Capítulo 13

Mientras el juicio de Dinah Lambourn comenzaba, Hester emprendió su propia investigación. Con cada nuevo dato que encontraba se iba implicando más en el asunto de la venta de opio. Dado que casi toda su experiencia como enfermera había sido en hospitales de campaña, atendiendo a soldados que sufrían heridas atroces o las fiebres y la disentería propias de la guerra, solo estaba familiarizada con sus ventajas para aliviar el dolor.

En su último trabajo en la clínica de Portpool Lane, sus pacientes eran mayormente prostitutas. Algunas tan jóvenes que solo contaban doce o trece años de edad. Hasta su conversación con el doctor Winfarthing no se había enterado de los estragos que hacían entre los niños pequeños los remedios que contenían opio.

No obstante, en lo que a Dinah Lambourn atañía, ahora no había tiempo para justificar el informe de Lambourn ante el gobierno. Lo primordial era descubrir quién había matado a Zenia Gadney. Para ello, el primer paso consistiría en averiguar más cosas acerca de ella, al margen de la vida que había llevado en Copenhagen Place.

Casi todas las mujeres que acudían a la clínica de Portpool Lane vivían a dos o tres kilómetros a la redonda de la propia clínica, pero algunas que padecían enfermedades crónicas acudían desde barrios más alejados. Por lo general, Hester apenas podía hacer nada por ellas, pero cualquier cosa que aliviara sus síntomas era una ayuda. Se disponía a buscar a una en concreto, a quien había hecho compañía noches enteras, cuidándola durante su pulmonía hasta que se recuperó lo suficiente para volver a las calles, donde no tardaría en sufrir una recaída. Ocurriría probablemente aquel invierno, cuando el hambre, las inclemencias del tiempo y el agotamiento quizás acabaran con su vida.

Gladys Middleton tenía casi cuarenta años, y la habían comprado y vendido desde los doce. Aun así, seguía siendo sorprendentemente guapa. Su abundante mata de pelo no presentaba ni una sola cana. Su piel estaba perdiendo tersura, pero no tenía imperfecciones, al menos a la luz de una vela. Su última enfermedad le había hecho perder peso, pero, con su edad, esa pérdida resultaba favorecedora. Aún tenía curvas generosas y caminaba con inusual elegancia.

Hester tardó casi todo el día en averiguar dónde vivía Gladys. Incluso una vez descubierta la casa de inquilinato correcta, tuvo que aguardar, permaneciendo de pie en un umbral con tanta discreción como pudo, hasta que Gladys regresó de la taberna de la esquina.

Hester la siguió a casi cincuenta metros de distancia hasta que Gladys entró en la casa, y luego irrumpió detrás de ella. Se equivocó de puerta un par de veces, teniendo que disculparse, antes de llamar a la habitación de Gladys.

Gladys abrió con cautela. Era demasiado temprano para su clientela. En la calle aún era de día, y un cliente potencial podía tropezarse fácilmente con algún conocido. Su presencia en el barrio podría ser difícil de explicar.

—Hola, Gladys —dijo Hester, sonriendo enseguida. Carecía de sentido fingir que había ido por alguna razón que no fuese pedirle un favor. Gladys conocía la ley de la supervivencia y no le gustaría que le mintieran con condescendencia, por más agradable que pudiera resultar para su vanidad.

Hester le mostró una botella del tónico cordial que sabía que era su favorito.

Gladys la miró primero con placer y acto seguido con recelo.

—No voy a decir que no esté agradecida ni que no me alegre de verla, pero ¿qué es lo que quiere? —preguntó un tanto escéptica.

—Para empezar, no quedarme en el umbral —contestó Hester, todavía sonriente.

Gladys retrocedió a regañadientes.

Hester la siguió. La habitación estaba más limpia de lo que había esperado. No había indicios del comercio de Gladys, solo un ligero olor a sudor y a comida reciente.

—Gracias.

Hester se sentó en el borde de una silla. Mantuvo la botella de cordial en la mano. Debía quedar claro que se trataba de un trato, no de un regalo.

Gladys se sentó frente a ella, también en el borde de la silla, con cierta inquietud.

—¿Qué quiere, pues? —repitió.

—Información.

—No sé nada.

La respuesta fue instintiva e inmediata.

—Tonterías —dijo Hester con tono de eficiencia—. Las mujeres que no saben nada no sobreviven mucho tiempo. No me mientas y yo no te mentiré.

Gladys se encogió de hombros, admitiendo al menos un grado de derrota.

—¿Qué quiere saber?

—¿Conocías a Zenia Gadney? —preguntó Hester.

El color abandonó el semblante de Gladys, dejándolo ceniciento.

—¡Dios! No sé nada sobre eso, ¡lo juro!

—Estoy segura de que no sabes nada sobre el asesinato —la tranquilizó Hester, diciéndole algo cercano a la verdad—. Lo que quiero saber es cómo era.

—¿Qué quiere decir con «cómo era»? —dijo Gladys, parpadeando confusa.

