Capítulo 8

Los periódicos seguían publicando grandes titulares sobre el asesinato de Zenia Gadney y la incompetencia de la policía para resolverlo. Monk caminaba con brío y se iba topando con un vendedor de periódicos tras otro, procurando ignorarlos en la medida de lo posible. Sin embargo, no podía hacer oídos sordos a los sonsonetes que voceaban detalles a modo de reclamos para incitar a los transeúntes a comprar el diario.

—¡Sigue sin resolver el terrible asesinato de Limehouse! —gritó un chaval al que le faltaba un diente, tendiéndole un periódico bruscamente—. ¡La policía no hace nada!

Monk negó con la cabeza y siguió adelante, avivando el paso. Él y sus hombres estaban haciendo todo lo que se le ocurría. Orme estaba atareado en la zona de Limehouse. Otros interrogaban a barqueros, estibadores y demás trabajadores portuarios, preguntándoles si habían reparado en algo extraño o en alguien que se comportara de manera inusual. Por el momento no habían averiguado nada. En Copenhagen Place y las calles aledañas nadie admitía conocer a Zenia Gadney. Para ellos era una intrusa, alguien que alteraba la seguridad de su vida cotidiana y atraía la atención de la policía. Peor aún, al ser asesinada con tanto ensañamiento, había espantado a posibles clientes. ¿Quién querría buscar una prostituta con la policía interrogando a la gente? Si un loco andaba suelto, lo más sensato era dominar tus apetitos o satisfacerlos en cualquier otra parte. Solo había que tomar un transbordador hasta Deptford o Rotherhithe, y siempre existía la posibilidad de ir hasta Wapping, al oeste, o hasta Isle of Dogs, al este.

Las prostitutas, en cambio, no tenían otro lugar al que ir. Cada esquina y cada tramo de acera ya pertenecían a alguien. A las intrusas las espantaban tal como los perros ahuyentan de su territorio a un perro ajeno a su manada.

En lo único que todo el mundo estaba de acuerdo era en culpar a la policía. Su trabajo consistía en atrapar a locos como aquel y ahorcarlos. Nadie, decente o indecente, estaría a salvo hasta que lo hicieran.

Monk había recibido una citación de Barclay Herne, ministro menor del gobierno y cuñado del difunto Joel Lambourn. Deseaba hablar con Monk sobre el asunto de la muerte de Zenia Gadney, y solicitaba a Monk que tuviera la bondad de visitarlo en su oficina para poder conversar en privado. Siendo un cargo del gobierno, Monk no tenía alternativa. No obstante, tuvo que reconocer que sentía curiosidad por saber qué querría decirle Barclay Herne. Seguramente solo concerniría a Joel Lambourn. ¿Qué otra conexión podía tener con Zenia Gadney?

Monk tomó un coche de punto. Tras media hora de avanzar lentamente por las húmedas y bulliciosas calles de los edificios gubernamentales, se apeó frente a la oficina de Herne en Northumberland Avenue. Lo hicieron pasar a una confortable sala de espera donde aguardó de pie un cuarto de hora, preguntándose qué querría Herne.

Cuando finalmente apareció, Monk se llevó una sorpresa. Había esperado ver a un hombre más imponente, menos jovial, al menos en apariencia. Herne era apenas de estatura media, fornido y con un rostro que a primera vista resultaba muy común. Solo cuando hubo cerrado la puerta a sus espaldas y dio unos pasos tendiendo la mano se alteró esa impresión. Tenía los dientes grandes y muy blancos, y sus ojos brillaban con inteligencia.

Estrechó la mano de Monk con tanta firmeza que el apretón fue casi doloroso; una tangible indicación del poder que ostentaba.

—Gracias —dijo, transmitiendo absoluta sinceridad—. Agradezco que me dedique parte de su tiempo. Es un poco temprano para el whisky. —Se encogió de hombros—. ¿Un té?

—No, gracias —rehusó Monk. Le habría encantado tomar un té bien caliente después del largo y frío viaje, pero no quería aceptar la hospitalidad de aquel hombre—. ¿En qué puedo servirle, señor Herne?

Herne hizo un gesto a Monk para que tomara asiento y acto seguido ocupó el sillón de cuero verde enfrentado, al otro lado de un fuego que ardía con viveza.

—Una situación bastante inquietante —dijo con pesar—. Ha llegado a mis oídos que está investigando la muerte de mi difunto cuñado, yendo un tanto más allá de lo que se hizo en su momento. ¿Es realmente necesario? Mi esposa adopta una actitud muy valerosa, pero, como podrá figurarse, resulta de lo más desagradable para ella. ¿Está casado, señor Monk?

—Sí. —Monk rememoró el frío y sereno semblante de Amity Herne y estuvo de acuerdo con su marido en que, si en efecto estaba afligida, lo disimulaba muy bien, pero eligió sus palabras con cuidado—. Y si mi esposa sufriera una pérdida semejante, estaría orgulloso de que fuese capaz de mantener tan digna compostura.

Herne asintió.

