella? —dijo Runcorn, no enojado sino solo incrédulo.

Monk fue consciente de lo absurdo de su respuesta mientras contestaba.

—Joel Lambourn mantuvo relaciones con Zenia Gadney a lo largo de los últimos quince años —aclaró—. La visitaba como mínimo una vez al mes y le daba un dinero que era su único sustento.

—No me lo creo —dijo Runcorn simplemente—. Pero suponiendo que fuese verdad, al morir Lambourn ella se quedaría sin nada. Lo más probable es que volviera a hacer la calle y que se topara con un maldito loco. ¿No es esa la explicación más evidente?

—Sí —contestó Monk—, salvo que no hemos hallado rastro alguno de un loco. Un hombre que mata de esa manera no comete solo un crimen. Usted sabe tan bien como yo que habría cometido otros antes o que lo haría poco después. Mientras ve que se sale con la suya, ataca al azar con una violencia que va en aumento a medida que crece su demencia.

—¿Y si hubiese sido alguien que estuviera de paso? —sugirió Runcorn—. Un marinero. No pueden encontrarlo porque no vive aquí. Sus crímenes anteriores ocurrieron en otros lugares.

—Ojalá fuera así —dijo Monk, muy en serio—. Esto fue terriblemente personal, Runcorn. Vi el cadáver. Un hombre tan loco como para hacer eso deja rastro. Otras personas río arriba o abajo habrían reparado en él. Incluso un marinero extranjero habría llamado la atención. No pensará que no hayamos investigado esa posibilidad, ¿verdad?

—También se habrían fijado en Dinah Lambourn —replicó Runcorn al instante.

—Y en efecto fue vista… por varias personas. Montó toda una escena tratando de encontrar a Zenia Gadney. La gente que ese día estaba en la tienda de comestibles la recuerda, y el tendero también.

Runcorn se quedó anonadado. Negó con la cabeza.

—¿Quiere que testifique contra ella? No puedo. A mí me pareció la mujer más cuerda que haya conocido jamás: una mujer que amaba profundamente a su marido, cuya muerte la dejó destrozada. Apenas podía creer lo que había ocurrido. —El semblante del propio Runcorn transmitía aflicción—. Me cuesta trabajo imaginar cómo puede uno hacer frente a que la persona que más ama en el mundo, y en la que más confía, se haya quitado la vida sin ni siquiera haberle hecho saber que estaba deprimida hasta el punto de desear morir.

—Yo tampoco. —Monk se negó a pensar en Hester—. Me figuro el golpe que supondría para ella enterarse de su aventura de quince años con una prostituta de mediana edad de Limehouse.

—¿Ella lo sabía?

—Sí. Su cuñada sostiene que sí, y la propia señora Lambourn lo reconoce.

Runcorn se quedó petrificado en el asiento como si una parte de él estuviera paralizada.

—¿Admite que mató a esa tal… Gadney? —preguntó.

—No —contestó Monk—. Afirma que no lo hizo. Juró que estaba con una amiga suya, una tal señora Moulton, en una soirée…

—¡Ahí lo tiene! —exclamó Runcorn con alivio. Finalmente se relajó, acomodándose de nuevo en la silla.

—Y la señora Moulton dice que estuvo en una exposición, pero al presionarla admitió que Dinah Lambourn no estaba con ella —dijo Monk.

Runcorn volvió a ponerse tenso.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó—. No puedo declarar contra la señora Lambourn. Lo único que conozco de ella es su dignidad y su pesar.

Runcorn miró a Monk a los ojos con franqueza y una lástima manifiesta.

Aquella era la parte más difícil. Cosa rara en él, Monk se dio cuenta de que no quería ofender a Runcorn y ciertamente se sorprendió. En el pasado solía disfrutar buscando ocasiones para pelearse con él.

—Me rogó que pidiera a Oliver Rathbone que la defendiera —comenzó Monk, un tanto vacilante—. Él se avino a hacerlo. Y ahora me ha pedido que lo ayude. No sé si piensa que podría ser inocente. No hay ningún hecho que lo sustente. Pero todo el caso está plagado de ambigüedades, y reviste mucha más importancia que la mera justicia que merece Zenia Gadney.

—¿Mera justicia? —preguntó Runcorn con los ojos muy abiertos.

Monk no defendió la expresión que había usado.

—También justicia para Dinah Lambourn y para Joel Lambourn, así como todo el asunto del proyecto de Ley de Farmacia.

Runcorn frunció el ceño.

—¿Joel Lambourn? No lo entiendo.

Monk se lanzó de cabeza.

—Dinah afirma que no se suicidó. Dice que fue asesinado por culpa del informe que hizo sobre la venta de opio y el daño que causa, en concreto la muerte de muchos bebés y niños pequeños. Sostiene que la misma gente que lo asesinó también asesinó a Zenia Gadney con el propósito de impedir que ella cuestionara su muerte o que atrajera demasiado interés sobre su informe. Informe que al parecer ha desaparecido; todas las copias, incluso las notas.

Runcorn no lo interrumpió, tan solo se inclinó hacia delante en el asiento, tenso y perplejo, con la espalda un poco encorvada.

—Y, por descontado, si su aventura con Zenia Gadney acabara saliendo a relucir, como sin duda ocurrirá —prosiguió Monk—, también podría utilizarse como un motivo perfecto para explicar su suicidio.

Observó el semblante de Runcorn y vio su repulsa, su ira y, finalmente, una abrumadora compasión. Aquel era un Runcorn al que Monk no conocía, un hombre de una gentileza que nunca antes había visto en él. ¿Se debía a que Runcorn había cambiado radicalmente, o era él mismo quien había cambiado y solo lo percibía como siempre había sido?

