Capítulo 2
—¿Sir Oliver? —dijo el juez inquisitivamente.
Oliver Rathbone se puso de pie y se situó en medio de la sala del tribunal, que era casi como un ruedo. Tenía la galería del público a sus espaldas, al jurado a su izquierda en sus dos filas de asientos altos y, delante de él, al juez en el gran sillón de madera tallada, dispuesto como si fuese un trono. El estrado de los testigos quedaba casi encima de él, en su pequeña torre, a la que se accedía por empinados escalones.
Había ocupado aquel mismo lugar en un sinfín de juicios importantes a lo largo de su carrera, como uno de los abogados más brillantes de Inglaterra. Por lo general se entregaba en cuerpo y alma a la causa tanto si actuaba para la defensa como para la acusación. Con frecuencia lo que estaba en juego era la vida de un hombre. En aquella ocasión se encargaba de la defensa porque aquel era su trabajo, aunque en su fuero interno todavía no estaba seguro de si el acusado era culpable o inocente. Esa circunstancia le causaba una extraña sensación de vacío. Le costaba apasionarse en su empeño, poner todo el cuidado preciso para que se hiciera justicia. Se limitaría a ser competente, y esa actitud distaba mucho de satisfacer a su carácter.
Pero desde hacía algún tiempo casi nada le estaba yendo bien. Las cosas que le importaban parecían haber escapado a su control desde el caso Ballinger y las lamentables decisiones que habían conducido a la separación definitiva entre su esposa Margaret y él.
Se concentró en el testigo, esforzándose por recordar los detalles de su testimonio para atacar uno tras otro los puntos en que era vulnerable, obligándolo a contradecirse de modo que el jurado lo considerase taimado y poco de fiar.
Tuvo éxito. Era el último testigo de la jornada y se levantó la sesión. Rathbone se fue a su casa en coche de punto y llegó relativamente temprano. Hacía una de esas noches serenas de principios de invierno, anteriores a la llegada de las tormentas. No hacía suficiente frío para que se formara escarcha. Al apearse del coche para pagar al conductor, el aire no era cortante. Los últimos crisantemos del vecino todavía estaban en flor y, al pasar junto a ellos, le llegó su aroma dulzón a tierra.
Un año antes habría estado contento de llegar a casa con tanto tiempo libre por delante. Pero eso hubiese sido antes de aquel asunto de los barcos fondeados en el río con sus placeres obscenos y sus abusos infantiles que finalmente terminaron en asesinato.
Él y Margaret habían sido felices; de hecho, con el transcurso de cada semana lo iban siendo cada vez más. Habían compartido una ternura, un mutuo entendimiento que satisfacía todo un abanico de anhelos que, en épocas anteriores de su vida, a duras penas hubiese reconocido tener.
Ahora, en cambio, al entrar por la puerta principal y entregarle el sombrero y el abrigo al mayordomo, sintió el pesado silencio que reinaba en la casa.
—Buenas noches, sir Oliver —saludó el mayordomo, tan cortés como siempre.
—Buenas noches, Ardmore —contestó Rathbone automáticamente. El mayordomo, la cocinera y el ama de llaves, la señora Wilton, serían las únicas personas cuyas voces oiría hasta que se marchara al juzgado a la mañana siguiente. El silencio lo iría llenando todo hasta resultar opresivo, casi como otra presencia en la casa.
Aquello era absurdo. Se estaba volviendo sensiblero. Mientras era soltero nunca le había importado, ¡y lo había sido mucho tiempo! En realidad, entonces le resultaba bastante agradable después del constante ruido que imperaba en su bufete o en los tribunales. Una cena de tanto en tanto con sus amigos, en especial con Monk y Hester, era toda la compañía que deseara antaño; aparte, por descontado, de las visitas que efectuaba de vez en cuando a su padre en Primrose Hill. Pero en aquellos momentos Henry Rathbone estaba de viaje por Europa, en Alemania para ser más exacto, y no regresaría hasta bien entrado el nuevo año.
Le habría gustado ir a verlo aquella noche. Su padre seguía siendo su amigo más querido, tal como lo había sido siempre. Pero uno no visitaba a sus amigos cuando se sentía vacío. Rathbone no tenía ningún problema interesante que plantearle, ni siquiera una pérdida o una dificultad concretas que lo indujeran a buscar su consuelo, solo la sensación de haber fracasado. Y, sin embargo, no sabía qué hubiera podido hacer de distinta manera conservando cierta honorabilidad.