—Y lo estoy, por supuesto que lo estoy. Pero aun así preferiría con mucho que ahora pudiéramos ofrecerle el máximo apoyo, resolviendo este asunto cuanto antes. El pobre Joel era… —encogió los hombros apenas y bajó un poco más la voz antes de proseguir— menos equilibrado de lo que otros parecen creer. Uno no explica a Fulano y Mengano sus problemas familiares. Es natural tratar de proteger… ¿Me entiende?

—Por descontado. —Monk sentía curiosidad por saber qué era lo que Herne quería en realidad. Le costaba creer que se tratara tan solo de no consternar a su esposa. Monk no tenía previsto volver a hablar con ella. Dudaba que fuera a decirle algo distinto de su declaración inicial, según la cual Dinah era una ingenua en cuanto a las debilidades de Lambourn, y que tal vez la presión de la idealizada visión que tenía de su esposo hubiera supuesto una pesada carga para él.

Al propio Herne parecía costarle trabajo elegir sus palabras. Cuando por fin levantó la vista hacia Monk, su expresión fue de franqueza.

—Nuestra relación era un poco difícil —le confió—. Cuando mi esposa y yo nos casamos vivimos un tiempo en Escocia. Para serle franco, casi nunca veíamos a Joel y Dinah. Mi esposa no estaba muy unida a Lambourn. Se llevaban varios años y, por tanto, se criaron separadamente.

Monk aguardó.

Herne estaba tenso. Apretaba los puños de tal modo que se le veían los nudillos blancos. Sonrió a modo de débil disculpa.

—Hace relativamente poco que empecé a darme cuenta de que Joel era una persona mucho más complicada de lo que aparentaba con sus amigos y admiradores. Oh, sin duda era encantador, de un modo muy contenido. Tenía una memoria fenomenal, y podía ser de lo más divertido contando chismes y curiosidades. —Sonrió incomodado, como si debiera excusarse—. Y, por supuesto, chistes. No de los que te hacen reír a carcajadas, más bien un sereno placer, un divertimento ante lo absurdo de la vida. —Se interrumpió otra vez—. Era muy fácil que te cayera bien.

Monk tomó aire para preguntarle qué quería que hiciera, pero cambió de opinión. Tal vez averiguaría más cosas si dejaba que Herne divagara un rato más.

De pronto Herne miró directamente a Monk.

—Pero no era el hombre que la pobre Dinah quería ver en él. —Volvió a bajar la voz—. Tenía un lado solitario, más oscuro —le confió a Monk—. Yo sabía lo de la mujer a la que mantenía en Limehouse. La visitaba a menudo. No sé exactamente cuándo ni con qué frecuencia. Estoy convencido de que usted entenderá que prefiriera no saberlo. Se trataba de un rincón oscuro de su naturaleza del que, francamente, hubiese preferido no saber nada.

Esbozó un gesto de desagrado, quizá por lo que imaginaba sobre Lambourn o tal vez por el mero hecho de haberse entrometido sin querer en la vida privada de otro hombre.

—¿Qué descubrió, señor Herne? —preguntó Monk.

Herne adoptó un aire atribulado.

—En realidad fue algo que dijo Dinah. No me di cuenta de lo que implicaba hasta más tarde. La verdad es que fue bastante embarazoso. —Se removió incómodo en el sillón—. Joel siempre me había parecido poco… imaginativo, bastante serio, en realidad. No me lo podía imaginar con una prostituta de mediana edad en las calles secundarias de un lugar como West India Dock Road. —Frunció el ceño—. Pero dado que el pobre murió antes de que asesinaran a esa desafortunada mujer, es imposible que estuviera implicado en semejante horror. Solo me cabe suponer que estaba desesperada por la falta de dinero y que, como él había cuidado de ella durante tanto tiempo, había perdido el instinto de supervivencia, bajando la guardia.

Monk se inclinaba a pensar lo mismo, pero aguardó a que Herne terminara lo que quería decirle.

—Mi familia… —Herne no parecía acostumbrado a pedir—. Le quedaría muy agradecido si no hiciera pública la relación entre Joel y esa mujer. Bastante duro es ya para Dinah tener que ser consciente de su… debilidad y, Dios nos asista, de su fracaso profesional y luego su suicidio. Y, por supuesto, también por mi esposa. No estaban muy unidos, pero seguía siendo su hermano. Por favor… no haga pública la relación con esa mujer. Seguro que no tiene conexión con el asesinato.

Monk no precisó mucha reflexión.

—Si no afecta a la condena de quien la mató, no tendremos motivo alguno para mencionar al doctor Lambourn —contestó.

Herne sonrió y pareció relajarse.

—Gracias. Estoy… estamos en deuda con usted. Ha sido un duro golpe para todos nosotros, pero en especial para Dinah. Es una mujer muy… sentimental. —Se puso de pie y tendió la mano a Monk—. Gracias —repitió.

