Capítulo 1
El sol ascendía despacio sobre el río, salpicando de luz roja la superficie del agua. Las gotas que se desprendían de los remos de Monk brillaban unos instantes como si fuesen de vino o de sangre. En el otro banco, más o menos a un metro de él, Orme empujaba hacia delante, bogando con todo su peso para contrarrestar la resistencia que la corriente oponía al avance. Acostumbrados como estaban a trabajar en equipo, remaban en perfecta sincronía. Corría el mes de diciembre de 1867, hacía casi dos años que Monk había tomado el mando de la Policía Fluvial del Támesis en la comisaría de Wapping.
Aquel hecho suponía una pequeña victoria para él. Orme llevaba toda su vida profesional en la Policía Fluvial. Monk había tenido que adaptarse tras haber trabajado en la Policía Metropolitana primero y como detective privado después.
La serenidad de aquel momento de íntima satisfacción la rompió un grito, un chillido tan penetrante que se oyó por encima del crujido de los escálamos y del ruido de la estela de una hilera de gabarras al romper contra la orilla. Monk y Orme se volvieron al unísono hacia el embarcadero de Limehouse, en la ribera norte, a poco más de veinte metros de distancia.
Oyeron el grito otra vez, estridente, de terror, y de pronto vieron una figura negra sobre el umbrío telón de fondo que dibujaban los cobertizos y almacenes del muelle. Alguien con un abrigo largo agitaba los brazos mientras iba de un lado a otro a trompicones; imposible distinguir si era hombre o mujer.
Echando un vistazo por encima del hombro hacia Monk, Orme dio una palada que giró la barca hacia la orilla.
La figura se movió más nerviosa al ver que se aproximaban. Las nubes bajas se abrieron y el sol comenzó a alumbrar la escena con más nitidez. La figura resultó ser una mujer con falda larga. Seguía agitando los brazos y gritándoles desde el muelle, pero el terror volvía ininteligibles sus palabras.
La barca alcanzó la escalinata con un golpe y Orme la amarró.
Monk se agarró al poste que tenía más a mano, saltó a tierra y subió los peldaños tan deprisa como pudo. Al llegar arriba vio a la mujer, que ahora sollozaba y se tapaba el rostro con las manos como si quisiera borrar de la mente algo que hubiese visto.
Monk miró en derredor. No vio a nadie más, nada que pudiera causar semejante miedo histérico. El muelle estaba desierto salvo por la mujer y Monk. Orme llegó a lo alto de la escalinata y a primera vista tampoco vio indicio alguno de amenaza para ella.
Monk la tomó gentilmente del brazo.
—¿Qué le pasa? —preguntó con firmeza—. ¿Qué ha ocurrido?
La mujer se apartó de él y dio media vuelta, señalando con el dedo un montón de basura que se iba perfilando con creciente claridad.
Monk se dirigió hacia él y el estómago se le encogió al darse cuenta de que lo que había tomado por una lona desgarrada era en realidad la falda empapada de una mujer con el cuerpo tan mutilado que de entrada no se reconocía como humano. Monk no precisó preguntarse si estaba muerta. Yacía retorcida, medio bocarriba, con el rostro macilento vuelto hacia el cielo. Tenía el cabello apelmazado, mojado de sangre en el cogote. Pero fue el resto de su cuerpo lo que le provocó náuseas y lo dejó sin aliento. Estaba destripada, y sus vísceras se desparramaban como pálidas serpientes despellejadas.
Oyó los pasos de Orme a sus espaldas.
—¡Santo Dios! —murmuró Orme, no a modo de blasfemia, sino como una llamada de auxilio para que lo que veía no fuese real.
Monk tragó saliva con dificultad y se apoyó un momento en el hombro de Orme. Luego, dando algún que otro traspié sobre los tablones del muelle, regresó junto a la mujer, que ahora temblaba de manera incontrolable.
—¿Sabe quién es? —preguntó Monk con delicadeza.
La mujer negó con la cabeza, procurando alejarse de él, pero ya no le quedaban fuerzas.
—¡No! Dios me salve, no la conozco. Yo he venido en busca de mi hombre. ¡El muy cabrón ha pasado fuera toda la noche! Y entonces la he encontrado. —Se santiguó como para conjurar el horror—. Me he llevado un susto de muerte al pensar que era él hasta que la he visto, pobrecita.
—¿Ha sido al encontrarla cuando se ha puesto a gritar? —preguntó Monk.
—Sí. Usted es de la Policía Fluvial, ¿no?
—Sí. ¿Cómo se llama?
La mujer titubeó solo un instante. Con aquello tirado en los tablones, casi tan cerca como para tocarlo, quizá la presencia policial no fuese tan mal asunto como de costumbre.
—Ruby Jones —contestó.
—¿Dónde vive, señora Jones? —preguntó Monk—. Y dígame la verdad, por favor. No querrá que tengamos que buscarla, dando a conocer su nombre por toda la margen del río, ¿me equivoco?
Ella lo miró a los ojos y vio que hablaba en serio.
—Northey Street, detrás del asilo —contestó.
—Vuelva a mirarla, por favor —dijo Monk con más amabilidad—. Mírele el rostro. No es tan horrible. Y mantenga la vista apartada del resto. Piense si la había visto alguna vez.
—¡No! ¡No la conozco! —insistió la señora Jones—. No voy a mirarla otra vez. ¡La estaré viendo hasta el fin de mis días!
