Capítulo 19
A media tarde aquel mismo domingo Monk aguardó en el ventoso muelle mientras el transbordador se acercaba a la escalinata y Runcorn saltaba a tierra. Lo hizo con cuidado para no resbalar en las piedras mojadas. Se lo veía cansado y con frío, pero no vaciló cuando fue a su encuentro, mirando a Monk a los ojos.
Monk lo saludó con un ademán de asentimiento y acto seguido se volvió para dirigirse con él a la Comisaría de la Policía Fluvial, ambos encorvados para combatir el frío. Se conocían lo suficiente para prescindir de los cumplidos al uso.
Una vez dentro, fueron al despacho de Monk y, momentos después, un agente les llevó té. Monk le dio las gracias, y él y Runcorn se sentaron a ambos lados del escritorio. Había llegado una nota de Rathbone, entregada por un mensajero. Monk se la pasó a Runcorn para que la leyera. Los ponía al día tanto acerca del juicio como de los pensamientos del propio Rathbone, refiriendo también la visita a Barclay Herne.
Runcorn levantó la vista, con una expresión aún más adusta que antes.
—Cuanto más pienso en ello, menos seguro estoy de que Lambourn se suicidara —dijo con tristeza—. Parecía lo más obvio en su momento, y los agentes del gobierno se mostraron totalmente convencidos. —Meneó la cabeza—. Los creí. Solo podía pensar en la viuda y las hijas, y procurar que no sufrieran más de lo necesario. Antes no era tan… ¡sentimental!
Pronunció la última palabra con desagrado.
Frases de negación, incluso de consuelo, acudieron a la mente de Monk, pero habrían sonado condescendientes. Si alguien se las dijera a él, no hallaría ayuda en ellas, solo la certidumbre de que no abarcaban la importancia de la cuestión.
—Yo estoy en las mismas —dijo con ironía—. Si Dinah hubiese sido anodina y tímida, quizá no habría ido a ver a Rathbone en su nombre y, en realidad, estoy casi seguro de que no habría aceptado el caso.
Runcorn le dedicó una breve sonrisa triste.
—He estado suponiendo que Lambourn dijera la verdad sobre el opio y el daño que causa al no estar etiquetado como es debido. Supongamos que las etiquetas tengan que ser muy claras. Muchas personas no saben leer. Necesitan números. Todo esto cuesta dinero, pero no me imagino a un importador de opio matando a Lambourn por este motivo.
Su rostro adquirió una expresión vulnerable, con los sentimientos casi a flor de piel.
—Y debo aceptar que lo que hicimos en China fue espantoso —prosiguió Runcorn—, una traición a lo que la mayoría de nosotros creemos representar. Pensamos que somos civilizados, incluso cristianos, en realidad. No obstante, parece que cuando estamos lejos de casa, algunos de nosotros nos conducimos como sanguinarios salvajes. Ahora bien, ¿alguien querría ver muerto a Lambourn porque lo supiera? Todos estamos enterados, al menos en parte. —Suspiró—. Y quien mató a esa pobre mujer merece ser tachado de salvaje, en mi opinión.
Monk había estado pensando más o menos lo mismo, aunque con el elemento adicional que Hester había mencionado: la desesperada dependencia del opio entre quienes primero sucumbían al dolor y luego a la adicción.
—Me gustaría saber con más detalle qué hizo Lambourn durante su última semana de vida.
Runcorn captó su intención en el acto.
—¿Se refiere a lo que descubrió para provocar que lo asesinaran? ¿Con quién habló? ¿A cómo sabía el asesino lo que había descubierto Lambourn, fuera lo que fuese?
—Sí. ¿Y qué demonios fue? ¿Qué podía suponer un peligro para alguien aquí, en Londres? ¿Qué descubrió Lambourn, siendo capaz de demostrarlo? Las pruebas son la clave. Tiene que ser algo de carácter personal, algo muy valioso que perder, ya que de lo contrario no provocaría un homicidio como ese.
—Se cometieron muchas barbaridades —dijo Runcorn, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo—. Tengo entendido que hay unos doce millones de adictos al opio. —Miró a Monk con más detenimiento—. ¿Los ha visto alguna vez, en distintas zonas de Limehouse? Me refiero a los fumaderos de opio. Antros mugrientos sitos en callejones, donde la gente se tiende a fumar sobre literas tan apretadas como el cargamento de un mercante. El lugar está tan lleno de humo que apenas se ven las paredes. Es como caminar a través de una niebla espesa. Se limitan a estar tumbados. Ni siquiera saben dónde están, la mitad de las veces. Como muertos vivientes.