Monk no se dio cuenta de lo que Barclay Herne le había dicho exactamente hasta que, después de salir de su despacho en Northumberland Avenue, iba a bordo de un coche de punto de regreso a la comisaría de la Policía Fluvial en Wapping. Se hallaba en medio del tráfico denso del punto donde The Strand se convierte en Fleet Street cuando de pronto ató cabos. Dinah Lambourn había admitido estar al corriente de que su marido se interesaba por otra mujer pero que había decidido adrede no enterarse de nada más. Había dicho a Monk que no sabía adónde iba Lambourn ni cómo se llamaba la mujer.

Herne había dicho a Monk que se había enterado del asunto a través de Dinah, y luego se había puesto a hablar no solo de Limehouse en general sino bastante en concreto sobre West India Dock Road, que quedaba a pocos metros de Copenhagen Place, donde había vivido Zenia Gadney. Para no conocer su domicilio, no podría haberse aproximado más. Era la calle siguiente. Sin querer había revelado que Dinah sabía con toda exactitud dónde vivía Zenia Gadney y que, por tanto, había mentido.

La idea era repulsiva. Trató de apartarla de la mente, pero su imaginación le traía una imagen tras otra. Dinah había amado a Lambourn casi obsesivamente. Lo había ensalzado, subiéndolo a un pedestal en el que quizá ningún hombre podría permanecer. Todo el mundo tiene debilidades, cosas que le hacen tropezar. Ignorarlo o negarlo pone sobre los hombros una carga demasiado difícil de soportar en la vida cotidiana.

El amor acepta las cicatrices y las imperfecciones además de la belleza. Tarde o temprano el peso de una expectativa exagerada conduce a evasiones: tal vez solo pequeñas al principio; luego mayores, a medida que el sufrimiento se acrecienta.

¿Era eso lo que le había ocurrido a Joel Lambourn? ¿El pedestal era demasiado alto y, por añadidura, le hacía sentirse insoportablemente solo?

El coche apenas avanzaba en el embotellamiento. Ahora llovía con más ganas. Las gotas rebotaban en la calzada y el agua se arremolinaba en las alcantarillas. Las mujeres llevaban los bajos de las faldas empapados. Los hombres se daban empujones, sosteniendo los paraguas en alto.

¿Acaso Dinah se había sentido como si Joel la hubiese traicionado? ¿Lo había convertido en un ídolo para luego descubrir que tenía los pies de una materia aún menos pura que el barro, y el asesinato de Zenia Gadney había sido su venganza contra un dios caído?

¿O estaba pensando tonterías? Esperó que sí. Deseaba con toda su alma estar equivocado. Dinah le gustaba, incluso la admiraba. Pero la obligación de averiguarlo era ineludible.

Se inclinó hacia delante y pidió al cochero que se dirigiera a Britannia Bridge, donde Commercial Road East cruza el canal de Limehouse Cut y se convierte en West India Dock Road. Debía visitar los comercios de nuevo: la tabaquería, la tienda de comestibles, la panadería, todas las casas de Copenhagen Place.

Cuando llegó ya había dejado de llover. Al doblar la esquina de Solomon’s Lane y Copenhagen Place vio a un puñado de niños jugando al tejo en la acera. Dos lavanderas conversaban, sosteniendo sus respectivos fardos de ropa. Un perro escarbaba esperanzado en un montón de basura. Dos muchachas regateaban con un hombre junto a un carretón de verduras. Un joven que llevaba una gorra ladeada caminaba con desenfado por el bordillo, silbando una canción de music hall, alegre y bien entonada.

Monk detestaba lo que se disponía a hacer, pero si no hacía todo lo posible por poner a prueba la idea, la posibilidad de que fuese cierta lo obsesionaría. Comenzó por las lavanderas. ¿Cómo habría ido vestida Dinah si hubiese ido allí en busca de Zenia Gadney? Poco llamativa. Incluso cabía que hubiese tomado prestado el chal de una sirvienta para disimular la calidad del corte y del tejido de su atuendo. ¿A quién habría abordado y qué averiguaciones habría hecho?

—Disculpen —dijo Monk a las lavanderas.

—¿Ya han encontrado al que la mató? —preguntó una de ellas agresivamente. Tenía el pelo rubio, brillante donde le daba el pálido sol invernal, y el semblante tosco pero agradable.

Monk se sorprendió al ver que sabían quién era. No iba de uniforme, pero quizá tendría que haber contado con ello. Le constaba que no pasaba desapercibido. Su rostro enjuto, el corte de su traje, su porte erguido y sus andares llamaban la atención.

—Todavía no —contestó—. Pero estamos más cerca de saber quién pudo haber visto algo. —Era una verdad a medias, pero no le preocupó lo más mínimo—. ¿Alguna de ustedes vio a una mujer que buscara a Zenia Gadney por esta zona, quizás haciendo preguntas? Sería alta, de pelo moreno, tal vez vestida con sencillez pero con un aire distinguido.

Ambas lo miraron con los ojos entornados, y luego se miraron la una a la otra.

—A usted le falta un tornillo —dijo la de más edad—. ¿Qué señora buscaría a una mujer como esa, si puede saberse?

