Capítulo 14
Oliver Rathbone estaba tomando el desayuno cuando la sirvienta lo interrumpió para anunciar que la señora Monk había venido a verle por un asunto urgente.
Rathbone dejó el tenedor y el cuchillo y se puso de pie.
—Hágala pasar. —Señaló su plato sin terminar. No tenía apetito. Solo comía porque le constaba que necesitaba nutrirse—. Gracias, no tomaré nada más, pero traiga té y tostadas para la señora Monk.
—Sí, sir Oliver —dijo la sirvienta obedientemente, y se marchó, llevándose el plato consigo.
Un momento después entró Hester con las mejillas coloradas a causa del viento.
—Perdona —se disculpó, dándose cuenta en el acto de que había interrumpido su desayuno—. Quería verte antes de que te fueras al tribunal.
—Siéntate, por favor. Enseguida traen más té. —Le indicó la silla donde antes solía sentarse Margaret y tomó asiento a su vez—. Tienes que haber salido de casa muy temprano. ¿Ha ocurrido algo? Me temo que no tengo buenas noticias que darte.
—¿Malas noticias? —preguntó Hester enseguida, preocupada.
Rathbone había aprendido a no mentirle, ni siquiera a amortiguar un golpe.
—Estoy comenzando a pensar que la señora Lambourn podría estar en lo cierto, el menos en cuanto a que existe un acuerdo gubernamental para impedir que se dé credibilidad al informe de Lambourn —contestó—. He intentado cuestionar su suicidio, y el juez me ha cortado cada vez. Me parece que Coniston también ha recibido instrucciones de atajar cualquier alusión a él.
—Pero no dejarás que se salga con la suya, ¿verdad? —dijo Hester, reflejando cierta duda en su mirada.
—Todavía no nos han derrotado —respondió Rathbone con pesar—. En cierto sentido, su posible acuerdo para mantenerlo al margen de los testimonios sugiere que existe algo que ocultar. Sin duda no es para no herir los sentimientos de alguien, tal como ellos sostienen.
La sirvienta llegó con té recién hecho y tostadas, y Rathbone le dio las gracias. Sirvió a Hester sin preguntar, y ella lo aceptó con una sonrisa, al tiempo que alcanzaba una tostada y la mantequilla.
—Oliver, he estado haciendo preguntas por mi cuenta, a personas que conozco. Tuve una larga conversación con una prostituta que vive cerca de Copenhagen Place. Conocía a Zenia Gadney, tal vez mejor que nadie.
Rathbone percibió la compasión de su voz y procuró enrocarse contra los sentimientos que sabía que podía despertar en él. Deseó estar más convencido de la inocencia de Dinah Lambourn. Incluso si la muerte de Joel Lambourn había sido un asesinato y no un suicidio, eso no demostraba que Dinah no hubiese matado a Zenia como venganza por su traición durante todos aquellos años.
Salvo que, por supuesto, no se trataba de una traición. Había sido su manera de ganarse la vida. Si alguien había traicionado a Dinah, era el propio Joel. Pero este ya estaba muerto y nada podía hacer contra él. Las únicas cosas que inducían a Rathbone a cuestionar la culpabilidad de Dinah eran el sinsentido del momento de su muerte y el hecho de que tanto Pendock como Coniston se mostraran tan decididos a impedir que Rathbone planteara alguna duda, por razonable que fuera, acerca del suicidio de Joel.
Hester se dio cuenta de que Rathbone no le estaba prestando atención.
—¿Oliver?
Rathbone se concentró de nuevo.
—¿Sí? Perdona. ¿Qué averiguaste para que tengas que contármelo antes de que regrese al tribunal?
Hester untó de mermelada su tostada.
—Que Zenia llevaba una vida muy tranquila y era bastante reservada, que de vez en cuando hacía trabajos de costura con bastante destreza, tal vez tanto por amistad como por dinero. Solía salir a pasear, sobre todo por la orilla del río, donde pasaba largos ratos mirando hacia el sur, contemplando el agua y el cielo.
—¿Quieres decir hacia Greenwich? —preguntó Rathbone con curiosidad.
—Bueno, en cualquier caso hacia la margen sur. Tenía un pasado del que rara vez hablaba, aunque una vez lo hizo con Gladys, la chica que he mencionado.
Rathbone tuvo un ligero escalofrío.
—¿Qué clase de pasado? ¿Alguno que proporcione otro motivo para matarla con tanta violencia?
Hester negó con la cabeza.
—Yo diría que no. Dijo que había estado casada, pero según parece bebía tanto que arruinó su vida, y es posible que abandonara a su marido o que él la abandonara a ella.
—¿Quién era él? —preguntó Rathbone enseguida, con un atisbo de esperanza que apenas se atrevió a reconocer—. ¿Dónde podemos encontrarlo? ¿Es posible que la siguiera hasta Limehouse y la matara? A lo mejor quería casarse de nuevo y ella suponía un impedimento.
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Rathbone. Al menos existían otras posibilidades que nada tenían que ver con Dinah Lambourn.