Se estremeció sin querer.
—Los conozco —confirmó Monk en voz baja. Él también había visto alguno, aunque muy de vez en cuando—. Entendería que unos chinos vinieran aquí y mataran a unos cuantos ciudadanos británicos, sobre todo a las familias que amasaron sus fortunas con ese comercio. Ahora bien, ¿por qué a Lambourn? Era contrario incluso a su uso medicinal, salvo si estaba debidamente etiquetado.
—No tiene sentido —corroboró Runcorn—. Tuvo que descubrir algo más. Pero ¿qué?
Se pasó la mano por la cara. Se oyó un sonido áspero, como si se hubiese afeitado mal sin darse cuenta debido a la fría luz matutina.
—Debemos seguir esta vía de investigación tan bien como podamos —continuó Runcorn—. Tendría que haberlo hecho en su momento. Me dijeron que todo guardaba relación con el rechazo del informe, y me lo tragué.
—Gladstone todavía no ha enviado nada relativo al informe —respondió Monk—. ¿A quién se lo entregó Lambourn?
—A su cuñado, Barclay Herne —contestó Runcorn—. Me dijo que lo pasó a su departamento antes de recuperarlo y destruirlo.
—Cosa que puede ser o no ser cierta —observó Monk.
—No podía decir otra cosa. De lo contrario, resultaría patente su culpa en la supresión del informe —señaló Runcorn.
—Tal vez lo corrigió, eliminando lo que supusiera un problema para él —dijo Monk, razonando tanto para sí como para Runcorn.
Runcorn lo miró con desaprobación.
—Si no estaba relacionado con el etiquetado del opio y el daño que podía causar si este no fuese correcto, ¿por qué iba Lambourn a incluirlo en su informe? Aun suponiendo que Hester lleve razón en lo de las agujas y la adicción, no tiene nada que ver con la Ley de Farmacia.
Monk no contestó. Runcorn estaba en lo cierto y ambos lo sabían. Permanecieron callados mientras se terminaban el té.
Entonces Monk tuvo una idea radicalmente distinta.
—A lo mejor destruyeron el informe porque era perfectamente correcto —dijo con apremio.
Runcorn se quedó perplejo.
Monk se inclinó hacia delante.
—No contenía nada que perjudicara a alguien, nada que careciera de sentido. Lambourn estaba al tanto de la adicción al opio y sabía quién la promovía, pero no incluyó esa información porque no era relevante para la investigación que le habían encomendado. Era al propio Lambourn a quien tenían que eliminar para que nunca hablara de ello.
—¡Ah! —El semblante de Runcorn se iluminó al entenderlo—. Tenían que desacreditarlo de tal modo que su suicidio resultara creíble. ¡Santo cielo, qué perversión! ¿Arruinar la reputación de un hombre para que su asesinato pudiera aceptarse como un caso de suicidio? —Se pasó la mano por la frente, echándose para atrás el pelo corto y espeso—. No es de extrañar que Dinah se sintiera tan impotente. Supongo que no sabe quién fue. Lambourn no le diría nada por su propio bien, aparte de todo lo demás.
—Exactamente —afirmó Monk—. Lo descubrió mientras investigaba para su informe porque… —Inhaló profundamente y soltó el aire en un suspiro—. En realidad lo único que sabemos con certeza es que lo descubrió recientemente, demasiado tarde para hacer algo al respecto antes de que lo asesinaran. De ahí que quepa suponer que lo descubrió durante la investigación. Y las personas a quienes entregó el informe tienen que estar implicadas de un modo u otro, puesto que lo destruyeron.
—Hay que averiguar qué hizo exactamente, adónde fue, con quién habló durante su última semana de vida —dijo Runcorn con decisión—. ¿Puede disponer de algún hombre? Tenemos poco tiempo, unos pocos días, como máximo. Para colmo, ¡pasado mañana es Nochebuena! ¿Rathbone podrá aguantar hasta después de Navidad?
—¡Tendrá que hacerlo! —dijo Monk desesperado—. El problema es que vender opio no es ilegal, ni siquiera con jeringuillas y agujas. Aunque descubramos de quién se trata, la ley no actuará contra él.
Runcorn frunció el ceño.
—Depende de qué otras cosas haga —dijo pensativamente—. No es fácil distribuir sustancias que la gente ansía, sobre todo cuando no siempre pueden pagar.
Miró a Monk con una mirada torva, apretando los labios.