Se sentó en el hermoso comedor que había decorado Margaret. Mientras tomaba la cena le dio vueltas a lo sucedido una vez más.
Si hubiese luchado con más ahínco para demostrar la inocencia de Ballinger, incluso si se le hubiese ocurrido algún truco, honesto o deshonesto, sin duda no habría conseguido alterar el veredicto final.
Ahora bien, Margaret nunca lo había visto de ese modo. Ella creía que Rathbone había antepuesto su ambición a la lealtad debida a la familia. Ballinger era el padre de Margaret y, a pesar de las pruebas presentadas, en ningún momento aceptó que fuese culpable. ¿Era mejor o peor que lo hubieran asesinado en la cárcel antes de ser ajusticiado en la horca?
Margaret también había culpado a Rathbone de eso, en la creencia de que podría haberse elevado alguna clase de apelación, con lo cual su padre seguiría con vida.
No era verdad. Rathbone había carecido de argumentos para apelar y, por añadidura, él tenía constancia de que Ballinger era culpable. Al final, estando a solas con él, Ballinger lo había reconocido. Rathbone recordaba la arrogancia de su rostro mientras le contaba toda la historia. Según él, lo que había hecho estaba justificado.
Rathbone comía mecánicamente, moviendo la carne asada y las verduras por el plato de porcelana sin apenas probar bocado. Aquello era un insulto para la señora Wilton, aunque nunca llegaría a enterarse. Le daría las gracias exactamente igual que si hubiese disfrutado comiendo. Todo el personal estaba volcado en complacerlo. Resultaba conmovedor y un tanto embarazoso. Veían su estado de ánimo con más claridad de la que él habría deseado. Se decía que ningún hombre era un héroe para su ayuda cámara. En su caso, aquella agudeza se hacía extensiva al mayordomo y al ama de llaves. Y tal vez incluso a las criadas y al lacayo.
Ahora que Margaret se había marchado tenía demasiado personal, pero no se veía con ánimo de despedir a ninguno de sus miembros; al menos, no por el momento. ¿Se resistía por el bien de ellos? ¿O acaso era una manera de negarse a aceptar que aquella situación era definitiva?
Le vino de nuevo a la mente aquella última entrevista con Ballinger. Al principio de todo, ¿habían sido justificados sus actos? Estaba claro que él consideraba que sí. La degradación había sido posterior.
¿O ya el primer paso había sido equivocado, y el resto estuvo condenado de entrada?
Terminó el postre: unas delicadas natillas horneadas con una crujiente corteza dulce. La señora Wilton se estaba esmerando. Debía acordarse de hacerle el cumplido de rigor.
Dejó la servilleta al lado del plato y se puso de pie. Sin ser consciente de ello, había decidido ir a ver a Margaret una vez más. Tal vez fuese la sensación de que lo suyo no había acabado lo que le causaba aquel vacío interior, haciéndole imposible cerrarlo para que comenzara a curarse, sin que importara lo que aquello pudiera significar. Todavía no había hecho todo cuanto estaba en su mano para resolver la amargura que los distanciaba.
Margaret estaba equivocada. Él no había antepuesto su ambición a la familia. La ambición ni siquiera le había pasado por la cabeza. Nunca había vacilado, ni un solo instante, en representar a Ballinger. Además, al principio había creído que podía y debía ganar el juicio. La acusación de Margaret era injusta y todavía le escocía. Tal vez ahora, habiendo transcurrido cierto tiempo, se habría dado cuenta.
Dijo a Ardmore que estaría fuera un par de horas. Se puso el abrigo y el sombrero, y salió a las calles que iluminaban las farolas en busca de un coche de punto.
Llegó al nuevo domicilio de la señora Ballinger, una casa mucho más modesta a la que se había mudado tras la muerte de su marido. Era la quinta de una hilera de adosados bastante corrientes, una morada que estaba a años luz de la riqueza y la elegancia de la casa en la que viviera antes, y donde se había criado Margaret.
Contemplándola desde la acera, Rathbone sintió una punzada de lástima, casi de vergüenza, por el hermoso hogar en el que se había instalado al casarse con Margaret. Ella había elegido las telas y los colores, todos de una sutil belleza. Eran más atrevidos que los que habría elegido él, pero una vez en su sitio le gustaron. Hacían que su conservador gusto de antes pareciera insulso. Margaret había dispuesto los cuadros, los jarrones, los mejores adornos. Algunos eran regalos de boda.