—Es solo algo que Zenia dijo una vez que encontraron a una mujer borracha tirada en la calle, y Gladys adivinó que había algo más —contestó Hester—. Ni siquiera sabe si era verdad, y nadie ha visto que otro hombre la visitara en Copenhagen Place o que anduviera buscándola. Podría estar muerto, a estas alturas, si es que alguna vez existió.
Bajó la voz y adoptó un aire triste y contrito.
—Pudo habérselo inventado para parecer más respetable o incluso más interesante. Quizá fuese una fantasía, el deseo de que hubiese sido así.
Rathbone notó que la lástima también se adueñaba de él al percatarse de una ternura y unos sueños que hubiese preferido no entender.
—Siendo así, ¿por qué has tenido tanta prisa en contármelo antes de que regresara al tribunal? —preguntó, con un deje de decepción.
—Disculpa, me he ido por las ramas —dijo Hester, descartando lo dicho con un grácil gesto de la mano—. Lo que en realidad quería decirte es que también he conocido a una mujer que se llama Agatha Nisbet. Dirige una especie de hospital improvisado en la ribera sur del río, cerca de Greenland Dock. Es mayormente para estibadores, gabarreros y marineros heridos. Cuenta con un suministro de opio bastante regular…
—¿Opio? —preguntó Rathbone, con acrecentado interés.
—Sí. —Hester sonrió con tristeza—. Hice un trato con ella para comprarle el de mejor calidad para la clínica. Habló con Joel Lambourn varias veces. La buscó mientras investigaba sobre el opio. Su propósito no era poner fin a su comercialización, solo conseguir que se etiquetara debidamente para que la gente supiera lo que toma. Agatha Nisbet dijo que su mayor preocupación era la mortandad que causaba entre los niños de corta edad.
Rathbone asintió. Aquello ya lo sabía.
—Pero me advirtió que, desde las Guerras del Opio, muchas personas ganan dinero con el opio —prosiguió Hester—. Las más despiadadas no tienen inconveniente en que la gente se vuelva adicta para asegurarse un mercado permanente —agregó, con una mezcla de ira y amargura—. Muchas familias poderosas amasaron sus fortunas entonces, y no les habría gustado lo más mínimo que el informe aireara esos hechos cuando se debatiera en el Parlamento. Podrían desenterrarse toda clase de fantasmas.
—Los fantasmas no se desentierran —comentó Rathbone, un poco a la ligera—. ¿Crees que esa mujer está en lo cierto, al menos en lo que atañe al informe de Lambourn?
—Sí —contestó Hester sin vacilar—. Tiene sentido, Oliver. Al menos, podría tenerlo. Ni siquiera sabemos qué fortunas provienen del opio, ni qué podrían perder si todo se hiciera público y se regulara el comercio. Algunas compañías tendrían que cerrar, simplemente porque no obtendrían los mismos beneficios si tuvieran que medir y etiquetar sus productos.
Rathbone lo meditó un momento. Aquello abría nuevas alternativas, pero carecían de pruebas para demostrarlo. Las grandes fortunas siempre se habían amasado mediante atrocidades: la piratería, el esclavismo hasta su abolición medio siglo antes, y luego el opio. Pocas familias estaban libres de una mancha u otra. Con el miedo y la ira que reinaban en la sala del tribunal, e incluso fuera de ella, Rathbone no creía que una «duda razonable» fuera a salvar a Dinah Lambourn.
—¿Sabes algo sobre las Guerras del Opio? —preguntó Hester, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
—No mucho —reconoció Rathbone—. Sé que tuvieron lugar en China. Que fue una guerra comercial. Hay quien ha justificado nuestra participación, aunque fue un asunto muy feo. Tengo entendido que introdujimos el opio en China y que ahora hay cientos de miles de adictos. No es como para estar orgulloso.
—Quizá deberíamos informarnos mejor por si resulta relevante para el caso —dijo Hester en voz baja.
—¿Crees en esa mujer? —preguntó Rathbone—. ¿No ya en su honestidad, sino en lo que dice saber?
—Sí… Me parece que sí. En ciertos aspectos su vida es comparable a mi propia experiencia en Crimea.
—¿Existe alguna guerra que no sea sucia? —Rathbone pensó con amargura en todo lo que sabía sobre la guerra de Crimea, su violencia, su futilidad, sus innumerables bajas—. Como la Guerra Civil en América. Sabe Dios cuántas bajas hubo al final. También fue un buen mercado para el opio. Me consta que la masacre fue terrible, así como las heridas de quienes sobrevivieron. Dudo que ellos mismos ya conozcan el alcance de la tragedia. Y no me refiero solo a los muertos, sino también a las tierras arruinadas, al odio que sembró.
—Creo que las Guerras del Opio también dejaron mucho odio a sus espaldas —respondió Hester—. Y dinero, y culpa. Un montón de secretos que enterrar.
—Los secretos no permanecen enterrados para siempre —dijo Rathbone en voz baja. Deseaba contarle su propio secreto, el que todavía estaba en su casa, aguardando a ser depositado en la cámara acorazada de un banco, de donde solo él podría exhumarlo. Aunque nunca lo enterraría en su mente.
Hester lo miraba de hito en hito. Lo conocía demasiado bien para que lo pudiera eludir sin mentir, siquiera tácitamente.