Monk asintió despacio.
—Tenemos que saber muchas más cosas a ese respecto. Ante todo, debemos saber si estamos en lo cierto.
—¿Hester? —preguntó Runcorn, casi como si no se atreviera a sugerirlo.
Monk le sostuvo la mirada sin pestañear.
—Tal vez —contestó. Se levantó y fue hacia la puerta—. Avisaré a Orme. Comenzaremos de inmediato.
—Yo cuento con dos hombres que son de fiar —agregó Runcorn, poniéndose de pie a su vez—. Al menos para los detalles. Comprobar las fechas y las horas con el servicio de la casa de Lambourn. Quizá demos con un barquero que pueda ayudarnos. Es probable que Lambourn tomara siempre los mismos transbordadores. El hombre es un animal de costumbres.
Dos horas después habían llenado varias hojas de papel con lo que ya sabían acerca de la última semana de Lambourn. Los datos procedían tanto de la primera investigación de Runcorn como de lo que Hester había contado a Monk sobre las visitas de Lambourn a Agatha Nisbet y a otros vendedores de medicamentos que contenían opio. Ahora se trataba de establecer con más precisión las fechas y las horas, con la esperanza de encontrar una que no encajara con la información que había sido la causa de su asesinato.
Monk apartó la silla de la mesa y se estiró. Había estado tan concentrado que se sentía entumecido y le dolían la espalda y el cuello.
—Orme, podría hablar de nuevo con los barqueros. Hablarán con usted, aunque tenga que cruzar el río un par de veces o pagarles para que se estén quietos. —Sonrió forzadamente—. Debería ser una tarifa modesta, no teniendo que bregar contra la corriente para ganar unos peniques, solo apoyarse en los remos y hacer memoria. —Se volvió hacia sus otros agentes—. Taylor, averigüe si Lambourn estuvo en los fumaderos de Limehouse. Aunque lo dudo. Es probable que allí no haya algo que no sepamos ya, pero usted tiene sus fuentes y tenemos que asegurarnos.
—Sí, señor. ¿Quiere que pruebe suerte en Isle of Dogs, ya puestos? Allí también hay fumaderos —preguntó Taylor.
—Sí. Buena idea. Si descubrió algo, sin duda tuvo que regresar para cerciorarse. Buscaría a traficantes de opio que se salieran de lo común.
Miró a Runcorn de manera inquisitiva. Llegados a aquel punto, en el pasado le habría dado órdenes. Se habría producido una breve lucha por la autoridad, cada cual defendiendo su territorio. Esta vez se mordió la lengua y aguardó. Vio un destello de reconocimiento en los ojos de Runcorn, que acto seguido se relajó.
—Voy a interrogar otra vez a los sirvientes de la casa de Lambourn —dijo con calma—. El ayuda de cámara sabrá cuándo entró y salió, y diría que la cocinera también. Entre los dos tendrán una idea bastante ajustada de sus movimientos. Cuando hablé con ellos la otra vez fueron muy leales con él. Cuando sepan que intentamos demostrar que no se suicidó sino que lo asesinaron, seguro que colaboran. La dificultad residirá en no apuntarles lo que queremos que digan.
Abrió los ojos y miró a Monk.
Monk le dedicó una breve sonrisa, reconociendo el cambio de equilibrio que se había producido entre ellos.
—Yo iré en busca de esa tal Agatha Nisbet de la que me habló Hester y hablaré con ella otra vez. Quiero saber qué le dijo Lambourn y cualquier otra cosa que sepa acerca de él.
—Bien. ¿Cómo quedamos? —preguntó Runcorn.
—Aquí, a las nueve —contestó Monk.
—En mi casa a las diez —repuso Runcorn—. Usted puede ir a pie desde aquí. Y necesitamos ese tiempo extra. Rathbone no podrá prolongar el juicio más de dos días después de Navidad. Eso nos da seis días para llevar a cabo nuestras pesquisas.
Monk asintió.
—Tiene sentido. Pero quedemos en mi casa. En la cocina. Empanada caliente y algo más que comer.
Miró a Orme.
—Sí, señor —respondió Orme—. ¿Taylor también?
—Por supuesto —contestó Monk—. Paradise Place, Rotherhithe.
—Sí, señor, ya lo sé —dijo Taylor, sonriendo como si le hubiesen concedido un honor.
Monk tardó más de una hora en localizar la clínica improvisada que Hester le había descrito, pero aún tardó mucho más en obligar a Agatha a buscar tiempo para atenderlo y sentarse en su minúsculo despacho para que contestara a sus preguntas sin que nadie los interrumpiera.