—Una cuyo marido le hubiese estado dando dinero —contestó sin titubeos.

—¡Ahí lo tienes, Lil! —dijo alborozada la lavandera rubia—. ¿No te lo decía yo? Andaba metida en algo raro. ¡Estaba segura!

Monk notó que se le hacía un nudo en la garganta.

—¿La vio? —preguntó—. ¿A la mujer que buscaba a Zenia Gadney? ¿Está segura?

—¡Qué va! Me lo contó Madge, la de lo alto de la calle. —La mujer indicó la dirección con un gesto brusco de la cabeza—. Estaba en la tienda de Jenkins cuando pasó.

—¿Cuando pasó qué? —dijo Monk enseguida.

—Cuando esa mujer se puso a hacer preguntas sobre aquella a la que mataron, claro. ¿No preguntaba eso? Iba como una cuba, según dicen. Pobre desgraciada. —Miró a Monk a los ojos—. ¿Está diciendo que fue la que hizo pedazos a la otra y la dejó en el embarcadero? Oiga, a lo mejor estaba un poco ida, pero una mujer no le hace eso a otra, créame.

—¡No ha dicho que lo hiciera ella! —respondió su amiga—. Estás más sorda que una tapia. Ha dicho que a lo mejor sabía quién lo hizo.

—Gracias —interrumpió Monk, levantando una mano para que dejara de hablar—. Iré a preguntar a la tienda de comestibles.

Dio media vuelta, cruzó la calle caminando con brío y enfiló Copenhagen Place. Allí había menos humedad que en el centro de la ciudad, pero el viento que soplaba desde el río era frío. Se arrebujó con el abrigo.

Se detuvo frente a la tienda y entró. Había tres personas haciendo cola delante del mostrador, un hombre y dos mujeres. Aguardó pacientemente, escuchando sus conversaciones, pero lo poco que sacó en claro fue que estaban enfadados y asustados porque se había cometido un crimen que no comprendían y nadie lo había resuelto.

—Era inofensiva —dijo una de las mujeres con creciente indignación. Las horquillas que le sujetaban el pelo blanco hacia atrás tiraban tanto que le borraban las arrugas de alrededor de los ojos—. Fue muy reservada, los años que estuvo aquí. No sé adónde irá a parar el mundo cuando a una pobre mujer la destripan así, como si fuese una res.

—Es una vergüenza que hayan abolido el descuartizamiento —opinó el anciano, asintiendo sabiamente—. Claro que antes tendrían que pillar a ese cabrón.

—¿Querrá copos de avena, azúcar y un par de huevos como de costumbre, señora Walters? —interrumpió Jenkins desde detrás del mostrador.

—¡No haga como que no le importa! —replicó la señora Walters ofendida—. ¡Compraba todos sus comestibles en esta misma tienda!

—Tiene que ser muy angustiante para todos ustedes —terció Monk, interviniendo antes de que la conversación se acalorase más.

Los tres clientes se volvieron a la vez para mirarlo.

—¿Y usted quién es? —preguntó Jenkins con recelo.

—Es de la policía —dijo la otra mujer con desdén—. Serías capaz de olvidarte de tu propio nombre. —Se encaró con Monk—. Bueno, ¿y ahora qué lo trae por aquí? ¿Viene a decirnos que se da por vencido?

Monk le sonrió.

—Si me hubiese dado por vencido me daría vergüenza venir a decírselo —contestó. Luego, visto que no se le ocurría nada más que añadir a ese respecto, prosiguió—: El día que mataron a Zenia Gadney, o quizás el día anterior, ¿estuvo aquí una mujer morena preguntando por ella?

Ambas mujeres negaron con la cabeza, pero Jenkins miró a Monk con el ceño fruncido.

—¿Y qué más le da? Es una pena ver a una mujer tan guapa medio chiflada.

—Ah, pero ¿no pasa nada si es una puta vieja como nosotras? —dijo furiosa una de las mujeres—. Pues si eso es lo que piensas, olvídate de que vuelva por aquí a comprar mi té y mis andrajos.

Estampó un chelín y dos peniques sobre el mostrador y se marchó hecha una furia. Llevaba un bolsón con el que golpeó la puerta al salir, soltando palabrotas.

—Lo siento —se disculpó Monk con Jenkins—. No era mi intención hacerle perder clientes.

—No se preocupe, señor —contestó Jenkins, secándose las manos con el delantal—. Siempre pierde la cabeza por una cosa u otra. Volverá. No puede ir muy lejos cargando con sus patatas. Bien, ¿qué se le ofrece?

—Hábleme de esa mujer que vino aquí tan trastornada el día antes de que mataran a Zenia Gadney.

—No creo que le sirva de gran cosa, señor. No era de por aquí. Estaba fuera de sí, la pobre. Deliraba como si estuviera loca. Farfullaba sin parar. Me parece que se había perdido.

—Por favor, cuénteme qué aspecto tenía y todo lo que recuerde de lo que dijo.