—¿Oliver? —dijo preocupada—. ¿Sabes algo sobre Dinah que los demás desconocemos? ¿Algo malo?
—¡No! —contestó Rathbone con súbito alivio—. Era… era algo totalmente distinto.
Hester lo miró dubitativa.
—¿Algo? —preguntó—. ¿De qué estamos hablando?
—Era… —Rathbone respiró profundamente. Le resultaba casi insoportable cargar a solas con el peso de lo que sabía—. ¿Sabes qué fue de las fotografías de Arthur Ballinger después de su muerte?
Hester palideció un poco, y sus ojos traslucieron pesadumbre.
—No tengo ni idea. ¿Por qué? ¿Temes que alguien las tenga? —Alargó el brazo a través de la mesa y le tocó la mano con ternura—. No merece la pena preocuparse. Lo más probable es que estén guardadas en algún sitio donde nadie las encontrará. Y si no es así, sigues sin poder hacer nada al respecto. —Su mano era cálida sobre la de él—. Si las tiene alguien, solo puede hacer chantaje a los culpables, y dudo mucho que sientas compasión por unos hombres que abusaron de niños de semejante manera. Me consta que al principio quizá fueron más idiotas que malvados, pero aun así no puedes protegerlos.
—No se trata de dinero, Hester, se trata de poder —dijo Rathbone simplemente.
—¿Poder?
Ahora el semblante de Hester reveló más temor, pues quizá comenzara a comprender a qué se refería Rathbone.
—Poder para obligarlos a hacer lo que él deseaba, a riesgo de arruinarles la vida —explicó Rathbone.
—¿Piensas que en esas fotografías aparecen otras personas que son… jueces, políticos o…? —Hester vio la respuesta en su rostro—. ¡Lo sabes! ¿Te lo dijo Ballinger?
—No. Hizo algo mucho peor que eso, Hester. Me las legó a mí.
La miró atentamente, aguardando el horror que asomaría a sus ojos, incluso la repugnancia.
Hester permaneció inmóvil mientras asimilaba la magnitud de la noticia, como si de pronto recayera un gran peso sobre sus hombros. Escrutó el semblante de Rathbone. Tal vez viera en él parte de la carga que soportaba, así como el resentimiento de la ironía que encerraban a un mismo tiempo el legado y la venganza de Ballinger. Este quizá no supiera en su momento cómo afectaría a Rathbone, pero sin duda había disfrutado contemplando las distintas posibilidades, regodeándose en el repugnante sabor que dejaría en su boca.
—Lo siento —dijo Hester finalmente—. Si las hubieras destruido, me lo habrías contado de otra manera, ¿verdad?
No fue una pregunta. Solo quería que supiera que lo comprendía.
—Sí —confesó Rathbone—. Así es. Las esconderé. Y cuando muera serán destruidas. Tuve ganas de hacerlo en cuanto las vi, pero al darme cuenta de quiénes aparecían en ellas, no pude hacerlo. Aunque quizá todavía lo haga. El poder que tienen es… mayúsculo. Ballinger comenzó a utilizarlas solo para hacer el bien, ¿sabes? Me lo explicó. Le servían para obligar a personas a actuar contra injusticias y abusos, cuando de otro modo no lo habrían hecho.
¿Estaba justificando a Ballinger? ¿O a sí mismo por no haber destruido las fotografías? Miró a Hester a la cara y reparó en su confusión. Aguardó a que le preguntara si iba a utilizarlas, pero Hester no lo hizo.
—¿Crees que Dinah es inocente? —preguntó en cambio.
—No lo sé —contestó Rathbone con franqueza—. Al principio lo creía posible, pero una vez iniciado el juicio comencé a dudarlo. Ahora no sé si mató a Zenia Gadney, pero estoy empezando a abrigar serias dudas sobre el presunto suicidio de Lambourn. Y si lo asesinaron, surgen nuevas dudas y preguntas.
Se oyeron unos pasos en el vestíbulo. Instantes después Ardmore entró y, con suma cortesía, recordó a Rathbone que era hora de irse.
Hester sonrió y se puso de pie. No hubo necesidad de dar explicaciones, bastó con una simple despedida.
Rathbone seguía teniendo presente aquel pensamiento antes de que el juicio se reanudara una hora y media después, cuando coincidió con Sorley Coniston en el vestíbulo y se saludaron.
—Buenos días —dijo Coniston, esbozando una sonrisa—. Un caso difícil para usted, Rathbone. ¿Qué lo llevó a aceptarlo? A veces me he preguntado si aceptaba ciertos casos en busca de fama, pero siempre he resuelto que no. No habrá cambiado, ¿verdad?
—No demasiado —contestó Rathbone secamente. No conocía bien a Coniston, pero tenía la impresión de que si lo tratara más le caería bien, y en ocasiones sus opiniones eran asombrosamente honestas—. Esta vez no sé qué pensar.
—¡Santo cielo! —dijo Coniston, meneando la cabeza—. En este caso, la única cuestión es hasta dónde será capaz de llevar el maldito asunto del opio. Lambourn quizá se apartara del buen camino en su vida privada, pero era un hombre decente y honrado. No saque a relucir sus errores personales delante del mundo. Sus hijas no lo merecen, aunque usted crea que él sí.