Runcorn meditó un momento antes de contestar. Cuando lo hizo, eligió con cuidado sus palabras y sus ojos no se apartaron del rostro de Monk.

—La verdad es que no me satisfizo el veredicto sobre Lambourn —admitió—. Quise investigarlo con más detenimiento, atar los cabos sueltos. —Hizo un contenido gesto de negación—. Tampoco es que viera alguna otra resolución. Estaba solo allí arriba, sentado en el suelo, dejado caer contra el tronco del árbol. Los cortes le habían cubierto las muñecas de sangre. La ropa también. Ni siquiera sé por qué quise investigar más a fondo, pero me enervaba que un padre de familia se hubiese hecho aquello a sí mismo.

Runcorn se interrumpió, como si precisara una pausa para sopesar lo que iba a decir a continuación.

Monk pensó en la solitaria vida de Runcorn y se preguntó si sería capaz de imaginar cómo sería tener una esposa que lo amara tanto como Dinah Lambourn había amado a su marido. Pero mencionarlo sería una torpeza innecesaria y cruel.

—El gobierno tenía prisa por cerrar el caso lo antes posible —prosiguió Runcorn—. Decían que su trabajo era confidencial y que había cometido graves errores de juicio. No sé a qué se referían. —Puso cara de desconcierto—. Según tengo entendido, recogía datos sobre la importación y la venta de opio, los lugares donde se compra y la forma en que se etiqueta. ¿Qué clase de juicio cabía hacer sobre eso?

—No lo sé —reconoció Monk—. ¿Tal vez en lo concerniente a las pruebas que necesitaba para incluir un caso en el informe? ¿O en si los médicos archivaban debidamente las historias médicas? ¿Dijeron algo al respecto?

—No. —Runcorn negó con la cabeza—. Solo que, por el bien de su reputación y la de su familia, había que cerrar el caso cuanto antes y con la máxima discreción posible. Yo no estaba conforme con ciertos pormenores, pero podía entender sus deseos y también su respeto por el duelo de la familia. ¿Me está diciendo que verdaderamente existe una posibilidad de que se protegieran a sí mismos y no a la viuda?

—No estoy seguro. —Monk sintió el impulso de ser sincero—. Y necesito estarlo. ¿Usted llegó a ver el informe de Lambourn?

—No —contestó Runcorn—. Registraron su casa. Yo no tuve ocasión. De todos modos, el informe era propiedad del gobierno. Lo encargaron y pagaron unos honorarios a Lambourn. Lo que sí dijeron era que se fundamentaba más en sus sentimientos y suposiciones que en la recogida científica de datos, pero eso fue todo: ni un detalle más. —Runcorn suspiró—. Dieron a entender, sin llegar a decirlo, que el informe demostraba cierto desequilibrio mental. No parecían sorprendidos de que se hubiese quitado la vida, como si les constara que ya llevaba algún tiempo deprimido.

—¿Mencionaron su relación con Zenia Gadney? —preguntó Monk.

Runcorn negó con la cabeza.

—No. Dijeron que era excéntrico en varios aspectos. Quizá fuera eso lo que insinuaban. —Parecía apenado, como si estuviera evocando la tragedia demasiado vívidamente—. ¿Qué es lo que quiere hacer?

—Revisar las pruebas de nuevo —contestó Monk—. Ver si la historia de Dinah Lambourn tiene algún sentido, si hay cualquier cosa que suscite preguntas, que no encaje con el suicidio o con la teoría de que estaba perdiendo la cabeza, o con que padecía algún desequilibrio emocional.

—¿Está seguro de que tuvo una aventura con esa mujer de Limehouse? —preguntó Runcorn. Su rostro todavía manifestaba incredulidad. Ahora bien, ¿no había sido policía durante el tiempo suficiente para no asombrarse ante aquella aparente aberración?

—Al principio Dinah negó estar al corriente, pero luego admitió lo contrario —repitió Monk.

—Hay algo que no encaja —insistió Runcorn, mirando al escritorio para luego levantar la vista hacia Monk otra vez—. Me gustaría tener ocasión de revisarlo todo paso a paso, ver si hubo equivocaciones, pero tendremos que hacerlo con mucha discreción y extraoficialmente, pues de lo contrario el gobierno intervendrá para impedir que investiguemos.

Lo dijo sin el menor titubeo, sin asomo de duda.

Monk no se sorprendió, salvo por su coraje. El Runcorn que había conocido en el pasado nunca habría desobedecido a la autoridad, ni abiertamente ni a escondidas. Le tendió la mano.

Runcorn se la estrechó. No fue preciso formular con palabras su acuerdo.

—Puedo marcharme a las cuatro —dijo Runcorn—. Venga a mi casa a las cinco. —Anotó una dirección de Blackheath en un trocito de papel—. Le contaré lo que sé y podremos planear por dónde empezamos.

Monk aún se sorprendió más cuando llegó a la casa cinco minutos antes de las cinco de la tarde. Era una respetable casa de familia en una calle tranquila. El jardín estaba bien cuidado y, vista desde fuera, daba sensación de confort, incluso de permanencia. Nunca habría asociado un lugar así con Runcorn.

Su asombro fue mayúsculo cuando la puerta no la abrió Runcorn o una sirvienta, sino Melisande Ewart, la hermosa viuda que él y Runcorn habían interrogado como testigo de un asesinato hacía ya algún tiempo. Ella había insistido en prestar declaración cuando su autoritario hermano había intentado, sin éxito, impedírselo. Entonces Monk se había dado cuenta de que Runcorn la admiraba mucho más de lo que deseaba, y tal vez estuviera un poco enamorado de ella. Aunque le habría dado mucha vergüenza que Melisande lo hubiese adivinado. De hecho, fue un asunto tan íntimo que incluso Monk se guardó de hacer comentario alguno. Si la situación no hubiese sido tan delicada, Monk sin duda le habría tomado el pelo. Runcorn era el último hombre que cupiera imaginar enamorado, y mucho menos de una mujer de mayor rango y posición social, pese a que no dispusiera de dinero y dependiera de un hermano que a ella le resultaba agobiante.