Monk no discutió con ella.
—¿La encontró en cuanto llegó usted aquí, o pasó un rato aguardando, quizá llamando a su marido?
—Andaba buscándolo cuando he visto… eso. ¿Cree que tengo ganas de quedarme aquí, con eso a mi lado, eh?
—No, por supuesto —respondió Monk—. ¿Está en condiciones de regresar sola a su casa, señora Jones?
—Sí. —Se zafó de Monk, que le sujetaba el brazo—. No se apure. —Respiró profundamente y se volvió hacia el cuerpo, y el horror de su semblante se transformó en compasión—. Pobrecita —dijo entre dientes.
Monk dejó que se marchara y, junto con Orme, regresaron hasta donde yacía el cadáver. Monk le tocó la cara con delicadeza. Estaba fría. Le palpó los hombros por debajo del vestido para ver si hallaba algo de calor, pero fue en vano. Lo más probable era que llevara muerta toda la noche.
Orme lo ayudó a tenderla bocarriba, revelando el vientre destripado y las pálidas vísceras pegajosas por la sangre.
Pese a que estaba acostumbrado a ver cadáveres, Orme dio un grito ahogado de horror y se tambaleó unos instantes. Sabía lo que eran capaces de hacer el tiempo y los depredadores, pero aquella barbaridad era obra de un hombre y le resultó imposible disimular la impresión que le causó. Tosió y se atragantó. Fue un gesto inútil, pero sin pensarlo se agachó y volvió a tapar a la mujer con sus ropas.
—Más vale que llamemos al médico forense y a la comisaría local —dijo con voz ronca.
Monk asintió, tragando saliva. Por un momento, el horror lo había dejado paralizado, sintiendo una honda compasión. El río al que tanto se había acostumbrado le pareció de súbito un lugar inhóspito y desconocido. Los muelles y los postes de los embarcaderos se cerraban en torno a ellos, mostrándose amenazadores por efecto de la cruda luz del alba, que distorsionaba sus proporciones.
Orme asintió con el semblante adusto.
—Ha sido encontrada en el embarcadero, de manera que el caso nos incumbe, señor —dijo con abatimiento—. Pero, naturalmente, la policía de la zona quizá sepa identificar a esta pobre criatura. Quizá sea un caso de violencia doméstica. Pero si se trata de una prostituta, me temo que nos enfrentamos a un loco.
—¿Cree que un hombre en su sano juicio le haría algo semejante a su esposa? —preguntó Monk, incrédulo.
Orme negó con la cabeza.
—¿Quién sabe? A veces pienso que el odio es peor que la locura. La comisaría local queda en esa calle de ahí —agregó, señalando con el brazo—. Si quiere, me quedo con ella mientras usted va a verlos, señor.
Era lo más sensato, puesto que Monk era con diferencia el de mayor rango de los dos. Aun así, se sintió agradecido, y se lo hizo saber a Orme. No le apetecía quedarse en el muelle, soportando el viento frío que calaba hasta los huesos, montando guardia junto a aquel espantoso cadáver.
—Gracias. Seré tan breve como pueda.
Dio media vuelta, recorrió el embarcadero hasta el terraplén y enfiló la calle. El color había desaparecido del cielo, dejándolo pálido, y el sol de primera hora recortaba la silueta de los muelles y los almacenes. Se cruzó con un puñado de estibadores camino del trabajo. Un farolero, poco más que una mancha grisácea, apagó la última farola de la calle.
Una hora después Monk y Orme se encontraban en la comisaría local, todavía tiritando. Los pantalones mojados se les pegaban a las piernas, y el frío que sentían en su interior no lo mitigó siquiera la taza de té caliente con whisky que les ofrecieron. Overstone, el médico forense, entró y cerró la puerta a sus espaldas. Tenía sesenta y tantos años, el pelo rubio entrecano le raleaba y su expresión era afable. Miró al sargento local, luego a Orme y por último a Monk. Sacudió la cabeza.
—Esto pinta muy mal —dijo en voz baja—. Es casi seguro que la mutilación se llevó a cabo después de la muerte. Cuesta estar absolutamente seguro porque si aún no había muerto, lo que le hicieron la mataría. En cualquier caso, sangró mucho. Le abrieron un tajo desde el ombligo hasta la ingle.
Monk se fijó en el rostro crispado del médico y en la compasión que asomaba a sus ojos.
—Si ya había muerto cuando se lo hicieron, ¿qué la mató? —preguntó Monk.
—El golpe en la nuca —contestó Overstone—. Un único golpe. Lo bastante fuerte para romperle el cráneo. Un trozo de tubería de plomo, diría yo, o algo parecido.
Overstone estaba de pie junto a un escritorio de madera con montones de papeles de distintos tamaños, escritos por personas diferentes. Las librerías que los rodeaban estaban pulcramente ordenadas, no atiborradas de papeles como las del despacho de Monk. No había un solo cartel en la pared.
—¿Algún otro indicio que pueda facilitarnos? —preguntó Monk con escasa esperanza.
Overstone torció las comisuras de los labios hacia abajo.
—Bastante saña. El golpe se lo dieron con mucha fuerza, pero pudo haberlo hecho cualquiera entre metro sesenta y cinco y metro noventa de estatura.
—¿Zurdo? ¿Diestro? —insistió Monk.