¿Estaba ganando tiempo o realmente no lo entendía? Hester acarició la botella de cordial.

—Esto es bastante bueno para tu salud —comentó.

—Ya, pero no me va a curar de un tajo en la garganta —repuso Gladys con voz ronca—. Y tampoco si me arrancan las tripas y me las enrollan a la cintura, ¿verdad?

—¿Por qué iba nadie a hacerte algo así? —Hester enarcó las cejas—. Además, no le rajaron el cuello. Le dieron un golpe en la nuca. Seguramente, no se enteró de lo que vino luego. Tú no tenías una aventura con el doctor Lambourn, ¿verdad?

Gladys se quedó perpleja.

—¡Claro que no! Él no era así. Lo único que quería saber era si era fácil comprar opio, y si sabía lo que había en lo que tomaba para dormir o cuando me dolía la barriga.

—¿Y lo sabías? —Hester procuró no demostrar demasiado interés. No podía permitirse que Gladys percibiera su vulnerabilidad—. ¿Sabías lo que contenía o qué cantidad tomar? ¿O cuánto tenías que esperar antes de tomarlo otra vez?

—Sé que da resultado, no necesito saber nada más —replicó Gladys.

—¿Fue eso lo que te preguntó?

—No me lo preguntó a mí, preguntaba a las que tienen chiquillos. Yo solo estaba allí.

—¿Conocías a Zenia Gadney? —dijo Hester, volviendo a su primera pregunta.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Cómo era?

—Eso ya lo ha dicho. ¿Qué es lo que quiere saber? —Gladys negó con la cabeza—. Era mayor que yo, tranquila, no especialmente bella pero limpia. Todo depende de lo que te guste, ¿no? Hay tipos que las prefieren corrientes pero dispuestas a hacer cualquier cosa, no sé si me entiende. Como con sus esposas, pero más fácil.

—Sí, claro que lo entiendo. ¿Zenia era así? Por lo que dices, no se parece en absoluto a la señora Lambourn.

—¿Y cómo es ella, pues? —preguntó Gladys con curiosidad.

Hester recordó lo que Monk le había dicho y el efecto que por lo visto había causado en él.

—Guapa, muy atractiva —contestó—. Alta y morena, con unos ojos preciosos.

Gladys negó con la cabeza, completamente desconcertada.

—Bueno, Zenia no era así para nada. Era sosa como un ratón, toda gris y callada. De hecho era una pesada, pero buena persona, no sé si me explico. Nunca hablaba mal de nadie. No perdía los estribos ni decía mentiras. Y tampoco robaba.

Hester también se quedó perpleja.

—¿Cómo llegaste a conocerla?

Gladys puso los ojos en blanco ante la estupidez de Hester.

—Supe de ella porque tenía lo que todas queremos, ¿no? Un auténtico caballero que solo necesita verte una vez al mes, que te trata como si fueras una dama y que paga todas las facturas. Si eso me pasara a mí, creo que me moriría y me iría derechita al cielo. Lo que me gustaría saber es cómo lo consiguió. No fue porque supiera cómo hacer reír a un hombre o conseguir que se sintiera el tipo más interesante o apuesto que hubiera conocido en su vida.

—¿Crees que el doctor Lambourn la amaba? —preguntó Hester—. ¿Zenia era especialmente cariñosa o amable?

Gladys se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Supongo que estaría dispuesta a hacer cosas raras. No se me ocurre nada más. Y eso que parecía el hombre más franco y decente del mundo. Vivir para ver. Nunca se sabe qué hay detrás de una cara normal y corriente.

Hester ya había pensado en aquella posibilidad aunque resultara tan desagradable. No conocía a Dinah Lambourn. ¿Por qué le preocupaba tanto que pudiera haber amado tan profundamente a un hombre de gustos anormales? Tal vez se debiera a lo que imaginaba que sentiría si descubriera una conducta semejante en Monk. No lo soportaría. La mera posibilidad destruiría cuanto era más íntimo y valioso para ella.

De ser así, ¿querría matar a la mujer que había satisfecho sus apetitos, tal como Dinah Lambourn estaba acusada de haber hecho? Tal vez. No con tanta violencia ni brutalidad, pero ¿matarla? Le resultó extraño y perturbador ser capaz de contemplar la idea del asesinato.

Ahora todo presentaba otro aspecto; triste, feo e inconcebiblemente doloroso.

—¿Crees que Zenia lo amaba? —preguntó a Gladys.

¡Semejante pregunta ni siquiera tendría sentido para aquella mujer! Gladys solo vivía, trabajaba y pensaba para sobrevivir. El amor era un lujo que seguramente nunca se podría permitir. Tal vez ni siquiera se había permitido soñar con él. Con cien disfraces distintos, lo mismo debía de ser aplicable a millones de mujeres de toda clase y condición, tanto a criadas como a amas de casa respetables, incluso a las que ostentaban una elevada posición social. Ni Hester ni Gladys tenían hijos, pero Hester tenía amor. De eso estaba absolutamente segura.