Ahora Melisande le sonreía con una expresión ligeramente divertida y tal vez con un leve rubor en las mejillas.

—Buenas tardes, señor Monk. Me alegra verle de nuevo. Pase, por favor. ¿Quizá le apetecería una taza de té mientras conversan sobre el caso?

Monk recuperó el habla y le dio las gracias, aceptando el té que le ofrecía. Poco después se encontraba sentado con Runcorn en una sala pequeña pero acogedora con todos los indicios de una bien asentada paz hogareña. Había cuadros en las paredes; en el aparador, un jarrón con flores arregladas con gusto; y una canasta de costura en un rincón. Los libros de las estanterías eran de distintos tamaños, elegidos por su contenido, no como objetos de decoración.

Monk se sorprendió sonriendo hasta que Runcorn, no sin cierta timidez, le hizo volver al asunto que se llevaban entre manos.

—Estas son las notas que tomé en su momento.

Entregó a Monk unas hojas pulcramente escritas.

—Gracias —dijo Monk. Las cogió y las leyó.

Melisande trajo el té, acompañado de tostadas con mantequilla y pastelillos. Volvió a marcharse enseguida, sin la menor intención de entrometerse. Ambos se pusieron a merendar.

Runcorn aguardó pacientemente en silencio hasta que Monk terminó de leer y levantó la vista.

Monk habló del caso como si no hubiera ninguna otra cosa extraordinaria. No podía comentar la diferencia que constataba en Runcorn, la paz interior de la que no había gozado en toda su vida y que de súbito resultaba en extremo evidente. Monk no recordaba su vieja amistad, ni cómo se había deteriorado hasta convertirse en rencor. Aquello formaba parte de su pasado perdido. Pero había encontrado pruebas suficientes de su propia brusquedad, su afilada lengua, el ingenio virulento, la elegancia y la soltura en el porte que Runcorn nunca podría emular. Runcorn era torpe, siempre a la sombra de Monk, y cada pifia social iba en detrimento de su confianza en sí mismo.

Sin embargo, ahora nada de eso importaba. Runcorn se había despojado de ello como quien se quita un abrigo que le cae mal. Monk se alegraba por él mucho más de lo que hubiera creído posible. Seguramente nunca sabría cómo había cortejado y seducido a Melisande, que era guapa, más elegante e infinitamente más distinguida que Runcorn. Pero eso tampoco importaba.

—¿Vio a Lambourn en el lugar donde lo hallaron? —le preguntó Monk.

—Sí —contestó Runcorn—. Al menos eso fue lo que dijo la policía.

Monk captó su titubeo.

—¿Acaso lo duda? ¿Por qué?

Runcorn habló despacio, como si describiera una escena paso a paso mientras la iba rememorando.

—Estaba sentado un poco de lado, como si hubiese perdido el equilibrio. Tenía la espalda apoyada contra el tronco del árbol, con las manos en los costados, y la cabeza colgando hacia un lado.

—¿Y eso qué tiene de raro? —dijo Monk, con un asomo de duda—. ¿Por qué piensa que quizá lo movieron?

—Al principio pensé que solo me inquietaba verle en una postura tan incómoda —contestó Runcorn, eligiendo las palabras con un cuidado inusitado—. No he visto muchos suicidios, pero quienes se han suicidado de manera poco dolorosa siempre parecían estar… cómodos. ¿Por qué ibas a sentarte torpemente para hacer algo así?

—¿Y si se cayó? —sugirió Monk—. Como ha dicho antes, al perder las fuerzas perdería el equilibrio.

—Tenía las muñecas y los antebrazos cubiertos de sangre —prosiguió Runcorn, arrugando la frente al recordar—. También había un poco en las perneras de los pantalones, pero donde más había era en el suelo. —Levantó la vista hacia Monk y lo miró con firmeza—. El suelo estaba empapado en sangre. Pero el cuchillo no estaba allí. Dijeron que lo debía de haber tirado en alguna parte, o que trastabillando se le habría caído. Pero ningún rastro de sangre conducía al lugar donde estaba. ¿Y por qué diablos iba a lanzar un cuchillo después de haberse cortado las venas? Apenas le quedarían fuerzas para sostenerlo, y mucho menos para arrojarlo tan lejos que nadie pudiera encontrarlo.

Monk trató de imaginárselo, pero no lo consiguió.

—¿Qué hora era? —preguntó.

—Por la mañana. Serían las nueve cuando yo llegué.

—Eso significa que quien lo encontró tuvo que hacerlo muy temprano —señaló Monk—. En torno a las siete. ¿Qué hacía en el parque, en lo alto de One Tree Hill, a las siete de la mañana de un día de octubre?

—Dar un paseo —contestó Runcorn—. Hacer ejercicio. No había dormido bien y salió a despejarse antes de iniciar la jornada, según nos dijo.

—¿Pudo llevarse el cuchillo?

—Solo si se tratara de un loco —dijo Runcorn secamente—. ¡Vamos, Monk! ¿Qué sentido tiene robar el cuchillo con el que un suicida acaba de cortarse las venas? Era un hombre respetable de mediana edad. Trabajaba para el gobierno, aunque no recuerdo exactamente en qué, pero nos lo dijo.

—¿Para el gobierno? —preguntó Monk a bote pronto.

Runcorn captó lo que quería decir.