—No queda muy claro, pero yo diría que diestro. Me consta que no les sirve de mucho —agregó Overstone en tono de disculpa—. Casi todo el mundo es diestro.
—¿Y la… mutilación?
—Hoja larga: entre diez y doce centímetros de longitud, calculo. Los cortes son profundos, los bordes bastante limpios. Cuchillo de carnicero, cuchillo de marinero… o de maestro velero, ya puestos. Por Dios, la mitad de los proveedores de buques, lancheros y carpinteros de ribera tienen algo que podría haber destripado a esa pobre mujer. ¡Incluso una cuchilla de afeitar! De modo que también podría ser un barbero. O cualquier hombre que se afeite a sí mismo.
Parecía molesto, como si la incapacidad de dar una respuesta más concreta lo hiriera en su orgullo, haciéndole sentirse culpable.
—O cualquier ama de casa con un buen cuchillo de cocina —apostilló el sargento.
Monk lo fulminó con la mirada.
—Perdón, señor —dijo el sargento, bajando la vista.
—No hay nada que perdonar —contestó Monk—. Lleva razón. Podría ser cualquiera. —Volvió a dirigirse a Overstone—. ¿Qué hay de la mujer en sí? ¿Qué puede decirme?
Overstone se encogió de hombros.
—Cuarenta y tantos. Algo avejentada, según he constatado tras un examen preliminar —contestó—. Aproximadamente, metro sesenta de estatura. Cabello claro, un tanto canoso en las sienes. Ojos azules, semblante agradable pero sin rasgos distintivos. Buena dentadura, lo cual es inusual. Dientes muy blancos. Los frontales un poco encabalgados. Me imagino que cuando sonreía eso le confería atractivo. —Bajó los ojos a la madera desgastada del suelo—. ¡A veces detesto este maldito trabajo!
Acto seguido levantó la cabeza y el instante de debilidad quedó atrás.
—Mañana quizá pueda decirle algo más. Lo que ya puedo decirle ahora mismo es que, con una mutilación como esta, se enardecerán los sentimientos de la gente. En cuanto corra la voz, habrá miedo, ira, tal vez pánico. No le envidio.
Monk se volvió hacia el sargento.
—Guarde tanta discreción como sea posible —le ordenó—. No dé detalles. La familia tampoco tiene por qué enterarse de ellos. Suponiendo que tuviera familia. Me figuro que nadie ha denunciado una desaparición.
—No, señor —confirmó el sargento con tanta tristeza como poca convicción—. Lo intentaremos.
Monk y Orme comenzaron cerca del embarcadero de Limehouse y trabajaron a lo largo del tramo de Narrow Street, recorriéndola de norte a sur, preguntando a todos los viandantes, así como en las tiendas que ya habían abierto, si habían visto a alguien que se dirigiera al embarcadero la noche anterior. ¿Conocían a alguien que regresara por ese camino del trabajo a casa, o a alguna prostituta que buscara clientes en la zona?
La descripción de la mujer era demasiado general para identificarla: estatura media, cabello castaño claro, ojos azules. Era demasiado pronto para dar a alguien por desaparecido.
Les hablaron de varias prostitutas, incluso de un par de personas a quienes gustaba caminar, y algunos tramos de Narrow Street ofrecían bonitas vistas del río. Reunieron una docena de nombres.
Prosiguieron tierra adentro tomando los callejones que conducían a Northey Street, Orme en una dirección, Monk en la otra, haciendo las mismas preguntas. Hacía frío, pero el viento había dejado de soplar y no llovía. Sin embargo, el sol invernal apenas calentaba.
Monk caminaba por el sendero de Ropemakers’ Fields cuando una mujer menuda vestida de gris salió de una puerta cargando con un fardo de ropa sucia apoyado en la cadera. Monk se detuvo casi delante de ella.
—Disculpe, ¿vive aquí? —preguntó.
La mujer lo miró de arriba abajo con recelo. Monk iba vestido con la ropa oscura y sencilla de costumbre, semejante a la que pudiera llevar cualquier barquero, solo que el corte era mucho mejor, como si la hubiese confeccionado un sastre en lugar de un proveedor de buques. Hablaba con buena dicción, su voz era amable y su porte emanaba a un mismo tiempo garbo y confianza.
—Sí —contestó la mujer cautamente—. ¿Quién es usted y por qué quiere saberlo?
—Soy el comisario Monk, de la Policía Fluvial —respondió él—. Estoy buscando a alguien que anoche oyera una pelea, gritos de mujer, quizá los de un hombre gritándole a su vez.
La mujer suspiró y puso los ojos en blanco con un ademán de hastío.
—Si alguna noche no oigo una pelea, descuide que se lo haré saber. De hecho, se lo contaré a los puñeteros periódicos. Y ahora, si no le importa, tengo trabajo que hacer.
Se apartó el pelo de los ojos y con un ademán irritado se dispuso a marcharse.
Monk se echó hacia un lado para cortarle el paso.
—Esta no fue una pelea cualquiera. Mataron a una mujer. Seguramente una o dos horas después de que anocheciera, en el embarcadero de Limehouse.
—¿Qué clase de mujer? —preguntó ella, adoptando de súbito una expresión asustada, con los labios prietos por la inquietud.