Ahora bien, muchas mujeres creían vivir con amor. Tal vez Dinah Lambourn se contara entre ellas.

Miró a Gladys otra vez. Estaba sentada con la frente arrugada y su rostro reflejaba una profunda concentración.

Hester aguardó.

Finalmente, Gladys levantó la vista.

—A lo mejor. En realidad no importa —dijo lentamente—. Fue terrible lo que le pasó. Me trae sin cuidado lo que hiciera, no estuvo bien.

Hester no supo qué decir.

—¿Acaso hizo algo malo? —preguntó. Le dio miedo que Gladys volviera a refugiarse en el silencio, pues cada vez tenía más claro que sabía más cosas de las que le había contado.

—Pues sí. —Gladys se mordió el labio—. Era bastante reservada, a veces un poco afectada, como si fuese mejor que el resto de nosotras, pero era amable, a su manera. Se comportaba como si acabara de bajar al mundo, aunque yo pensaba que a lo mejor era cierto. Una vez me contó algo. Tillie Biggs estaba borracha como una cuba. Estaba tirada en la alcantarilla como si fuese el único sitio que le quedaba. Vamos, que no podía caer más bajo. Y Zenia fue la única que se molestó en recogerla. Las demás decíamos que la muy burra se lo había buscado, pero Zenia se cuadró. Dijo que todas nos buscábamos nuestra desgracia, pero que eso no significaba que no necesitáramos ayuda.

—¿Y qué hizo?

Hester notó que se le tensaba la garganta, anunciando el principio de una emoción que no podría controlar.

Gladys hizo una mueca de tristeza.

—La levantó del suelo y la llevó a rastras hasta un portal de un callejón donde estaría seca y nadie tropezaría con ella. La dejó allí apoyada y se fue. No se podía hacer otra cosa. Ella lo sabía muy bien.

Se calló, decidiendo si seguir hablando.

Hester no supo si alentarla o no. Tomó aire para ir a decir algo, pero cambió de opinión.

—Me da que ella misma se había visto en la cuneta más de una vez —dijo Gladys en voz baja—. Una vez me contó que había estado casada. Quizás él la dejó por culpa de la bebida. O lo abandonó ella. No lo sé. —Sacudió la cabeza—. Pero no era una de nosotras, no era de por aquí.

—¿Sabes de dónde procedía? —preguntó Hester con delicadeza. La respuesta de Gladys había dado una nueva dimensión al asunto que no era de su agrado. Zenia se estaba volviendo demasiado real: una mujer capaz de soñar, de ser amable y de sufrir.

—Nunca lo dijo. —Gladys se obligó a regresar al presente—. Era un poco rara. Le gustaban las flores. Quiero decir que sabía cómo cultivarlas, qué clase de tierra les gustaba, ese tipo de cosas. Lo sé porque a veces me hablaba de ello. En qué mes florecían y todo eso. Por aquí no hay flores. A veces se iba al embarcadero y se quedaba mirando al otro lado del río, como si hubiese vivido en la orilla sur. —Se encogió de hombros—. Aunque a lo mejor solo lo hacía para estar a solas. Pensar un rato. Soñar con coger un barco y largarse a otra parte. A veces yo también lo hago.

Una vez más, Hester aguardó antes de romper el momento.

Gladys levantó la vista hacia ella y sonrió con timidez.

—Qué boba, ¿verdad?

—No —respondió Hester—. Todos necesitamos soñar con algo, de vez en cuando. ¿Quién más la conocía? ¿Cómo era el doctor Lambourn? ¿Alguna vez te habló de él?

—No. Aunque supongo que sabía que más le valía guardárselo para ella, por decirlo así. No compartía nada. No éramos lo bastante buenas.

—¿Por los celos? —dijo Hester enseguida.

—¡Claro que estábamos celosas, pero, por Dios, no le haríamos eso a nadie! ¿Quién demonios piensa que somos?

Gladys estaba indignada, incluso dolida.

—No me refería a eso —aclaró Hester. En realidad no sabía que más preguntar. A lo largo de la charla con Gladys había comenzado a creer que tal vez Dinah Lambourn había perdido el juicio temporalmente y que quizá fuese ella, después de todo, quien había destripado a Zenia Gadney. ¿Acaso era concebible que una mujer normal se sintiera lo bastante traicionada para dar rienda suelta al lado más oscuro y sanguinario de su naturaleza? ¿Tan profundas eran sus heridas y su odio para hacerle perder la cordura?

Ya no parecía inconcebible.

—El tendero dijo que la señora Lambourn fue a Limehouse en busca de opio —dijo, cambiando de tema—. El doctor Lambourn también, ¿no? Haciendo preguntas, quiero decir.

—Eso me han dicho. A mí nunca me preguntó, pero ¿qué iba a saber yo?

—¿Lo conociste?

—Sí, lo vi un par de veces. Ya le he dicho que hacía toda clase de preguntas a la gente.