Margaret había disfrutado siendo lady Rathbone. A él le constaba, con tristeza y un humor amargo, que había dejado de utilizar el título, sin bien tampoco podía hacerse llamar señora Rathbone. Tal persona no existía. Ninguno de los dos había mencionado el tema del divorcio, aunque la cuestión flotaba entre ambos, aguardando la inevitable decisión. ¿Cuándo la tomarían?
Tal vez no debería haber ido a verla. Quizá Margaret lo sacara a colación y él no estaba preparado. No sabía qué quería decirle. Ninguno de los dos había cometido el pecado comúnmente aceptado como motivo para poner fin a un matrimonio. A veces una de las partes se inventaba una aventura amorosa y la reconocía. Margaret nunca haría algo semejante y, de pie ante la puerta de su casa, Rathbone fue consciente de que él tampoco lo haría. Como tampoco se habían engañado el uno al otro en ese sentido. El problema residía en que eran incompatibles moralmente, y quizás eso fuera peor. No había nada que perdonar. El desacuerdo no era fruto de lo que hubieran hecho sino de ser como eran.
Una sirvienta abrió la puerta y su rostro reflejó consternación al reconocer a Rathbone.
—Buenas noches —saludó él, incapaz de recordar su nombre, si es que alguna vez lo había sabido—. ¿Está la señora Ballinger en casa?
—Pase, sir Oliver, iré a preguntar si puede recibirlo.
Se hizo a un lado para que Rathbone entrara al angosto recibidor, tan distinto del hermoso y espacioso vestíbulo de la otra casa. Era más oscuro, un tanto más ordinario pese a los toques hogareños y al limpio aroma de la cera para muebles.
Aquel era el único sitio donde podía aguardar. La casa carecía de sala de día y de estudio, y solo contaba con un sencillo salón, un comedor y la cocina, donde probablemente solo se podía cocinar y fregar los platos. Bastaría con que el servicio lo compusieran una cocinera y un ama de llaves, una sirvienta y alguna clase de lacayo, y quizás una doncella para atender a Margaret y a su madre. Rathbone se preguntó con ironía cuánto de aquello se pagaba con su muy generosa asignación. Allí donde decidiera vivir, Margaret seguía siendo su esposa.
La sirvienta regresó, poniendo cuidado en no mostrar expresión alguna.
—La señora Ballinger lo recibirá, sir Oliver. Tenga la bondad de seguirme, por favor.
Lo condujo no al salón, sino a un inesperado cuarto que quedaba junto a la puerta forrada de paño que conducía a la cocina. Seguramente era la habitación del ama de llaves.
La señora Ballinger aguardaba dentro. Vestía de luto. Aunque pareciera increíble, solo hacía semanas que Ballinger había muerto. Rathbone sintió una honda compasión al verla. Parecía más menuda, como si se hubiese encogido junto con todo lo que antaño conformaba su vida. Tenía el pelo descolorido y parecía más delgada; los hombros caídos hacían que el vestido le sentara mal, pese a ser una prenda excelente, conservada de épocas más felices. No lo llenaba como antes. Estaba muy pálida, pero había una chispa de esperanza en sus ojos.
Rathbone se encontró de pronto sin saber qué decir. Le constaba que ella quería que se reconciliara con su hija, como si la felicidad de la pareja aún pudiera rehacerse aunque la suya no. La ira y el sufrimiento de Margaret sin duda pesaban más sobre ella que sobre cualquier otra persona. Rathbone quedó convencido al ver su semblante. En realidad, la señora Ballinger nunca había sido de su agrado. Le había parecido una mujer egocéntrica, poco imaginativa, superficial en sus opiniones. No obstante, ahora lo embargaba una profunda compasión por ella, y sabía que no la podía ayudar excepto, quizá, no perdiendo la calma para tratar de llegar a algún acuerdo con Margaret.
¿Margaret se habría detenido alguna vez a pensar lo que su amargura le estaba costando a su madre? ¿O estaba ten embebida en su propio padecimiento que no tenía en cuenta el de los demás? Rathbone fue dolorosamente consciente de que el mismo enojo que quería dominar por el bien de la señora Ballinger volvía a bullir dentro de él, escaldándolo.