—No tenía sentido —dijo Jenkins con recelo.

—No importa. Primero, ¿qué aspecto tenía, por favor?

Jenkins se concentró y resultó obvio que la estaba volviendo a ver en la imaginación.

—Alta, para ser mujer —comenzó—. Pelo moreno, según pude ver. Pero no negro. Llevaba un chal viejo que le tapaba media cabeza. Demasiado opio de ese, diría yo. De vez en cuando no hace ningún daño. De hecho alivia como ninguna otra cosa. Ahora bien, toma más de la cuenta y acabarás loco de remate. Lo que realmente engancha es fumarlo. Me imagino que es lo que ella hacía. Se trapichea mucho en los muelles. Casi todos los camellos son chinos. Según dicen, allí en Oriente le dan de mala manera.

Monk apretó los dientes y respiró profundamente.

—¿Sobre qué farfullaba? ¿Se acuerda?

Jenkins no se percató de su impaciencia.

—Más o menos —dijo pensativamente—. Costaba entenderla, pero mayormente sobre suicidios, putas y cosas por el estilo. Aunque, como ya le he dicho, no estaba en sus cabales. No era prostituta. Me apuesto lo que quiera. —Meneó la cabeza—. Era toda una señora aunque estuviera medio loca. Divagaba sobre mentiras y traiciones. Me parece que si recobrara el juicio sería una persona muy distinta. No debería tomar en serio sus palabras, señor. Además, dudo de que conociera a la señora Gadney. No podría haber dos mujeres menos parecidas.

—¿Preguntó por la señora Gadney? ¿Preguntó dónde vivía o si usted la conocía?

—Que yo recuerde, no. Solo entró por unas papelinas, despotricó sobre la gente que se estaba matando a sí misma y volvió a salir.

—Gracias por su ayuda.

Monk compró un bote de melaza con la esperanza de que Hester preparase un esponjoso pudin para él y Scuff, y luego salió a la calle otra vez.

Preguntó en las demás tiendas de Copenhagen Place. Fue el expendedor de tabaco quien le contó que una mujer alta de pelo moreno había estado buscando a Zenia Gadney, aunque, al parecer, en ese momento al menos, se había mostrado más o menos serena. Le dijo que la señora Gadney vivía más arriba, que no estaba seguro del número, pero que quedaba hacia la mitad de la calle.

Monk siguió con sus pesquisas. Otras dos personas habían visto a la mujer, pero no pudieron añadir más detalles. Monk tenía suficientes motivos para verse obligado a enfrentarse a Dinah Lambourn.

Como esa visita se le hacía cuesta arriba, regresó a la comisaría de Wapping para comprobar que todo estuviera bajo control. Luego se puso el abrigo y salió al muelle. El camino más rápido hasta Greenwich sería por la ribera norte del río, donde se encontraba, y luego tomar una barca en Horse Ferry para cruzar hasta el embarcadero de Greenwich. Le llevaría un rato, pero la brisa fresca de la media tarde y los familiares sonidos del río lo ayudarían a poner en orden sus ideas para decidir cómo abordar la cuestión.

Se quedó plantado en el muelle, contemplando el tráfico del río, cuyas aguas comenzaban a estar un poco picadas por el cambio de marea. El cielo ya se iba oscureciendo, la luz menguaba. En diez días llegaría el solsticio de invierno y, poco después, la Navidad. Podía posponer la visita. Irse a casa, conceder a Dinah una noche más de tranquilidad junto a sus hijas. Pobres chicas, ya habían sufrido una pérdida enorme. Se preguntó si tendrían a alguien más, aparte de Amity Herne. No se la imaginaba dándoles cariño ni consuelo en los tiempos tan duros que quizá les aguardaran.

¡Qué idea tan poco caritativa! Amity bien cabía que fuese una buena mujer. A veces las personas se exigían al máximo ante los desafíos y eran más valientes y generosas de lo que ellas mismas hubieran creído posible.

De paso él también dispondría de otra velada antes de enfrentarse a Dinah y destruir incluso la posibilidad de que no fuese inocente.

¿Por qué pensaba en sí mismo? ¿Qué importancia tenía su ligera decepción?

Un transbordador se aproximaba a la escalinata de Wapping Steps. Desembarcaría a sus pasajeros y podría llevarlo a casa. En media hora estaría allí, en su propia cocina y, más aún, cobijado en todo lo que el hogar significaba para él. Charlaría con Hester sobre qué regalar a Scuff por Navidad: qué le gustaría al chico y qué lo brumaría o avergonzaría. Monk había pensado en comprarle un reloj de bolsillo. Hester quería regalarle unas botas. ¿Sería excesivo hacerle ambos regalos? ¿Scuff se sentiría obligado a regalar algo a cada uno de ellos?

Monk caminó hasta lo alto de la escalinata, dispuesto a bajar a la barca.

Entonces cambió de opinión y volvió a cruzar el muelle a paso vivo, dirigiéndose hacia la calle. Lo haría, lo afrontaría y zanjaría la cuestión.