—¿Sobre el opio?

—Sí. Quería encontrar a Agony.

Hester se desconcertó.

—¿Qué?

—Agony. Me parece que en realidad se llama Agatha o algo por el estilo, pero todo el mundo la llama Agony porque ayuda a la gente que tiene dolores muy fuertes.

—¿Con opio? —preguntó Hester de inmediato.

—Pues claro. ¿Sabe de algún otro remedio que sirva de algo cuando duele de verdad?

—No —reconoció Hester—. Lo cierto es que no. ¿La encontró?

—No lo sé. Supongo que sí porque no volvió.

—¿Cómo era él?

Lo preguntó más por curiosidad que porque pensara que fuera a servirle de algo. Además, ya no estaba segura de lo que estaba intentando hacer. Había comenzado con la idea de hallar alguna explicación al asesinato de Zenia Gadney que dejara a Dinah libre de toda sospecha. Ahora sus propios sentimientos estaban tan alterados que se sentía capaz de imaginar un arrebato de locura que apuntara a su culpabilidad, y ya no estaba segura de que cupiera encontrar otra explicación.

¿Podía referírselo a Monk y, por consiguiente, a Rathbone? ¿Sería como rendirse o puro realismo?

Gladys se encogió de hombros.

—Antes no lo he pensado —dijo con cierta sorpresa—. Hablaba muy bien, era muy amable. Te trataba como si fueras… alguien. Supongo que nunca se acaba de conocer a la gente, ¿verdad?

Hester se quedó un rato más, pero lo único que Gladys supo añadir fueron los lugares donde Hester podía empezar a buscar a Agony Nisbet. Le dio las gracias y se marchó.

Preguntó a otras varias personas de Copenhagen Place. Habló con el mismo tendero con el que había hablado Monk. Escuchó su relato sobre la visita de Dinah y la furia de esta al mencionar el nombre de Zenia.

Hester le dio las gracias y se marchó, saliendo de nuevo a la calle, donde soplaban frías rachas de viento. Mientras los aleros le chorreaban encima y la gente le daba empujones en la acera, trató de imaginar cómo se había sentido Dinah. Tuvo que haber sido como si el mundo hubiese terminado.

Salvo que al parecer Dinah hacía años que estaba enterada de que su marido visitaba a aquella mujer y le daba dinero. ¿Qué había ocurrido para que cambiara tanto, dejando de ser una esposa complaciente que toleraba la situación e incluso estaba de acuerdo con ella? ¿Qué la había convertido en una mujer que había perdido todo contacto con la humanidad?

Si Hester hubiese descubierto algo semejante acerca de Monk, su amor por él habría quedado mancillado. Ahora bien, ¿habría destruido sus principios, la compasión, el sentido del honor, la fe en sí misma?

Quizá se hubiese sentido herida sin remedio. Quizás hubiese llorado hasta que no le quedara una sola lágrima, incapaz de comer y dormir, pero de haberse hundido en el pozo de la desesperación, habría acabado con su vida, no con la de otra persona.

¿O no?

¿Era concebible que Dinah fuese quien había matado a Joel Lambourn? ¿Acaso Rathbone o Monk se lo habían planteado, sopesándolo sin hacer caso a los sentimientos encontrados que su dolor les causaba?

No obstante, la muerte de Lambourn había parecido un suicidio. Un acto incluso amable, tomando primero el opio para mitigar el dolor. No había odio, ni siquiera ira. Aunque despojaría a Dinah de la respetabilidad, la posición social y la mayoría de los ingresos a los que estaba acostumbrada. ¿Qué decir de Adah y Marianne? ¿Dinah se había detenido a pensar en ellas? ¿Cabía que una mujer realmente se olvidara de sus hijas?

¿Qué herencia había dejado Lambourn? ¿Bastaría para que las dos chicas siguieran con su vida, se educaran y se casaran felizmente?

¿Era incluso físicamente posible que Dinah lo hubiese hecho a solas? ¿Se las había arreglado para llevar a Lambourn hasta lo alto de One Tree Hill en plena noche? ¿Lo había convencido de que tomara el opio y luego se había sentado junto a él mientras le cortaba las venas, para luego recoger la botella y el cuchillo con toda calma y regresar a su casa junto a sus hijas? ¿Por qué llevarse la botella y el cuchillo? Carecía de sentido. Si realmente se hubiese suicidado, estarían a su lado. Y el hecho de que procedieran de su casa no habría precisado explicación. Era lo que Lambourn habría utilizado de todos modos.

Si Dinah era capaz de llevar a cabo un plan con tanta sangre fría, ¿de dónde salía la ira demencial con que habían mutilado a Zenia Gadney? ¿Y qué podía haberla provocado, tras años de estar enterada del acuerdo entre ella y su marido? ¿Por qué cometer de repente dos asesinatos entre los que mediaban dos meses?

No tenía sentido. Debía de haber otra explicación.