Era una mujer gigantesca, más o menos de su misma estatura pero con la osamenta más grande. Monk pensó que sería muy fácil dejarse intimidar por ella. Solo al mirarla a los ojos atisbó la misericordia y la inteligencia de las que le había hablado Hester.
—Veamos, ¿qué es lo que quiere? —preguntó Agatha a bocajarro—. No tengo nada que contar a la Policía Fluvial.
Cualquier oportunidad que tuviera de lograr su cooperación se iría al traste en cuanto Agatha sospechara que Monk le mentía. Decidió ser tan franco como supuso que ella lo sería con él.
—Estoy intentando resolver el homicidio de un buen hombre antes de que declaren culpable a su esposa y la ahorquen. Para ser más exacto, para que no la condenen por otro asesinato relacionado con el de su marido. Creo que ese buen hombre, un médico, fue asesinado porque descubrió algo muy malo sobre alguien vinculado con el comercio del opio, alguien que eliminará a cualquiera que esté enterado y pueda acusarlo ante un tribunal.
De pronto, el hastío de Agatha devino agudo interés.
—Se refiere al doctor Lambourn y a esa pobre criatura que rajaron en el embarcadero de Limehouse. Si no la mató la esposa del médico, ¿quién lo hizo?
Miró a Monk con ojos duros y brillantes, y él reparó en que sus manos, mayores que las suyas, se aflojaban y apretaban entre los papeles esparcidos sobre la mesa de madera.
—Sí —confirmó Monk—. Mientras el doctor Lambourn recababa información sobre el opio descubrió, por casualidad, algunas otras cosas. Una de esas cosas era tan peligrosa para alguien que difamaron al doctor, tachándolo de incompetente, y luego lo asesinaron, haciendo que su muerte pareciera un suicidio. De esta manera tendrían la certeza de que su secreto permanecía bien guardado.
Agatha esperó, sin dejar de mirarlo.
—Pienso que lo descubrió durante la última semana de su vida —prosiguió Monk—, de modo que estoy siguiendo sus pasos con el máximo detenimiento.
—Y sin hacer ruido —dijo Agatha con amargo sentido del humor—. No querrá terminar en el río con un corte en el cuello o algo peor.
—Veo que lo entiende a la perfección. ¿Qué vino a preguntarle Lambourn y qué le explicó usted?
Se preguntó si debía añadir algo sobre su seguridad, pero ofrecerle protección resultaría insultante. Sin duda sabía tan bien como él que sería imposible.
—El opio —dijo Agatha pensativa—. En torno a él hay muchos asuntos turbios.
—¿Por ejemplo? —preguntó Monk—. ¿Robos? ¿Cortarlo con sustancias perniciosas para quitarle pureza? Contrabando no hay, entra legalmente en el país. ¿Qué puede haber que justifique un asesinato?
—¡Se mata para acaparar el comercio de cualquier cosa! —contestó Agatha indignada—. ¡Los panaderos y los pescaderos lo hacen! ¡Intente llevarse una tajada de su mercado, a ver cuánto dura!
—¿Lambourn le hizo preguntas a este respecto? —preguntó Monk.
Agatha endureció su expresión.
—Tengo mis propios canales para conseguir opio puro. Lo administro para el dolor, no para que un estúpido rico se evada de sus problemas. Esto fue lo que le dije.
—Siendo así, ¿por qué asesinar al doctor Lambourn? ¡Vamos, señorita Nisbet! —la apremió Monk—. Era un buen hombre, un médico que intentaba que las medicinas se vendieran bien etiquetadas para que la gente no muriera por accidente. Lo mataron para acallarlo y luego mataron a su primera esposa con la intención de que la segunda fuese el chivo expiatorio y acabara en la horca. Lo que descubrió sin duda iba más allá de una mezquina guerra comercial de la que podría enterarme fácilmente en cualquier muelle. No pueden matar a todo Londres.
Agatha asintió muy despacio.
—Hay algo peor que robar —corroboró—. Como un lento envenenamiento. Hay buenos hombres que acaban mal, terminan llevando una especie de muerte en vida que es peor que la tumba. El opio es muy potente, como el fuego. Calienta tu hogar, pero también puede reducir a cenizas tu casa.