Antes de una hora se encontró sentado en la sala de estar con Dinah, grave y nerviosa, muy tiesa en la butaca de enfrente. Estaba muy pálida, y anudaba las manos en el regazo, apretándolas hasta poner los nudillos blancos.

Monk quizá nunca sabría qué decir para mejorar la situación. De todos modos, comenzó.

—Señora Lambourn, la primera vez que estuve aquí me dijo que estaba enterada de que su marido tenía una aventura con otra mujer pero que no sabía nada sobre ella, ni siquiera dónde vivía. ¿Lo entendí bien?

—Naturalmente, ahora ya lo sé —contestó Dinah.

—Pero ¿lo sabía antes de que la asesinaran? —insistió Monk.

—No. Nunca hablamos de ese asunto.

—¿Cómo se enteró de su existencia?

Dinah lo miró un instante a los ojos y volvió a bajar la vista a las manos.

—Una sabe esas cosas, señor Monk —dijo en voz baja—. Pequeños cambios en la conducta, distracciones, explicaciones que no has pedido, elusión de ciertos temas. Al final se lo pregunté abiertamente. Lo admitió pero no entró en detalles. Yo tampoco quería oírlos. Supongo que lo comprenderá.

Monk asintió con seriedad.

—¿Y no tenía siquiera una idea aproximada de dónde vivía?

Dinah esbozó un ademán negativo con la cabeza.

—Esa era una de las cosas que no quería saber.

—¿O su nombre?

Dinah levantó un poco la barbilla.

—Por supuesto que no. Prefería que fuese… gris, informe —contestó con un hilo de voz. Temblaba ligeramente.

Monk tuvo la certeza de que estaba mintiendo, aunque no sabía exactamente en qué.

—El día que la mataron, ¿dónde estuvo usted, señora Lambourn?

Los ojos de Dinah recorrieron la estancia.

—¿Dónde estuve?

—Sí, por favor.

Dinah permaneció callada unos segundos, respirando despacio como para serenarse antes de tomar una gran decisión cuyas consecuencias la aterraban. Un nervio le palpitaba en la sien, cerca del nacimiento del pelo.

Monk aguardó.

—Fui… asistí a una soirée con una amiga. Pasamos casi todo el día juntas —dijo Dinah por fin.

—¿Cómo se llama su amiga?

—Helena Moulton. Señora de Wallace Moulton, en realidad. Vive… —Suspiró profundamente otra vez—. Vive en el Glebe, en Blackheath. En el número cuatro. ¿Por qué es importante, señor Monk?

Apretaba con tanta fuerza los puños que los nudillos le brillaban a causa de la tirantez. Si no iba con cuidado, las uñas le dejarían señales en la piel.

—Gracias —respondió Monk.

—¿Por qué? —dijo Dinah otra vez. Tenía la garganta tan seca que la voz le salía rasposa—. No es posible que Joel tuviera algo que ver con su muerte.

—¿Pudo ella tener algo que ver con la de él? —preguntó Monk.

—¿Quiere decir…? —De pronto abrió mucho los ojos, enfurecida, y lo fulminó con la mirada—. ¿Me está diciendo que amenazó con contarle a alguien su relación? ¿Es eso? ¿Era esa clase de mujer? ¿Era avariciosa, maquinadora, destructiva? A Joel no se le daba muy bien juzgar el carácter del prójimo. A menudo tenía a las personas en más alta estima de lo que merecían.

Monk recordó vívidamente su conversación anterior.

—Pero usted dijo que creía que lo habían asesinado porque su informe sobre el opio era correcto —señaló—. Eso no tendría nada que ver con Zenia Gadney.

Dinah se inclinó hacia delante y se tapó la cara con las manos. Permaneció inmóvil unos instantes. Los segundos pasaban en el reloj de la repisa de la chimenea. Los hombros no le temblaban, ni emitía sonido alguno.

Monk aguardó, sumamente incómodo. Tendría que ir a Blackheath y buscar a Helena Moulton. Esperaba con toda su alma que confirmara que Dinah había pasado aquel día con ella y que hubiera otras personas para corroborarlo, aunque no contaba con ello.

Finalmente Dinah se enderezó.

—No sé la respuesta, señor Monk. Lo único que me importa es que Joel haya muerto y ahora esa mujer también. Tendrá que descubrir cómo sucedieron esas muertes y quién es el responsable.

Parecía agotada, demasiado cansada incluso para seguir teniendo miedo.

Monk se puso de pie.

—Gracias. Lamento haber tenido que molestarla otra vez.

Ahora Dinah le miró directamente a los ojos, sin pestañear.

—Tiene que hacer su trabajo, señor Monk, a pesar de lo que conlleve. Debemos saber la verdad.

Monk caminó un buen rato antes de encontrar un coche de punto que lo condujera hasta el Glebe, en el límite entre la ciudad y el campo abierto que se extendía hasta el Heath propiamente dicho. No era una calle larga, y un par de preguntas bastaron para dar con el domicilio de los señores Moulton.