Estaban de pie, cara a cara, en silencio. Le tocaba hablar a él, explicar por qué se había personado sin invitación previa y a aquellas horas de la noche. Sin habérselo propuesto, fue inusitadamente amable.
—Quería saber cómo estaban —comenzó, como si ese fuese un sentimiento que lo acometiera a menudo—. Tal vez pueda hacer algo que no se me haya ocurrido. Si usted lo permitiera, claro está.
La señora Ballinger se quedó callada unos instantes, sopesando la intención oculta tras sus palabras.
—¿Por el bien de Margaret? —preguntó finalmente—. Todavía debes odiar al señor Ballinger, y sin duda también a mí. Yo no sabía…
Aquello parecía una excusa, y se calló en cuanto se dio cuenta.
—Jamás supuse que usted estuviera al corriente —dijo Rathbone enseguida y con sinceridad—. La impresión de descubrir algo semejante y comenzar a comprender lo que significaba era más que suficiente para dejar paralizado a cualquiera. Y usted no tenía más alternativa que serle leal. Cuando con el tiempo acabó por enterarse, ya no cabía salvar a nadie.
La señora Ballinger se quedó un tanto perpleja, como si intentara discernir la opinión que Rathbone tenía de ella y de Margaret.
—Usted era su esposa —dijo Rathbone, no solo en defensa propia, sino también a modo de explicación.
—¿Has venido a ver Margaret? —preguntó la señora Ballinger, cuya esperanza se negaba a fenecer.
—Siempre y cuando sea posible —contestó Rathbone.
Aquello era pura ficción dictada por la cortesía. La señora Ballinger nunca lo había rechazado; era Margaret quien se negaba a hablar. Vaciló unos instantes.
Rathbone supo que su suegra estaba considerando no ya si aceptar el mensaje, sino cómo y de qué manera transmitirlo con alguna garantía de éxito.
—Iré a preguntarle —dijo al fin—. Por favor, espera aquí. No… —Tragó saliva con dificultad—. No quisiera que se diera una escena que pueda resultar bochornosa para alguno de nosotros.
—Por supuesto —contestó Rathbone.
La señora Ballinger tardó casi un cuarto de hora en regresar, quedando así demostradas las dificultades que había tenido para convencer a Margaret. Mientras Rathbone le daba las gracias y la seguía hacia el recibidor, se dio cuenta de que cada vez estaba más enfadado con Margaret, no por él mismo sino por su madre. No podía imaginar siquiera el golpe que había supuesto para la señora Ballinger la culpabilidad de su marido, y luego el asesinato, que cortó de raíz toda esperanza de que le conmutaran la pena. Tampoco era que hubiese habido alguna posibilidad de conseguirlo. Habría muerto con la soga del verdugo al cuello. Todo el mundo de la señora Ballinger se había desmoronado de una manera espantosa. Solo le quedaba el apoyo de sus hijas. El fracaso del matrimonio de Margaret y su negativa a aceptar la culpabilidad de su padre sin duda impedían que cicatrizaran las heridas.
Margaret estaba de pie en medio de la sala abarrotada de muebles, aguardándolo. Vestía con mucha sencillez. Igual que su madre, todavía iba de luto, aunque en su caso era algo menos riguroso gracias a las joyas de azabache y a un broche de perlas de río que aportaban un trémulo brillo blanco a la oscuridad de su atuendo. Como siempre, su porte era elegante, con la cabeza alta, pero estaba más delgada que la última vez que la había visto, y muy pálida, casi desprovista de color.
Se abstuvo de hablar la primera.
Preguntarle cómo estaba resultaría ridículamente formal, dando al encuentro un tono que luego sería difícil romper. Siempre había gozado de una excelente salud, y no era en absoluto el asunto que los ocupaba. Cualquier aflicción que ahora tuviera era meramente emocional, algo que ningún médico podría aliviar y mucho menos curar.
Se sentía torpe y tuvo la impresión de que, con su inmaculado traje hecho a medida, debía parecer fuera de lugar en aquella habitación carente de gracia y recargada de retratos de familia.
¿Qué podía decir que resultara sincero? ¿Por qué estaba allí?
—Quería hablar contigo —comenzó Rathbone—, para ver si podemos entendernos un poco mejor, tal vez avanzar hacia alguna clase de reconciliación…
Se calló. El semblante de Margaret no transmitía nada, y Rathbone se sintió tonto y vulnerable.