Monk era consciente de la mirada escrutadora de Agatha. No le pasaría desapercibido el menor movimiento de su rostro, la más leve desviación de la mirada. Por un instante se preguntó qué habría visto y hecho aquella mujer; qué le había negado la vida para elegir aquel camino. Enseguida devolvió su atención al presente, a la muerte de Joel Lambourn caído en desgracia y a Dinah aguardando a enfrentarse con el verdugo.
—Los horrores que he conocido han sido comunes —le contestó Monk, sabiendo que Agatha no proseguiría hasta que él demostrara cierto reconocimiento—. Una mujer violada y molida a palos, un hombre apuñalado y abandonado a su suerte, niños torturados y muertos de hambre. Todo ha sucedido antes y volverá a suceder más adelante. Lo máximo que puedo hacer es procurar que se repita tan pocas veces como sea posible. ¿Qué sabe que pueda suponer la ruina de alguien en Londres?
Algo se cerró a cal y canto en el fuero interno de Agatha.
—Asesinato —contestó en voz baja—. Al final, todo se reduce a asesinar, ¿no es cierto? Asesinar por dinero. Asesinar por silencio. Asesinar por dormir, por un poco de paz en lugar de un dolor atroz, asesinar por una aguja y una papelina de polvo blanco.
Monk se quedó callado. Oyó pasos al otro lado de la puerta, rápidos y ligeros, alguien apresurado, y, más allá, los sonidos del dolor. Nada de chirridos de colchones de muelles, solo el crujido de los jergones de paja en el suelo.
—¿Quién? —dijo Monk finalmente—. ¿Quién tenía que ver con el descubrimiento de Lambourn?
—No lo sé —contestó Agatha sin el menor titubeo—. Y no quiero saberlo porque entonces tendré que matarlo.
Monk no dudó que lo haría. Estaba inseguro sobre su propia moralidad, dado que él podría sentir lo mismo, pero sonrió.
Agatha correspondió a su sonrisa, mostrando una dentadura impecable.
—Usted es un tío un poco raro, ¿verdad? —dijo Agatha con interés—. Si encuentra a ese cabrón, haga un nudo más en la soga por mí, ¿quiere? El hombre al que le arruinó la vida era una buena persona, y Dios sabe bien que el mundo no anda sobrado de ellas.
Lo dijo con la voz ronca, como si llevara demasiado tiempo aguantándose el llanto y le doliera la garganta.
—Sí —contestó Monk sin vacilar—. Cuando lo atrape.
—¿Dijeron que Lambourn se había cortado las muñecas? —prosiguió Agatha, mirándolo de hito en hito.
—Sí —confirmó Monk.
—Pero ¿no lo hizo? —insistió, hablando con más firmeza y sin titubeos.
—Creo que no —dijo Monk en voz baja. No iba a fingir que estaba seguro.
—Le iba mejor a que a otros, pero no tendría que haber ocurrido.
—¿A qué clase de persona estoy buscando? —preguntó Monk—. ¿Puede darme alguna pista?
Agatha emitió un pequeño gruñido de desagrado.
—Si lo supiera, ya me encargaría yo misma de él. Alguien que se esconde y que seguramente no sabe distinguir el opio de la harina de maíz. Alguien limpio y educado que nunca ha visto lo que les ocurre a los que se pinchan esa sustancia en las venas y toman un camino sin retorno hacia la locura. Aunque, de vez en cuando, las personas como yo vemos sus rostros mirándonos a través de los barrotes.
Monk permaneció un rato callado antes de levantarse.
—Gracias —dijo, dio media vuelta y se marchó.
Monk regresó a Wapping rebosante de nuevas ideas gracias a la conversación con Agatha Nisbet. Debía buscar a un hombre que sacaba provecho no solo de la venta de opio, sino también de las jeringuillas que propiciaban una adicción letal en cuestión de semanas, incluso días. El uso de agujas no tenía nada que ver con las dosis habituales que cualquiera podía comprar en forma de medicamentos patentados, ni siquiera con el hábito chino de fumar el opio, ya de por sí pernicioso por la lenta degradación que causaba.
El problema radicaba no solo en dar con él, sino en que, cuando lo hiciera, poco podría hacer al respecto. Vender semejante condenación quizá fuese un pecado de gran vileza, pero no era contrario a la ley. A no ser, por supuesto, que el hombre en cuestión también estuviera implicado en los asesinatos de Lambourn y de Zenia Gadney.
Ahora bien, puesto que vender opio y agujas no constituía delito, aunque Joel Lambourn se hubiese enterado, ¿por qué matarlo? ¿Qué habría podido hacer para perjudicar a aquel hombre? ¿Qué podía demostrar?