Hester pasó el resto del día hablando con vecinos del lugar y averiguando algunas cosas más acerca de Zenia Gadney, aunque ninguna modificó la imagen que Gladys le había dibujado de una mujer tranquila y más bien tristona, que había echado a perder su juventud con la bebida pero que, según parecía, había vencido a los demonios que entonces la habían empujado a ello. Durante los últimos quince años había vivido en Copenhagen Place. Realizaba algún trabajillo de costura y remiendos para los vecinos, más como amiga que por dinero. Era una manera de relacionarse con el prójimo y tener ocasión de conversar. Al parecer la mantenía el doctor Lambourn mediante una asignación que, si ponía cuidado, hacía innecesarios otros ingresos.

Varias personas dijeron que salía a pasear con bastante frecuencia, hiciera el tiempo que hiciese, salvo cuando era muy malo. A menudo lo hacía por Narrow Street, junto al río. A veces se quedaba plantada, con el viento en la cara, mirando hacia el sur, observando el ir y venir de las gabarras. Si le hablabas te contestaba, y siempre de manera agradable, pero casi nunca buscaba entablar conversación.

Nadie le habló mal de ella.

Hester decidió ir a Narrow Street, donde Zenia paseaba tan a menudo. El viento le escocía en la cara, las aguas grises destellaban bajo el sol. Hester se formó una idea de la soledad de Zenia, tal vez del arrepentimiento que sin duda ocupara sus pensamientos tantas veces. Para empezar, ¿qué la había llevado a beber? ¿Una tragedia doméstica? ¿Tal vez la muerte de un hijo? ¿Incluso un matrimonio sumamente desgraciado? Probablemente, nunca lo sabrían.

En la vida de Zenia no había nada que explicara su terrible muerte, como no fuera su relación con Joel Lambourn. Si no era eso, solo quedaba pensar que había sido una víctima al azar, sacrificada por brindar ocasión a la ira desatada de su asesino.

Hester había empezado compadeciendo a Dinah, una mujer despojada no solo del marido a quien amaba, sino en cierto sentido de todo lo que aportaba felicidad a su vida. Ahora, incluso la dulzura de sus recuerdos estaría mancillada para siempre. Pronto perdería su propia vida en el espantoso castigo ritual de la horca.

Mientras Hester contemplaba las aguas grises del río arremolinándose delante de ella, su piedad fue para Zenia Gadney. La vida de aquella mujer había sido muy poco reconfortante, y durante la última década y media, apenas había recibido afecto ni compartido nada, ni siquiera tocando el cuerpo de otro ser humano aparte del de Joel Lambourn, una vez al mes y por dinero. Trató de apartar esa imagen de su mente. ¿Qué podía haber deseado que fuese tan extraño u obsceno para que su esposa no se lo concediera, motivo por el que pagaba a una prostituta de Limehouse?

Se alegró de no tener que saberlo.

El agua hizo ruido en la playa de guijarros cuando la estela de un barco alcanzó la orilla con la marea baja. Una hilera de gabarras navegaba por el centro de la corriente, cargada de carbón, madera y altas pilas de pacas. Los hombres que las guiaban se balanceaban con un garbo tosco pero diestro, empuñando sus largas pértigas. El viento arreciaba y olía a salitre y a lluvia. Las gaviotas chillaban en lo alto, emitiendo prolongados y tristes lamentos.

Hester tuvo la impresión de haber agotado el tema de Zenia Gadney.

¿Tenía sentido seguir indagando sobre la búsqueda de información del doctor Lambourn a propósito del opio? Probablemente no. La tarde caía y empezaba a hacer frío mientras la marea cambiaba. Era hora de volver a casa, donde entraría en calor, no solo por estar resguardada del viento que soplaba desde el río, sino lejos de los pensamientos sobre la muerte, la ira y el desespero, y del apetito que en última instancia había arrasado con todo lo valioso.

Prepararía una cena que fuera del gusto de Scuff y lo oiría bromear sobre trivialidades, le daría las buenas noches cuando se hubiese lavado y estuviera listo para irse a la cama.

Después se acostaría con Monk y daría gracias a Dios por todo lo bueno que había en su mundo.

Hester tardó un día y medio en dar con Agatha Nisbet. Había recorrido el estrecho sendero hacia el oeste hasta dejar atrás Greenland Dock, y luego enfiló tierra adentro hasta Norway Yard. Volvió a preguntar en Rotherhithe Street y solo tuvo que caminar unos cien metros más hasta un gran almacén en desuso reconvertido en clínica improvisada para estibadores y marineros heridos.

Entró con paso decidido y la cabeza alta, como si tuviera todo el derecho de estar allí. Un par de personas la miraron con curiosidad, primero una muchacha que fregaba el suelo y luego un hombre con la ropa manchada de sangre que parecía un camillero. Hester le sonrió, y él, más relajado, no le dio el alto.