Margaret enarcó sus cejas rubias.
—¿Estás diciendo lo que piensas que debes decir, Oliver? —preguntó Margaret en voz baja, en un tono neutro—. ¿Allanas el camino para justificarte porque quieres dejarme de lado con la conciencia tranquila? Al fin y al cabo, tienes que poder decir a tus colegas que lo has intentado. Causaría mala impresión que no lo hicieras. Todos entenderán que un abogado eminente como tú no quiera estar casado con la hija de un criminal, pero al menos no debes dejarlo claro de una manera insultante.
—¿Así es como te ves, como la hija de un criminal? —dijo con más aspereza de la que pretendía.
—Estábamos hablando de ti —respondió Margaret—. Eres tú quien ha venido aquí, yo no he ido en tu busca.
Aquello también le dolió, aunque no debería haber esperado otra cosa. Para bien o para mal, siempre era el hombre quien daba el primer paso, salvo quizá con la excepción de Hester. Si esta había reñido con alguien que le importaba, tanto si había llevado razón como si había estado equivocada, siempre iba en busca de la persona en cuestión. Rathbone lo sabía de antes. ¿Estaba comparando injustamente a Margaret con ella? Hester también tenía defectos, pero los suyos eran fruto de su bravura, nunca de la mezquindad. Era él quien no había sido lo bastante osado para ella. Ahora no debía ser él el mezquino.
Respiró profundamente.
—He venido con la esperanza de que, si hablábamos, quizás acortaríamos la distancia que nos separa —dijo con tanta amabilidad como pudo—. No sé qué nos depara el futuro y, desde luego, no intentaba excusarme por ello. No necesito explicarme a mí mismo ni a un tercero…
—¡Por supuesto que no, porque no puedes! —interrumpió Margaret—. Ni a mí, ni a mi familia.
A Rathbone le costó no perder los estribos.
—No estaba pensando en ti como en un tercero.
Ambos permanecían de pie, como si no cupiera relajarse. Pensó en preguntar si podía sentarse, o simplemente hacerlo sin más, pero decidió no hacerlo. Cabía que Margaret creyera que estaba dando a entender que estaba en su casa y que lo veía como un derecho, no como un privilegio.
—¿Cómo pensabas en mí, entonces? —preguntó Margaret.
—Como mi esposa, y, al menos hasta hace un tiempo, también como mi amiga —dijo Rathbone.
De pronto, los ojos de Margaret se arrasaron en lágrimas.
Por un instante Rathbone pensó que aún había esperanza. Dio un paso hacia ella.
—Lo echaste todo a perder —repuso Margaret, levantando un poco la cabeza, como rechazándolo.
—¡Hice lo que tenía que hacer! —protestó Rathbone—. Todo lo que la ley me permitía para defenderlo. ¡Era culpable, Margaret!
—¿Cuántas veces te lo repites a ti mismo, Oliver? —dijo Margaret con acritud—. ¿Ya has conseguido convencerte?
—Me lo confesó él mismo —dijo Rathbone con hastío. Ya habían pasado por aquello varias veces. Había revivido aquella desdichada tragedia para explicársela: la desesperada lucha de Ballinger por su vida, y la admisión final de su culpabilidad. Le había dado pocos detalles para ahorrarle la aflicción que le causarían los pormenores más desagradables y crueles, cosas que no era preciso que llegara a saber.
—¿Y te basta con eso? —Le soltó Margaret como si fuese una acusación—. ¿Qué me dices de los motivos, Oliver? ¿O preferiste pasarlos por alto? ¿No puedes ser sincero por una vez y dejar de esconderte detrás de la ley? ¿O acaso es lo único que conoces, lo único que entiendes? ¡El libro dice esto! ¡El libro dice lo otro!
—Esto es injusto, Margaret —protestó Rathbone—. No puedo trabajar al margen de la ley…
—Lo que quieres decir es que no puedes pensar al margen de la ley —corrigió Margaret, con los ojos brillantes de desprecio—. Eres un mentiroso, quizá primero contigo y luego conmigo, pero bien que eres capaz de tener en cuenta la verdadera moralidad cuando quieres. Puedes hacerlo con Hester. Romperás todas tus valiosas reglas cada vez que ella te lo pida.