Monk seguía enfrentado a un lío muy difícil de desenredar.
En su despacho releyó toda la información que tenía sobre las personas relacionadas con la investigación para el proyecto de Ley de Farmacia, haciendo una lista de todos los que habían estado en contacto con Joel Lambourn. Tendría que cotejarla con lo que Runcorn descubriera sobre los movimientos de Lambourn durante la última semana de su vida.
Naturalmente, no tenía por qué tratarse de un contacto directo. Pudo haber sido indirecto; alguien que mencionara un nombre o un dato a un tercero.
¿Quién era el médico que según creía Agatha Nisbet había sido corrompido para que vendiera opio y jeringuillas, encubriendo al verdadero responsable? ¿Cómo lo localizarían y, si lo hacían, les daría alguna información útil? Lo más probable era que no lo hiciera. No querría renunciar a un suministro regular de opio sin adulterar. Si cometiera un error, otra sustancia añadida podría matarlo. Monk debía indagar más a fondo sobre aquella cuestión. Hester sabría cosas, y quizá Winfarthing aún más.
¿Y cuánto sabía Lambourn? Esa era otra pregunta importante. Una vez más, debían concretar con quién había hablado, dónde había estado durante las últimas semanas de su vida.
Y todavía quedaba la otra mitad del problema, quizá la más sencilla: ¿quién sabía lo que había averiguado para que llegara a oídos del hombre que efectuaba las ventas, el verdadero beneficiario, el que lo había matado a él y luego a Zenia Gadney?
¿Qué línea de razonamiento los conectaba entre sí?
¿Era la información condenatoria del informe de Lambourn, o su destrucción había sido una treta engañosa para justificar su aparente suicidio? Tenía que investigarlo más a fondo, como mínimo averiguar quién había ordenado su destrucción y quién la había llevado a cabo. ¿Fue por la información que contenía? ¿Por algo que cabía deducir partiendo de los datos y cifras? ¿O en realidad era del todo irrelevante? No podían permitirse pasarlo por alto.
Pediría a Runcorn que pusiera a un buen agente a investigar otra vez.
El informe había sido entregado a Barclay Herne, quien al parecer había dicho a Sinden Bawtry que estaba tan mal redactado que no serviría para el propósito de convencer al Parlamento de que aprobara el proyecto de Ley de Farmacia.
¿Quién más lo había visto? Si la respuesta era que nadie, el vendedor de opio tenía que ser uno de ellos dos. ¿Herne habría matado a su cuñado? Bawtry había estado en el Ateneo, según el testimonio de más de una docena de personas.
Aunque sin duda el traficante tendría a un puñado de esbirros en plantilla. Bien podría haberlo hecho ese médico que Agatha Nisbet le había dicho que antes era un buen hombre. ¿Cómo iba a encontrarlo Monk? ¿Y cuánto tardaría en hacerlo?
¿Cuántos días más quedaban antes de que el juicio concluyera y ya fuera demasiado tarde?
Monk envió mensajes a Runcorn, a Orme y a Taylor. Se reunieron poco antes de las diez en Paradise Place, sentados en torno a la mesa de la cocina en las cuatro sillas de madera que solían usarse para comer. Hubo que ir a buscar otra al dormitorio de Scuff, y Hester entró sigilosamente en el cuarto para no despertarlo.
El horno caldeaba la habitación, que olía a pan recién hecho, madera pulida y ropa limpia.
Mientras tomaban té y tostadas con mantequilla, Monk les refirió lo que le había contado Agony Nisbet, poniendo especial énfasis en la necesidad de localizar al médico. Nadie habló. Monk levantó la vista y vio que Hester lo estaba observando, tratando de descifrar sus pensamientos.
—¿Te dijo algo más sobre ese médico? —le preguntó Hester en voz baja—. Cualquier cosa: edad, experiencia, especialidad, a qué se dedica ahora…
—No —reconoció Monk—. Me parece que lo protegía adrede. La apenaba mucho que hubiese acabado tan corrompido.
—El opio provoca esas cosas. —La expresión de Hester era sombría—. No sé mucho sobre eso, pero he visto y oído unas cuantas cosas. A veces lo administras para aliviar heridas graves y luego cuesta demasiado renunciar a él, sobre todo cuando las heridas nunca acaban de curarse.
Monk la miró. Se percató del sufrimiento que le suscitaban los recuerdos, como si la impotencia que había sentido años atrás fuese mucho más reciente. Tenía los hombros tensos, tirando de la tela del vestido, los músculos del cuello, agarrotados, y la boca, cerrada con delicadeza, de modo que su compasión parecía una herida mal curada. Monk se preguntó cuántas más cosas que él habría visto, qué horrores no había compartido con él.