Rathbone correspondió a su sonrisa.
—¿Alguna duda? —preguntó irónicamente.
—Habrá que despejarlas —contestó Coniston—. Las suyas, quiero decir.
—¿En serio?
Rathbone se encogió de hombros mostrando una confianza que no sentía, y se dirigieron a la sala.
Veinte minutos más tarde Coniston se levantó para interrogar a su primer testigo del día, la cuñada de Dinah, Amity Herne.
Rathbone la observó mientras sostenía delicadamente la falda con una mano para no tropezar al subir al estrado, donde ocupó su lugar de cara al tribunal.
A Rathbone le habría gustado volverse hacia Dinah para ver su expresión, pero no deseaba atraer la atención del jurado hacia ella, cuando todos sus miembros estaban observando con tanto detenimiento a Amity Herne. Le costaba imaginar lo doloroso que debía ser ver a tu propia familia testificando en tu contra. ¿Acaso la culpaban de la muerte de Lambourn? ¿De la infelicidad que en su opinión había desembocado en su suicidio? Quizá no tardaría en saberlo. Se dio cuenta de que tenía los puños apretados en el regazo, debajo de la mesa, donde nadie podía verlos, y de que ya le dolían los músculos, pese a que apenas había comenzado la sesión de la mañana.
Amity Herne dijo su nombre y juró decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Corroboró que era la hermana del difunto marido de la acusada, Joel Lambourn.
—Ruego acepte mi más sentido pésame por el reciente fallecimiento de su hermano, señora Herne —comenzó Coniston—. Y mis disculpas por verme obligado a hacer público un asunto que sin duda será doloroso para usted tras la tragedia que ha sufrido su familia.
—Gracias —dijo Amity gentilmente. Era una mujer atractiva aunque no bella, y ahora se mostraba demasiado indiferente para el gusto de Rathbone. Quizás en tales circunstancias una cierta frialdad fuese la única defensa que tuviera para mantener la compostura, dado que le era negada toda intimidad. Había algo en la dignidad con que aguardaba a que Coniston abriera sus heridas que le recordó a Margaret. Debería haberla admirado más. ¿En qué medida alteraba su desilusión la opinión que le merecían los demás?
Seguro que Coniston, con su desenvoltura e incluso deferencia, era consciente de que el jurado no vería con buenos ojos a quien tratara con innecesaria rudeza a Amity Herne. Comenzaría con delicadeza, estableciendo una pauta que Rathbone no tendría más remedio que seguir.
—Señora Herne —comenzó—, ¿estaba enterada de la naturaleza del trabajo que su hermano, el doctor Lambourn, estaba haciendo para el gobierno?
Rathbone se enderezó en el asiento. ¿Acaso Coniston iba a sacar a relucir aquel tema?
—Solo muy vagamente —contestó Amity con calma, en voz baja pero muy clara—. Se trataba de una investigación de carácter médico. Eso fue cuanto me dijo.
—¿Confidencial? —preguntó Coniston.
—Me imagino que sí —respondió Amity. Mantenía la mirada fija en él, sin permitirse desviarla hacia la galería y sin levantarla una sola vez hacia el banquillo donde Dinah estaba sentada entre sus celadoras.
»Aunque por otra parte no le pedí más detalles —prosiguió—. Sé que le preocupaba. Se lo tomaba muy en serio, y a mí me inquietaba que estuviera dejándose implicar demasiado.
Rathbone se puso de pie.
—Su señoría, la señora Herne acaba de decir que apenas sabía en qué consistía el trabajo del doctor Lambourn. ¿Cómo puede opinar si su implicación era excesiva?
Le habría gustado argüir que además no guardaba relación con la muerte de Zenia Gadney, pero tenía intención de introducir la misma cuestión más adelante, y aquello le servía en bandeja la oportunidad de hacerlo.
Coniston sonrió.
—Si afectaba el estado de ánimo del doctor Lambourn, señoría, es evidente que afectaría al estado de ánimo de la acusada.
—¡Su señoría! —Rathbone seguía de pie—. ¿Cómo podía afectar la preocupación del doctor Lambourn por su trabajo al estado de ánimo de la acusada dos meses después de su muerte? ¿Acaso mi distinguido colega sugiere que se dio alguna clase de demencia contagiosa?
Se oyó un rumor de risas nerviosas en la galería. Un miembro del jurado estornudó y se tapó la cara con un pañuelo, disimulando su expresión.
—Permitiré este tipo de preguntas —dijo Pendock, carraspeando—, a condición de que demuestre su relevancia sin demora, señor Coniston.
No miró a Rathbone.
—Gracias, señoría —dijo Coniston, y se volvió de nuevo hacia Amity Herne—. Señora Herne, ¿el doctor Lambourn estaba más implicado en su tarea, fuera la que fuese, de lo que era habitual en él?
—Sí —dijo Amity con decisión, reflejando pesadumbre—. Estaba completamente absorto en ella.
—¿Qué quiere decir con eso, señora Herne? ¿Qué hay de inusual en que un médico se consagre a su trabajo?