—Busqué rastros de sangre que condujeran allí. No había ninguno. Y el cuchillo no apareció. Lo buscamos en un radio de cien metros de donde estaba él. Es campo abierto. Si hubiese estado allí lo habríamos encontrado.

—¿Puede que se lo llevara un animal? —sugirió Monk sin convicción.

Runcorn torció las comisuras de los labios hacia abajo.

—¿Coger un cuchillo sin tocar la sangre del cadáver? ¡Está perdiendo facultades, Monk!

—Pues entonces ¿quién se llevó el cuchillo y por qué? ¿Qué hacía allí? ¿Lo cogió cuando murió o después? —Monk estaba diciendo en voz alta lo que sabía que ambos pensaban—. Por ahí es por donde hay que empezar. Hay mucho que indagar.

—Volveré a hablar con los testigos —se ofreció Runcorn, con un aire sombrío—. Tendremos que ser discretos, fingir que intentamos cerrar cualquier puerta habida cuenta del juicio que se avecina. Los hombres del gobierno fueron… —Se encogió de hombros—. Supuse que los movía la compasión, pero ahora comienzo a tener la impresión de que fue un ardid para mantenerme apartado.

Monk asintió.

—Voy a tomarme unas vacaciones. Hace tiempo que me corresponden. Deme nombres y direcciones de testigos, y diré exactamente eso: que estoy procurando asegurarme de que la defensa de Dinah Lambourn no reabra el caso de su marido.

No estaba seguro de que fueran a creerle ni de que no fueran a engatusarlo con las mismas historias otra vez, diciéndole que el gobierno tomaría cartas en el asunto, pero no se le ocurría una solución mejor.

Se despidió de Runcorn y dio las gracias a Melisande. Luego salió a la oscuridad de la calle, dispuesto a caminar hasta que encontrara un coche de punto que lo llevara a su casa, aunque en realidad no quedara muy lejos.

Monk comenzó a la mañana siguiente, el duodécimo día después del descubrimiento del cadáver de Zenia Gadney, contándole a Orme lo que se disponía a hacer. En el fondo no estaba seguro de qué esperaba averiguar ni de cuáles eran los motivos que lo impulsaban a hacerlo, salvo el de disipar la incertidumbre en la medida de lo posible.

Regresó a Greenwich resuelto a hablar directamente con las personas que habían visto el cadáver de Lambourn. La vez anterior no le habían facilitado el nombre del hombre que lo había descubierto mientras paseaba con su perro, pero ahora lo sabía gracias a Runcorn. Y esta vez también insistiría hasta dar con el agente Watkins, el primer policía que llegó al lugar de los hechos, tanto si estaba de servicio como si no.

También volvería a visitar al doctor Wembley. Le diría que el propósito de su investigación era proteger su caso contra cualquier acusación que Dinah pudiera hacer. Caminaba con brío bajo el pálido sol, sin ser siquiera consciente de que estaba buscando un coche de punto. Medio reconoció para sus adentros que tenía la esperanza de descubrir que Lambourn no se había suicidado, ni por su fracaso al presentar un informe que el gobierno se hubiese visto obligado a aceptar, ni porque su vida personal se hubiese desmoronado.

Estaba molesto consigo mismo. Era impropio de su carácter ser tan sentimental.

Casi habían dado las diez cuando llegó al silencioso y ordenado despacho del señor Edgar Petherton, a un tiro de piedra de Trafalgar Square. Era el hombre que había encontrado el cuerpo de Lambourn, y Monk se presentó y le explicó de inmediato quién era.

Petherton andaba por la cincuentena, pero ya tenía el pelo canoso. Sus ojos eran inusualmente oscuros y sus rasgos revelaban al mismo tiempo humor e inteligencia. Invitó a Monk a tomar asiento en uno de los dos sillones tapizados en piel que había junto a la chimenea, y él hizo lo propio en el otro.

—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó Petherton. Su voz fue serena y llena de curiosidad—. ¿Está seguro de que es conmigo con quien quiere hablar, y no con mi hermano? Trabaja en la Escuela Naval. Su nombre de pila es Eustace. De vez en cuando nos confunden.

—Quizás esté equivocado —admitió Monk—. ¿Fue su hermano quien paseaba a su perro a primera hora de la mañana, hace nueve o diez semanas, y encontró el cadáver del doctor Joel Lambourn?

Petherton no intentó disimular la pena que le causaba aquel recuerdo.

—Me temo que no se equivoca. Era yo. Ya contesté a todas las preguntas que me hizo la policía en su momento, y también a las de un caballero del gobierno. Del Ministerio del Interior, me parece.

—Me consta. —Monk pasó a darle la explicación que había estado planeando—. Me figuro que habrá leído en la prensa el violento asesinato de la pobre mujer que fue hallada en el embarcadero de Limehouse a principios de mes.

La impresión que se llevó Petherton fue patente.

—¿Qué diablos tiene eso que ver con la muerte de Lambourn? Falleció mucho antes de ese suceso.

—La viuda de Lambourn ha sido arrestada y acusada de asesinar a esa mujer —contestó Monk—. Estamos tratando de contener la histeria de la opinión pública con el fin de que el juicio sea realmente imparcial…

—¿La señora Lambourn? —Petherton negó con la cabeza—. ¡Eso es ridículo! Santo Dios, ¿por qué iba a hacer algo semejante? Sin duda se equivoca de pleno.

—Es posible —concedió Monk, preguntándose si realmente lo era o si tan solo estaba pronunciando palabras conciliadoras. ¿Tan hipócrita era? Antes no lo era. ¿O se debía simplemente a que había sido menos consciente de los sentimientos del prójimo?—. Debido al cariz que probablemente tome su defensa, estoy comprobando de nuevo todos los hechos de modo que no puedan tergiversarse para respaldar una historia que no sea la verdad.