Alargó el brazo sobre la mesa, le acarició los dedos solo un instante y volvió a retirar la mano.
—¿Sabes dónde buscarlo? —le preguntó Monk. Detestaba implicarla, pero Hester sabría que tenía que hacerlo y se contrariaría si Monk no cumplía con su obligación para ahorrarle el disgusto.
—Creo que sí —contestó Hester, mirándolo a él y no a los demás que estaban en torno a la mesa, observándola expectantes.
—Voy contigo —dijo Monk de inmediato—. Podría ser peligroso.
—No. —Hester negó con la cabeza—. No disponemos de tiempo para enviar a dos personas a hacer un trabajo. Nos quedan pocos días. Cuando lo vi la otra vez, ni siquiera se me ocurrió que fuese adicto. Tendría que haberme dado cuenta.
Hester estaba enojada consigo misma.
—No vas a ir sola —respondió Monk sin vacilar—. Si es la persona que mató a Lambourn y cortó a tajos a Zenia Gadney, hará lo mismo contigo sin pensárselo dos veces. ¡O voy contigo o no vas!
Hester esbozó una sonrisa, como si algo le resultara ligeramente divertido.
—¡Hester! —dijo Monk bruscamente.
—Piensa en qué otras cosas hay que hacer —contestó ella—. Aunque encontremos a ese médico, Agatha dijo que antes era una buena persona. Aún quedará parte de esa persona, si no represento una amenaza para él. —Se echó un poco para delante, como para atraer la atención de todos los presentes—. Debemos averiguar quién lo está utilizando. Ese será quien mató a Lambourn y a Zenia Gadney, o quien los hizo matar. Podemos localizar al médico cuando hayamos absuelto a Dinah. Antes no hay tiempo.
Monk apretó los dientes y respiró despacio.
—¿Y si el médico es quien los mató? —preguntó, deseando no haberlo hecho.
El súbito brillo de los ojos de Hester le dijo que acababa de atar cabos.
En realidad fue Runcorn quien dijo lo que sin duda estaba pensando.
—Eso explicaría la ausencia de una botella o un vial donde hallaron a Lambourn —dijo con tristeza—. No se bebió el opio, se lo inyectaron con una de esas agujas. Y, por supuesto, quien lo hiciera se la llevó consigo para que nadie lo supiera. No puede haber mucha gente que disponga de ellas.
—Eso no quita que debamos descubrir quién mató a Zenia Gadney —dijo Orme, hablando por primera vez—. He vuelto a recorrer los alrededores del embarcadero de Limehouse. Nadie admite haberla visto aquella tarde, salvo en compañía de una mujer. Si se encontró con un hombre, médico o no, alguien pagado por Herne o por Bawtry, lo hizo más tarde. —Miró a Runcorn y luego a Monk—. Supongo que habrán contemplado la posibilidad de que Dinah Lambourn los matara a los dos, no por celos o rabia, sino porque alguien le pagara por hacerlo, en relación con el asunto del opio…
Nadie contestó. La idea no podía descartarse, pero ninguno de ellos quería aceptarla.
Fue Runcorn quien finalmente rompió el silencio.
—He hablado con todo el personal de la casa de Lambourn —dijo—. Tengo una lista bastante fiable de los lugares a los que fue durante su última semana, aunque solo aparecen los que ya esperábamos encontrar.
Sacó dos hojas de papel y las dejó en medio de la mesa.
Monk les echó un vistazo, pero el semblante de Runcorn le dijo que aquello no era todo.
—He intentado juntar las piezas de su último día —prosiguió Runcorn—. Lo que ocurrió para que se suicidara entonces. Dudo que alguien decida matarse al día siguiente; si vas a hacerlo, lo haces ya. Quien lo asesinó lo planeó todo a conciencia para que resultara verosímil.
En torno a la mesa, uno tras otro asintieron. Nadie mencionó a Dinah, pero esa ausencia flotaba en el aire.
—¿A quién vio ese día? —preguntó Monk. Antes de que Runcorn hablara, sabía que la respuesta no sería sencilla. Estaba escrito en los confundidos ojos de Runcorn.
