Capítulo 20

Rathbone permaneció despierto buena parte de la noche del domingo, totalmente confundido. Monk le había ido enviando notas para mantenerlo al tanto de lo que había descubierto, e incluso de lo que estaban investigando. Pero por el momento no había pruebas que pudiera presentar al tribunal.

La única defensa de Dinah consistía en que creía que su marido había sido asesinado porque había descubierto algo que arruinaría la reputación de alguien capaz de suicidarse para no ser puesto en evidencia. Y ella, por su parte, estaba dispuesta a arriesgar su propia vida en la horca con tal de obligar al tribunal y a la policía a descubrir la verdad.

¿Cuándo debía decírselo Rathbone al jurado? Si se lo decía demasiado pronto perdería fuerza cuando llegara el momento del alegato final. Si aguardaba demasiado parecería una desesperada invención de última hora.

Levantó la vista al techo, con los ojos muy abiertos en la absoluta oscuridad, y tuvo la sensación de haber perdido el control sobre el caso. Tenía que recuperarlo. Aunque en realidad trabajara confiando en que Dinah era inocente, y con la esperanza de que Monk hallara una prueba que pudiera desvelar, no podía permitir que Coniston lo supiera. Sobre todo, no debía permitir que el jurado se diera cuenta.

Una de las últimas notas de Monk aludía claramente a una adicción al opio mucho más grave incluso que la de quienes lo fumaban, pues la sustancia se inyectaba directamente en el torrente sanguíneo a través de una vena. Alguien estaba iniciando a la gente en esa práctica adrede, aprovechando los momentos de debilidad causados por un padecimiento físico o emocional, y, cuando eran dependientes, explotaba su desesperación.

Era una maldad de proporciones descomunales, pero no era un delito para la ley. El propio Monk lo había reconocido. Así pues, ¿por qué matar a Lambourn? ¿Qué había descubierto para que tuviera que morir?

Rathbone tenía que adivinarlo, y acertar. Solo así tendría ocasión de prolongar el juicio hasta que Monk hallara alguna prueba. De este modo, Rathbone echaría los cimientos de una causa y solo tendría que añadir la pieza final que lo uniera todo, dando el nombre de quien había causado los homicidios tanto de Lambourn como de Zenia Gadney.

¿Sería capaz de hacerlo? Cuando por fin se durmió, solo tenía en mente el bosquejo de un plan de acción.

Cuando el juicio se reanudó el lunes por la mañana, Rathbone miró a Sorley Coniston y reparó en la desenvuelta satisfacción que reflejaba su semblante. Tal como estaban las cosas, sería difícil que perdiera.

Rathbone debía comenzar a llevar las riendas del ritmo y el carácter de los testimonios. El día siguiente era Nochebuena. En aquel momento, el mejor veredicto que cabía esperar era el de una duda razonable y, al mirar a los doce hombres sentados en la tribuna del jurado, vio que ninguno de ellos abrigaba la menor duda. Permanecían inmóviles, con la expresión adusta, como si se estuvieran armando de valor para contestar con ecuanimidad que estaban dispuestos a condenar a muerte a una mujer por el crimen que creían que había cometido.

Rathbone carecía de otro sospechoso que presentarles, ni siquiera indirectamente, pero tenía que crear uno. En su propia cabeza era un asesino sin nombre ni rostro, empleado por alguien culpable de querer arruinar la credibilidad de Lambourn con el propósito de destruir su informe. Resumido así, a Runcorn le sonaba tan desesperado como le sonaría a cualquier otra persona. A ese personaje debía conferirle realidad, ambiciones, miedo a una pérdida, codicia… maldad.

La sala fue llamada al orden para recibir al juez Pendock. Coniston se puso de pie y llamó a su último testigo. Rathbone estaba advertido de su identidad, tal como exigía la ley, pero no tenía defensa alguna contra lo que aquel hombre iba a decir. Había abrigado la esperanza de que a Coniston no se le ocurriera buscarlo, pero habida cuenta de lo que sabía Amity Herne y del desprecio que sentía por Dinah Lambourn, tampoco era de extrañar que lo hubiera hecho.

Rathbone se las había arreglado para suscitar solo un atisbo de duda en cuanto a que Lambourn se hubiese quitado la vida, ya que dada la ausencia de un arma y de algún tipo de frasco para diluir y beberse el opio, cabía deducir la presencia de un tercero. Por el momento nadie había aludido al uso de una aguja y su correspondiente jeringuilla. ¿Era posible que lo hubiesen asesinado? Si tal era el caso, quedaba un segundo homicidio por resolver y Dinah bien podía ser culpable de haber matado a Zenia Gadney.

El nuevo testigo dio su nombre y ocupación, y juró decir la verdad.

—Señor Blakelock —comenzó Coniston—, ¿es usted registrador de nacimientos, fallecimientos y matrimonios?

—Sí, señor —contestó Blakelock. Era un hombre apuesto, con el pelo prematuramente canoso pero que, por lo demás, llevaba muy bien sus años.

—¿Registró usted el matrimonio del doctor Lambourn hace dieciocho años?

—En efecto.

—¿Con quién? —preguntó Coniston.

Los presentes en la sala no daban muestras de estar interesados. Solo Rathbone estaba tieso, sin apartar los ojos del jurado.

—Con Zenia Gadney —contestó Blakelock.

—¿Zenia Gadney? —repitió Coniston con voz resonante, alta y clara, como si la respuesta lo hubiese dejado pasmado.

Incluso Pendock tuvo un sobresalto, quedándose boquiabierto.

En la tribuna del jurado se oyeron expresiones de asombro. Uno de sus miembros dio un grito ahogado y faltó poco para que se atragantara.

Coniston aguardó a que el impacto calara bien hondo y luego, con un amago de sonrisa, prosiguió.

—¿Y ese matrimonio fue disuelto, señor?

—No —respondió Blakelock.

Coniston se encogió de hombros y separó las manos con un gesto de impotencia.

—Siendo así, ¿quién es Dinah Lambourn, la madre de sus hijos, con quien el finado vivió durante quince años, hasta su muerte?

—Supongo que «su querida» sería el término más apropiado —contestó Blakelock.

—¿Significa eso que cuando Lambourn falleció, Zenia… Gadney pasó a ser su viuda en lugar de la acusada? —prosiguió Coniston.

—Sí.

—¿Y por consiguiente la heredera de su patrimonio? —agregó Coniston.

Rathbone se puso de pie.

—Señoría, eso es una suposición que el señor Blakelock no está cualificado para hacer y, además, es errónea. Si el tribunal así lo desea, puedo llamar al abogado del señor Lambourn, que explicará que dejó su patrimonio a sus hijas Adah y Marianne. Hay un modesto legado, una anualidad, para Zenia Gadney. El montante viene a ser aproximadamente el mismo que le daba en vida.

Pendock lo fulminó con la mirada.

—¿Estaba enterado de esto, sir Oliver?