—¿Y si es la verdad? —repuso Petherton, desafiante.

—En tal caso bien podría ser inocente, y tendremos que seguir investigando hasta que descubramos al verdadero asesino de esa pobre mujer —contestó Monk.

Petherton frunció el ceño.

—¿De verdad piensa que una mujer, por no decir una mujer digna y civilizada, sería capaz de hacerle algo semejante a otra persona de su mismo sexo?

Miró a Monk como si fuese una curiosidad de la naturaleza, no un ser humano.

—Llevo mucho tiempo en la policía —le dijo Monk—. Puedo creer muchas cosas que no habría creído hace diez o quince años. Aun así, me cuesta trabajo creer que la señora Lambourn hiciera algo semejante. Por eso necesito enterarme de los pormenores del caso de primera mano. Tal vez exista otra explicación. Si es así, debo conocerlos.

—Solo puedo decirle lo que ya dije —dijo Petherton, dando la impresión de desear tener suficiente imaginación u osadía para mentir convincentemente.

—¿Suele pasear a su perro tan temprano? —le preguntó Monk—. ¿Siempre va a Greenwich Park cuando sale?

—Al parque voy bastante a menudo —contestó Petherton—. De hecho, la mayoría de las veces. Pero en respuesta a su primera pregunta, no, no suelo salir tan temprano. No podía dormir y hacía una mañana radiante. Salí en torno a una hora antes de lo habitual.

—¿Acostumbra a subir a One Tree Hill?

—Rara vez. Ese día quería pensar. Me tenía preocupado un asunto personal. En realidad no prestaba mucha atención a la ruta que seguía. Solo fui consciente de dónde me encontraba cuando Paddy, mi perro, se puso a ladrar, y tuve miedo de que estuviera importunando a alguien. Sus ladridos no eran normales, parecía que algo lo inquietara. Cosa que por supuesto era así. Corrí detrás de él y lo encontré con el pelo del lomo erizado, mirando a un hombre sentado con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra un árbol. Se había inclinado un poco, como si estuviera dormido. Solo que, claro, estaba muerto.

—¿Se dio cuenta enseguida? —preguntó Monk a bote pronto.

—Bueno… —Petherton titubeó, a todas luces recordando la escena con cierto pesar—. Diría que sí. Tenía el rostro muy pálido, casi desprovisto de color. Presentaba un aspecto espantoso. Y por supuesto tenía las muñecas escarlata por la sangre, y también había sangre en el suelo. No lo toqué de inmediato. Me quedé bastante… impresionado. Cuando me recobré, me agaché y le toqué el antebrazo, por encima de los cortes…

—¿Se había arremangado? —interrumpió Monk.

—Sí. Sí, las mangas de la camisa estaban bastante subidas.

—¿Chaqueta?

—Que yo recuerde, no llevaba chaqueta. No, seguro que iba en mangas de camisa. Le toqué el brazo y la piel estaba fría. Tenía los ojos hundidos. Le palpé el cuello para comprobar el pulso, pero no lo encontré. No probé en las muñecas… por la sangre. —Respiró profundamente—. Y además no quería… dejar una marca donde… Lo admito, no quise tocar la sangre con mis dedos. Me pareció no solo repulsivo sino entrometido. El pobre hombre había caído en el más hondo infierno en que puede caer un ser humano. Su desesperación merecía ser tratada con… con cierto decoro.

Monk asintió.

—Sin duda fue una decisión acertada, tanto por respeto al finado como a los procedimientos de la policía. ¿Dónde estaba el cuchillo?

Petherton parpadeó.

—No lo vi.

—¿Lo normal no sería que estuviera cerca de sus manos? —prosiguió casi con indiferencia.

—El caso es que no estaba a la vista —dijo Petherton, negando con la cabeza—. ¿Tal vez se había movido y lo tenía debajo de él?

—¿Oculto por su chaqueta?

—Ya se lo he dicho, no llevaba chaqueta, solo camisa —repitió Petherton.

—¿Usted llevaba chaqueta?

—Sí, claro. Era octubre y por la mañana temprano. Estaba amaneciendo. Hacía frío. —Petherton fruncía el ceño y saltaba a la vista que estaba preocupado—. No acaba de tener sentido, ¿verdad? Ni siquiera un hombre dispuesto a suicidarse haría algo tan incómodo como caminar casi dos kilómetros pasando frío antes del alba. No me había detenido a pensarlo hasta ahora. —Se mordió el labio—. Debía de estar medio loco por su desespero, y sin embargo parecía muy tranquilo, como si hubiese acabado de sentarse junto al árbol y dejado que sucediera.

Aguardó a que Monk se explicara.

—Había tomado mucho opio —dijo Monk, atento al semblante de Petherton—. Seguramente por eso parecía tan sereno. Es probable que lo hubiese dejado insensible.

—En tal caso, ¿cómo subió a esa colina? —preguntó Petherton de inmediato—. ¿O quiere decir que lo tomó una vez que llegó allí arriba? Aun así se habría puesto una chaqueta para la caminata. Me pregunto qué sería de ella.

—¿Vio usted huellas de alguna otra persona que hubiese estado allí? —preguntó Monk.

Petherton pareció sorprenderse.

—No las busqué. El día estaba despuntando. Apenas había luz. ¿Piensa que alguien estuvo con él?

—Bueno, tal como usted señala, sin duda habría llevado chaqueta, a no ser que saliera a primera hora de la noche anterior y no tuviera intención de ir tan lejos —contestó Monk.

Petherton se dio cuenta de hacia dónde apuntaba Monk.

—¿O que solo tuviera intención de dar un paseo corto y regresar a casa? Según me parece recordar, la noche anterior había sido muy templada. El frío arreció de madrugada. Yo mismo pasé un buen rato al aire libre, trabajando en el jardín hasta bastante tarde.