—¿De eso se trata? —dijo Rathbone, sumamente dolido—. ¿Estás celosa de Hester porque piensas que habría actuado de otro modo por ella? ¿No puedes entender que ella nunca me lo pediría?
Margaret soltó una áspera y amarga carcajada que hirió a Rathbone en lo más vivo.
—¡Eres un cobarde, Oliver! ¿Por eso te importa tanto ella? ¿Porque librará las batallas por ti, sin esperar otra cosa de ti excepto que la sigas? ¿Y qué me dices de Monk? ¿Lucharías por él?
Rathbone no supo qué contestarle. ¿Cabía que fuese cierto lo que estaba diciendo?
—¿Preguntaste a mi padre por qué hizo todas esas cosas que lo acusaste de haber hecho? —prosiguió Margaret, tal vez percibiendo que tenía las de ganar—. ¿O preferiste no saberlo? Quizás alteraría tu cómodo mundo del bien y el mal, donde todo lo deciden por ti las generaciones de abogados del pasado. ¡Ninguna necesidad de pensar! Ninguna necesidad de tomar decisiones difíciles ni de ser autónomo. Sin duda, ninguna necesidad de emprender un acto peligroso por tu cuenta, cuestionar alguna de tus preciadas certidumbres ni de correr riesgo alguno.
Finalmente Rathbone se enfadó tanto que tuvo que contestar.
—Arriesgaría mi propia seguridad, Margaret, pero la de nadie más.
Margaret abrió los ojos con asombro.
—¡Ese hombre era escoria! —dijo con sumo desprecio—. Un indeseable. Sabes de sobra lo que hacía.
—¿Y la chica? —preguntó Rathbone en voz baja.
—¿Qué chica? —repuso Margaret perpleja.
—La chica a la que también mató.
—¡La prostituta!
—Sí, la prostituta —contestó Rathbone con frialdad—. ¿O acaso también era una indeseable?
—¡Podría haber hecho que lo ahorcaran! —exclamó Margaret.
—¿Por eso era correcto matarla? ¿En eso consiste tu coraje, tu valiente moralidad? ¿Decides quién vive y quién muere, en lugar de dejar que lo haga la ley?
—Tenía motivos, terribles decisiones que tomar. —Ahora las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. ¡Era mi padre! Lo amaba.
Lo dijo como si eso lo explicara todo. Rathbone por fin comenzó a darse cuenta de que para ella así era.
—¿De modo que debería perdonarlo, sin que importe lo que hizo? —preguntó Rathbone.
—¡Sí! ¿Tan difícil es?
Fue un desafío, planteado con furia y desesperación.
—En ese caso, es una lástima que no me ames tanto como a él —dijo Rathbone en voz tan baja que apenas llegó a ser un susurro.
Margaret dio un grito ahogado, abriendo mucho los ojos.
—¡Esto es injusto!
—Es perfectamente justo —contestó Rathbone—. Y puesto que no puedo anteponer tu familia a lo que está bien, tal vez yo tampoco te ame. Esa parece ser tu conclusión y, según tu punto de vista, llevas razón. Lo lamento. De verdad que creía otra cosa.
Permaneció inmóvil un momento, pero Margaret no dijo nada. Dio media vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta cuando finalmente ella habló.
—Oliver…
Rathbone se detuvo y la miró.
—¿Sí?
Margaret hizo un gesto de impotencia con las manos.
—Pensaba que tenía algo que decir, pero no.
Fue la admisión del fracaso, una puerta que se cerraba.
La pena abrumó a Rathbone, no tanto por algo perdido como por la disolución de un sueño que una vez le había parecido completamente real. Salió de la sala y cerró la puerta a sus espaldas sin hacer el menor ruido.
La sirvienta lo aguardaba en el recibidor, como si hubiese sabido que no iba a quedarse. Le entregó el abrigo y el sombrero. La señora Ballinger no estaba a la vista, y consideró ligeramente ridículo ir en busca de ella para decirle que se marchaba. Solo conseguiría que ambos se incomodaran. No había nada que decir, y se verían obligados a actuar con artificio. Mejor irse sin más.
Dio las gracias a la sirvienta y salió a la oscuridad de la calle. Había refrescado, pero no se dio cuenta. Caminó con brío hasta el primer cruce donde podría encontrar un coche de punto que lo llevara a su casa.
Rathbone entró en su espacioso y elegante vestíbulo, y Ardmore le anunció que una persona lo esperaba en el salón.