—Estaba enterado de lo que estipula el testamento, señoría. Me pareció bastante obvio que debía informarme a ese respecto —contestó Rathbone.

Pendock tomó aire para añadir algo más, pero cambió de parecer. Habría resultado incorrecto preguntar a Rathbone qué le había confiado Dinah, y de todos modos el jurado sacaría sus propias conclusiones. Desde luego, Coniston no necesitaba ganar escaramuzas tan poco importantes como aquella.

—Mis disculpas, señoría —dijo Coniston esbozando una sonrisa—. Ha sido una suposición y, tal como ha señalado mi distinguido colega, en este caso no estaba justificada. ¿Tal vez la defensa quiera llamar a alguien que demuestre que la acusada estaba enterada de que sus hijas iban a heredar? Entonces su muy comprensible miedo a quedar en la indigencia tras el suicidio de su marido podría dejarse de lado, dejando solo el motivo de unos celos igualmente comprensibles.

Rathbone se permitió adoptar una expresión de incredulidad.

—¿Acaso la acusación sugiere que la acusada estaba celosa de la mujer a la que a todas luces suplantaba en los afectos del doctor Lambourn? —preguntó—. ¿O tal vez que Zenia Gadney estaba tan celosa, después de todos estos años, que atacó a Dinah Lambourn? En tal caso la mutilación resulta repelente e innecesaria, ¡pero el golpe que causó la muerte de la señora Gadney podría muy bien considerarse defensa propia!

—¡Qué ridiculez! —exclamó Coniston con incredulidad aunque sin mostrarse enojado—. Señoría…

Pendock levantó la mano.

—Basta, señor Coniston. Me doy perfecta cuenta de lo absurdo que resulta. —Fulminó a Rathbone con la mirada—. Sir Oliver, no pienso permitir que este juicio tan grave se convierta en una farsa. La acusada fue a buscar a la víctima donde vivía. Lo que ocurriera después de que la encontrara acabó en la muerte violenta de la víctima y en su posterior mutilación. Estos hechos son indiscutibles. El jurado sacará sus propias conclusiones en cuanto a quién es culpable. Señor Coniston, ¿da por terminada la acusación?

—Sí, señoría, así es.

—¿Tiene alguna pregunta que hacer al señor Blakelock? —preguntó Pendock, volviéndose hacia Rathbone.

—No, gracias, señoría.

—Entonces puede llamar a su primer testigo de la defensa. —Pendock se volvió hacia Blakelock—. Puede abandonar el estrado.

Rathbone se situó en medio del entarimado sintiéndose como si estuviera en una arena aguardando a los leones, desprovisto de armadura para protegerse y sin una espada con la que atacar. Hasta entonces nunca se había sentido tan vulnerable, ni siquiera en casos en los que sabía que su cliente era culpable. Se dio cuenta con cierto sobresalto de que no era su fe en Dinah lo que estaba herido, quizá críticamente, sino su fe en sí mismo. Su confianza y parte de su esperanza se habían esfumado.

Ahora tenía que ir insinuando con mucho cuidado la existencia de un personaje poderoso empeñado en protegerse. Y en todo momento, en cada intervención, debía creer que Dinah era inocente por más ilógico que pudiera parecer. Debía tener siempre presente que Lambourn había descubierto algo durante su investigación que ponía en peligro a un hombre poderoso, y que lo habían asesinado para acallarlo. Habían hecho que pareciera un suicidio para desacreditarlo. Zenia Gadney fue asesinada para hundir a Dinah y acabar con su cruzada para salvar la reputación de Lambourn y, por consiguiente, su causa.

Se obligó a sonreír, temiendo poner de manifiesto su repugnancia.

—Llamo a la señora Helena Moulton.

El ujier llamó a Helena Moulton. Apareció al cabo de un momento y, un tanto vacilante, subió los peldaños del estrado. Saltaba a la vista que estaba nerviosa. La voz le tembló cuando juró decir la verdad.

—Señora Moulton —comenzó Rathbone amablemente—, ¿conoce a la acusada, la señora Dinah Lambourn?

—Sí. —La señora Moulton evitó levantar la vista hacia el banquillo. Miraba fijamente a Rathbone como si tuviera el cuello sujeto con una abrazadera.

—¿Eran amigas? —prosiguió Rathbone.

—Pues… sí. Sí, éramos amigas. —Tragó saliva. Estaba muy pálida y agarraba con ambas manos la barandilla del estrado. La luz relumbraba en las gemas de sus anillos.

—Rememore sus sentimientos durante esa amistad —le pidió Rathbone. Era dolorosamente consciente de que a Helena Moulton la violentaba admitir que había sido amiga de Dinah, temerosa de que en los círculos sociales en los que se movía la asociaran con ella, como si al dar testimonio estuviera en cierto modo perdonando a la acusada lo que había hecho.

Rathbone no creía que su testimonio influyera en la causa a favor de Dinah, ni siquiera que fuera a suponer la más mínima diferencia en la opinión que se hubiese formado el jurado, pero necesitaba todas las horas adicionales que le permitieran prolongar las declaraciones de los pocos testigos de que disponía y así tener ocasión de crear el bosquejo de otro posible sospechoso. A lo mejor ahora Monk descubría algo que demostrara su existencia. Por más curioso que resultara, tenía casi la misma fe en Runcorn. Su testarudez le impediría cejar en su empeño hasta el final y, además, estaba muy enojado por haber sido utilizado.

La señora Moulton estaba aguardando la pregunta, igual que Pendock, que comenzaba a estar irritado.

—¿Pasaban tiempo juntas? —prosiguió Rathbone—. ¿Iban a meriendas, exposiciones de arte o de fotografías de viajes, a soirées, a veces a cenas, incluso al teatro y, por supuesto, a fiestas campestres en verano?

—Lo hacía con muchas personas —contestó Helena Moulton, precavida.

—Por descontado. Sin muchas personas no cabría considerarlas fiestas, ¿verdad? —dijo Rathbone con mucha labia—. ¿Disfrutaban de su mutua compañía?

Difícilmente podía contestar que no a aquella pregunta, pues daría a entender la existencia de un motivo oculto.

—Sí, sí… Así era —confirmó un tanto a regañadientes.

—Sin duda hablaban de un sinfín de cosas.

Coniston se puso de pie.

—Señoría, esto es desperdiciar el tiempo del tribunal. La acusación entiende que la señora Moulton era amiga de la acusada. Aunque me figuro que siendo más preciso no cabe llamarla señora Lambourn.

Rathbone quiso objetar, pero carecía de fundamentos con los que discutir sobre aquel punto. Si perdía, solo conseguiría una derrota más que no pasaría desapercibida al jurado.

Pendock miró molesto a Rathbone.

—¿Está tratando de señalar algo, sir Oliver? Si es así, le ruego que proceda con más diligencia. Las idas y venidas de la vida social de la señora Moulton y la acusada parecen totalmente irrelevantes.