—De unos cuarenta años —contestó Monk. Vio que el semblante de la mujer se relajaba. Monk supuso que tendría hijas que solían pasar por allí, incluso que mataban el rato en el embarcadero cotilleando o flirteando. Pasó a describir a la fallecida tan bien como pudo—. Era cuatro o cinco centímetros más alta que usted, con el pelo claro y un poco cano. Bastante guapa, aunque no llamativa. —Monk se acordó de los dientes—. Probablemente con una hermosa sonrisa.
—No sé —contestó la mujer del fardo de ropa sucia—. No me suena a nadie que conozca. ¿Está seguro de que tenía unos cuarenta?
—Sí. Y llevaba ropa corriente, no la que se pondría una mujer que buscara negocio —agregó Monk—. Y tampoco hemos visto que fuera maquillada.
Se sintió insensible al hablar de ella de aquel modo. La había desprovisto de personalidad, de sentido del humor y de sueños, de gustos y manías; seguramente porque también quería desposeerla del terror y del dolor repentino y atroz. Dios quisiera que no se hubiese enterado de lo que le sucedió después. Monk esperaba que ni siquiera hubiese llegado a ver el cuchillo.
—Entonces la liquidó su marido —repuso la mujer, torciendo las comisuras de la boca en una expresión de hastiada aflicción—. Pero no sé quién es. Podría ser cualquiera.
Volvió a apartarse unos mechones de pelo de la cara y ajustó el peso del fardo de ropa en la cadera.
Monk le dio las gracias y siguió adelante. Detuvo a otras personas, tanto hombres como mujeres, para hacerles las mismas preguntas, obteniendo más o menos las mismas respuestas. Nadie reconoció a la mujer a la que Monk describía. Nadie admitió haber estado cerca del embarcadero de Limehouse después del ocaso, que en esa época del año llegaba hacia las cinco de la tarde. La noche había sido nublada y húmeda. Una vez puesto el sol, poco trabajo se podía hacer. Nadie había oído gritos ni nada que pareciera una riña. Todo el mundo tenía ganas de irse a casa a cenar, entrar en calor y luego tal vez tomar un par de jarras de cerveza.
Monk se reunió con Orme a mediodía. Tomaron una taza de té bien caliente y un bocadillo de jamón en un puesto ambulante de una esquina, procurándose cierto resguardo en una portería, donde conversaron con los cuellos de los abrigos vueltos hacia arriba.
—Nadie ha visto ni oído nada —dijo Orme apesadumbrado—. Tampoco es que esperara otra cosa. Ya ha corrido la voz de que fue algo atroz. De repente, todos son sordos y ciegos.
Dio un mordisco a su bocadillo de jamón.
—No es de extrañar —contestó Monk, entre sorbos de té. Estaba caliente y quizá demasiado cargado, pero ya se había acostumbrado a aquellas infusiones que vendían en la calle. Nada que ver con el fragante té casero recién preparado. Lo más probable era que aquel llevara horas hecho, y que le fueran añadiendo agua hirviendo cada vez que escaseaba—. Seguro que Ruby Jones se lo habrá contado a sus amigos, y estos a los suyos. Esta tarde todo Limehouse estará al corriente.
—Deberían tener miedo y querer que atrapáramos a ese carnicero —dijo Orme entre dientes—. Nos enfrentamos a un loco, señor. Eso no lo hizo un hombre en sus cabales.
—Cierran los ojos y fingen que sucedió a kilómetros de aquí —contestó Monk—. En el fondo los entiendo. Yo haría lo mismo, si pudiera. Es lo que sucede con la mitad de las cosas malas. No queremos saber nada, no queremos vernos involucrados. Si la víctima hizo algo malo, algo estúpido, propiciando que le ocurriera lo que le ocurrió, bastará con que nos mantengamos al margen para que no nos ocurra a nosotros.
—¿Cree que volverá a suceder, señor? —preguntó Orme a media voz. Estaba apoyado contra un puntal, con la mirada perdida a lo lejos. Monk se preguntó qué estaría viendo. Había desconcertantes momentos en que tenía la impresión de conocer a Orme íntimamente debido a las amargas y terribles experiencias que habían compartido, cosas que se sobreentendían pero que jamás se manifestaban con palabras. No obstante, habían muchos más días como aquel, en los que trabajaban juntos con un respeto mutuo rayano en la amistad, aunque sin llegar a olvidar la diferencia existente entre ambos; al menos Orme no la olvidaba.
—No sucedió a kilómetros de distancia —dijo Orme al cabo de un rato—. Fue justo aquí. Pero pudo venir en barca. En cualquier caso, la mataron en el embarcadero, y luego la rajaron de esa manera. —Apretó los labios. Su rostro curtido se veía pálido—. Aunque supongo que pudieron matarla en otra parte y luego rajarla aquí —sugirió, con voz rasposa.
—No habría sangrado tanto si hubiese llevado tiempo muerta —contestó Monk—. Overstone ha dicho que, por el aspecto de la sangre y las magulladuras, calcula que acababan de matarla.
Orme renegó entre dientes y se disculpó.
Monk le quitó importancia con un ademán.
Ambos permanecieron callados un rato. Otras personas llegaban en busca de su taza de té, y sus pasos resonaban sobre el adoquinado. En algún lugar ladraba un perro.
Finalmente, Orme rompió el silencio.
—¿Cree que pudieron hacerle ese corte a oscuras? ¿Sin ver lo que hacían?
Monk lo miró.