Se cruzó con dos o tres mujeres de mediana edad. Se las veía cansadas y agobiadas, con la ropa arrugada como si la hubieran llevado puesta toda la noche y todo el día anterior. Acudieron a su mente vívidos recuerdos de su tiempo en los hospitales: limpiar, enrollar vendas, cambiar camas y ayudar a comer a los enfermos y heridos, y sobre todo acatar órdenes. Recordó la fatiga, la camaradería, el dolor compartido y las victorias.

Había jergones en el suelo, todos ellos ocupados por hombres pálidos, sucios, con los brazos, las piernas o el cuerpo vendados. Los más afortunados dormitaban. Si Agatha Nisbet les había dado opio y vendado las heridas, no sería Hester quien la criticaría. Quienes tuvieran algo que objetar deberían probar a pasar una semana o dos tendidos en aquel suelo con el cuerpo magullado y algún miembro roto, sin ningún alivio durante las largas y amargas horas nocturnas, pasando frío a oscuras y sufriendo dolores atroces incluso al respirar.

Había llegado al otro extremo de la inmensa nave y se disponía a llamar a la puerta de un cubículo cuando esta se abrió de sopetón. Se encontró cara a cara con una mujer de más de un metro noventa de estatura y con las espaldas anchas y fornidas de un peón. Tenía el pelo crespo y de un color caoba desvaído. Sus facciones eran enérgicas, y seguramente había sido guapa en su juventud, treinta años atrás. Ahora el tiempo y la vida dura la habían vuelto áspera, y el sol y el viento le habían curtido la piel. Unos furibundos ojos azules miraron a Hester con desdén.

—¿Qué se le ha perdido aquí, señora? —preguntó con una voz ligeramente sibilante. Era un poco aguda, y no daba la impresión de haber salido de aquel cuerpo inmenso. Pronunció la palabra «señora» con desprecio.

Hester se tragó la cortante respuesta que le habría gustado darle.

—¿Señorita Nisbet? —preguntó educadamente.

—¿Qué más le da? ¿Quién es usted? —replicó Agatha Nisbet.

—Hester Monk. Dirijo una clínica para mujeres de la calle en la otra margen del río. Concretamente en Portpool Lane —contestó Hester levantando la voz y sin retroceder ni un paso.

—No me diga. —Agatha Nisbet la miró de arriba abajo fríamente—. ¿Qué quiere de mí?

Hester decidió lanzarse de cabeza. Los cumplidos no iban a llevarla a ninguna parte.

—Un suministrador de opio mejor del que tengo ahora —contestó.

—¿Quiere decir más barato? —dijo Agatha torciendo la boca.

—Quiero decir más fiable —le aclaró Hester—. Más barato no estaría de más, pero creo que por lo general una obtiene lo que paga. —Encogió ligeramente los hombros—. A no ser que seas novata y entonces obtengas menos. Hay montones de traficantes que no tienen inconveniente en escatimar el producto. —Miró a Agatha de arriba abajo con la misma franqueza—. Me figuro que a usted no se lo hacen una segunda vez.

Agatha sonrió, mostrando unos dientes grandes e inusualmente blancos.

—Si tienen dos dedos de frente no lo hacen ni la primera vez. Los rumores corren como la pólvora.

—En ese caso lo que usted tiene es realmente de fiar —reafirmó Hester.

—Sí. Pero le costará lo suyo.

—¿El doctor Lambourn estuvo aquí alguna vez? —preguntó Hester.

Agatha abrió los ojos como platos.

—Ha muerto.

Hester sonrió tan ingenuamente como pudo.

—Y ahora quizá no se presente un proyecto de ley en el Parlamento para regular la venta de opio, al menos hasta dentro de un año.

Agatha entornó los ojos.

Hester sintió un súbito escalofrío de miedo, y se dio cuenta de que tal vez había cometido un error, incluso poniendo su vida en peligro. Se le secó la boca. No debía permitir que aquella mujer tan fornida se percatara de ello.

—Lo cual me dará un poco más de libertad —agregó en voz alta. Estuvo segura de haberlo dicho con la voz ronca.

Agatha permaneció inmóvil, con una mano en la cadera. Hester no pudo evitar fijarse en el tamaño de su puño, en sus lustrosos y huesudos nudillos.

—¿Y con eso qué quiere decir, exactamente? —preguntó Agatha, en una voz tan dulce que, de no tenerla delante, Hester habría creído estar oyendo a una niña.

Tenía la boca seca y le costaba tragar. Tomó una bocanada de aire.

—Que no puedo hacer mi trabajo si no dispongo de un buen suministro —contestó—. Los hombres del gobierno no piensan en estas cosas, ¿verdad? Los ricos pueden comprar opio para evadirse soñando, pero la gente de la calle y los muelles, cuando los golpean o se rompen un hueso, consiguen lo que pueden, donde pueden. ¿Es necesario que se lo explique?

Dejó que la última frase sonara con una nota de indignación.

El enorme cuerpo de Agatha se relajó, y se permitió esbozar una sonrisa.