—Lo que intento establecer, señoría, es la capacidad de la señora Moulton para comentar el estado mental de la acusada.

—Pues dela por establecida y haga su siguiente pregunta —repuso Pendock de manera cortante.

—Sí, señoría. —Había esperado conseguir más tiempo, pero no había nada que le permitiera discutir—. Señora Moulton, ¿la acusada estuvo inquieta o preocupada durante la semana anterior a la muerte del doctor Lambourn?

Helena Moulton vaciló. Levantó la vista un momento, como si quisiera mirar a los ojos a Dinah, sentada en el banquillo, por encima del nivel de la galería del público, pero luego cambió de parecer y miró fijamente a Rathbone.

—Que yo recuerde, estaba como siempre. Lo único… Lo único es que mencionó que el doctor estaba trabajando mucho y que parecía estar bastante cansado.

—¿Y después de su fallecimiento? —preguntó Rathbone.

El rostro de Helena Moulton devino la viva imagen de la compasión, su tensión se desvaneció cuando la lástima engulló toda conciencia de sí misma.

—Parecía una sonámbula —dijo con voz ronca—. Nunca he visto a una persona más anonadada por la pena. Me constaba que estaban muy unidos. Él era un hombre muy amable, un buen hombre… —Tragó saliva y recobró la compostura con dificultad—. Lo sentí mucho por ella, pero no pude hacer nada. Nadie podía.

—Por supuesto que no —respondió Rathbone en voz baja—. Ni siquiera los amigos más íntimos pueden aproximarse lo suficiente para aliviar semejante pérdida. La muerte es terrible de por sí, pero que una persona se haya quitado la vida es mucho peor.

—¡Ella jamás se lo creyó! —dijo la señora Moulton con urgencia, inclinándose sobre la barandilla como si unos pocos centímetros menos entre ambos fueran a imprimir más veracidad a sus palabras—. Siempre decía que lo habían matado para… para impedir que su trabajo fuese aceptado. Estoy convencida de que lo creía sinceramente.

—Por supuesto, señora Moulton, y yo también lo estoy —corroboró Rathbone—. De hecho, es mi intención aclararle este punto al jurado.

Una sombra de desagrado cruzó el semblante de Coniston, aunque no llegó a mostrarse preocupado.

Pendock estaba irritado, pero no interrumpió.

Rathbone se dio prisa, ganando una pizca de confianza que era como una vela expuesta al viento, que podía apagarse en cualquier momento.

—Cuando la policía la arrestó y la acusó de asesinar a Zenia Gadney, ella declaró que había estado con usted a la misma hora en que había sido vista en Copenhagen Place buscando a la señora Gadney y preguntando dónde vivía. ¿Correcto?

Helena Moulton parecía incómoda.

—Sí.

Lo dijo tan bajo que Pendock tuvo que pedirle que repitiera su respuesta en voz más alta para que la oyera el jurado.

—Sí —dijo de nuevo, haciéndose oír alto y claro.

Rathbone le sonrió con mucha discreción, a fin de confortarla.

—¿Y estaba con usted entonces, señora Moulton? —le preguntó.

—No.

Pendock se inclinó hacia delante.

—¡No! —repitió Helena Moulton con más claridad—. Dijo… —Tragó saliva—. Dijo que había acudido conmigo a una soirée. No entiendo por qué demonios dijo eso. Yo no podía respaldarla. Estuve en una exposición de arte, y me vieron decenas de personas. Ese día no hubo ninguna soirée a la que estuviéramos invitadas.

—De modo que es del todo imposible que dijera la verdad —concluyó Rathbone.

Coniston volvió a ponerse de pie.

—Señoría, mi distinguido colega está perdiendo el tiempo otra vez. ¡Ya hemos establecido que la acusada mintió! No veo que esto sea un argumento válido.

—Señoría —dijo Rathbone, volviéndose hacia Pendock—, este no es el argumento que pretendo demostrar. Lo que el señor Coniston parece haber pasado por alto es el hecho de que Dinah Lambourn nunca esperó que alguien diera crédito a su declaración.

Coniston separó las manos con las palmas abiertas. Fue un gesto de impotencia, invitando al tribunal en general, y al jurado en particular, a concluir que Rathbone no estaba haciendo más que desperdiciar tiempo en un intento desesperado por evitar lo inevitable.

Sir Oliver —dijo Pendock exasperado—, todo esto parece carecer de sentido. Si tiene alguna conclusión a propósito de este… fárrago, permita que el tribunal sepa cuál es.

A Rathbone le estaban metiendo más prisa de la que deseaba, pero veía en el semblante de Pendock que iba a mantenerse inflexible. Había llegado el momento de contarles la valiente y desesperada apuesta que había hecho Dinah.

—Señoría, estoy intentando demostrar al jurado que Dinah Lambourn creía que su marido había sido difamado mediante el rechazo de su informe, poniendo en entredicho su pericia profesional. Luego, cuando no lo aceptó ni lo dejó correr calladamente, negando que lo que sabía era cierto, fue asesinado de tal suerte que su muerte pareciera un suicidio.

En la galería se armó un pequeño alboroto. Alguien gritó palabrotas. Otros soltaron vítores. Los miembros del jurado se revolvieron en sus asientos, mirando a un lado y al otro.

Pendock hizo sonar su martillo, exigiendo orden.

Coniston se mostró primero impaciente y después molesto.

En cuanto pudo hacerse oír, Rathbone prosiguió, levantando la voz por encima del ruido y de los murmullos.

—Estuvo dispuesta a ser enjuiciada por un homicidio que no cometió —dijo en voz alta—, a fin de atraer la atención pública sobre la artificiosa desgracia de su marido, y así obligar a que alguien volviera a investigar su muerte. —Se volvió hacia el estupefacto jurado—. Está dispuesta a arriesgar su propia vida de modo que ustedes, como representantes del pueblo de Inglaterra, puedan oír la verdad sobre lo que descubrió Joel Lambourn y juzgar por ustedes mismos si era un buen hombre, honesto y capaz, que intentaba servir al pueblo de este país, o si era un iluso, un vanidoso y, finalmente, un suicida.

Señaló hacia el banquillo.

—Así es como lo amaba; como todavía lo ama. Ella no mató a nadie; tampoco sabe quién lo hizo; ni a Joel Lambourn ni a la desafortunada Zenia Gadney. Y, por la gracia de Dios y las leyes de Inglaterra, se lo voy a demostrar.

Hubo un verdadero tumulto en la galería y esta vez los martillazos de Pendock resultaron inútiles. Desalojó la sala, ordenando una pausa para almorzar. Luego se puso de pie y se marchó a grandes zancadas, haciendo revolear su gran toga escarlata como dos alas rotas.