Coniston seguía conduciéndose con suma cortesía.
—Cuando el gobierno no aceptó sus conclusiones se quedó consternado. A veces se ponía casi histérico. Creo… —Se la veía muy incómoda. Agarraba la barandilla que tenía delante y tragó saliva, como para contener el llanto—. Creo que por eso se quitó la vida. Ojalá hubiese sido más consciente de la gravedad de su situación. ¡Tal vez podría haber dicho o hecho algo! No me di cuenta de que todo lo que más valoraba en su vida se estaba desintegrando delante de sus propios ojos. O de que él así lo creía.
Coniston permaneció totalmente inmóvil en medio de la sala con un porte elegante, incluso amable.
—¿Desintegrando, señora Herne? ¿No es un poco exagerado? ¿Por más que el gobierno no aceptara su punto de vista en… lo que fuera?
—Por eso y por…
Bajó tanto la voz que resultaba difícil oírla. En la sala nadie se movía. El público de la galería estaba petrificado.
Coniston aguardó.
—Por eso y por su vida personal —terminó de decir Amity en poco más que un susurro.
Pendock se inclinó un poco hacia delante.
—Señora Herne, me consta que esto debe ser terriblemente difícil para usted, pero tengo que pedirle que hable un poco más alto, de modo que el jurado pueda oírla.
—Lo siento —dijo contrita—. Me resulta… muy embarazoso mencionar esto en público. Joel era un hombre muy sosegado, muy reservado. No sé cómo explicar esto con delicadeza.
Miraba fijamente a Coniston, ni una sola vez desvió la mirada hacia Rathbone. Actuaba como si no fuese consciente de que él estaba presente y la interrogaría a continuación. De hecho parecía que excluyera deliberadamente al resto del tribunal.
—¿Su vida personal? —le apuntó Coniston—. Era su hermano, señora Herne. Si le hizo alguna confidencia, aunque fuese indirectamente, debe contársela al tribunal. Lamento tener que obligarla a hacerlo, pero estamos juzgando un caso de homicidio. Una mujer ha perdido la vida de una manera espantosa, y otra está acusada de su asesinato y, si es declarada culpable, sin duda también perderá la suya. No podemos permitirnos el lujo de ser delicados a expensas de la verdad.
Con un esfuerzo inmenso, Amity Herne levantó la cabeza.
—Me dio a entender que tenía necesidades que su esposa no estaba dispuesta a satisfacer, y que por esa razón visitaba a otra mujer. —Lo dijo con absoluta claridad, como si se estuviera acuchillando a sí misma—. La presión de vivir a la altura de la visión que su esposa tenía de él como el hombre perfecto estaba comenzando a resultarle insoportable. —Se mordió el labio—. Ojalá no me hubiera hecho decir esto, pero es la verdad. Habría que haber dejado que muriera con él.
Ya no pudo impedir que se le saltaran las lágrimas.
—Ojalá hubiese sido posible —dijo Coniston contrito—. Esta otra mujer a la que ha aludido, ¿sabe quién era? ¿Mencionó su nombre o algo sobre ella? ¿Por ejemplo, dónde vivía?
—Me dijo que se llamaba Zenia. No dijo dónde vivía, al menos no a mí.
La insinuación de que tal vez se lo hubiese dicho a otra persona quedó flotando sutilmente en el aire.
—¿Zenia? —repitió Coniston—. ¿Está segura?
Amity estaba muy rígida.
—Sí. No he conocido a nadie más con ese nombre.
—¿Y su esposa, Dinah Lambourn, estaba al corriente de este… acuerdo? —preguntó Coniston.
—Joel me confesó que estaba enterada —contestó Amity.
—¿Cómo se enteró?
—No lo sé. Joel no me lo dijo.
—¿Le dijo cuándo se enteró?
—No.
—Gracias, señora Herne. Permítame reiterar que lamento haber tenido que sacar a colación este tema tan penoso, pero las circunstancias no me dejaban elección. —Se volvió hacia Rathbone—. Su testigo, sir Oliver.
Rathbone le dio las gracias, se puso de pie lentamente y se aproximó al estrado. Notaba que tenía los ojos del jurado puestos en él, recelosos, prontos a culparlo si demostraba la más mínima falta de sensibilidad con ella. Estaban predispuestos contra él porque representaba a una mujer acusada de un crimen brutal. Y ahora, por añadidura, iba a hacer preguntas crueles y mordaces que aumentarían la aflicción y la lógica vergüenza de aquella mujer inocente.
—Ya ha padecido más de lo necesario, señora Herne —comenzó con amabilidad—. Seré tan breve como pueda. Su sinceridad en lo concerniente a los gustos de su hermano es digna de encomio. Sin duda le habrá resultado difícil. ¿Usted y su hermano estaban muy unidos?
Rathbone ya sabía la respuesta porque se la había referido Monk.
Amity pestañeó. En ese instante Rathbone tuvo claro que se estaba planteando si mentir, pero, cuando se miraron a los ojos, decidió no hacerlo.
—No mucho, hasta hace poco —reconoció—. Mi marido y yo vivíamos bastante lejos. Visitarnos era complicado. Pero siempre estuvimos en contacto. Joel y yo solo nos teníamos el uno al otro. Nuestros padres hace mucho tiempo que fallecieron.