—¿Quiere una taza de té? —preguntó, retrocediendo un poco para que Hester pudiera entrar en la habitación—. Tengo el mejor. Me lo traen ex profeso de China.

Hester pestañeó.

—¿Acaso no viene de China todo el té?

Entró detrás de Agatha a la habitación y se sorprendió al verla tan ordenada, incluso limpia. Percibió un ligero olor a humo y a metal caliente procedente de la estufa de leña que había en un rincón, muy parecida a las que había visto en las salas de los hospitales cuando ejercía de enfermera. Una pava de agua hirviendo soltaba volutas de vapor. Cerró la puerta a sus espaldas.

Agatha puso los ojos en blanco.

—La mayoría, aunque hay quien dice que pronto se cultivará en la India. Este es el mejor. Delicado. Saben mucho los chinos.

A pesar de todo, el comentario suscitó el interés de Hester. Se sentó en la silla que Agatha le ofreció y, poco después, aceptó la taza de fragante té amarillo claro, sin leche. Tenía un aroma limpio y penetrante al que no estaba acostumbrada. Echó un vistazo a las paredes y en un estante vio una treintena de libros más o menos deteriorados. Resultaba obvio que se habían leído reiteradamente. En la pared de enfrente había tarros de vidrio que contenían toda suerte de hojas secas, hierbas, raíces y polvos.

Se obligó a fijar su atención en la mujerona que tenía delante, que la observaba con expectación.

Hester tomó un sorbo de té. Era bastante diferente de los que ella conocía, pero pensó que podía llegar a gustarle.

—Gracias —dijo en voz alta.

Agatha se encogió de hombros y cogió su taza.

—¿Cómo descubrió este té? —preguntó Hester, tras beber otro sorbo.

—Hay muchos chinos en Londres —respondió Agatha—. Saben mucho sobre medicina, esos diablillos. Me han enseñado un poco.

Enseguida levantó la vista hacia Hester, aguzando la mirada. Fue su modo de advertirla de que sus secretos eran muy valiosos. Le habían costado lo suyo y no iba a compartirlos sin cobrar un precio.

Hester sentía un notable respeto por aquella actitud. Ella misma había adquirido sus conocimientos en el campo de batalla.

—Ojalá hubiésemos tenido suficiente opio en Crimea —dijo en voz baja—. Habría sido de ayuda, sobre todo cuando teníamos que amputar.

Agatha la miró detenidamente con los ojos entornados.

—Lo hacen muy a menudo, ¿verdad?

—Bastante —contestó Hester, mientras la memoria la devolvía al pasado, como si estuviera acurrucada en el barro y la desolación del campo de batalla, tratando de apartar de su mente los gritos y concentrarse solo en el rostro silencioso y ceniciento del soldado que tenía delante, con los ojos hundidos por el shock, de cuyo sufrimiento era consciente.

Agatha asintió lentamente.

—Es mejor no recordarlo —dijo—. Se volvería loca. ¿Ahora también trata a personas con dolores agudos, tajos en el torso, huesos rotos y cosas por el estilo?

—No muy a menudo. —Hester aprovechó la oportunidad que había estado esperando—. Solo algunas veces. Piedras en los riñones o vientres desgarrados a causa de un mal parto. Palizas tremendas. Por eso necesito buen opio.

Agatha vaciló como si estuviera tomando una difícil decisión.

Hester aguardó. Los segundos pasaban.

Agatha respiró profundamente.

—Puedo proporcionarle opio de primera —dijo, mirando a Hester de hito en hito—. A buen precio. Pero puedo hacer algo mejor. Ingerido surte buen efecto, aunque no tanto como fumado. Pero existe algo todavía mejor. Un escocés inventó una aguja que se pincha directamente en la vena, justo donde el dolor es peor. De eso hará quince años o más. Puedo conseguirle una de esas agujas.

—He oído hablar de ellas —dijo Hester con un súbito arranque de entusiasmo—. ¿Podrá enseñarme a utilizarla? ¿Y qué dosis administrar?

Agatha asintió.

—Hay que hacerlo con cuidado, no se olvide. Si lo hace mal, puede matar fácilmente a una persona. Y peor aún, si se lo da más de unas pocas veces, luego quieren tomarlo cada día, no pueden pasar sin él.

Hester frunció el ceño. El corazón le latía más deprisa.

—¿Cómo se evita que eso suceda? —preguntó con la voz un poco ronca.

—No se puede —contestó Agatha—. Se les va dando menos hasta que se deja de darles. Aprenden. Al menos, la mayoría. Hay quien no, y entonces siguen tomándolo, de una manera u otra, hasta el fin de sus días. Cada vez quieren más. Hacen ricos a quienes lo venden.

La mirada furiosa de Agatha hizo que Hester se estremeciera.

—¿Hay alguna otra manera de tratar el dolor? —preguntó Hester en voz baja, sabiendo la respuesta.

—No —contestó Agatha, dejando que el monosílabo cayera en el silencio.