—¿Quién es? —preguntó Rathbone un tanto irritado. Fuera quien fuese, no estaba de humor para recibir a nadie aquella noche. Incluso si un cliente había sido arrestado y se encontraba en prisión, a aquellas horas no podría hacer nada al respecto.
—El señor Brundish, señor —contestó Ardmore—. Dice que tiene que entregarle algo muy importante y que no puede volver por la mañana porque tiene otros compromisos. Le he explicado que usted había salido y que no sabía a qué hora regresaría, pero se ha mostrado inflexible, señor.
—Gracias, ha hecho lo correcto —dijo Rathbone fatigado—. Supongo que lo mejor será que recoja lo que sea que trae. ¿Usted sabe qué es, Ardmore? Alguna clase de carta, me figuro.
—No, sir Oliver, es un paquete bastante grande y, por el modo en que lo llevaba, parece que además es pesado.
Rathbone se sorprendió.
—¿Un paquete?
—Sí, señor. ¿Quiere que les lleve el whisky, señor? ¿O brandy? Antes se los he ofrecido, pero ha preferido un café.
—No, gracias. Solo serviría para prolongar la visita.
Fue consciente de que era una descortesía, pero solo quería recibir el paquete y que aquel hombre se marchara. Seguramente tendría tantas ganas de irse a su casa como Rathbone de que lo dejaran en paz.
Entró en el salón y Brundish se levantó de la butaca donde estaba sentado. Era un hombre fornido vestido con un traje a rayas. Parecía cansado y un tanto inquieto.
—Lamento presentarme a estas horas de la noche —se disculpó, antes de que Rathbone tuviera ocasión de hablar—. No me será posible venir mañana y necesitaba… resolver esto.
Desvió la mirada hacia la caja que había en el suelo al lado de su butaca. Tendría aproximadamente un palmo y medio de ancho y de alto, y casi medio metro de longitud. Parecía una especie de maletín.
—¿Resolverlo? —preguntó Rathbone—. ¿Qué es?
—Su legado —contestó Brundish—. Del difunto Arthur Ballinger. Lo he tenido en custodia por él. Al menos tenía la llave y sus instrucciones. No lo he tenido en mis manos hasta hoy.
Rathbone se quedó paralizado. Los recuerdos acudieron a su mente en tropel y, entre ellos, el mensaje que Ballinger le diera: que le había legado las fotografías del chantaje en una suerte de ironía más amarga que la hiel. Rathbone había supuesto que se trataba de una broma pesada, una amenaza carente de significado.
Miraba la caja que descansaba sobre la bonita alfombra, otra elección de Margaret, y seguía preguntándose si realmente sería eso lo que hallaría dentro: fotografías de hombres, hombres importantes, hombres poderosos con dinero y posición, entregados al fatídico vicio que Ballinger había retratado para luego hacerles chantaje. Al menos al principio lo había utilizado para obligarlos a hacer buenas obras. El primero había sido un juez renuente a cerrar una fábrica que contaminaba la tierra y causaba terribles enfermedades. La amenaza de hacer público su gusto por la violación de niños de corta edad le había llevado a cambiar de opinión.
Todos los miembros de tan nefando club habían tenido que posar en fotografías tan lascivas, tan comprometedoras, que su publicación conllevaría su ruina. Tras su iniciación, practicar aquel vicio les salía prácticamente gratis… hasta que Ballinger necesitaba su ayuda para que le hicieran alguna clase de favor.
Pero al cabo de unos años la cosa había degenerado en pagos con dinero en lugar de favores. Y luego, cuando el uso del barco en el que había tenido lugar todo hubo satisfecho el afán de ganancias de Ballinger, culminó en asesinato.
Rathbone no tenía constancia de la culpabilidad de Ballinger más allá de toda duda razonable, como tampoco de que estuviera enterado de los asesinatos de niños cuando crecían demasiado para satisfacer los gustos de la clientela o cuando oponían resistencia a la coacción. Prefería pensar que tal vez fuese inocente de esos crímenes adicionales.
Margaret no se creía nada de aquello, y nunca había visto ni imaginado las fotografías. Rathbone haría todo lo posible para que nunca las viera. Ese tipo de cosas dejaba una marca indeleble en la mente. El propio Rathbone todavía se despertaba en plena noche empapado en sudor cuando soñaba con ellas. En sus pesadillas entraba en aquellos barcos y sentía que lo ahogaban el sufrimiento y el miedo, como si se hundiera en un agua pestilente.