Si era preciso, Rathbone estaba dispuesto a llamar tanto a Adah como a Marianne Lambourn, aunque solo fuera para que Monk tuviera más posibilidades de averiguar por lo menos algún elemento de verdad que le permitiera plantear una duda razonable. Al principio Rathbone había contado con descubrir quién había matado a Zenia y poder probarlo. Si como mínimo hubiese demostrado que Lambourn no se había suicidado, habría conseguido presentar a Dinah como una persona sensata y comprensiva, pero, por el momento, le habían parado los pies cada vez que daba un paso en ese sentido. Ahora solo contaba con la insinuación de una figura manipuladora que estaba detrás del asesinato y a la que debía convertir en una persona concreta, dando incluso su nombre.

Quizá no tendría que haberse sorprendido. Si Dinah llevaba razón, alguien muy poderoso tenía mucho que ocultar, y tanto Coniston como Pendock habrían recibido instrucciones. También tenía que estar la amenaza de que la revelación de su identidad perjudicara la reputación de un tercero y, con ella, tal vez la honorabilidad del gobierno.

Rathbone reconoció que su defensa dependía de que planteara una duda razonable: la posibilidad de que hubiera otra explicación, por vaga que fuera, cuya existencia fuese capaz de demostrar. Solo disponía de aquella tarde y del día siguiente, luego la Navidad les concedería un aplazamiento hasta el viernes. Después vendría el fin de semana. Pero también sabía que ensombrecer la Navidad con la necesidad de regresar de inmediato no le granjearía las simpatías de nadie. De haber tenido alternativa, jamás lo habría hecho.

Su primer testigo de la tarde fue el tendero que había descrito la visita de Dinah a Copenhagen Place, así como la extrema emoción que mostraba, tanto así que la mayoría de los compradores de la calle ahora tenían la impresión de haberla visto y sentían que tendrían que haberse dado cuenta de quién y qué era.

Ahora bien, a Rathbone le constaba que la mente es capaz de engañar a la vista. Confiaba en que su conversación previa con el señor Jenkins le hubiese mostrado en qué medida influían las circunstancias, y que lo que creía recordar adolecía de un sesgo retrospectivo. No dejaba de ser un riesgo hacerlo subir al estrado, dado que Coniston lo interrogaría inmediatamente después, pero no tenía nada que perder. Dios quisiera que Monk o Runcorn hubieran descubierto algo valioso por más endeble que fuese.

El señor Jenkins subió al estrado con un aspecto muy anodino al estar fuera de su propia tienda, atendiendo un comercio con el que estaba familiarizado. Se agarró a la barandilla como si estuviera en el mar y el estrado cabeceara como el puente de un barco. ¿Se debía al muy comprensible nerviosismo de un hombre en un entorno que le resultaba del todo ajeno, sabiendo que la vida de una mujer podía depender de lo que él dijera? ¿O acaso había cambiado de parecer y se retractaría de lo que le había dicho a Rathbone y tenía miedo del enojo de Rathbone, o del de Coniston, y del peso de la ley en caso de que los contrariara?

Rathbone debía lograr que se sintiera tan a gusto como pudiera. Dio unos pasos hacia el estrado de los testigos para no tener que levantar la voz a fin de ser oído.

—Buenas tardes, señor Jenkins —comenzó—. Gracias por concedernos parte de su tiempo. Comprendemos que tiene usted un negocio que dirigir y que sus clientes le exigen que abra todos los días excepto el domingo. No lo entretendré mucho. Usted es dueño de una tienda de comestibles en Copenhagen Place, Limehouse, ¿correcto?

Jenkins carraspeó.

—Sí, señor, así es.

—¿La mayoría de sus clientes son vecinos que viven a poco más de un kilómetro de su tienda?

—Sí, señor.

—Porque las personas necesitan comestibles diversos casi a diario y, naturalmente, no les apetece cargar con ellos más distancia de la necesaria, ¿no es así? —preguntó Rathbone.

Coniston se revolvió impaciente en su silla.

Pendock parecía irritado.

Solo el jurado escuchaba con atención, creyendo que se avecinaba algo pertinente y tal vez controvertido. Rathbone era famoso, y su reputación, formidable. Si no lo sabían antes de que comenzara el juicio, ahora ya estarían al corriente.

—Sí, señor —confirmó Jenkins—. Digamos que los conozco. Siempre tengo a punto lo que necesitan. Ni siquiera tienen que pedirlo.

—Siendo así, ¿repararía en un forastero que entrara en su tienda? —Rathbone sonrió al preguntarlo—. Alguien que no viviera en la zona y cuyas necesidades usted desconociera.

Jenkins tragó saliva. Sabía lo importante que era la pregunta.

—Diría que sí —contestó Jenkins, menos seguro de sí mismo; sus palabras transmitían una evasiva, no una certidumbre.

—Una mujer bien vestida, que no era vecina de Limehouse, que nunca le había comprado comestibles y que no llevaba una bolsa o un cesto donde llevar lo que comprara —explicó Rathbone.

Jenkins lo miraba fijamente.

Rathbone deseaba obtener una respuesta lo más categórica posible. No tendría ocasión de recomenzar y volver sobre sus pasos so pena de parecer desesperado, y el jurado se daría cuenta.

—Me figuro que tiene una relación amistosa, o como mínimo cordial con la mayoría de sus clientes, señor Jenkins. ¿Son personas decentes que se ocupan de sus asuntos?

—Sí… sí, claro que lo son —corroboró Jenkins.

—Así pues, ¿una mujer que se comportara alocadamente, medio histérica, sería rara de ver en su tienda?

Coniston se puso de pie.

Rathbone se volvió hacia él, adoptando una estudiada expresión de asombro e interrogación.

Coniston exhaló un suspiro exasperado, como si estuviera infinitamente aburrido, y volvió a tomar asiento. Nada de aquello habría pasado desapercibido al jurado. No obstante, su concentración se había visto interrumpida momentáneamente, disminuyendo su emoción.

—Mi distinguido colega parece no haberse percatado de la importancia de mi pregunta, señor Jenkins —dijo Rathbone sonriendo—. Tal vez haya quedado poco clara al resto de la sala. Intento explicar que su tienda presta un servicio local. Conoce a todas las mujeres de la zona que acuden a su establecimiento a adquirir sus provisiones de té, azúcar, harina, verduras y demás comestibles. Son personas decentes y educadas, y se sienten como si estuvieran entre amigos. Una mujer que usted no haya visto antes, y que al parecer nadie conoce, y cuya conducta es histérica y exigente, es sumamente inusual, y usted probablemente la recordaría, de hecho, casi con toda seguridad. ¿Estoy en lo cierto?

Ahora Jenkins no tenía más opción que estar de acuerdo. ¿Tal vez Coniston había hecho un favor a la defensa sin querer? Rathbone no se atrevió a mirarlo para comprobarlo. Su gesto le resultaría obvio al jurado, y sus miembros lo verían como un truco ingenioso.

—Supongo… supongo que sí —admitió Jenkins.