Tuvo que aguardar a que la señora Moulton regresara de visitar a una amiga para poder hablar con ella.

—¿La señora Lambourn? —dijo un tanto sorprendida. Era una mujer agradable, cuidadosamente vestida para parecer un poco más alta de lo que realmente era. Su expresión reflejaba verdadero desconcierto.

—Sí —respondió Monk—. ¿La vio el día dos de diciembre?

—Por el amor de Dios, ¿a qué viene esto? Tendré que consultar mi agenda. ¿Ocurrió algo importante?

—No estoy seguro —contestó Monk, procurando que la voz no revelara su impaciencia—. Es posible que su ayuda responda a esa pregunta por mí.

La señora Moulton se puso muy seria.

—Me parece que no tengo ganas de comentar mis idas y venidas con usted, señor Monk, o para ser más precisa, las de la señora Lambourn. Es amiga mía, y hace poco ha sufrido una terrible tragedia. Si ha sucedido algo desagradable, algo incluso peor que la pérdida de su marido, no estoy dispuesta a agravar su situación.

—Lo averiguaré, señora Moulton —dijo Monk con gravedad—. Tardaré mucho más que si usted me lo cuenta y, por supuesto, no tendré más remedio que interrogar a unas cuantas personas. Sin embargo, si me veo obligado a hacerlo, lo haré. A mí también me resulta desagradable. Tengo en cierta estima a la señora Lambourn, y la compadezco, pero las circunstancias no me dejan otra salida. ¿Va a contármelo o debo interrogar a cuantas personas sea necesario para averiguarlo?

Saltaba a la vista que la señora Moulton estaba afligida y enojada. Su mirada era brillante y dura, y tenía las mejillas sonrosadas.

—Allí donde la señora Lambourn dijera que estuvo, no me cabe duda de que será la verdad —contestó con mucha frialdad.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Monk. Aquello era en extremo desagradable pero él nunca eludía lo que le constaba que debía hacer, y en aquel caso en concreto no tenía escapatoria.

—Dijo que ustedes dos pasaron toda la tarde en una exposición de arte en Lewisham y que luego fueron a un salón de té, donde estuvieron comentando las obras hasta el anochecer —mintió Monk.

—Entonces ya sabe dónde estuvo —dijo Helena Moulton con una sonrisa forzada—. ¿Por qué se molesta en preguntármelo a mí?

—¿Lo que dijo es verdad? —preguntó Monk en voz muy baja, sintiendo que el frío anidaba en su fuero interno.

—Por supuesto —contestó Helena Moulton. Estaba muy pálida, ya fuese por enojo o por miedo.

—¿Estaría dispuesta a prestar declaración en los tribunales, ante un juez, si llegara a ser necesario? —preguntó Monk, sintiéndose cruel.

Helena Moulton tragó saliva y guardó silencio.

Monk se puso de pie.

—Claro que no, porque usted no estuvo con la señora Lambourn.

—Sí que estuve —susurró, temblorosa.

—Resulta que dijo que habían asistido a una soirée, no a una exposición, y menos en Lewisham. —Negó con la cabeza—. Es usted una buena amiga, señora Moulton, pero me temo que en este asunto no puede ser de ayuda.

—Yo…

No sabía qué decir, y además ahora temía por ella misma, y se sentía avergonzada.

—¿Debo deducir que usted no sabe dónde estuvo la señora Lambourn aquel día? —dijo Monk, con más amabilidad.

—Sí…

La respuesta fue casi inaudible, pero asintió levemente con la cabeza.

—Gracias. No es preciso que se levante. La sirvienta me acompañará a la salida.

Helena Moulton se quedó donde estaba, acurrucada y temblando.

Monk regresó a Lower Park Street. Ahora no tenía más alternativa que detener a Dinah Lambourn. No se la imaginaba atacando a Zenia Gadney con la ferocidad necesaria para asestarle un golpe mortal y luego destriparla en el embarcadero, tal como había hecho alguien. Ahora bien, Dinah era una mujer alta y de constitución robusta. Quizás hubiese sacado fuerzas de la ira y la desesperación. Zenia Gadney era varios centímetros más baja y unos diez kilos más ligera. Era posible.

La mera idea le repugnaba y, sin embargo, no podía negar la evidencia. Había sido vista en la zona buscando a Zenia y, por añadidura, en un estado de creciente enojo y pérdida del dominio de sí misma. Había mentido acerca de dónde había estado. Ella, como todo el mundo, tendría cuchillos de trinchar en su cocina. Quizá la ironía la había llevado a usar una de las viejas navajas de afeitar de Joel.

Por encima de todo, tenía un carácter apasionado y compulsivo. Zenia Gadney le había robado lo que más valor tenía para ella, el sostén de su vida económica y social y, peor aún, de su vida sentimental. El amor de Lambourn por ella y su fe en él eran los cimientos de su propia identidad. Zenia Gadney se los había arrebatado. La necesidad de vengarse había borrado todo lo demás.