Monk cambió la manera de enfocar el asunto.

—¿Vio algo que pudiera haber contenido opio o agua con la que ingerir el polvo?

—No. ¡No le registré los bolsillos!

De nuevo una ligera repugnancia asomó al semblante de Petherton.

—¿Es posible que tuviera una botella o un vial en uno de ellos? —insistió Monk.

—Una botella, no. Un pequeño vial en un bolsillo del pantalón, tal vez. ¿Qué está insinuando que sucedió?

—No lo sé, señor Petherton. Eso es precisamente lo que necesito averiguar. Pero si hay algo que se haya ocultado, le ruego por su bien y por el de la investigación que no lo comente con nadie. Dios sabe bien que ya hemos tenido suficientes tragedias. Quizá demos con una explicación inocente que todavía no se nos haya ocurrido.

Monk se expresó con soltura, pero en su fuero interno sentía el peso de buscar una respuesta distinta al suicidio, sin conseguir dar con una a pesar de las pequeñas incongruencias. ¿Era siquiera concebible que Dinah hubiese salido a buscarlo, siguiendo un sendero que Lambourn tal vez solía tomar, y que fuese ella quien lo hubiese encontrado, y que hubiese decidido llevarse el cuchillo y el vial para suscitar sospechas?

Monk dio las gracias de nuevo a Petherton y se marchó, dejándolo tan confundido como él mismo. Salió al aire fresco y torció hacia el oeste, camino de la comisaría, donde esperaba encontrar al agente Watkins.

Dar con el agente Watkins resultó ser bastante más difícil de lo que Monk esperaba. Primero lo dirigieron erróneamente a Deptford, un incómodo viaje que le llevó más de una hora, para allí descubrir que el agente Watkins ya se había marchado de regreso a Greenwich.

En Greenwich, Watkins estaba enfrascado en una investigación y dijeron a Monk que debía aguardar. Al cabo de una hora preguntó de nuevo y, deshaciéndose en disculpas, el cabo le dijo que Watkins había tenido que ausentarse y que no regresaría hasta el día siguiente. Y no, el cabo no sabía dónde vivía Watkins.

Era demasiado tarde para ir a ver al doctor Wembley otra vez y, además, mientras Monk no hubiese confirmado la historia de Petherton con Watkins, carecía de sentido que hablara con él. Había perdido un día entero, y se fue a casa enojado y más convencido que nunca de que lo estaban engañando adrede, aunque no sabía si con la intención de proteger a Lambourn o con la de ocultar un secreto que desconocía.

Si era para proteger a Lambourn, ¿lo ocultaría también Monk? Por descontado que no, si tenía que ver con la muerte de Zenia Gadney. Estuvo seguro de ello mientras cruzaba Southwark Park camino de su casa, en Paradise Place.

A las siete y media de la mañana siguiente ya estaba en la comisaría de Greenwich, para gran consternación del cabo de guardia. Aguardó a que llegara el agente Watkins. El cabo intentó impedir que Monk lo abordara, pero había una mujer con un descolorido vestido de algodón y un chal desgarrado, quejándose de un perro callejero. Escuchaba cuanto se decía, y sus ojos saltaban de uno a otro de ellos.

Monk avanzó hacia Watkins pese a que el cabo había puesto cuidado en no mencionar su nombre al saludarlo, tal como había hecho con los demás policías que habían ido llegando.

—¿Agente Watkins? —dijo Monk en voz alta y clara.

El joven dio media vuelta para ponerse de cara a él.

—Sí, señor. Buenos días. ¿Nos conocemos?

En sus grandes ojos azules no había el menor rastro de malicia.

—No, agente, usted no me conoce —contestó Monk, sonriendo—. Soy el comisario Monk de la Policía Fluvial del Támesis en Wapping. Necesito hacerle unas pocas preguntas sobre un incidente del que le dieron parte a usted, tan solo para verificar ciertos datos. ¿Quizá le apetecería una taza de té para comenzar la jornada? ¿Y un bocadillo?

—No es necesario, señor, pero… sí, se lo agradezco, señor —aceptó Watkins, tratando sin éxito de disimular lo mucho que le apetecía un bocadillo recién hecho.

El cabo cambió el peso de pie, inhalando aire bruscamente. Monk supo en ese instante que tenía órdenes de impedir que eso sucediera.

—¡Agente! —dijo con aspereza—. Señor Monk, el agente Watkins tiene obligaciones, señor. No puede coger y…

Miró Monk a la cara y le falló la voz.

—¿Ha recibido órdenes de sus oficiales superiores de no permitir que el agente Watkins coopere con la Policía Fluvial en alguna investigación, cabo? —preguntó Monk con absoluta claridad—. ¿O en una investigación en concreto? —agregó con una voz tan afilada que podría haber roto un cristal.

El cabo farfulló una negativa, pero resultó evidente, al menos para Monk, que aquello era exactamente lo que le habían ordenado que hiciera.

Monk fue con Watkins al puesto de un vendedor ambulante que había en la esquina más cercana a la comisaría, a quien compró té y bocadillos. La mañana era fría, el sol apenas comenzaba a hacerse notar. Del río soplaba un viento pertinaz que atravesaba la lana de abrigos y bufandas.

Watkins estaba incómodo, pero comprendía que no tenía otra opción que la de cooperar. Monk tendría que hacer lo que estuviera en su mano para protegerlo.

—Agente, usted fue el primero en llegar a la escena de la muerte del doctor Joel Lambourn en One Tree Hill, hace unos dos meses y medio.

—Sí, señor.

—He hablado con el señor Petherton, el hombre que encontró al doctor Lambourn. Ha sido de gran ayuda. Pero comprenderá usted que necesite un punto de vista más experto para saber si sus observaciones fueron correctas.