—No hay farolas donde la encontramos. O bien lo hicieron a oscuras, o bien mientras aún no había anochecido del todo. Un tanto arriesgado, en el embarcadero, al aire libre. ¿Qué estaría haciendo ella allí? No es un sitio en el que una prostituta haría tratos con un hombre. Las luces de navegación de una gabarra podrían iluminarlos lo suficiente para ser vistos.
—¿Por qué allí? —preguntó Orme. Tensó los hombros encorvados, como si la chaqueta no bastara para impedirle coger frío.
—A lo mejor los vieron —pensó Monk en voz alta—. Un hombre forcejeando con una mujer… podría parecer un abrazo. Los barqueros se reirían de su atrevimiento al verlo haciéndolo a plena vista… una bravuconada. Pensarían que estaba dándose placer, no matándola.
—No merece la pena buscar a un marinero que los viera —respondió Orme con abatimiento—. Podría estar en cualquier parte entre Henley y Gravesend, a estas alturas.
—De todos modos, de poco nos serviría —contestó Monk—. Ni siquiera sabríamos si era ella o cualquier otra pareja.
La idea lo deprimió. Era posible que asesinaran y destriparan a una mujer a plena vista de los barcos que surcaban el río más populoso del mundo sin que nadie se fijara o percatara de lo que estaba sucediendo.
Se enderezó y tomó el último trozo de su bocadillo. Le costó trabajo tragarlo. No era que estuviera malo, pero tenía la boca seca. El pan le sabía a serrín.
—Será mejor que intentemos averiguar su identidad —dijo Monk—. Tampoco es que forzosamente nos vaya a servir de mucho. Lo más probable es que simplemente estuviera en el sitio equivocado a la hora equivocada.
—Y habrá personas a quienes comunicárselo —respondió Orme—. Amigos, quizás un marido.
Monk no contestó. Lo sabía de sobra. Era la peor parte del inicio de todo caso de homicidio: dar la mala noticia a los allegados de la víctima. Al final, lo peor era hallar a la persona que lo había cometido y a quienes se preocupaban por ella.
Juntos volvieron a subir por Narrow Street hasta la esquina con Ropemakers’ Fields, que recorrieron lentamente. En el lado norte había callejones cada pocas decenas de metros. Algunos conducían hasta Triangle Place y luego continuaban hasta el asilo, la institución que ofrecía alojamiento y comida a los pobres a cambio de trabajo.
También preguntaron allí, dando la mejor descripción que pudieron de la fallecida, pero les dijeron que no echaban a nadie en falta. De todos modos, las manos de la mujer asesinada no tenían el aspecto de las de una mujer acostumbrada al trabajo manual: enrojecidas por pasar horas mojadas o en contacto con jabones cáusticos, fregando suelos o lavando ropa, como tampoco encallecidas por los constantes pinchonazos de las agujas de coser velas.
¿Acaso era una prostituta que ya había dejado atrás la flor de la juventud, quizá desesperada por ganar unos pocos chelines y, por tanto, fácil de convencer para ir a cualquier sitio, incluso a cielo descubierto, como el embarcadero al anochecer? Con ese dinero al menos podría comer, o comprar un poco de carbón con el que calentarse.
Muy a su pesar, Monk se imaginó la escena: el ofrecimiento, la necesidad de ambas partes, el breve forcejeo que ella fácilmente tomaría por un deseo torpe y ansioso, tal vez el de un hombre enojado consigo mismo por necesitar aquel desahogo, enojado con ella porque era capaz de proporcionárselo pero le exigía dinero a cambio. Luego el golpe terrible, el dolor y la oscuridad que lo envolvía todo.
¿Por qué la había mutilado? ¿La conocía, y se debió a un odio desmedido contra ella? ¿O se trataba de un loco, y le habría hecho lo mismo a cualquier víctima? Si tal era el caso, aquello solo sería el principio.
Volvieron a recorrer Narrow Street de una punta a la otra, así como Ropemakers’ Fields y los callejones aledaños, pero nadie había visto nada que les fuera útil, a ninguna pareja que se encaminara hacia el embarcadero al anochecer o poco antes y, si los habían visto, apenas se habían fijado o preferían no recordarlo. Por más que preguntaron, no sacaron nada en claro.
Tenían que averiguar quién era la víctima, quién había sido antes de que le sucediera aquello.
—Nos haremos con un dibujo de ella —dijo Monk cuando regresaban a la comisaría local mientras el cielo se oscurecía al caer la tarde—. Hay un agente que tiene mano con el lápiz para hacer retratos. Le pediremos que nos haga por lo menos dos. Y mañana probaremos suerte otra vez.
Monk estaba tan cansado que aquella noche durmió bien. No contó nada a Hester sobre la mujer del embarcadero porque no quiso romper el sosiego de la velada. Si Hester se dio cuenta de que estaba preocupado, tuvo el atino o la amabilidad de no decirlo.
A la mañana siguiente se levantó temprano y salió antes de desayunar para comprar al menos un par de diarios en el quiosco de la esquina de Paradise Place y Church Street. Antes de recorrer de regreso los cien metros escasos a los que quedaba su casa, ya sabía lo peor. «Mujer espantosamente asesinada en el embarcadero de Limehouse», decía uno. «Mujer destripada hasta la muerte como un animal», decía el otro.