Plantado ante la puerta principal de la casa en Lower Park Street, trató de imaginar cómo sería su vida si Hester lo hubiese engañado con otro, si hubiese hecho el amor con otro hombre, yacido entre sus brazos y conversado con él, reído con él, compartido sus pensamientos y sus sueños, la intimidad del amor físico. ¿Habría deseado matar a ese hombre? ¿Incluso eviscerarlo?

Tal vez. Supondría la destrucción de su propia felicidad, de todas las cosas buenas que le importaban en el mundo y de la valía que creía tener como persona.

La sirvienta respondió a su llamada y lo acompañó a la sala de estar. Aguardó de pie a que llegara Dinah. Pensó en las hijas, Marianne y Adah. ¿Quién cuidaría de ellas ahora? ¿Qué porvenir les tendría reservado el futuro, con un padre suicida y la madre ahorcada por el terrible asesinato de su amante?

Monk nunca se acostumbraría a las tragedias. Las aristas no se desafilaban, siempre cortaban hasta el hueso.

Dinah entró en la sala caminando muy tiesa, con la cabeza alta y el semblante ceniciento, como si supiera por qué había regresado.

—No estuvo con la señora Moulton —dijo Monk en voz muy baja—. Ha estado dispuesta a mentir por usted. Cuando le he dicho que según usted habían ido juntas a una exposición de arte en Lewisham, se ha mostrado de acuerdo. —Monk negó ligeramente con la cabeza—. Usted fue vista en Limehouse, concretamente en Copenhagen Place, donde vivía Zenia Gadney, preguntando por ella y en un estado rayano en la histeria.

Monk se calló al ver que el semblante de Dinah adoptaba una expresión de asombro, casi de incredulidad. Por un instante dudó de estar en lo cierto. ¿Cabía que estuviera loca y que no supiese lo que había hecho?

—Yo no la maté —dijo Dinah con voz ronca—. ¡Ni siquiera la conocí! Si… si no logro demostrarlo, ¿me ahorcarán?

¿Monk debía mentir? Deseaba hacerlo. No obstante, la verdad no tardaría en estar espantosamente clara.

—Es probable —contestó Monk—. Lo lamento. Tengo la obligación de arrestarla.

Dinah tragó saliva, le faltó el aire y se balanceó como si fuera a desmayarse.

—Lo entiendo… —dijo en un susurro apenas audible.

—¿El servicio podrá cuidar de sus hijas hasta que avisemos a otra persona, quizás a la señora Herne?

Dinah soltó una amarga carcajada que terminó en un sollozo. Tardó unos instantes en recobrar la compostura para poder seguir hablando.

—Tengo servicio. No tendrá que avisar a la señora Herne. Estoy lista para irme con usted. Le agradecería que nos fuéramos ahora mismo. No me gustan las despedidas.

—Siendo así, le ruego que pida a quien usted le parezca que le prepare una muda y el neceser —indicó Monk—. Será mejor que si la acompaño yo arriba.

Dinah se ruborizó levemente, y casi de inmediato volvió a estar tan pálida como antes.

La mujer que acudió en respuesta a su llamada era mayor, canosa y regordeta. Miró a Monk con aversión, pero aceptó de buen grado las instrucciones de Dinah de que le preparara una maleta pequeña y que cuidara de Adah y Marianne tanto tiempo como fuese preciso. Enviaron al mozo a buscar un coche de punto que los recogiera en la entrada principal.

Monk y Dinah fueron hasta el embarcadero de Greenwich para cruzar el río en un transbordador nocturno. En la otra ribera tomaron otro coche de punto para el largo y frío trayecto, apretujados en el asiento por las sacudidas del vehículo sobre el adoquinado irregular.

Fue entonces cuando Dinah por fin habló.

—Hay una cosa en la que usted me puede ayudar, señor Monk, y creo posible que se avenga a ello —dijo a media voz.

—Si está en mi mano…

Deseaba sinceramente poder ayudarla, pero mucho se temía que no sería posible.

—Necesitaré al mejor abogado que exista para que luche por mí —prosiguió Dinah con una calma sorprendente—. Yo no maté a Zenia Gadney. Si hay alguien que pueda ayudarme a demostrarlo, creo que esa persona es sir Oliver Rathbone. Tengo entendido que usted lo conoce. ¿Es verdad?

Monk se quedó perplejo.

—Sí. Desde hace años. ¿Quiere que le pida que vaya a verla?

—Sí, por favor. Pagaré con todo lo que poseo, si me defiende. ¿Tendrá la bondad de decírselo?

—Sí, por supuesto que lo haré. —No tenía ni idea de si Rathbone aceptaría el caso o no. Parecía perdido de antemano. Lo que sí le constaba era que el dinero sería lo de menos—. Se lo pediré esta misma noche, si está en casa.

Dinah suspiró suavemente.

—Gracias.

Dio la impresión de relajarse un poco por fin, recostándose en el respaldo del asiento, habiendo agotado sus fuerzas tanto en lo físico como en lo emocional.