Su rostro transmitía soledad, y su voz, tristeza. Era la testigo perfecta para Coniston.
Rathbone cambió de táctica. Tenía muy poco que ganar.
—¿Fue en esa época cuando empezó a conocer mejor a su cuñada?
Amity volvió a vacilar.
Rathbone notó que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Había hecho bien al preguntarle aquello? Si Amity decía que sí, tendría que defenderla o hacer patente que la traicionaba. Si decía que no, tendría que dar un motivo. Rathbone se había equivocado.
—Lo intenté —dijo Amity con aire de culpabilidad, ruborizándose ligeramente—. Creo que si las cosas hubiesen sido distintas, habríamos llegado a estar más unidas. Pero la consumía la aflicción por la muerte de Joel, como si se culpara a sí misma…
Dejó la frase sin terminar, deliberadamente.
En la galería se movieron varias personas. Se oyeron suspiros y el frufrú de algunos vestidos.
—¿Usted la culpó? —preguntó Rathbone sin rodeos.
—No… claro que no —dijo Amity, mostrándose desconcertada.
—¿No fue culpa de ella que el trabajo del doctor Lambourn fuese rechazado?
Coniston hizo ademán de ir a levantarse.
Rathbone se volvió hacia él y lo miró enarcando las cejas.
Coniston se serenó.
—¿Señora Herne? —dijo Rathbone.
—¿Cómo iba a serlo? —contestó Amity—. Es imposible.
—¿Debería haber accedido a las necesidades de su marido? ¿Esas por las que iba a ver a la mujer llamada Zenia? —sugirió Rathbone.
—Yo… Yo…
Por fin se quedó sin saber qué decir. No miró a Coniston en busca de ayuda, sino que bajó la vista con modestia.
Coniston se levantó.
—Su señoría, la pregunta de mi distinguido colega es embarazosa e innecesaria. ¿Cómo iba a saber la señora Herne…?
Rathbone hizo callar a Coniston con un cortés ademán.
—De acuerdo, señora Herne. Su silencio es respuesta suficiente. Gracias. No tengo más preguntas.
A continuación Coniston llamó a Barclay Herne y le pidió que resumiera el encargo que el gobierno había hecho a Lambourn para que redactara un informe confidencial sobre el uso y la venta de ciertos medicamentos. Herne agregó el hecho aceptado de que, para su mayor pesar, Lambourn se había implicado demasiado apasionadamente en el tema, llegando a deformar sus opiniones hasta tal punto que el gobierno no había podido aceptar su trabajo.
—¿Cómo reaccionó el doctor Lambourn cuando ustedes rechazaron su informe, señor Herne? —preguntó Coniston con gravedad.
Herne se permitió adoptar una expresión de pesadumbre.
—Me temo que lo encajó muy mal —contestó, en voz baja y levemente ronca—. Lo consideró una especie de ofensa personal. Me preocupó su equilibrio mental. Lamento profundamente no haber puesto más cuidado, quizá convencerlo de que visitara a un colega, pero… Lo cierto es que no pensé que le afectara de una manera tan… Francamente, de una manera tan desproporcionada.
Parecía desdichado, públicamente obligado a sacar a la luz la tragedia de su familia.
A Rathbone le sorprendió sentir un asomo de compasión por él. Se volvió con tanta discreción como pudo para ver si su esposa se había quedado en la galería, ahora que ya había declarado. La vio al cabo de un momento, cuando un hombre muy corpulento se inclinó hacia delante. Amity Herne estaba sentada justo detrás de él, y en el asiento contiguo tenía a Sinden Bawtry, que tenía la cabeza ladeada como si le estuviera diciendo algo.
Acto seguido el hombre de la fila anterior se irguió de nuevo, y Rathbone devolvió su atención al estrado de los testigos.
—Un tiempo después me pregunté si se habría permitido consumir más opio del que suponíamos entonces —dijo Herne, en respuesta a la siguiente pregunta—. Lamento tener que decirlo. Me siento culpable por no haberme tomado más en serio su crisis nerviosa.
—Gracias, señor Herne. —Una vez más, Coniston hizo una reverencia a Rathbone—. Su testigo, sir Oliver.
Rathbone le dio las gracias y ocupó su lugar en medio de la sala, como un gladiador en la arena.
—Ha mencionado usted el opio, señor Herne. ¿Estaba enterado de que el doctor Lambourn lo consumía?
—¡No hasta después de su muerte! —respondió Herne enseguida.
—Pero acaba de decir que se sentía culpable por no haberse dado cuenta de que estaba tomando demasiado. ¿Cómo cabe explicarlo si usted no sabía que lo estaba consumiendo?
—Quería decir que quizá tendría que haberme dado cuenta —se corrigió Herne.
—¿Es posible que tomara más del que él mismo supiera? —sugirió Rathbone.
Herne se quedó perplejo.
—No entiendo a qué se refiere.
—¿Acaso su investigación sobre el opio no se centraba en la disponibilidad de medicamentos patentados, adquiribles en cualquier calle comercial del país, pero sin el etiquetado que permitiera saber al comprador…?