—Entonces tenga la bondad de levantar la vista hacia el banquillo para decirme si está seguro de que la mujer que está sentada ahí arriba es la misma mujer que entró en su tienda y preguntó dónde vivía Zenia Gadney. Ya hemos oído que era alta y morena, que guardaba cierto parecido con ella, pero en Londres hay miles de mujeres que responden a esa descripción. ¿Está seguro, más allá de toda duda, de que fue esta mujer? Ella jura que no lo es.

Jenkins miró detenidamente a Dinah, parpadeando un poco, como si la viera claramente.

—Señoría —Rathbone levantó la vista hacia Pendock—, ¿puedo solicitar permiso para pedir a la acusada que se ponga de pie?

Pendock no tenía elección; la petición solo era un mero formulismo. Si la denegaba tendría que dar una explicación, y carecía de fundamentos para ello.

—Concedido —contestó Pendock.

Rathbone se volvió hacia el banquillo y Dinah se puso de pie. Aquello suponía una ventaja. Rathbone se dio cuenta de inmediato. Ahora todos la verían con más claridad, los miembros del jurado estiraron el cuello para mirarla. Dinah estaba pálida y devastada por la pena, y en cierto modo más guapa que en su casa, rodeada de objetos familiares. Todavía no había sido hallada culpable por la ley aunque ya lo fuera para la opinión pública, de modo que estaba autorizada a vestir su propia ropa. Puesto que seguía estando de luto por su marido, era normal que vistiera de negro y, con sus dramáticas facciones y su pálida tez inmaculada, la belleza de su rostro era extraordinaria, así como el sufrimiento que traslucía. Emanaba serenidad, como si ya no le quedaran fuerzas para abrigar esperanzas ni para luchar.

Jenkins volvió a tragar saliva.

—No. —Negó con la cabeza—. No puedo decir que fuese ella. Tiene un aspecto… diferente. No recuerdo que tuviera la cara así.

—Gracias, señor Jenkins —dijo Rathbone, dejando escapar un suspiro de alivio—. Mi distinguido colega quizá desee interrogarlo, pero, en lo que a mí concierne, le agradezco el tiempo que nos ha dedicado y es libre de regresar a su negocio para seguir prestando sus servicios a la comunidad en Copenhagen Place.

—Sí, señor.

Jenkins se volvió con inquietud hacia Coniston.

La vacilación de Coniston fue infinitesimal, pero se notó. Al menos un par de miembros del jurado tuvieron que verla.

—Señor Jenkins —comenzó Coniston con amabilidad, consciente de que el tendero tenía todas las simpatías del jurado. Era un hombre como ellos, seguramente con una familia a la que mantener, intentando dar lo mejor de sí mismo en una situación que detestaba. Tenía ganas de terminar con aquello y de seguir con su sosegada vida de trabajo duro con sus pequeños placeres, con su muy limitada responsabilidad, sin que sus opiniones fueran sopesadas ni medidas.

Rathbone sabía que todo aquello estaba pasando por la cabeza de Coniston porque había pasado por la suya.

Coniston sonrió.

—En realidad, señor Jenkins, resulta que no tengo nada que preguntarle. Usted es un hombre honesto que se ha visto en medio de una situación desdichada por mera casualidad, no por algo que haya hecho. Su compasión, su meticulosidad y su modestia son dignas de encomio. No ha buscado prevalecer sobre otros ni permanecer en un segundo plano. Le ruego que acepte también mi agradecimiento y que regrese a su negocio, donde estoy convencido de que lo necesitan, especialmente estando tan cerca la Navidad.

Hizo un amago de reverencia y regresó elegantemente a su asiento.

El rostro de Pendock estaba tenso. Echó un vistazo al reloj y luego a Rathbone.

—¿Sir Oliver?

Rathbone quería hablar con Monk antes de llamar al testigo siguiente. Era demasiado pronto. Se puso de pie.

—El testimonio de mi próximo testigo quizá se prolongue un tanto, señoría, pues creo que el señor Coniston querrá cuestionar parte de su declaración con bastante detenimiento.

Él también miró el reloj. No le gustaría tener que admitir que no podía localizar a Runcorn a aquellas horas, pero lo haría si Pendock lo obligaba a hacerlo.

—Muy bien, sir Oliver. —Pendock suspiró—. El tribunal levanta la sesión hasta mañana.

—Sí, señoría. Gracias.

En cuanto Rathbone llegó a su bufete escribió una nota a Runcorn, diciéndole que necesitaba que testificara cuando el juicio se reanudara a la mañana siguiente. Cualquier oportunidad que tuvieran de tener éxito dependía de ello. Dijo a Runcorn que alargaría el turno de preguntas tanto como pudiera, cosa por la que se disculpó, pero tenía poco más aparte de la propia Dinah, salvo que Monk hubiese descubierto algo para dar forma a otro sospechoso que resultara verosímil para el jurado. Como mínimo sacaría a relucir el tema de la jeringuilla y de la mucho más terrible y profunda adicción a la que conducía.

En cuanto el mensajero se marchó con la carta doblada dentro de un sobre sellado con lacre, se preguntó si había escrito más cosas de la cuenta.

Se fue a casa cansado pero sintiéndose incapaz de descansar.

Por la mañana Rathbone tomó un coche de punto para ir al tribunal, cansado y preocupado. Ni siquiera sabía si Runcorn estaría allí, y carecía de excusas que presentar. Tampoco era que contara con que Pendock las aceptase, por más válidas que fueran. No estaba seguro de que Runcorn hubiese recibido su nota. Se la había enviado a su casa por si no pasaba por la comisaría. Quizá llegara tarde y cansado, y no hubiese mirado el correo.

En Ludgate Circus había un embotellamiento; gente que iba de compras, amigos que intercambiaban felicitaciones, juerguistas que comenzaban a celebrar la Navidad anticipadamente, gritándose alegremente unos a otros.

Rathbone golpeó el panel delantero del coche para llamar al conductor.

—¿No hay manera de dar un rodeo? ¡Ya tendría que estar en el tribunal del Old Bailey!

—Hago lo que puedo, señor —contestó el cochero—. ¡Estamos casi en Navidad!

Rathbone se tragó la respuesta que le afloró a los labios. No era culpa de aquel hombre y ser grosero solo empeoraría las cosas. ¿Por qué no había recibido respuesta de Runcorn? ¿Qué demonios diría al tribunal si no se presentaba? Parecería del todo incompetente. Se sonrojó solo de pensarlo.

Quizá tendría que haber enviado la nota a la comisaría, después de todo.

Entonces el coche se detuvo otra vez. Los rodeaban vehículos de toda clase, y los conductores gritaban, reían, pedían derecho de paso.

Estaba demasiado impaciente para seguir aguardando. Solo quedaba una breve caminata por Ludgate Hill hasta el Old Bailey. La enorme cúpula de San Pablo se alzaba en el cielo invernal delante de él, con el Palacio de Justicia a su izquierda y la cárcel de Newgate detrás. Se apeó del coche, dio un puñado de monedas al conductor y comenzó a caminar con brío, para acabar corriendo por la acera.