Los llevaba doblados debajo del brazo, con los titulares ocultos, cuando llegó a la puerta de la cocina. Olió el tocino y las tostadas y oyó el silbido del hervidor en el fogón.
Hester estaba de pie con el tenedor en la mano, poniendo una tostada en la panera con las demás, para que se mantuviera crujiente. Cerró la puerta del horno y le sonrió. Iba vestida de azul marino, su color favorito. Por un momento, contemplándola, pudo posponer un poco más el recuerdo de la violencia y la pérdida, del frío, del constante movimiento del agua y del olor a muerte.
Tal vez debería habérselo contado la víspera, pero entonces estaba cansado, tenía frío y solo deseaba apartar de su mente el horror de lo que había visto. Había necesitado secarse y calentarse, tumbarse junto a ella y oírla hablar de otras cosas, cualquier cosa que tuviera que ver con la cordura y los pequeños detalles de la vida cotidiana.
Ahora Hester lo miraba, sabiendo que algo iba muy mal. Conocía demasiado bien a Monk para que este pudiera disimular; aunque nunca lo había hecho. Hester había sido enfermera durante la guerra de Crimea, una docena de años atrás, antes de conocer a Monk. Existían pocos horrores o pesares de los que él pudiera hablarle sin que ella los conociera al menos tan bien como él.
—¿Qué sucede? —preguntó Hester en voz baja, quizá con la esperanza de que pudiera contárselo antes de que Scuff, con sus doce años recién cumplidos, bajara a desayunar, dispuesto a comerse el nuevo día y todo lo que fuese capaz de engullir.
Hacía cosa de un año que el matrimonio y Scuff se habían adoptado mutuamente. Hester y Monk lo habían acogido porque Scuff no tenía hogar y vivía precariamente en el río, valiéndose de su ingenio. No porque Scuff fuese huérfano, sino porque el nuevo marido de su madre no quería al niño en su casa. Scuff había adoptado a Monk porque pensaba que Monk carecía de los conocimientos precisos sobre la vida portuaria para llevar a cabo su trabajo y que, por lo tanto, necesitaba que alguien como Scuff cuidara de él. A Hester se unió con más renuencia, dando pequeños pasos en los que ambos habían puesto sumo cuidado, temerosos de hacerse daño. El arreglo en su conjunto había comenzado de manera provisional por parte de los tres, pero transcurrido ya un año se sentían muy a gusto.
—¿Qué sucede? —repitió Hester con más apremio.
—Ayer encontramos el cuerpo de una mujer en el embarcadero de Limehouse al alba —contestó Monk, dejando los periódicos doblados sobre una silla y sentándose encima—. La mutilaron. Esperábamos ocultar los detalles a la prensa, pero no lo hemos conseguido. Los periódicos se están cebando en el caso.
El semblante de Hester se tensó un poco, solo con un minúsculo movimiento de músculos.
—¿Quién era? ¿Lo sabéis? —preguntó.
—Todavía no. Según lo que pude ver, parecía bastante corriente, pobre pero respetable. A primera vista, de cuarenta y tantos.
Una imagen del cuerpo acudió de nuevo a su mente. De pronto volvió a sentir frío y cansancio, como si se hubiesen apagado las luces, si bien la cocina estaba caliente, llena de luz y de limpios aromas hogareños.
—El forense dijo que la mutilación fue después de que muriera —prosiguió Monk—. Pero los periódicos no lo explican así.
Hester lo miró pensativa un momento, como si fuera a hacerle una pregunta. Luego cambió de parecer y le sirvió el desayuno, compuesto de huevos, tocino y tostadas, sujetando el plato caliente con un trapo para llevarlo a la mesa. Preparó el té y también dejó en la mesa la tetera, que humeaba por el pico.
Scuff llegó a la puerta con las botas en las manos. Se las puso en el recibidor y entró, mirando primero a Monk y luego a Hester. Pese a llevar casi un año viviendo con ellos, seguía siendo delgado, menudo para su edad y estrecho de hombros. Aunque ahora tenía una abundante mata de pelo lustroso y se le habían ido las manchas de la piel.
—¿Tienes hambre? —inquirió Hester, como si cupiera dudarlo.
Scuff sonrió y se sentó en la que ahora consideraba su silla.
—Sí, gracias.
Hester sonrió y le sirvió el mismo desayuno que a Monk. Se lo comería todo y luego miraría en torno a sí con la esperanza de que hubiera algo más. Era un simpático hábito que se repetía cada mañana.
—¿Quién tiene problemas? —preguntó Scuff, mirando a Monk con el ceño fruncido—. ¿Puedo ayudar?
—Todavía no, gracias —le aseguró Monk, levantando la vista y mirándolo a los ojos para que Scuff viera que hablaba en serio—. Se trata de un caso muy desagradable, pero de momento no es mío.
Le constaba que, como salía en la prensa, Scuff sin duda se enteraría, pero así conseguiría unas pocas horas de paz. Desde que vivía en Paradise Place, las dotes de lectura de Scuff habían mejorado notablemente. Aún le faltaba soltura y seguía teniendo dificultades con las palabras más largas y complejas, pero el lenguaje llano de los periódicos lo leía sin problemas.
Scuff aceptó agradecido el desayuno que le sirvió Hester, pero no permitió que eso distrajera su atención.
—¿Por qué no es tuyo? —preguntó—. Eres el jefe de la Policía Fluvial. ¿De quién va a ser si no?