—Al doctor Winfarthing —contestó Runcorn—. Por la mañana. Solo a unos comerciantes de Deptford por la tarde. Llegó a su casa para cenar temprano, luego trabajó en su estudio y, al anochecer, salió a dar un paseo con la señora Lambourn. Ambos se acostaron hacia las diez. Nadie volvió a verlo con vida. La mañana siguiente lo encontró en One Tree Hill el hombre que paseaba con su perro.
—Eso no tiene sentido —dijo Hester apenada—. En una jornada así no hay nada que lo indujera a suicidarse aquella misma noche. Ni siquiera fue el día en que se enteró de que habían rechazado su informe, ¿no?
Miró alternativamente a Runcorn y a Monk.
—No —contestó Runcorn—. Se lo comunicaron tres días antes. La idea es que necesitó ese tiempo para armarse del valor necesario para quitarse la vida. O quizá pensó que cambiarían de parecer, o que encontraría otros datos. Winfarthing dijo que seguía resuelto a presentar batalla cuando lo vio aquella mañana.
—Eso nos deja de nuevo con Dinah Lambourn —señaló Orme.
—¿Nadie se puso en contacto con él? —preguntó Monk a Runcorn—. ¿Nadie lo visitó, envió un mensaje, una carta? ¿Es posible que recogiera algo en la estafeta de correos?
—Se lo pregunté al mayordomo —contestó Runcorn—. Dijo que el doctor Lambourn revisó el correo cuando llegó a su casa a las cinco. Que solo había facturas de proveedores. Ninguna carta personal.
—¿Se acostó? —preguntó Hester desconcertada—. ¿Está seguro? ¿Pudo haber salido otra vez a la calle cuando Dinah subió al dormitorio?
—El mayordomo dijo que ambos subieron. Habló con Lambourn y él le contestó. Aunque pudo quedarse un rato leyendo, supongo, y volver a bajar —respondió Runcorn—. Pero ¿por qué?
Taylor parecía nervioso.
—Es posible que en verdad se quitara la vida —dijo Taylor. Se mordió el labio—. ¿Estamos seguros de que ella es inocente de matarlo, o que miente para ocultarlo? A nadie le gusta admitir, ni siquiera ante sí mismo, que alguien a quien amaba hiciera eso. Ella querría que sus hijas pensaran que fue un asesinato, ¿no les parece? Las mujeres son capaces de hacer cualquier cosa con tal de proteger a sus hijos.
Hester miró a Taylor y luego a Monk. Monk vio en su semblante que lo creía posible.
Runcorn se mantuvo en sus trece.
—O bien alguien fue a verle, o salió a ver a alguien —dijo cansinamente.
—¿En lo alto de One Tree Hill? —preguntó Monk—. Queda casi a una milla de Lower Park Street y, además, cuesta arriba.
—Y no tenía previsto ir tan lejos —terció Hester—. Usted mismo dijo que no llevaba chaqueta, y era octubre.
—Alguien en quien confiaba —dijo Monk con más amabilidad—. Tal vez alguien que podía acercarse suficientemente a él para clavarle una aguja en la vena y hacer lo que haya que hacer para que el opio penetre.
—Como en el caso de la pobre señora Gadney —dijo Orme—. La mató alguien en quien confiaba, pues de lo contrario no habría ido al embarcadero, sola y a oscuras.
—Desde luego no se trataba de un posible cliente —dijo Monk convencido—. No en un lugar tan expuesto como ese.
—No —intervino Orme—. Esta vez he preguntado con más cuidado. En realidad nunca fue vista con un hombre, aparte de Lambourn. La gente hizo suposiciones. Los periódicos dijeron que había recurrido a la prostitución, pero ninguna prueba lo sustenta. —Se apoyó sobre la mesa y prosiguió con voz firme—: ¿Y si estaba allí con alguien a quien conocía, alguien a quien no temía en absoluto, igual que Lambourn?
—¿La misma persona? —Monk dijo lo que sabía que todos estaban pensando—. ¿A quién conocería Zenia que Lambourn también conociera?
—A alguien respetable —dijo Runcorn despacio—. Alguien en quien Lambourn confiaba, alguien que Zenia nunca sospecharía que fuese a hacerle daño. Tal vez… —Reflexionó un momento—. Tal vez alguien que se presentara como el abogado de Lambourn o como un amigo…
—Un médico… —dijo Hester muy despacio—. O un miembro de la familia.
—O su esposa… —apostilló Orme con tristeza.
No lo discutieron.
—Ahora tenemos hasta el lunes de después de Navidad para demostrarlo —dijo Runcorn, mirándolos a todos—. Siempre y cuando sir Oliver consiga que el juicio se prolongue tanto.