Subió a la carrera la escalinata y casi chocó con Runcorn al cruzar las puertas. ¿Por qué sentía un alivio tan intenso? Tendría que haber confiado en él. Ahora no tenía tiempo ni ocasión de hablar con él. Era culpa suya por haber llegado tarde. Coniston estaba a pocos metros de ellos y Pendock se acercaba por el vestíbulo. Si intentaba consultar con Runcorn daría la impresión de no estar seguro sobre qué pruebas presentar. Y eso sería un regalo que no deseaba hacerle a Coniston.

Un cuarto de hora más tarde estaba detrás de su mesa con sus notas delante. Había una carta de Runcorn. Rasgó el sobre y la leyó.

Estimado sir Oliver,

Todo listo. He investigado otras cosas de interés. No estoy seguro, pero creo que la señora Monk ha estado buscando al médico.

Runcorn

Una vez más, Rathbone se sintió culpable por su falta de confianza.

—Le ruego que llame a su testigo, sir Oliver —ordenó Pendock. Su voz sonó grave, un poco tensa, como si también hubiese dormido poco y mal.

—Llamo al comisario Runcorn de la Policía de Greenwich —respondió Rathbone.

Runcorn entró, caminando por el pasillo de la galería con todos los ojos puestos en él. Su figura era imponente: fornido, irradiando confianza en sí mismo. Prestó juramento y se mantuvo erguido a la espera de las preguntas. Mantenía las manos a los lados; no precisaba agarrarse a la barandilla.

Rathbone carraspeó para aclararse la garganta.

—Comisario, usted está al mando de la policía en la zona de Greenwich, ¿no es así?

—Sí, señor —dijo Runcorn con gravedad.

—¿Recibió aviso cuando el cuerpo de Joel Lambourn fue hallado en lo alto de One Tree Hill, en Greenwich Park, hace casi tres meses?

—Sí, señor. El doctor Lambourn era un hombre célebre y muy admirado en Greenwich. Su fallecimiento fue una tragedia.

Coniston se puso de pie.

—Señoría, ya nos han relatado la muerte del doctor Lambourn con bastante detalle, así como la reacción que tuvo la acusada al enterarse. No acabo de ver qué puede añadir el señor Runcorn a lo que ya se ha dicho. Mi distinguido colega está desesperado y desperdicia el tiempo de este tribunal. Si sirve de ayuda, la acusación suscribirá los hechos que ya se han presentado.

Rathbone iba a ver bloqueado el testimonio de Runcorn antes de que hubiese comenzado siquiera a declarar. Interrumpió antes de que Pendock tuviera ocasión de hablar.

—Puesto que los presentó la acusación, señoría, ¿no carece de sentido decir que los suscribirá?

—Oírlo de nuevo supone una pérdida de tiempo para el tribunal —le espetó Pendock—. Si no tiene nada nuevo que añadir, sir Oliver, por más que me compadezca su apuro, este no es lugar para consentirlo. La protesta del señor Coniston está bien fundada.

—Señor…

—¡Señoría! —exclamó Rathbone, levantando la voz, pero procurando no traslucir sus sentimientos—. El señor Coniston ha presentado testimonios relacionados con la muerte del doctor Lambourn, pero, por algún motivo que solo él sabrá, no ha interrogado al comisario Runcorn, el hombre que recibió el encargo de investigarlo. De no haber considerado relevante el asunto, no lo habría sacado a colación. En realidad, su señoría no se lo habría permitido. Con el debido respeto, digo a este tribunal que ahora la defensa tiene derecho a interrogar al señor Runcorn acerca de ello, a la luz de las nuevas pruebas descubiertas.

La sala se sumió en el silencio. Nadie se movía.

Pendock mantenía la boca cerrada con los labios apretados.

Coniston miró a Pendock y luego a Rathbone.

Runcorn dirigía la vista al jurado y sonrió.

Uno de sus miembros se removió en el asiento.

—Cíñase a la cuestión, sir Oliver —dijo Pendock al fin—. Tanto si el señor Coniston objeta como si no, si se aparta de ella lo interrumpiré.

—Gracias, señoría —dijo Rathbone, dominándose con considerable esfuerzo. Una vez más fue consciente de que Pendock estaba al acecho para pararle los pies si cometía el más ligero error. Por la razón que fuera, y sin que importara lo que Dinah le hubiese dicho a Runcorn, Pendock iba a bloquear cualquier defensa que la ley le permitiera.

Rathbone se volvió hacia Runcorn otra vez.

—Usted recibió aviso de la muerte del doctor Joel Lambourn cuando su cuerpo fue hallado en One Tree Hill —dijo al jurado, aunque se dirigiera a Runcorn.

—Sí. —Runcorn recogió el testigo y prolongó su respuesta—. Un hombre que paseaba a su perro encontró el cuerpo de Lambourn más o menos apoyado…

Coniston se puso de pie.

—Señoría, el señor Runcorn está dando a entender que…

—Sí, sí —confirmó Pendock. Se volvió hacia el estrado de los testigos—. Señor Runcorn, le ruego que vigile su lenguaje. No haga suposiciones sobre lo que desconoce. Aténgase a lo que usted vio, ¿entendido?

La intervención del juez fue condescendiente en extremo. Rathbone vio que Runcorn se sonrojaba y rezó para que no perdiera los estribos.

—Iba a decir «apoyado contra el tronco del árbol» —dijo Runcorn entre dientes—. Sin ese apoyo habría caído. En realidad estaba inclinado hacia delante, de todos modos.

Pendock no se disculpó, pero Rathbone vio en su rostro que estaba irritado consigo mismo, y los miembros del jurado también se percataron de ello.

Rathbone se obligó a sonreír.

—¿Estaba muerto? —preguntó.

—Sí. De hecho, ya estaba frío —confirmó Runcorn—. Pero la noche había sido gélida y soplaba una brisa más fría de lo habitual en esa época del año. Tenía cortes en la parte interior de las muñecas y aparentemente había muerto desangrado.

Pendock se echó para delante.

—¿Aparentemente? ¿Está sugiriendo que no fue así, señor Runcorn?

—No, señoría. —El rostro de Runcorn era casi inexpresivo—. Intento decir solo aquello de lo que me percaté en su momento. El médico forense lo corroboró. Luego, la autopsia posterior reveló que además había una considerable dosis de opio en su organismo, aunque no el suficiente para matarlo. En su momento supuse que lo habría tomado para mitigar el dolor de los cortes en las muñecas.

—¿En su momento? —preguntó Rathbone enseguida—. ¿Acaso después descubrió algo irrefutable? Supongo que el forense no pudo decirle lo que motivó la ingesta de opio, sino solo los datos fehacientes.

Runcorn miró fijamente a Rathbone.

—No, señor. Cambié de parecer. No creo que el doctor Lambourn se cortara las venas, señor. Creo que el opio se usó para dejarlo adormilado, lento en sus reacciones, posiblemente incluso inconsciente, de modo que no respondiera a la agresión. Las heridas defensivas resultarían muy difíciles de explicar en un supuesto suicidio.