—Depende de quién fuera la víctima —contestó Monk—. Encontramos su cuerpo en el embarcadero, pero es posible que viviera tierra adentro, en cuyo caso sería competencia de la policía local de Limehouse.
Mientras lo decía, tomó una decisión. Desde hacía algún tiempo los periódicos estaban plagados de críticas a la policía por la violencia y la prostitución imperantes en las zonas ribereñas. Se habían producido varias peleas con arma blanca, una de las cuales había degenerado en una batalla campal que se había saldado con media docena de heridos y dos muertos. La prensa había dicho que la policía había demostrado incompetencia para manejar la situación y que esta se le había ido de las manos. También se habían publicado insinuaciones más maliciosas, según las cuales la policía había permitido deliberadamente que sucediera para así poder infiltrarse y librarse de un puñado de alborotadores contra quienes no podía actuar ciñéndose a la legalidad, porque toda la ribera del Támesis estaba escapando a su control.
Lo único que quizá pondría fin a más especulaciones destructivas después de aquel crimen sería una rápida resolución.
—No, no es suyo —arguyó Scuff—. Necesitan que los ayudes. Si la mataron a orillas del río, tienes que hacerlo.
Monk sonrió, a pesar suyo.
—Me ofreceré a hacerlo —concedió—. Aunque en realidad no tengo muchas ganas.
—¿Por qué? —preguntó Scuff desconcertado, juntando sus cejas rubias—. ¿No te importa saber quién lo hizo?
—Sí, claro que me importa —se enmendó Monk enseguida—. Es solo que todavía no sabemos quién era la mujer, de modo que tampoco sabemos dónde vivía. Si vivía tierra adentro, la policía local conocerá mejor a la gente.
—No son mejores que vosotros —dijo Scuff, con un convencimiento absoluto—. Tienes que hacerlo. —Escrutaba el semblante de Monk detenidamente, tratando de descifrar qué sentía para así saber cómo ayudar—. Fue una estupidez lo que hicieron —prosiguió—. Si no quieres que encuentren algo, lo escondes. No lo dejas a cielo abierto para que cualquier barquero pueda verlo. ¡Es una estupidez!
Monk no aguardó hasta después del desayuno para explicar a Scuff lo que era la enajenación homicida o qué clase de rabia se adueña de un hombre para destripar a una mujer, incluso una vez muerta.
Scuff puso los ojos en blanco y acto seguido dejó el asunto de lado, centrándose en dar cuenta del desayuno con gran regocijo. Pasarían años antes de que perdiera el entusiasmo ante un plato de huevos con tocino enteramente para él.
—¿Puedes encargárselo a Orme o algún otro de tus hombres? —preguntó Hester, una vez que Scuff hubo terminado y se fue de la cocina.
—No —contestó Monk, dedicándole una breve sonrisa—. Si estaba a orillas del río, el caso es nuestro. Y va a ser muy peliagudo. Los periódicos ya están pidiendo que se eleven preguntas al Parlamento sobre el vicio en las zonas portuarias: Limehouse, Shadwell, Bermondsey, Deptford; de hecho, en ambas márgenes del río hasta Greenwich. —Vaciló un instante—. A lo mejor logramos resolverlo deprisa.
A modo de respuesta, Hester le sonrió. Entre ellos había infinidad de cosas que no requerían palabras.
Monk bajó a la orilla y tomó un transbordador para cruzar el río hasta la comisaría de Wapping. La mañana era gris, soplaba un viento fuerte y el agua estaba picada. Al subir a bordo se levantó el cuello del abrigo para taparse las orejas y, al adentrarse en el espacio abierto del río, el ligero resguardo que proporcionaban los edificios dejó de protegerlo.
Se hallaba entre las largas hileras de barcazas que transportaban sus cargamentos aguas arriba y abajo. Cerca de las dársenas había buques anclados, aguardando a descargar. Los muelles bullían de actividad, los hombres comenzaban la dura labor de levantar y empujar mercancías, manejar grúas y cabestrantes, siempre atentos al viento y a la marea. Incluso en medio del agua, a pesar del chapaleteo de la corriente contra los costados del transbordador y del crujido de los escálamos a cada palada de los remos, Monk alcanzaba a oír los chillidos de las gaviotas y los gritos de los hombres en tierra firme.
Al llegar a la margen opuesta pagó al barquero y le dio las gracias. Veía a los mismos hombres a diario y los conocía por su nombre. Luego subió la empinada escalinata hasta el muelle, cruzando después la explanada expuesta al viento hasta la comisaría de Wapping.
Dentro hacía calor y estaban preparando té. Se tomó otra taza mientras escuchaba el parte de novedades de la noche y dio unas pocas instrucciones necesarias. Luego tomó un coche de punto hasta la comisaría de Limehouse, donde estudió los retratos de la mujer asesinada que había hecho un joven agente. Eran muy buenos. El muchacho tenía talento. Había captado los rasgos devolviéndoles la vida, abriendo un poco los labios para mostrar los dientes ligeramente torcidos con el fin de conferirle individualidad.
El agente estaba pendiente de Monk, y tal vez interpretó mal la momentánea expresión de dolor de su semblante.
—¿No le parece bueno? —preguntó preocupado.
—Al contrario, es muy bueno —contestó Monk con sinceridad—. Es como verla viva. Hace que su muerte sea más real. —Levantó la vista hacia el agente y constató que se había sonrojado un poco—. Lo ha hecho muy bien. Gracias.