—Gracias —dijo con voz ronca—. Supongo que tiene que dejarlo aquí.
—Sí —contestó Brundish, enarcando ligeramente las cejas un tanto sorprendido—. Deduzco de su comentario que no es su deseo… quedarse con esto. —Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta—. No obstante, necesito que firme el recibo de la entrega.
—Por descontado.
Sin añadir palabra, Rathbone se llevó el papel al escritorio que había en un rincón, cogió una pluma, la mojó en el tintero y firmó. Secó la firma y devolvió el documento.
Una vez que Brundish se hubo marchado, Rathbone pidió el brandy a Ardmore, le dio permiso para retirarse y se sentó en un sillón a meditar.
¿Debía destruirlas sin siquiera abrir la caja? La miró y vio que era metálica y que estaba cerrada. Tenía la llave atada con una cinta. Tendría que abrirla y sacarlas para poder destruirlas. Dentro de la caja estaban bien protegidas, seguramente incluso del fuego.
¿Qué otra cosa podía destruirlas? ¿Un ácido? Pero ¿por qué tomarse tantas molestias? El fuego era más que suficiente. La chimenea estaba encendida. Lo único que había que hacer era añadir más carbón para avivar las llamas: un método perfecto. Por la mañana no quedaría ni rastro.
Se agachó y cogió la llave, la metió en la cerradura y la giró con facilidad, como si estuviera bien engrasada y se utilizara a menudo.
El contenido no eran solo papeles como había esperado, sino placas fotográficas con sus correspondientes copias en papel, presumiblemente los duplicados utilizados para demostrar su existencia. Tendría que habérselo figurado. Aquellos eran los originales cuyas copias había utilizado Ballinger para hacer chantaje. Estuvo a punto de añadir mentalmente «a sus víctimas», pero aquellos hombres no eran víctimas. Las verdaderas víctimas eran los niños, los rapiñadores[1], los huérfanos, los pilluelos apresados y hechos cautivos en los barcos para abusar de ellos.
Miró las fotografías una por una. Eran espantosas aunque fascinantes en su obscenidad. Apenas miraba a los niños, no lo soportaba, pero los rostros de los hombres lo absorbían por completo, aunque fuese a su pesar. Eran hombres cuyos rasgos conocía, hombres poderosos del gobierno, de la judicatura, de la iglesia, de la buena sociedad. Que se entregaran tan impúdicamente a semejante enfermedad lo impresionó tanto que se le hizo un nudo en el estómago, y la mano que sostenía las placas le comenzó a temblar.
Si hubiesen pagado a prostitutas, o incluso cometido aquellos actos con hombres adultos o con mujeres casadas, habría sido un asunto privado del que podría haberse dado por no enterado. Pero aquello era absolutamente distinto. Aquello era violación y tortura de niños indefensos, e incluso para las mentes más tolerantes constituía un crimen brutal. Para los círculos sociales en los que se movían, que los respetaban y sobre los cuales tenían poder, era un pecado imperdonable.
Las placas eran de vidrio. No arderían. El fuego del hogar, por más vivo que fuese, no bastaría.
¿Ácido? ¿Un martillo para hacerlas añicos? Ahora bien, ¿debía hacerlo? Si destruía las pruebas se convertiría en cómplice de los crímenes que habían cometido.
¿Debía llevárselas a la policía?
Pero algunos de aquellos hombres eran policías. También había jueces y letrados de los tribunales. Derrocaría a media sociedad y, a la larga, quizá supondría el final de toda ella.
Tal vez ni él mismo saldría con vida. Había hombres que mataban por muchísimo menos.
Rathbone estaba demasiado agotado para tomar decisiones irrevocables aquella noche.
Cerró la caja con llave otra vez. Tenía que encontrar un lugar seguro donde guardarla hasta que decidiera qué hacer. Tenía que ser un sitio donde nadie más la pudiera encontrar, donde a nadie se le ocurriera buscar.
¿Dónde la había guardado Ballinger?
En la cámara acorazada de un banco, seguramente.
Se encargaría de ello por la mañana. En aquellos momentos le pesaban demasiado la aflicción tras la riña con Margaret y la enormidad de la decisión que debía tomar.