Coniston ya estaba de pie otra vez.

Pendock fulminó a Rathbone con la mirada.

—¡Señor Runcorn! No voy a tolerar aseveraciones alocadas e indemostrables en este tribunal. No estamos aquí para reabrir un caso que ya está cerrado y con un veredicto emitido. Y me consta que usted es perfectamente consciente de ello. Si tiene algo que añadir que guarde relación con la muerte de Zenia Gadney, díganoslo. El resto no ha lugar aquí. ¿Entendido?

—Sí, señoría —contestó Runcorn con atrevimiento. Su voz y su actitud no fueron defensivas. Se mantuvo erguido, con la mirada al frente—. Pero dado que ahora sabemos que Zenia Gadney también era la esposa de Joel Lambourn, hecho que desconocíamos cuando falleció, la manera en que murió el doctor tan poco tiempo antes del asesinato de la señora Gadney, parece suscitar varias preguntas. Cuesta estar seguro de que no exista una conexión.

—¡Claro que hay una conexión! —le espetó Pendock—. ¡Es Dinah Lambourn, la acusada! ¿Va a decirme que también mató a su marido? No puede decirse que eso sea de ayuda para la defensa, que es quien lo ha llamado.

Coniston procuró disimular su sonrisa, sin demasiado éxito.

El jurado contemplaba la escena completamente desconcertado.

—Parece probable que lo hiciera la misma persona —contestó Runcorn a Pendock—. Como mínimo es una posibilidad que sería irresponsable no investigar. Y después de interrogar a Marianne Lambourn, me satisface decir que no pudo hacerlo Dinah Lambourn. Marianne pasó la noche despierta porque había tenido pesadillas. Oyó salir a su padre, pero su madre no salió.

Rathbone se quedó perplejo. ¿Runcorn estaba seguro de lo que decía? ¿Qué ocurriría si llamaba a Marianne a testificar? ¿Coniston la haría pedazos y demostraría que no podía estar segura de haber vuelto a dormirse y, por tanto, que simplemente no había oído salir a su madre?

Aunque eso sucediera, ¡al menos ganaría como mínimo medio día! ¿Todavía no había descubierto nada Monk? ¿Runcorn lo sabía?

Coniston miraba fijamente a Rathbone, tratando de descifrar su expresión.

—¡Sir Oliver! —dijo Pendock despacio—. ¿Estaba al corriente de esto? Si va a presentar algún…

—No, señoría —contestó Rathbone enseguida, recobrándose de la impresión—. No he tenido ocasión de hablar con el comisario Runcorn desde el viernes pasado.

Pendock se volvió hacia Runcorn.

—Esto no lo supe hasta ayer, señoría —dijo Runcorn con repentina humildad—. Tuve ocasión de investigar de nuevo la muerte del doctor Lambourn gracias a otros datos que han salido a la luz en relación con su informe sobre la venta de opio en Inglaterra, con reflexiones sobre el comercio de opio en general y, en particular, sobre el modo de administrarlo mediante un nuevo tipo de jeringuilla que lo introduce directamente en la sangre, haciendo que resulte muchísimo más adictivo…

Pendock agarró el martillo y dio un golpe violento.

—¡Estamos aquí para juzgar el asesinato de Zenia Gadney! —dijo a voz en cuello—. No permitiré que esto se convierta en un circo político como estratagema para despistar al jurado del asunto que nos concierne. Y mucho menos que se debatan los méritos o inconvenientes de la venta y el consumo de opio. No han lugar en este tribunal. —Se volvió hacia Rathbone—. Testimonios, sir Oliver, no especulaciones. Y, por encima de todo, no voy a tolerar escándalos malintencionados. ¿Queda claro?

—Absolutamente, señoría —contestó Rathbone fingiendo tanta humildad como pudo—. En este lugar, más que en ningún otro, no cabe hacer acusaciones que no se puedan corroborar.

Procuró que su semblante no trasluciera la más mínima emoción. Solo el rubor de las mejillas de Pendock le hizo darse cuenta de que no lo había conseguido por completo.

Coniston estornudó, o quizá se atragantó. Masculló una disculpa.

Rathbone volvió a mirar a Runcorn.

—Por favor, sea muy cuidadoso, comisario —le advirtió—. ¿Los hechos que ha descubierto tienen alguna relación directa con el asesinato de Zenia Gadney, o con el hecho de Dinah Lambourn haya sido culpada de este crimen?

Runcorn reflexionó un momento.

Rathbone tuvo la clara impresión de que estaba sopesando exactamente hasta qué punto se podría salir con la suya.

—¿Comisario? —lo instó Rathbone antes de que Coniston se pusiera de pie una vez más.

—Sí, señor, creo que sí —contestó Runcorn—. Si el doctor Lambourn y Zenia Gadney fueron asesinados por la misma persona y esta no pudo ser la acusada, tuvo que ser un tercero, y debemos encontrar a esa persona. A la policía le parece cada vez más claro que fue alguien de cuya existencia se enteró el doctor Lambourn en el curso de su investigación sobre el uso del opio; alguien que está obteniendo pingües beneficios volviendo adicta a la gente, administrándoselo en la sangre para aliviar dolores como el de un hueso roto y cosas por el estilo, y que luego, cuando ya son dependientes y no pueden vivir sin él, les cobra lo que le da la gana…

Coniston estaba de pie.

—Señoría, ¿el señor Runcorn o alguna otra persona pueden dar siquiera un indicio de prueba a propósito de este envenenamiento? ¡Es un cuento! Una especulación que no se sustenta mediante pruebas. —Tomó aire y cambió de tema—. Y en cuanto a que alguien jure que la señora Lambourn no volvió a salir de la casa aquella noche, no hemos oído nada que lo respalde excepto la palabra, referida de oídas, de una niña de quince años que, como es natural, es leal a su madre. ¿Qué niña de su edad estaría dispuesta a creer que su madre pudiera haber matado a su padre a sangre fría, cortándole las muñecas para que se desangrara?

Rathbone tuvo la sensación de que el suelo daba un bandazo bajo sus pies, haciéndole perder el equilibrio, y tuvo que esforzarse para mantener la compostura.

Sir Oliver —dijo Pendock sin disimular su alivio—. Se está arriesgando a quedar en ridículo. Todo esto no es más que una intentona desesperada para ganar tiempo, aunque no sé con qué propósito. ¿Quién se figura que acudirá en su auxilio? No ha aportado nada que respalde esta fantasiosa conspiración que nos pide que creamos. O bien lo hace, señor, o nos presenta una defensa creíble. Si no tiene ninguna, ahórrele esta angustia innecesaria a su cliente y deje que se declare culpable.

Rathbone notó que se ponía colorado.

—Mi cliente me ha dicho que no es culpable, señoría —dijo con aspereza—. ¡No puedo pedirle que diga que dio un golpe mortal y evisceró a una mujer a fin de ahorrarle tiempo al tribunal!