—No hay de qué, señor.
Orme llegó poco después y Monk le dio uno de los dos retratos. Convinieron qué zona cubriría cada uno de ellos: Orme iría hacia el norte y Monk hacia el sur, hasta Isle of Dogs.
El viento se encañonaba en las calles estrechas, arrastrando el olor del río y la fría pestilencia de las basuras y la alcantarilla. Monk interrogó a todos los viandantes con los que se cruzó. Enseguida tuvo claro que estaban al tanto de la noticia. Muchos fingían estar demasiado atareados para contestarle y se veía obligado a insistir. Entonces se enojaban, deseosos por hacer cualquier cosa que mantuviera apartados de sus vidas el horror y el miedo.
Todavía estaba cerca del muelle cuando entró en una tabaquería donde también vendían algunos comestibles y el periódico local.
—No sé nada sobre eso —negó rotundamente el expendedor de tabaco en cuanto Monk le dijo quién era. Rehusó mirar el dibujo, apartándolo con la mano.
—¡No es de cuando estaba muerta! —dijo Monk con irritación—. Es un retrato de cómo era en vida. Podría ser una mujer casada que viviera por aquí.
—Deme —dijo el anciano, alargando la mano para coger el retrato otra vez. Monk se lo dio y él lo miró detenidamente antes de devolvérselo—. Podría estarlo, desde luego —concedió—. Pero sigo sin conocerla. Lo siento. Casada o no, no trabajaba por aquí.
Monk le dio las gracias y se marchó.
Durante el resto de la mañana recorrió kilómetros de calles grises, angostas y atestadas, siempre con las vistas y los ruidos del río de fondo. Habló con varias prostitutas, pero todas negaron conocer a la mujer del retrato. Monk no había esperado que hicieran lo contrario. Bajo ningún concepto querrían tener algún tipo de contacto con la policía, pero Monk había confiado en percibir una chispa de reconocimiento en el semblante de alguna de ellas. Lo único que vio fue resentimiento, así como un miedo omnipresente.
Se sintió inclinado a pensar que la mujer asesinada no ejercía su misma profesión; era demasiado distinta de ellas. Era como mínimo quince años mayor, tal vez más, y su rostro transmitía ternura. Parecía más avejentada por una enfermedad que curtida por el alcohol y la vida en la calle. Le pareció más probable que fuese una esposa maltratada.
Monk había preguntado al forense si había tenido hijos, pero Overstone le dijo que la mutilación había sido tan violenta que le era imposible aseverarlo.
Fue Orme quien se topó con la respuesta, más tierra adentro. En un pequeño comercio que quedaba justo después del puente Britannia encontró a un tendero que había mirado fijamente el retrato antes de pestañear y levantar la vista, triste y desconcertado.
—Ha dicho que se parece a Zenia Gadney, de Copenhagen Place —contó Orme a Monk cuando a la una se reunieron en la taberna donde habían quedado para almorzar.
—¿Estaba seguro? —preguntó Monk. Tenían que averiguar quién era, pero saber cómo se llamaba y dónde vivía la convertía en una persona real.
—Diría que sí —contestó Orme con renuencia, mirando a Monk a los ojos y sintiendo el mismo temor—. Es un buen retrato.
Una hora más tarde él y Monk estaban llamando a las puertas de Copenhagen Place, que quedaba a poco menos de un kilómetro del río.
Una mujer cansada, con dos niños agarrados a sus faldas, miraba el retrato que Monk sostenía delante de ella. Se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Sí. Es la señora Gadney, de la acera de enfrente. Pero no deberían ir por ella, pobrecita. Nunca ha hecho mal a nadie. Puede que de vez en cuando consienta a algún caballero, o quizá no. Pero si lo hace, ¿qué tiene de malo? ¿No tienen nada mejor que hacer? ¿Por qué no van en busca de ese loco sanguinario que destripó a esa pobre mujer en el embarcadero, eh?
Pálida y cansada, miró a Monk con desdén.
—¿Está segura de que es la señora Gadney? —dijo Monk en voz baja.
La mujer volvió a mirarlo, vio algo en los ojos de Monk y se tapó la boca con una mano.
—¡Dios! —dijo, apenas suspirando. La otra mano buscó instintivamente al menor de los niños para cogerlo de la mano—. No… no sería ella, ¿verdad?
—Me parece que sí —contestó Monk—. Lo siento.
La mujer cogió al niño en brazos y lo estrechó contra su pecho. Tendría unos dos años. Al notar el miedo de su madre, el chiquillo rompió a llorar.
—¿En qué número vivía? —insistió Monk.
—En el catorce —contestó la mujer, señalando con la cabeza hacia una casa del otro lado de la calle.
—¿Tenía familia? —prosiguió Monk.
—Que yo sepa, no. Era muy discreta. No molestaba a nadie.
—¿Quién podría saber más cosas sobre ella?
—No lo sé. A lo mejor la señora Higgins, del número veinte. Las vi charlando un par de veces.
—¿Sabe si trabajaba en algún sitio?
—No era asunto mío. No puedo ayudarlo.
Estrechó el abrazo a su hijo y se dispuso a cerrar la puerta.
—Gracias —dijo Monk, retirándose. Él y Orme dieron media vuelta. No había nada más que preguntar.