—Sí, señor.

El agente Watkins bebió un sorbo de té, pero sin apartar un instante sus ojos de los de Monk.

Monk repitió con toda exactitud lo que Petherton le había contado, con inclusión de la camisa arremangada y las manchas que la sangre había dejado en las muñecas de Lambourn y en el suelo.

—¿Había alguna otra cosa? —preguntó Monk—. Por favor, piénselo con detenimiento, agente. No sería conveniente tener que añadir algo a posteriori. En el mejor de los casos, parecería una grave falta de competencia. En el peor, una ocultación deliberada. No nos lo podemos permitir. La muerte de un hombre, la de cualquier hombre, es un asunto muy serio. La importancia del doctor Lambourn para el gobierno hace que, si cabe, todavía lo sea más. ¿He descrito la escena tal como usted la vio? Haga un esfuerzo de memoria, reconstruya el recuerdo como agente de policía y luego conteste.

Watkins cerró los ojos, permaneció callado unos instantes y luego los abrió y miró a Monk.

—Sí, señor. La descripción es absolutamente correcta.

—¿Debo concluir que el señor Petherton fue sincero y minucioso?

—Sí, señor.

—Gracias, agente. Esto es todo. No quisiera distraerlo de sus obligaciones más tiempo del necesario. Puede dar las gracias a su cabo y decirle que cuanto me ha referido ha sido para confirmar la declaración que prestó usted en su momento. Aclare que no ha añadido y ni cambiado nada, y que está en condiciones de jurarlo ante un tribunal si fuese preciso.

Watkins suspiró aliviado y su semblante recobró el color.

—Gracias, señor.

Monk visitó de nuevo al doctor Wembley, pero este no recordó ni añadió nada significativo, limitándose a repetir su declaración anterior. A última ahora de la tarde, bajo una fría llovizna, Monk fue a casa de Runcorn para contarle el resultado de sus pesquisas.

Se habían acomodado en la acogedora salita, con el fuego encendido y una bandeja sobre la mesita que los separaba, con té recién hecho y pedazos de empanada fría de pollo. Esta vez Melisande también estaba con ellos. Había entrado con el único propósito de servirles el tentempié, pero Runcorn le había hecho una seña para que se quedara. Habida cuenta de la firmeza con la que lo hizo, Monk no opuso la menor objeción. No quería afligirla. Sabía muy poco acerca de su vida, aparte de la valentía con que había insistido en prestar declaración durante la resolución del caso que los había llevado a conocerse. La miró un par de veces a la cara, y solo vio compasión y una intensa concentración.

—Es lo mismo que me contaron a mí —dijo Runcorn cuando Monk hubo concluido su relato—. He revisado las instrucciones que me dieron. —Parecía ligeramente avergonzado—. Entonces pensé que lo hacían para proteger la reputación de Lambourn y los sentimientos de su esposa. Ahora prevalece la impresión de que su intención fue ocultar la verdad. Y si se han tomado tantas molestias en hacerlo, tenemos que preguntarnos por qué.

—Subió allí arriba en mangas de camisa —razonó Monk en voz alta—. O bien llevaba chaqueta y alguien se la quitó. Pero Petherton dice que la víspera el tiempo era benigno. Él mismo estuvo hasta tarde en su jardín. Durante la noche refrescó y al amanecer hacía mucho frío. Parece como si Lambourn no hubiese tenido intención de ir tan lejos y, menos aún, de quedarse allí.

Runcorn asintió pero no lo interrumpió.

—Petherton estaba seguro de que no había ningún cuchillo, como tampoco nada que pudiera contener líquido, a no ser que fuese muy pequeño y lo llevara en un bolsillo del pantalón. Watkins lo ha corroborado, solo que ha precisado que no llevaba nada en los bolsillos. No es posible que ambos mientan o se equivoquen. Y uno no puede tragarse el opio sin beber.

—Allí arriba hubo alguien más que se llevó el cuchillo y lo que fuera que usara para beberse el opio —concluyó Runcorn—. O, en el peor de los casos, la señora Lambourn está en lo cierto y su marido fue asesinado.

Miró a Monk con el ceño fruncido, escrutando su semblante.

—Y contaban con ser capaces de ocultarlo —pensó Monk en voz alta—. Pero fueron descuidados. No había cuchillo. Nada con que tomar el opio. Tampoco una chaqueta para caminar tanta distancia en una noche de octubre. ¿Fue porque los pillaron por sorpresa y tuvieron que actuar precipitadamente? ¿O fue mera arrogancia?

Melisande habló por primera vez.

—Fue muy estúpido —dijo lentamente—. El cuchillo debería haber estado a su lado, así como lo que usara para ingerir el opio. ¿Por qué no lo dejaron allí? Habría bastado con dejar la chaqueta doblada a su lado para que todo encajara. —Miró a uno y a otro—. ¿Habría algo en el cuchillo o el vial que hubiese delatado quiénes eran?

No fue preciso contestar a su pregunta. Runcorn miró a Monk de hito en hito.

—¿Es realmente posible que lo mataran ellos mismos para silenciarlo y enterrar su informe? Pero ¿por qué?

Monk contestó con la voz un poco ronca:

—Sí, es lo que estoy empezando a pensar. Y tiene que haber un motivo más razonable que el mero retrasar la aceptación de su informe y, con él, la propuesta de ley, durante un año como mucho.

Los tres permanecieron callados un rato. El fuego crepitaba en el hogar, emanando una cálida luz.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Melisande finalmente. El miedo se reflejaba en su voz y en su rostro.