Coniston se puso de pie de un salto.
—Su señoría, el trabajo del doctor Lambourn era confidencial. Este no es el lugar apropiado para debatir lo que todavía no se ha demostrado en cuanto a su exactitud.
—Sí, su objeción ha lugar, señor Coniston. —Pendock se volvió hacia Rathbone—. Esta clase de pregunta es irrelevante, sir Oliver. No puede relacionarla con el asesinato de Zenia Gadney. ¿Está dando a entender que la señora Lambourn estaba afectada de un modo u otro por el consumo de opio incorrectamente etiquetado, hasta el punto de no ser responsable de sus actos?
—No, señoría, pero mi distinguido colega ha sacado a colación la cuestión del consumo de opio…
—Sí —interrumpió Pendock—. Señor Coniston, sir Oliver no ha objetado a su alusión, pero yo sí lo hago. No guarda relación alguna con el asesinato de Zenia Gadney. Le ruego se limite a ese tema. Está haciendo perder el tiempo y la paciencia al tribunal, y corre el riesgo de confundir al jurado. Prosiga, sir Oliver, si tiene algo más que preguntar al testigo que tenga que ver con lo que se está juzgando.
Rathbone se quedó en medio de la sala y levantó la vista hacia Pendock, sentado en su magnífico asiento. Su peluca blanca y la toga escarlata lo señalaban como un hombre diferente de los demás, un hombre con un poder superior. Vio en el semblante de Pendock que se mantendría inflexible sobre el tema. Fue un extraño y espeluznante momento de comprensión. Pendock no era imparcial; tenía su propia postura, quizás incluso órdenes.
—No tengo más preguntas, señoría —contestó Rathbone. Se volvió para regresar a su asiento. Fue en ese instante, de cara a la galería, cuando vio que Sinden Bawtry miraba fijamente a Pendock entre las cabezas del público sentado delante de él.
Al final del día Rathbone fue a la prisión a ver a Dinah. Siendo su abogado, tenía derecho a hablar con ella a solas. En cuanto la puerta de la celda se cerró con gran estrépito, aislándolos en el reducido espacio con sus resonantes muros de piedra y su aire viciado, comenzó. El tiempo era escaso y muy valioso.
—¿Cuándo descubrió lo de su marido y Zenia Gadney? —preguntó—. Está luchando por su vida. Más le vale no mentirme. Créame, no se lo puede permitir.
Dinah estaba muy pálida, tenía los ojos hundidos, todo el cuerpo tenso, pero no transmitía el menor titubeo. Rathbone no podía imaginar el esfuerzo que le costaba.
—No lo recuerdo con exactitud. Hace unos quince años —contestó Dinah.
—¿Y es verdad lo que ha dicho su cuñada? ¿Deseaba ciertas cosas que usted no estaba dispuesta a darle?
Una chispa de ira le encendió la mirada.
—¡No! Joel era… amable… perfectamente normal. Jamás le habría dicho algo semejante a su hermana. Nadie habla de esas cosas, ¡ni siquiera cuando son verdad!
Rathbone la miró con detenimiento. Estaba enojada, a la defensiva. Pero ¿defendía a Joel o a sí misma? ¿Lo negaba con tal rotundidad porque era mentira o porque era horrible y dolorosamente cierto? Deseaba creerla.
—En tal caso, ¿por qué fue a verla durante tantos años, dándole dinero? —preguntó. Todo podía depender de lo que respondiera.
Dinah pestañeó, pero no bajó los ojos.
—Era amiga suya. Antes… fue una mujer respetable, casada. Tuvo un accidente y sufrió mucho. Se enganchó al opio. Ella… —Dinah inspiró profundamente y comenzó de nuevo—. Su marido era amigo de Joel. Cuando Zenia empezó a hacer la calle, Joel la ayudó económicamente. No se lo contó a Amity porque entonces ella vivía en otra parte y, además, no era asunto suyo. De todos modos, Amity y Joel nunca estuvieron unidos, ni siquiera de pequeños. Él era siete años mayor que ella y tenían muy poco en común. Él siempre fue muy estudioso, ella no. —Meneó un poco la cabeza en un ademán negativo—. Además, ¿por qué iba a contarle algo así? Era médico. Le hacían confidencias. Si me lo contó a mí fue solo para explicarme por qué iba a Limehouse y por qué le daba dinero para su sustento.
Rathbone casi la creyó. Había algo en la tensión de su cuello, en el modo en que sus ojos nunca se apartaban de los suyos, que le hicieron temer que aquello fuese solo una parte de la verdad y que Dinah estuviera dejando al margen algo de vital importancia.
Sin embargo, Hester le había dicho que Gladys le contó que Zenia estuvo casada pero que la bebida acabó con su matrimonio. Si el problema había sido el opio, ¿por qué no lo había dicho? ¿O se debía a algo tan simple como que Gladys supuso que fue la bebida, al ver que Zenia se compadecía de la mujer a la que encontró borracha en la calle?
Casi todo encajaba a la perfección.