—¿Era eso lo que andaba preguntando el doctor Lambourn? —preguntó Hester—. ¿Lo de las agujas?

—Al principio, no —contestó Agatha—. Se centraba sobre todo en los niños que morían porque sus madres les daban medicamentos sin saber lo que contenían. De todos modos, no sacó nada en claro.

—¿Habló con él? —insistió Hester.

—Claro que sí. Como le he dicho, aunque el gobierno hubiese aprobado su informe, no nos habría afectado ni a usted ni a mí. Y además no lo aceptaron, así que ¿por qué se preocupa?

Escrutó el semblante de Hester con una mirada penetrante, inteligente.

—Pero ¿preguntó sobre la adicción que provoca fumar opio? —insistió Hester otra vez.

Agatha hizo una mueca.

—Apenas, pero se lo conté igualmente. Y me escuchó.

—¿Piensa que se suicidó? —dijo Hester sin rodeos.

Agatha frunció el ceño.

—A mí no me pareció esa clase de cobarde, pero supongo que nunca se sabe. ¿A usted qué más le da?

Hester se preguntó en qué medida debía decir la verdad. Miró a Agatha con más detenimiento y decidió no mentirle. La cuestión del opio en los medicamentos se complicaba por el abuso que se hacía de él para aliviar el sufrimiento mental o evadirse de las miserias de la vida. ¿Dónde se hallaba la línea entre el cubrir una necesidad y la especulación? ¿Y acaso algo de aquello guardaba relación con la muerte de Joel Lambourn y Zenia Gadney?

—Creo que quizá lo mataron e hicieron que pareciera un suicidio —dijo en voz alta a Agatha—. Hay algunas cosas que no cuadran.

—¿En serio? Como ya he dicho, ¿por qué le importa tanto? —repitió Agatha, atenta a la expresión de Hester.

—Porque si lo asesinaron, quizá tenga más sentido el asesinato de Zenia Gadney en el embarcadero de Limehouse —explicó Hester.

Agatha se estremeció.

—¿Desde cuándo tienen sentido los locos sanguinarios? ¿Qué demonios le pasa?

—Están juzgando a la señora Lambourn por el asesinato de Zenia Gadney porque su marido la visitaba cada mes y le pagaba el alquiler y los demás gastos —repuso Hester un tanto acalorada.

—Maldita bruja —dijo Agatha con amargura—. ¿Qué sacó de hacer algo tan espantoso?

—Nada en absoluto, y menos dos meses después de que el doctor hubiese fallecido.

—Y entonces, ¿por qué lo hizo? —preguntó Agatha con el ceño fruncido y los ojos llenos de ira.

—A lo mejor no lo hizo. Ella está convencida de que el doctor no se suicidó.

Agatha la miró fijamente, y su rostro reflejó que estaba atando cabos.

—Y usted supone que fue por algo relacionado con su investigación sobre el opio…

—¿Usted no? Mueve mucho dinero el negocio del opio —señaló Hester.

—¿Me lo dice o me lo cuenta? —dijo Agatha con mordaz ferocidad, como si le hubiese acudido un recuerdo a la mente—. Se han amasado fortunas y perdido reputaciones. Ahora nadie quiere pensar en las Guerras del Opio. Hay muchos secretos, casi todos sangrientos y llenos de muertos y dinero. —Se inclinó un poco hacia delante—. Tenga cuidado —advirtió—. Le sorprendería enterarse de qué grandes familias se hicieron ricas con el opio y ahora no dicen ni mu.

—¿El doctor Lambourn lo sabía? —preguntó Hester.

—No me lo dijo, pero no tenía un pelo de tonto. Y yo tampoco. No se meta en líos con vendedores de opio, señora, o igual acabará acuchillada en un callejón o flotando en el río panza arriba. Esos cabrones se la merendarán, pero a mí no me la van a jugar.

—¿Y Zenia también estaba enterada? —dijo Hester con premura.

Agatha abrió mucho los ojos.

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa?

—No sé por qué, pero apostaría un buen dinero a que usted sabe mucho sobre cualquier cosa que le interesa —replicó Hester al instante.

Agatha se rio quedamente, casi entre dientes.

—Ha dado en el clavo, pero los locos que mutilan a mujeres no son asunto mío. A no ser que vayan a por mí. Y si lo hacen… —Levantó sus manazas e hizo crujir los nudillos—. Además tengo un buen cuchillo de trinchar, si es preciso usarlo. Ocúpese de sus asuntos, señora. Le daré el opio que pide, el mejor del mundo. A un precio justo.

—¿Y la aguja? —preguntó Hester tímidamente.

Agatha pestañeó.

—Y la aguja. ¡Pero tenga mucho cuidado con ella!

—Lo tendré. —Hester se levantó. La alegró que el peso de la falda disimulara que las rodillas le temblaban un poco, pero no le cambió la voz—. Gracias.

Agatha suspiró y puso los ojos en blanco, y de repente sonrió mostrando su dentadura perfecta.