Runcorn la miró. Monk nunca había visto un sentimiento tan manifiesto en su semblante. Era como si él y Melisande estuvieran solos en la habitación. Le preocupaba mucho lo que ella pensara de él y, sin embargo, le constaba que debía tomar la decisión por su cuenta y según su propio criterio. Ella no debía decir nada, ni siquiera insinuarlo.

Monk casi aguantó la respiración, deseoso de que Runcorn diera la respuesta acertada.

Un rescoldo se deshizo en la chimenea y el carbón se asentó.

—Si no hacemos nada, nos convertimos en parte del asunto —dijo Runcorn al final—. Lo siento, pero debemos averiguar la verdad. Si Lambourn fue asesinado, tenemos que descubrir y demostrar quién lo hizo, quién lo encubrió y por qué. —Alargó las manos con ternura y tomó las de Melisande—. Puede ser bastante peligroso.

Melisande le sonrió, con los ojos brillantes de orgullo y miedo.

—Lo sé.

Monk no tuvo que dar su propia respuesta. En primer lugar, había recurrido a Runcorn porque aquello era precisamente lo que se temía. Se vio obligado a admitir que de haber estado convencido de que Dinah Lambourn mentía no habría propuesto a Rathbone que se encargara de su defensa, y mucho menos se habría comprometido a buscar pruebas.

Runcorn se levantó y atizó el fuego para reavivarlo.

Conversaron un rato más, haciendo planes para informar a Rathbone y ahondar en aquello que les solicitara. Luego Monk les dio las buenas noches y salió a la calle oscura. Había dejado de llover pero hacía más frío.

Era tarde, y a aquellas horas seguramente le costaría encontrar un coche de punto. Tendría más posibilidades si se dirigía a calles mejor iluminadas del centro de la ciudad, donde había clubes y teatros con más personas en busca de transporte, tal vez incluso un lugar donde los cocheros cenaran, aguardando que alguien reclamara sus servicios.

Caminaba con brío por la acera, viendo con suficiente claridad gracias a las lámparas de las entradas de las casas, cuando fue consciente de llevar a alguien detrás. Primero pensó que podía ser otro transeúnte que también anduviera en busca de un coche. Sus pasos eran silenciosos y daba la impresión de avanzar rápidamente. Se hizo a un lado para cederle el paso. Fue en ese instante cuando notó el golpe en el hombro, tan fuerte que le entumeció todo el brazo izquierdo. De haberle acertado en la cabeza, lo habría dejado sin sentido.

Su asaltante recuperó el equilibrio y fue a golpearlo de nuevo, pero esta vez Monk le propinó una patada fuerte y alta. Le dio en la entrepierna y su oponente se agachó hacia delante. Monk le dio un rodillazo en el mentón y lo derribó, haciéndole echar la cabeza para atrás tan bruscamente que Monk tuvo miedo de haberle roto el cuello. La porra rodó por la acera y cayó a la alcantarilla.

Seguía teniendo el brazo izquierdo paralizado.

El asaltante se dio media vuelta en el suelo, esforzándose por ponerse a gatas.

Aliviado de verlo vivo, Monk le dio otra patada, fuerte, en la parte baja del pecho, para vaciarle los pulmones de aire.

El hombre tosió y le dieron arcadas.

Monk se enderezó. Había otra figura al otro lado de la calle, pero no corriendo hacia él como haría si tuviera intención de ayudar a su compinche, sino moviéndose con desenvoltura, llevando algo en la mano derecha.

Monk se volvió hacia atrás. Delante de él también había una sombra, quizás el bulto de alguien medio escondido en un umbral. Dio media vuelta, con el brazo izquierdo todavía pesado y dolorido. Corrió tan deprisa como pudo, retrocediendo por donde había venido.

Se encontraba a cosa de un kilómetro de la casa de Runcorn. No sabía cuántos más asaltantes podría haber. Desconocía el barrio y era casi medianoche. Tenía inutilizado el brazo izquierdo.

No regresó directamente a casa de Runcorn. Quienquiera que fuese tras él contaría con que lo hiciera. Se mantuvo en calles más anchas, yendo tan deprisa como podía, dando un rodeo por los callejones y cruzando los jardines traseros de otras casas, hasta que por fin llegó a la puerta de la cocina, buscando a la desesperada un indicio de que todavía hubiera alguien despierto.

No vio nada. Se agachó en el jardín trasero, tratando de pasar desapercibido entre las hileras de verduras y un cobertizo. No se imaginaba a Runcorn haciendo algo tan doméstico como cuidar el jardín. Sonrió para sus adentros pese a que estaba comenzando a temblar. No podía quedarse allí fuera. Para empezar, hacía un frío pelón, volvía a llover y estaba herido. Pero lo más apremiante era que tarde o temprano se les ocurriría buscarlo allí. ¡Quizá no tardaran en encontrarlo!

Agarró un puñado de guijarros y los lanzó contra una de las ventanas de arriba.

Silencio.

Lo intentó de nuevo, con más fuerza.

Esta vez la ventana se abrió y Runcorn asomó la cabeza, apenas visible como una mancha más oscura sobre el cielo nocturno.

Monk se levantó despacio.

—Van a por nosotros —dijo en la penumbra—. Me han atacado.

La ventana se cerró y un momento después se abrió la puerta de atrás y salió Runcorn, con una chaqueta encima del camisón. Sin mediar palabra, ayudó a Monk a entrar, cerró la puerta de la cocina y echó el cerrojo. Luego miró a Monk de arriba abajo.

—Bien, al menos sabemos que llevamos razón —dijo con sequedad—. ¿Está sangrando?

—No, lo único es que no puedo mover el brazo.

—Le traeré un camisón limpio y un vaso de whisky.

Monk sonrió.

—Gracias.

Runcorn se detuvo un momento.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh? —dijo con lúgubre satisfacción—. Solo que mejor.