—Señora Lambourn —dijo Rathbone muy serio—, ya no le queda tiempo para guardar secretos, por más dolorosos que sean. Está luchando por su vida y, créame, el hecho de ser mujer no la salvará. Si es hallada culpable, tres domingos después de que se emita el veredicto la conducirán a la horca.
Dinah estaba tan pálida que Rathbone temió que fuera a desmayarse. Se sentía cruel, pero Dinah no le dejaba otra alternativa si quería tener alguna posibilidad de salvarla.
—¡Por el amor de Dios, dígame la verdad! —dijo desesperado.
—¡Esta es la verdad! —respondió Dinah con una voz tan ahogada que Rathbone apenas la oyó—. Joel le llevaba dinero cada mes para que pudiera sobrevivir sin recurrir a la prostitución.
—¿Puede demostrarlo? ¿Aunque solo sea en parte? —inquirió Rathbone.
—Por supuesto que no. ¿Cómo podría hacerlo?
—¿Usted sabía que el dinero salía regularmente?
Rathbone se estaba agarrando a un clavo ardiendo.
Dinah abrió un poco los ojos.
—Sí. Los pagos eran el veintiuno de cada mes. Estaban anotados en el libro de contabilidad de la casa.
—¿En concepto de qué?
—Con sus iniciales: ZG. Joel no me mentía, sir Oliver.
Rathbone fue consciente de que aquello era lo que ella creía. Ahora bien, ¿cómo iba a soportar creer otra cosa? ¿Qué mujer que se hallara en su lugar lo haría?
—Por desgracia, no hay ninguna prueba al respecto que podamos mostrar al tribunal —dijo Rathbone en voz baja—. El hecho de que le dijera que era un acto de amistad no demuestra que solo fuese eso. ¿Qué fue del marido de Zenia? ¿Por qué no la mantenía él?
—Falleció —contestó Dinah, simple e irrevocablemente.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo sé.
Esta vez Rathbone estuvo seguro de que mentía, solo que no comprendía por qué. Cambió de tema.
—¿Por qué le dijo a la policía que estuvo en una soirée con la señora Moulton cuando le constaba que no podría sustentarlo? No fue solo una mentira, fue una mentira que estaba destinada a ser descubierta.
Dinah bajó la vista hacia sus manos.
—Lo sé.
—¿Le entró el pánico? —preguntó Rathbone, más amable.
—No —susurró ella.
—¿Qué demonios esperaba conseguir hablando con Zenia? —insistió Rathbone—. ¿Qué pensaba que le diría acerca de su marido? ¿Creía que había entregado documentos de su informe a Zenia? ¿Acaso ella sabía cosas sobre el opio que habrían validado sus conclusiones?
Dinah volvió a mirarlo a la cara.
—Yo no fui a Copenhagen Place. No sé quién era esa mujer. Está claro que intentó hacerse pasar por mí. Dudo que tenga sentido traer al tendero y a las demás personas para que testifiquen, pues dirán lo que todo el mundo espera que digan, y lo que crean ahora pasará a ser la verdad. Pero yo no estuve allí. Lo sé tan bien como que ahora estoy sentada aquí.
Respiró profunda y entrecortadamente.
—Y jamás creeré que Joel se quitara la vida. Él sabía que su informe era correcto y estaba decidido a defenderlo. No tiene ni idea de la maldad y la desvergüenza que hay detrás del comercio del opio, sir Oliver, ni de qué personas están implicadas en él. —Ahora le temblaba la voz—. Joel lloraba por lo que habíamos hecho en China. Es muy duro admitir que tu propio país haya cometido atrocidades. Muchas personas son incapaces de hacerlo. Seguirán inventando nuevas mentiras para encubrir la primera.
La mirada de sus ojos era extraña, casi desafiante.
De pronto Rathbone vislumbró con absoluta claridad una nueva verdad que le empapó el cuerpo en sudor y le hizo un nudo en la garganta. Dinah había mentido adrede cuando dijo haber estado con Helena Moulton, sabiendo que sería descubierta y que Monk no tendría más remedio que acusarla del asesinato de Zenia y que, por consiguiente, sería juzgada. Había querido que sucediera así. Si pidió a Monk que fuese Rathbone quien la defendiera, fue porque creía que él haría pública la verdad sobre el asesinato de Joel y limpiaría su nombre. Quizás incluso otro médico retomaría su trabajo. Tal era la profundidad de su amor y de su fe en él.
Por ridículo que pudiera parecer, Rathbone se encontró con que tenía la boca seca, y tuvo que tragar saliva para poder hablar. Lo hizo sin mirarla, pestañeando deprisa para contener las lágrimas.
—Haré todo lo que pueda.
Mantendría aquella promesa, pero no sabía si bastaría para salvarla, y mucho menos para restituirle la reputación a Joel Lambourn. Seguro que igual que él mismo, Dinah se había dado cuenta de que Pendock estaba en contra de ellos. Y, sin embargo, no se daba por vencida.
¡Qué diferente era de Margaret! Qué valiente, insensata y leal. Bella, y un poco imponente. ¿Cómo había sido Joel Lambourn para ser digno de semejante mujer?
Se levantó muy despacio.
—La veré mañana —dijo con la voz casi quebrada—. Sé de un lugar donde puedo intentar conseguir ayuda.