—Tenga mucho cuidado, sir Oliver —le advirtió Pendock—, o lo consideraré desacato.

—Eso solo serviría para prolongar aún más el juicio, señoría —replicó Rathbone, y en cuanto lo dijo se arrepintió pese a que le constaba que ya era demasiado tarde. Había convertido a Pendock en un enemigo acérrimo.

La excitación se hizo oír en la galería. Incluso los miembros del jurado parecían más despabilados, mirando a Rathbone y a Pendock, luego a Coniston y, finalmente, a Runcorn, que todavía esperaba más preguntas.

Dinah Lambourn no era la única que estaba siendo juzgada. Tal vez de un modo u otro, todos los componentes del tribunal lo estaban siendo. Cada cual desempeñaba una función para que se hiciera justicia.

Rathbone eligió sus palabras con suma meticulosidad. La vida de Dinah Lambourn podía depender de su habilidad, así como de su capacidad para olvidarse de su vanidad herida, para pensar solo en ella y en cualquier verdad que pudiera obligar a escuchar al jurado.

No tenía ni idea de qué más sabía Runcorn. Mientras escrutaba su semblante se preguntó qué demonios quería que le preguntara. ¿Qué asunto podía sacar a colación sin que Pendock volviera a interrumpirlo? ¿Qué vinculaba a Zenia Lambourn con la venta de opio y jeringuillas, excepto Lambourn y su investigación?

—Señor Runcorn, ¿tuvo ocasión de tomar en consideración la posibilidad de que Zenia Gadney supiera algo acerca de la investigación del doctor Lambourn sobre los delitos que conllevaba o que se derivaban de la venta de opio puro para ser inyectado en la sangre, y el deterioro físico y mental que puede ser fruto de ese hábito?

Ahora los miembros del jurado estiraron el cuello para escuchar, con los rostros tensos, fascinados y asustados.

Runcorn aprovechó la oportunidad.

—Sí, señor. Creímos posible que el doctor Lambourn hiciera más de una copia, al menos de las partes más controvertidas de su informe. Dado que no lo encontramos en su casa, pensamos que lo podía haber dejado en casa de su primera esposa, Zenia Gadney. Tal vez creyera que nadie más, excepto Dinah Lambourn, supiera de su existencia.

Coniston se levantó.

—En tal caso, la pobre señora Gadney solo pudo ser asesinada por Dinah Lambourn, que es lo que nosotros sostenemos. Lo único que sir Oliver ha hecho ha sido presentar un segundo motivo, señoría.

Pendock miró a Rathbone esbozando una sonrisa.

—Me parece que está tirando piedras en su propio tejado, sir Oliver —observó.

Runcorn inhaló bruscamente, miró a Rathbone y luego hacia el público que llenaba la galería.

Rathbone entendió al instante lo que Runcorn quería decir. Le dedicó un contenido gesto de asentimiento y correspondió a la sonrisa de Pendock.

—Si Dinah Lambourn hubiese sido la única que supiera la verdad, sería como dice, señoría. Tal vez haya olvidado que tanto Barclay Herne como su esposa, Amity Herne, la hermana del doctor Lambourn, tenían pleno conocimiento de su primer matrimonio. De hecho, creo que lo hallará en la transcripción de testimonios anteriores, señoría.

Pendock volvió a palidecer y se irguió en el asiento, con una mano delante de él, apretando con fuerza el puño.

—¿Está insinuando que el señor Barclay Herne asesinó a esa desdichada mujer, sir Oliver? —dijo muy despacio—. Supongo que habrá comprobado su paradero el día de autos, porque, si no lo ha hecho, ya se lo digo yo. Estuvo en una cena en el Ateneo a la que también yo asistí.

Rathbone tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo. En cuestión de segundos la victoria se había convertido en derrota.

—No, señoría —dijo en voz baja—. Estaba señalando que Dinah Lambourn no era la única persona que sabía que Joel Lambourn estaba casado con Zenia Gadney y que, según lo que sabemos, la visitaba una vez al mes. Cabe la posibilidad de que él mismo o la señora Herne, la hermana del doctor Lambourn, se lo dijeran a otras personas, quizás a conocidos de esa época anterior en la que el doctor Lambourn todavía vivía con Zenia Gadney, ¿o debería decir Zenia Lambourn?

—¿Por qué demonios iban a hacer algo semejante? —preguntó Pendock incrédulo—. Sin duda se trata de un asunto que nadie desearía hacer público. Resultaría de lo más embarazoso. Su insinuación es excéntrica, por no decir algo peor.

Rathbone hizo un último intento.

—Señoría, no estamos seguros de que el informe de Lambourn contuviera alusiones a la venta de opio y de esas agujas, con detalles sobre el horror de la adicción que causa ese método. Tampoco sabemos si las historias son del todo ciertas o no. Pero sigue siendo probable que se mencionaran nombres de personas, ya fueran traficantes de este veneno o adictos, y que aludiera al deterioro físico y mental que puede producir. Encontrar todas las copias de esos papeles y asegurarse de que no cayeran en manos indebidas podría considerarse un servicio prestado a cualquiera que apareciera en él, y tal vez al país en general. El opio, usado debidamente, y bajo supervisión médica, sigue siendo el único alivio de que disponemos para combatir el dolor extremo.

Pendock guardó silencio un buen rato.

El tribunal aguardaba. Todos los rostros de la galería, de la tribuna del jurado y los de ambos abogados miraban al juez. Incluso Runcorn, desde el estrado, se volvió para observarlo y aguardar.

Los segundos transcurrían. Nadie se movía.

Finalmente, Pendock llegó a una conclusión.

—¿Tiene alguna prueba de esto, señor Runcorn? —preguntó a media voz—. Y digo prueba, no suposiciones que induzcan al escándalo.

—Sí, señoría —contestó Runcorn—. Pero se trata de retazos esparcidos entre los relatos de trágicas muertes infantiles que el doctor Lambourn investigaba. Se topó con esta otra evidencia por casualidad y pensamos que hasta los últimos días de su vida no juntó las piezas que señalaban a quien estaba detrás del asunto.

Rathbone dio un paso al frente.

—Señoría, si pudiéramos disponer del resto del día para armar este puzle con sensatez, y asegurarnos de que ningún inocente sea difamado sin querer, quizá seamos capaces de presentarlo ante el tribunal, o a su señoría en su despacho, y así ver qué valor puede tener.

Pendock suspiró pesadamente.

—Muy bien. Se levanta la sesión hasta el viernes por la mañana.

—Gracias, señoría.

Rathbone inclinó la cabeza, sintiendo un súbito mareo fruto del alivio. Resultaba absurdo. Solo tenía un respiro de unos pocos días, justo hasta después de la Navidad.

Runcorn bajó del estrado y se dirigió hacia él.

Sir Oliver, al señor Monk le gustaría verle lo antes posible —dijo en voz baja—. Tenemos algo más.